Capitulo VIII

LOS FURORES DE ZULEIK

Con un silbido, el cabileño había llamado a su esclavo, el cual se apresuró a poner en libertad a los caballos, conduciéndolos bajo un pequeño cobertizo construído con cañas secas. Después de haber saludado con el tradicional salem alek a los viajeros, el cabileño los invitó a que le siguiesen dentro de la tienda más espaciosa, cuyos extremos estaban abiertos para que el aire circulase con libertad.

Sobre una hermosa estera blanca se veían dos cabritillos asados que todavía humeaban, algunas tortas de maíz cocidas al horno; varios recipientes de arcilla con dátiles en dulce y ciruelas y albaricoques en conserva. Suspendido de una cuerda se refrescaba un odre lleno de leche de camella mezclada con agua, única bebida de los habitantes de los aduares argelinos y de los marroquíes.

— ¡He aquí una colación que llega a tiempo! -dijo Cabeza de Hierro aspirando el apetitoso aroma que exhalaban los cabritillos, cuya piel luciente y tostada exhalaba un aroma que producía en su paladar un cosquilleo encantador.

El cabileño invitó a sus huéspedes a sentarse cerca de los manjares. Sacó su cuchillo y trinchó con él los cabritillos, teniendo la delicadeza de ofrecer los mejores trozos a los hombres blancos. Mientras comía no apartaba la vista del normando, atónito de no verle casi negro, como cuando le había encontrado durante la caza de la feroz pantera.

Cuando hubieron concluido de tomar café, un café excelente perfumado con ámbar, el cabileño se levantó, haciendo señas al normando de que le siguiese fuera de la tienda.

— Tu compañero ha llegado -le dijo cuando estuvieron al raso-. Se encuentra en la tienda de Ahmed.

— ¡Ya sospechaba que llegaría antes que nosotros! ¡Gracias por haberle hospedado en el aduar!

— ¡Tus amigos lo son también míos!

— Y ese joven te recompensará con esplendidez.

— No hablemos de eso; ya te he dicho que puedes disponer de todo.

— ¿Sabes quién es ese joven?

— No tengo el derecho de preguntártelo.

— Pues te lo diré, Ibrahim. Es uno de los más poderosos señores de Argel.

— ¿Un hombre?

— ¡Silencio por ahora! Y aquel otro joven que vino conmigo es uno de los más valientes guerreros de su país.

— No es argelino, ¿verdad? -preguntó Ibrahim sonriendo.

— No. Y seré franco contigo: tampoco lo soy yo.

— ¡Ya lo había comprendido al verte ahora menos moreno que un beduino! No obstante, seas lo que seas, no te faltará mi reconocimiento. Aunque fueses un infiel, seguiría siendo tu amigo.

— ¡Gracias, Ibrahim! Ahora dejemos solos a los dos jóvenes. Deben decirse cosas que ni tú ni yo ni los otros podemos escuchar.

— Iremos a hacer compañía a mi hermano, que desea saludarte.

— Advierte al joven que puede entrar en la tienda.

Mientras el cabileño obedecía, el normando se acercó a Cabeza de Hierro y a los dos negros y les hizo señas imperiosas invitándolos a salir.

El barón, que estaba absorto en sus pensamientos, no se había fijado en el gesto del normando.

— Vamos a ,visitar al otro amigo mío -dijo el normando a Cabeza de Hierro-. Dejad que el barón descanse un poco: debe de estar rendido.

— ¡Y yo no lo estoy menos! -repuso el catalán.

— Pues nadie os impedirá dormir en la otra tienda.

Apenas habían salido, cuando por la parte opuesta y sin hacer ruido entraba el joven argelino, que se detuvo delante del barón. Llevaba el capuchón echado sobre la frente de tal modo que apenas se distinguían sus facciones.

El barón de Santelmo, siempre absorto en sus pensamientos, ni siquiera había advertido la entrada del joven.

Por algunos momentos el argelino permaneció inmóvil en medio de la estancia; pero de pronto se alzó la capucha y dejó caer al suelo el manto que le envolvía.

Al leve rumor que produjo la tela al caer, el barón se volvió y no pudo por menos de lanzar un grito al reconocer en aquel joven a la princesa.

— ¿Vos? -exclamó poniéndose en pie.

Fijó en la mora una mirada en la cual se leía un profundo rencor. Amina permaneció silenciosa, con los brazos cruzados sobre el jubón azul recamado de oro que modelaba graciosamente sus espléndidas formas de mujer berberisca.

El destello rencoroso que brillaba en los ojos del barón se extinguió poco a poco, porque el joven sabía ya que su libertad la debía en gran parte a aquella mujer.

— ¿Os sorprende volver a verme? -preguntó Amina cuando el brillo de odio se apagó en las pupilas del joven.

— Sí -respondió con voz un poco seca el caballero-; creía no volver a veros.

— ¿Lo sentís?

El barón de Santelmo vaciló un poco antes de responder; pero al fin dijo:

— No, aun cuando me hayáis arrojado en las garras de Culquelubi para que hiciese de mí un esclavo miserable.

— Pero he vuelto a arrancaros de ellas.

— No digo lo contrario, señora.

.-¡Qué queréis -dijo la princesa pasándose la mano por la frente-. Los celos me hicieron mala, y obré bajo el impulso de una pasión que las mujeres moras sentimos más intensamente y con más violencia que las mujeres de Europa. Perdonadme, pues, aquel momento de arrebato. Había jurado vengarme de vos y matar a la joven cristiana; pero ahora otro sentimiento ha entrado en mi corazón. Conque no hablemos más: considerad todo eso como una locura, y vuelvo a repetir que me perdonéis.

— Mi perdón os lo había otorgado de antemano -respondió el barón, conmovido por la infinita tristeza que oscurecía el rostro encantador de Amina-. Si esa joven no hubiese

dispuesto hace ya mucho tiempo de mi corazón, creedlo, Amina os habría amado ardientemente, a pesar de ser yo cristiano y musulmana vos.

— ¡Ah, gracias! -exclamó la princesa con los ojos humedecidos de lágrimas-. ¡Y cómo os hubiera correspondido yo! ¡Pero la felicidad no se ha hecho para mí! ¡Un triste sino pesa sobre mí desde la infancia.

Se enjugó casi con rabia dos lágrimas que descendían por sus mejillas, y luego prosiguió con voz amarga:

— ¡El segundo sueño ha concluído! Amad a la joven cristiana que primero cautivó vuestro corazón, hacedla feliz, y contad conmigo para realizar vuestra unión; pero prometedme al menos que cuando estéis bajo el hermoso cielo de Italia, cuando vuestras almas estén unidas, pensaréis alguna vez en la pobre Amina, en la triste princesa africana.

Dio dos o tres vueltas por la tienda con la cabeza inclinada sobre el pecho, y después, parándose delante del barón, que permanecía silencioso, le dijo con brusquedad:

— ¿Sabéis dónde se encuentra la cristiana?

— Acaban de decírmelo.

— ¿Y qué pensáis hacer?

— No lo sé todavía; pero os juro que no saldré de Argel sin esa mujer, o moriré en la empresa.

— ¿Tanto la amáis? -preguntó Amina con voz sorda.

— ¿Qué sería mi vida sin ella?

— ¡Sí! -dijo como hablando entre sí la princesa-. ¡Las flores no pueden vivir sin el sol y las gotas de agua!

Hizo un gesto como para alejar un tormentoso pensamiento, y después continuó:

— Hurtar una mujer a un bajá puede ser fácil; arrancársela a un general, difícil, pero no imposible; robársela al bey, escalar sin ser observado las altas murallas de la Casbah, vigiladas noche y día por sus genízaros, será una empresa que pondrá a prueba toda vuestra audacia. Y luego olvidáis que tenéis un enemigo poderoso, dominado, como vos, por una pasión ciega, y que vela sin descanso.

— ¿Vuestro hermano?

— Sí; Zuleik -respondió la princesa.

— ¿Creéis que yo pueda un día volver a contemplar a la mujer que amo? ¡Decídmelo, Amina; decídmelo con toda sinceridad!

— ¡Quizá!

— ¿Es esclava del bey?

— ¿Esclava? Hoy lo es, hoy es una beslemé; pero ¿quién os asegura que mañana no pueda llegar a ser una favorita del representante del Profeta?

— ¡Oh!

— Todo es posible, y entonces la cristiana estaría perdida para vos.

— ¡Me vengaría! -gritó el barón.

— ¿De qué modo?

— ¡Matando al bey!

— ¿Os atreveríais a tanto? -preguntó.

— ¡No vacilaría!

— Sería demasiada audacia.

— ¡Nada me intimida!

— No -dijo Amina después de un momento de pausa-. No haréis eso; no os lo permitiría yo. No olvidéis que represento aquí nuestra religión, y que yo soy musulmana.

— Nunca me resignaré a perder a esa mujer, por quien he expuesto la vida tantas veces!

Entre ambos reinó un momento de silencio. Amina, apoyada en un palo de la tienda, parecía que buscaba alguna idea.

De pronto se incorporó, diciendo:

— Volveremos a vernos dentro de algunos días. Vos permaneceréis aquí y nada intentaréis hasta mi regreso. El aire de Argel es demasiado peligroso para vos en estos momentos; ahora ya debe de saberse que estáis complicado en el asesinato de Culquelubi, y harán todo lo posible por descubriros.

— Y yo, en cambio, temo por vos, Amina.

— ¿Por mí?

— ¡Si supiesen que habéis contribuído a arrancarme del poder de los genízaros!

— ¿Y quién osaría mover un dedo contra la descendiente de los califas de Córdoba y Granada? ¡Ni el propio bey se atrevería a ello!

— ¿De veras?

— No hay más que un hombre que, para apresurar vuestra muerte, se decidirá a intentarlo; pero

ese hombre sabe de lo que soy capaz.

— ¿Zuleik?

— Sí; mi hermano. Sin embargo, no creáis por eso que se atreva contra mí. Es impetuoso y colérico, pero no malo. Aun cuando sepa lo que acabo de hacer, no hablará.

— ¿Qué hace ahora vuestro hermano?

— Lo ignoro. Muchos días hace ya que no le veo. Pero supongo que tratará de poner en acción toda su influencia para conseguir que el bey le devuelva esa cristiana.

El barón palideció.

— Pero tranquilizaos: nada podrá obtener. Una mujer que entra en la Casbah no sale de

ella sino muerta.

— ¿Y si encontrase la manera de robársela?

— Ya os he dicho que eso es imposible.

— Entonces no me resta la esperanza de poder verla algún día.

— ¡Quién sabe! -dijo Amina-. Aguardad mi regreso. Debo conocer lo que pasa en Argel en estos momentos. Os dejo a mis dos .negros, que velarán por vos, aun cuando nadie puede sospechar que hayáis sido conducido a este aduar.

El barón se había acercado a. la joven, y cogiéndole una mano le dijo con voz dulce:

— ¡Me conmueve la grandeza de vuestro sacrificio, señora! En mi propio país ninguna mujer se habría mostrado tan generosa como Amina Ben-Abend. Cuando vuelva a Italia, si el Destino no lo impide, me acordaré siempre de vos y diré a todo el mundo que si Argel tiene panteras, alberga también mujeres que llevan su abnegación hasta la sublimidad.

— ¡Dios os guarde! -se limitó -a responder la princesa, llevándose, la mano al corazón.

Miró al joven por espacio -de algunos momentos con ojos conmovidos; después, apretándole bruscamente la mano, salió con precipitación, diciendo con voz sofocada:

— ¡Adiós, barón; no puedo entretenerme más!

Fuera de la tienda aguardaba su caballo, que uno de los negros sujetaba de las riendas.

Montó de un salto, hizo con la mano una última señal de despedida, y lanzó el corcel al galope en dirección de la colina.

El barón, en pie cerca de la tienda, la miraba tristemente, murmurando:

— ¡Pobre mujer, cuánto debe de sufrir!

Al llegar la princesa a la cima de la colina detuvo el caballo y lanzó una postrimera mirada sobre el aduar; luego desapareció, descendiendo al galope por la pendiente opuesta.

Espoleaba con rabia, haciendo dar al caballo saltos inmensos, que habrían arrojado de la silla a cualquier jinete. Parecía que trataba de calmar su desesperación en aquella carrera furiosa.

De cuando en cuando un sollozo brotaba de su pecho y algunas lágrimas descendían por sus mejillas.

Atravesó la llanura y después el bosque con una carrera desenfrenada, pasando como un meteoro por delante de Medeah, sin conceder al pobre animal un solo momento de reposo.

Cuando la princesa llegó a dar vista a Argel, ya anochecía: había recorrido cerca de treinta millas de un tirón.

No contuvo aquella carrera loca sino cuando estuvo cerca de la Casbah, y ya era tiempo, porque el caballo empezaba a dar grandes muestras de cansancio.

Entró en la ciudad por la puerta de Oriente y se dirigió a trote lento hacia su palacio,

adonde llegó al fin con su caballo casi moribundo.

— ¡Pobre Kasmín! -dijo, mirándole con ojos compasivos-. ¡Has devuelto la tranquilidad a tu ama; pero tú pierdes la vida!

Los criados del palacio acudieron presurosos, sorprendidos de ver a la princesa en aquel traje, cubierto de polvo y con el caballo moribundo.

— Señora -dijo el mayordomo acercándose-, vuestro hermano os busca desde esta mañana. Está muy inquieto.

Amina se estremeció y permaneció algunos momentos silenciosa; después, haciendo un esfuerzo sobre sí misma, preguntó:

— ¿Dónde está?

— En el salón verde.

Sacudió el polvo que cubría su traje, y con paso firme subió los escalones de mármol, precedida por algunos criados que llevaban antorchas encendidas.

Cuando entró en el salón, Zuleik estaba acabando de cenar. Al verla se levantó de pronto, rechazando con movimiento airado el plato de plata que tenía delante y desviando impetuosamente la silla.

— ¿De dónde vienes? -le preguntó con voz severa-. ¡Y en ese traje! ¿Mi hermana se olvida de que es una Ben-Abend?

— Vuelvo del castillo de Iosk-Issid -respondió Amina con voz tranquila.

— ¡Vestida de argelino!

— He cazado todo el día y los vestidos de mujer dificultan los movimientos. Además, nadie me ha visto.

— ¿Y dónde has cazado?

— En el bosque del castillo.

— Pues bien, A m i n a; mientes -dijo Zuleik con violencia-. He enviado criados a todos nuestros castillos, y ninguno te ha encontrado en ellos.

— Eso quiere decir que no he estado en ninguna de nuestras tierras.

— ¿Sabes lo que se dice en Argel?

— ¡No me cuido de ello!

— Que ayer, cuando los genízaros seguían a los asesinos de Culquelubi, un pelotón de hombres capitaneado por un joven argelino ha robado a dos de esos cristianos.

— ¡Ah!

— Y que uno de ellos es el barón de Santelmo.

— Lo ignoraba.

— ¿Tú? -exclamó Zuleik-. El vestido que llevas puesto te compromete.

— ¿Qué quieres decir?

— Que ese pelotón iba guiado por ti.

— ¿Quién lo afirma?

— Nadie hasta ahora. Sólo yo he tenido la sospecha al verte venir vestida de ese modo.

— ¿Y aunque así fuese? -preguntó Amina mirándole con fijeza y cruzando los brazos con un gesto de desafío.

— Si eso llegara a ser conocido por las gentes, el deshonor caería sobre nuestra casa. ¡Una BenAbend protectora de los asesinos de Culquelubi!

La princesa se encogió de hombros.

— ¡Que busquen a ese argelino! -dijo.

— ¿Dónde has pasado estas veinticuatro horas?

— No tienes el derecho de saberlo; yo no me mezclo en tus asuntos.

— Has auxiliado la fuga del barón; lo leo en tus ojos.

— ¡Es posible!

— ¡Ese hombre es mi rival! -gritó Zuleik apretando los dientes con rabia-. ¡Pero si esperas sustraerle a las pesquisas del visir y del cadí, te engañas, Amina. Muchos de los renegados han caído vivos en las manos de los genízaros, y por ellos se sabrá el lugar donde se encuentra escondido. El tormento les desatará la lengua.

— ¡Ferocidad inútil, porque esos desgraciados nada saben!

— ¡Lo veremos! -respondió Zuleik-. ¡Veremos si el barón logra ocultarse por mucho tiempo! Todos los asesinos del general han sido condenados a muerte, y tampoco él habrá de escapar.

— ¿Y si el barón no hubiese tomado parte en el delito?

— Formaba parte de la conjura.

— No es cierto; yo sé que la ignoraba.

— ¡Nada importa! Ha huido con los renegados y eso basta para condenarle.

— ¡Buscadle, pues!

— Ya están sobre sus huellas. Amina palideció.

— ¡Quieres asustarme! -dijo. -Se sabe que ha salido de la ciudad.

— ¡Argelia es grande!

— Le encontrarán; yo me encargo de recorrer todos nuestros castillos, y lo descubriré.

— No me opongo.

Zuleik arrojó sobre su hermana una mirada de ira.

— ¡Una musulmana que tiene en las venas sangre de los Califas protege a un cristiano! -

dijo con profundo desprecio.

— Protejo a un hombre desgraciado y valeroso.

— ¡A quien amas!

— ¡A quien no amo!

— ¡Mientes!

Un relámpago de cólera brilló en los ojos de la princesa.

— ¡Basta! -dijo-. ¡No tienes el derecho de insultarme!

— ¡Quiero que dejes de auxiliar a ese barón, a quien odio con toda mi alma! ¡Te juro que tendré su sangre, porque he de entregarle en manos del visir!

— Tu padre hubiera sido más generoso.

— ¡Yo no lo seré!

— La generosidad era tradicional

en nuestra familia. Acuérdate de que nuestro abuelo Ahmed-BenAbend salvó a los cristianos de Granada y acuchilló con su propia mano a los generales que acababan de ordenar a las tropas el exterminio de la población; acuérdate también de que otro abuelo nuestro, el batallador Omar, bajo las murallas de Córdoba, arrancaba de las manos de sus guerreros al jefe de las tropas españolas y le entregaba sano y salvo a su rey, desafiando la ira de todos los moros. Y también aquel jefe era un cristiano.

— ¡Yo no soy Ahmed ni Omar!

— Y que nuestro padre, indignado por las infamias que cometía Culquelubi contra los esclavos cristianos, hizo repatriar a muchos de ellos, poniéndolos en abierta rebelión hasta contra el propio bey.

— Esa generosidad no la siento, ni siquiera la comprendo -respondió Zuleik-. Yo no veo en el barón más que un rival que debe desaparecer, y haré lo posible para que caiga en poder del visir.

— ¡Lo veremos!

— ¿Tú le proteges y le escondes? ¡Sea; pronto hemos de ver quién es más fuerte y más astuto!

— ¡Te desaíío a que le encuentres!

— ¡Lo encontraré, no lo dudes! -respondió Zuleik, cuyo furor, lejos de calmarse, iba aumentando-. ¡Adiós! ¡Presto tendrás noticias de Zuleik!

Dicho esto salió, cerrando violentamente la puerta detrás de sí. Estaba bajando la escalera con la cara fosca y los labios contraídos, cuando vio subir por allí, seguido por el mayordomo, a un viejo derviche. Se detuvo, retirándose a un lado para dejar el paso libre, y después hizo una seña al mayordomo.

— ¿Quién es ese hombre? -le preguntó.

— El mirab de los derviches -dijo el interrogado.

— ¿Qué viene a hacer aquí?

— Lo ignoro, señor. Ha preguntado por la señora princesa, a quien ya ha visto en otra ocasión. Probablemente vendrá a invocar su caridad para elegir alguna nueva mezquita.

— ¿A esta hora? -murmuró Zuleik.

De pronto le asaltó la sospecha de que aquel hombre, a pesar de ser uno de los sacerdotes más reputados, podría estar mezclado en el asunto relativo a la fuga del barón.

Entonces arrastró en pos de sí al mayordomo hasta una galería lateral, y apretándole un brazo con violencia, le dijo:

— Hay en la sala verde una puerta secreta, que tú debes de conocer.

— Sí, señor.

— Desde esta puerta se puede oír todo lo que hablen mi hermana y el mirab.

— Así lo creo.

— Pues bien; me referirás ese coloquio, que me importa conocer punto por punto. En tus manos se encuentra ahora tu libertad o tu muerte. Di cuál prefieres.

El mayordomo le miró espantado.

— ¿Qué queréis decir, señor? -preguntó balbuciente.

— Que si consigues saber todo lo que el mirab hablará con mi hermana, mañana serás libre y rico; y que si me engañas, te haré matar a palos.

— Vos sois mi amo, mandad.

— Pues bien; después de oír la conversación harás seguir al mirab cuando salga de aquí.

Quiero saber dónde vive.

— Mandaré que vayan tras él dos esclavos de confianza, señor.

— ¡Ahora vete!

Zuleik bajó las escaleras, montó en un caballo blanco que un negro tenía de las bridas, y salió del palacio diciendo:

— ¡Me parece que ganaré la partida! ¡En el presidio sabré alguna cosa más!

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