Capitulo IX

EL FILTRO DE LOS CALIFAS

Como Zuleik había dicho a Amina, una docena de renegados, aun cuando heridos en su mayor parte, fueron cogidos vivos por los genízaros que los perseguían.

Cercados por los destacamentos que se movían en sentido contrario en aquella callejuela estrecha, los desgraciados, después de una lucha desesperada, habían sido desarmados y atados con fuertes ligaduras.

Eran, como queda dicho, una docena aproximadamente, entre italianos, españoles, flamencos y franceses, todos cubiertos de sangre y de heridas. Los otros, más afortunados que ellos, habían caído muertos en la pelea después de haber causado muchas bajas a sus perseguidores.

Fue preciso toda la autoridad de los jefes y la promesa de que se haría con los presos un castigo tremendo para impedir que los genízaros se hicieran justicia por su mano.

Los prisioneros, bajo una fuerte escolta para sustraerlos a un posible ataque de la población, que al primer anuncio de la muerte del general se había lanzado a la calle pidiendo venganza, habían sido llevados precipitadamente al presidio del Pascia, que entonces se consideraba como el más seguro.

Antes de que hubieran podido reponerse de sus heridas, aquellos infelices fueron sometidos al tormento más espantoso para arrancar de sus labios el nombre de sus cómplices salvados por la banda de argelinos, que la autoridad sospechaba que fuesen cristianos.

Algunos de ellos fueron enganchados desnudos en garfios de hierro, otros enterrados hasta la cintura dentro de fosos rellenos de cal, y otros, todavía más infortunados, habían sido desollados, vertiendo sobre sus heridas cera hirviendo.

Entre los espasmos de aquella atroz agonía, el nombre del barón de Santelmo había salido de sus labios; mas ninguno pudo dar noticia alguna de su paradero ni decir nada acerca de aquella banda de argelinos que contribuyó a su fuga.

Cuando Zuleik llegó al presidio, los torturados, que hacía más de veinte horas que estaban colgados de los garfios, se encontraban a punto de expirar sin añadir nada a la confesión ya hecha.

El cadí, que había asistido a su martirio esperando sorprender alguna palabra que le pusiera sobre las huellas de sus cómplices, acogió con alegría la llegada de Zuleik, satisfecho de poder hablar con un descendiente de los califas.

— ¿Habéis sabido algo de nuevo? -preguntó Zuleik entrando en la sala del tormento.

— ¡Nada! -respondió el cadí-. ¡Estos malditos cristianos mueren sin confesar, no obstante todas las torturas!

— Nada confiesan, porque no saben más de lo que han dicho. Pero yo estoy sobre el rastro de los fugitivos.

— ¿Vos, señor?

— Y estoy seguro de encontrar el sitio donde se oculta el barón de Santelmo.

— ¿Sabéis que e! bey ha prometido mil zequíes a quien lo detenga?

Zuleik se encogió de hombros con desdén.

— ¡No es el premio el que me alienta! -dijo-. ¡A los Ben-Abend nos sobra el oro, -Lo sé, señor. ¿Y no tenéis alguna sospecha de quiénes puedan ser esos argelinos? A mí me han dicho que iban negros con ellos.

— Nada sé respecto de eso. Además, a mí sólo me interesa el barón. ¿Ha vuelto la caballería?

— Sí señor, y sin haber descubierto la menor huella de los fugitivos -dijo el cadí. El

cristiano y sus cómplices no deben de estar ocultos en las cercanías de Argel.

— Eso mismo creo yo.

— ¿Dónde buscarlos ahora?

— ¿Estáis seguro de que no ha salido del puerto ninguna nave?

— Segurísimo. Las galeras han estado de crucero toda la noche y todo el día delante de la rada, y el bey ha prohibido a todos los barcos levar anclas, bajo pena de muerte de sus tripulantes.

— Entonces es en el campo donde debemos buscarlos. Poned a mi disposición cincuenta jinetes escogidos entre los más resueltos. Es posible que esta misma noche tenga necesidad de ellos.

— Estarán dispuestos, señor. El bey, con tal de apoderarse de todos los asesinos del general, nada negará. Es necesario hacer un castigo ejemplar, o esos cristianos, a quienes el Profeta condene, volverán a comenzar de nuevo sus asesinatos. Entretanto, y para aterrorizarlos, haré empalar en el muelle a cinco prisioneros.

— No olvidéis el auxilio que me habéis prometido.

Salió del presidio poco satisfecho de aquel coloquio, pero con el pensamiento fijo en el mirab. Sentía instintivamente que aquel hombre debía de saber algo acerca de la fuga del barón.

Cuando, entrada la noche, llegó al castillo, encontró al mayordomo, que le esperaba en el pórtico.

— ¿Qué hay de nuevo? -le preguntó.

— He sabido mucho más de lo que esperaba, señor -respondió el mayordomo-. Mi libertad está asegurada.

— ;.Les has oído algo?

— No he perdido una sola palabra.

— ;.De quién hablaron?

— Del cristiano que ha asesinado a Culquelubi.

— ¿Mi hermana y el mirab?

— Sí, señor.

— ¿Pudiste oír dónde se encuentra?

— Han hablado de un aduar y de Medeah.

— ¿De qué aduar? -preguntó Zuleik, con los ojos centelleantes.

— Lo ignoro, señor; pero supongo que debe encontrarse en e! territorio de Medeah.

— Ahora no tengo duda.

— ¿Cómo, pues, un mirab, jefe de los derviches, ha protegido la fuga de un cristiano? -se preguntaba Zuleik-. ¡Eso me parece inexplicable! ¿Hiciste que siguieran al mirab?

— Ya sabemos dónde vive.

— ¿Dónde?

— En una pequeña ermita que se encuentra dentro de la Casbah.

— ¿Vive solo?

— Solo.

— ¡Que el infierno me abrase si no logro que declare el lugar donde se esconde ese condenado cristiano! -exclamó Zuleik con los dientes apretados-. ¡Ah, hermana mía, la partida final la ganaré yo! Llama a cuatro esclavos de los más fuertes y de los más resueltos. Y ahora silencio con todo el mundo. ¡Ay de ti si pronuncias el nombre de mi hermana!

Cinco minutos después, Zuleik salía del palacio, seguido por cuatro negros armados de arcabuces y yataganes y cabalgando en espléndidos caballos árabes. Para no hacerse notar y para asegurarse de que no le seguirían, se dirigió hacia los bastiones interiores, por ser aquel camino el menos concurrido, y marchó a trote rápido hacia la Casbah.

Era casi media noche cuando, guiado por uno de los cuatro negros que habían seguido al mirab por orden del mayordomo, llegó delante de la ermita.

El viejo debía de estar despierto aún, porque algunos rayos de luz atravesaban la puerta del santuario.

Ataron los caballos al tronco de una higuera, y luego Zuleik golpeó la puerta con la culata de una pistola, diciendo con voz imperiosa:

— ¡Abre, mirab!

— ¿A quién? -respondieron desde dentro.

— ¡De orden del cadí Ben-Hamman!

La puerta se abrió repentinamente, y el ex templario apareció en ella llevando una lámpara en la mano. Al ver a Zuleik, a quien ya conocía, no pudo reprimir un gesto de terror.

— ¿Qué desea de mí Zuleik BenAbend? -preguntó esforzándose en aparecer tranquilo.

— ¡Ah! ¿Me conoces? -exclamó el moro, un poco sorprendido-. ¡Mejor! ¡Así nos entenderemos pronto!

Entró bruscamente, y clavando en el viejo una mirada aguda como la punta de una espada, le preguntó a quemarropa:

— ¿Conoces al barón de Santelmo, mirab?

— ¿Quién es? ¿algún cristiano quizá? -preguntó el ex templario sin bajar los ojos.

— ¡Ah! ¿No lo sabes?

— Un mirab no puede tener relación alguna con los cristianos ni con los renegados.

— Cierto; un verdadero mirab no puede proteger a los cristianos -dijo Zuleik-; pero tú has usurpado ese título, o eres enemigo del Islam.

— ¿Qué queréis decir, señor?

— Que has protegido la fuga del asesino de Culquelubi.

— ¡Yo! -exclamó el viejo fingiendo el mayor asombro-. ¿Quién me acusa de ello?

— ¡Yo: Zuleik Ben-Abend, descendiente de los califas!

— ¡Señor, estáis engañado!

— ¿Pues qué fuiste a hacer en mi palacio hace cuatro horas?

— Pedir a vuestra hermana auxilios para la construcción de una ermita.

— ¿Y nada más?

— No.

— ¿Podrías jurar sobre el Corán

que no has hablado del barón de Santelmo?

El mirab permaneció mudo.

— Si eres un verdadero musulmán y no has protegido al cristiano de acuerdo con mi hermana, debes jurar.

— ¿Y si me negase a hacerlo?

— En tal caso, deberás decirme dónde ha ocultado mi hermana al barón.

— Pregúntadselo a ella, no a mí.

— Tú lo sabes tanto como ella, mirab, y como enemigo de los cristianos, debes confesármelo.

— Nada puedo decir, porque nada sé.

— ¡Mientes, mirab; uno de mis criados ha oído todo lo que habéis hablado Amina y tú!

¡Niega ahora, si te atreves, que has hablado del barón Santelmo!

— No, no lo negaré -respondió el viejo-; pero vos no me arrancaréis una sílaba sobre todo lo que se refiera al barón de Santelmo.

— ¿Y tú, mirab, proteges a un cristiano?

— Protejo a un hombre.

— ¡Un perro, un infiel! -gritó Zuleik.

— Llamadle como queráis; pero no hablaré -respondió el ex templario con voz firme-.

Podéis matarme; podéis martirizarme; pero de mi boca nada sabréis.

— ¿Lo crees?

— He prometido a vuestra hermana guardar el secreto y lo guardaré.

— ;Te conduciré ante el cadí, que te hará torturar hasta que lo digas todo! -rugió el moro.

— Y comprometeréis a vuestra hermana y el honor de vuestra casa.

Zuleik se mordió los labios. Las palabras del mirab no tenían réplica. Pero el viejo aun

no había ganado la partida al pronunciar aquella amenaza.

— Obraré por mi cuenta -había dicho Zuleik.

— ¿Pretendéis matarme?

— Nadie me lo impediría.

— Soy un mirab, un hombre santo, y mi muerte no quedaría sin venganza. Ni el propio descendiente de los califas puede poner sus manos sobre el jefe de una comunidad que el mismo bey respeta.

— ¡Ahora te probaré lo contrario! -dijo Zuleik, que estaba decidido a todo-. ¿Quieres confesar?

— ¡No! -respondió el viejo con increíble entereza.

A una señal de Zuleik, los cuatro negros cayeron sobre el viejo, derribándole brutalmente contra el tapiz.

— ¡El frasco! -dijo Zuleik.

Uno de los negros sacó del bolsillo una botella de cristal dorado llena de un líquido rojizo, y que apenas abierta esparció por la ermita un olor especial a kif, el ingrediente principal del hachich. El esclavo apretó con fuerza la nariz del mirab, obligándole a abrir la boca para no morir asfixiado, y de un golpe le vertió el contenido del frasco en la garganta.

— ¡He aquí el remedio que empleaban mis antepasados para arrancar a los prisioneros los secretos de guerra! -dijo Zuleik-. ¡Veremos si resistes tú a su influjo, viejo testarudo!

Apenas había ingerido aquel líquido, el mirab quedó rígido, como si la muerte le hubiese herido de pronto. Solamente sus ojos permanecieron abiertos durante algunos instantes, y después se cerraron.

— ¿Habrá muerto, señor? -preguntó uno de los negros.

— Duerme -dijo Zuleik-. Dentro de poco soñará, y hasta hablará. Retiraos al fondo de la ermita, y que nadie venga a interrumpirme.

Después se sentó en la piedra que servía de tumba al santo a quien estaba dedicada la pequeña construcción, y aguardó trañquilamente a que el misterioso filtro produjera todo su efecto.

Efectivamente, el mirab dormía; pero no con un sueño tranquilo.

Parecía que turbaban su cerebro visiones extrañas, porque de vez en cuando alzaba las manos y hacía gestos, como si quisiese alejar sombras de su lado.

De pronto sus labios se abrieron y pronunció palabras sueltas y sin ilación. Hablaba de guerreros, de galeras, de torturas, de Culquelubi. Pero poco a poco sus discursos empezaron a ser más lúcidos, más claros. Se diría que un pensamiento único se había apoderado de su cerebro, pues ya no hablaba más que del peligro que amenazaba al barón.

Zuleik, encorvado sobre él, escuchaba atentamente. Parecía un tigre en acecho.

— ¡Velad…, velad! -decía el mirab-. ¡Le buscan…, quieren prenderle! ¡Abre los ojos, Mi

guel…, vigila sin descanso! ¡Si os cogen, estáis todos perdidos! ¡El aduar está lejano, pero no es seguro! ¡Medeah se encuentra demasiado cerca! ¡Cuidado con la colina! Zuleik la conoce. .. , y podría volver al sitio, donde ya prendió otra vez al barón! ¡Me han dicho que desde la cima de ella se descubre el aduar! ¡Vela, Miguel, vela!

Zuleik se levantó, lanzando un grito:

— ¡El barón es mío! ¡El aduar…, la colina donde le detuve! ¡Yo encontraré ese aduar!

Y se precipitó fuera de la ermita, sin preocuparse del mirab, que continuaba hablando.

— ¡A caballo! -gritó a los negros.

— ¿Y ese hombre, señor? -preguntó uno de ellos.

— ¡Déjale que duerma! -respondió el moro-. ¡Ya no tengo necesidad de él! ¡Espolead hasta llegar al presidio de Pascia! ¡Ah, hermana mía; has perdido la partida!

Saltó en la silla y partió a uña de caballo, seguido por los cuatro esclavos.

En el momento en que pasaban cerca de la Casbah, tres personas, que debían de haber permanecido agachadas entre las ruinas del antiguo palacio, se habían incorporado.

— ¿Es él? -preguntó una voz de mujer.

— ¡Sí! -había respondido una voz de hombre-. Como acabáis de ver, no me he engañado, señora.

— ¡Corramos! ¡Acaso le haya martirizado o muerto!

Se dirigieron corriendo hacia la ermita, cuya puerta había permanecido entornada. Las personas de que acabamos de hablar eran Amina y dos esclavos negros.

Al ver al mirab tendido e inmóvil sobre el tapiz, Amina dejó escapar un grito, creyéndole muerto; pero uno de los dos negros, que se había inclinado sobre el cuerpo, dijo:

— Está vivo, señora, y se diría que duerme profundamente.

— ¿No tiene ninguna huella de violencia?

— Ninguna.

— ¡Es imposible que mi hermano se haya conformado con darle algún narcótico, y que…!

De pronto se interrumpió y se dio una palmada en la frente. Al percibir el olor característico del kif, lo había adivinado todo.

— ¡Ah, miserable Zuleik -exclamó-. ¡Acaba de darle el licor de los califas! ¡Le ha hecho hablar, y le habrá arrancado el secreto!

Se puso densamente pálida y miraba al pobre viejo con ojos dilatados por el terror.

— De pronto se repuso, como si hubiera tomado una resolución rápida.

— Hady -dijo, volviéndose hacia uno de los negros-, ¿has elegido bien los caballos?

— Son los mejores de la cuadra, señora.

— Confío a tus cuidados al mirab. Le llevaréis a mi castillo Thomat, y tendréis con él todo

género de atenciones. Cuando se haya despertado se lo contaréis todo.

— Está bien, señora.

— Y tú, Milah, sígueme sin dilación al aduar. La salvación del barón depende de la velocidad de nuestras cabalgaduras.

— Iremos volando.

— ¡Qué feliz inspiración tuve al seguir a mi hermano! -murmuró la princesa-. ¡El corazón me anunciaba lo que ha pasado! Por fortuna aun tengo tiempo para destruir sus designios.

¡Llegaré al aduar antes que él!

Milah había conducido a los caballos, que estaban ocultos detrás de una mata de áloes gigantescos. La princesa saltó en la silla y descendió la suave colina al galope, seguida por el negro, mientras Hady, tomando entre los brazos al mirab, se dirigía hacia la ciudad, conduciendo el caballo por las riendas.

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