Capitulo X

LA CASCADA DEL KELIFF

Cuando la princesa y su fiel esclavo llegaron a la vista de aduar, comenzaba a amanecer.

Casi de un tirón habían atravesado la distancia que separa aquel sitio de Argel, aguijoneados por el temor de llegar demasiado tarde.

Tenían la seguridad de que a espaldas suyas marchaba Zuleik con un buen golpe de jinetes, y aun cuando no hubieran observado nada en las vastas llanuras de Blidah ni en las de Medeah, sentían por instinto que el peligro no estaba muy lejano.

Zuleik, ardiendo en deseos de vengarse, no debía de haber perdido el tiempo para sorprender al barón antes de que éste hubiera podido ponerse otra vez en salvo. Cuando la princesa llegó a la colina, el cabileño y su esclavo conducían fuera del recinto del aduar sus camellos y sus corderos para llevarlos al pasto, ayudados por los dos negros que habían quedado en la tienda con el encargo de velar por el barón.

También el normando, que como buen marinero se levantaba con el sol, fumaba tranquilamente su pipa delante de una de las dos tiendas.

Al ver a aquellos dos jinetes bajar a galope la colina, un cierto temor se había manifestado entre los habitantes del aduar, que por espacio de cuarenta y ocho horas vivían en continua ansiedad. No habiendo podido reconocer aún a los viajeros, a causa de la semioscuridad que todavía reinaba, todos se replegaron precipitadamente detrás de la empalizada, abandonando las bestias y corriendo a las armas. El primero en empuñar un arcabuz fue el normando, y creyendo de buena fe que aquellos dos caballeros eran la vanguardia de algún destacamento de genízaros, había dado orden de ensillar los caballos y despertar al barón y a Cabeza de Hierro.

Un grito de Hady los tranquilizó pronto.

— ¡La princesa! -había exclamado el marino, dejando el arcabuz y corriendo a su encuentro-. ¿Qué significa este imprevisto regreso? ¡De seguro que no trae buenas noticias!

El barón, que acababa de despertarse, había salido con el normando. Tampoco él estaba muy tranquilo al ver a la mora.

— ¿Qué nuevas traéis? -preguntó, ayudándola a bajar del caballo.

— ¡Malas, barón! -respondió la princesa-. ¡Si estimáis en algo la vida, partid sin dilación, porque dentro de poco estarán aquí los soldados del bey!

— ¿Nos han vendido? -preguntaron a un tiempo el barón y el normando.

— Mi hermano ha descubierto vuestro refugio, y acaso no esté distante de este lugar. ¡No hay que perder un momento!

El cabileño se había acercado al normando.

— ¿Qué sucede? -preguntó.

— Los argelinos nos siguen, y tenemos que huir. También tú debes hacer lo mismo, si no quieres ser preso por ellos, o acaso muerto.

— ¿Hay precisión de esconderse?

— Es necesario.

— Sé adónde debo conduciros.

— Pero ¿y tu hermano y tu ganado?

— A mi hermano le llevaré yo. Las bestias las encontraré cuando vuelva.

— Nada perderéis -dijo Amina-. Yo os indemnizaré largamente.

— Lo importante es marchar -añadió el normando.

— No pido más que dos minutos para preparar un camello para Ahmed. Mi hermano no está curado todavía, y no quiero dejarle aquí.

— ¡Apresúrate!

Los tres negros habían enjaezado los caballos, mientras el esclavo de los cabileños conducía dos camellos de los más corredores.

En tanto que Ibrahim y el normando se cuidaban del herido, la princesa, en pocas palabras, refirió al barón de qué modo Zuleik había descubierto el lugar de su asilo.

— ¿Y presumís que vuestro hermano está ya sobre nuestras huellas?

— No tengo duda de ello. Vendrá acompañado de bastantes fuerzas, porque ahora ya sabe que habéis tomado parte en el alzamiento de los renegados.

— ¿Qué ha sido de ellos? -preguntó el barón con voz conmovida.

— Han muerto entre los tormentos más espantosos, y vos correríais igual suerte si llegasen a prenderos.

— ¡Tiemblo por vos, Amina! -dijo el joven-. Por proteger mi vida exponéis la vuestra. ¡Si os prendiesen con nosotros!

— ¿Quién osaría tocar un cabello siquiera de la descendiente de los califas? Vuestra vida es la que está en peligro, no la mía. ¡Conque en marcha!

Todos habían montado ya en sus cabalgaduras. Ahmed, cuyas heridas empezaban a cicatrizarse, había sido acomodado en el mejor camello.

Dada la señal, el convoy se puso velozmente en marcha hacia la floresta vecina, escoltado por los tres negros de la princesa, los cuales se habían puesto a retaguardia para proteger la retirada.

Apenas habían entrado bajo los árboles, cuando en lontananza se oyó el estrépito de muchos caballos, los cuales galopaban ya por el terreno pedregoso de la colina.

— ¡Ya vienen! -dijo la princesa, estrechando fuertemente el brazo del barón, que estaba a su lado.

El normando se acercó a Ibrahim.

— ¿Adónde nos llevas?

— A las riberas del Keliff.

— ¿Hay allí sitio seguro?

— Sí, y se encuentra debajo de una cascada.

— ¿La conoce tu negro?

— El es quien ha descubierto ese lugar un día que fue seguido por algunos bandidos del desierto.

— Cuida de mis amigos; yo te alcanzaré más tarde con tu esclavo.

Deseo vigilar las maniobras del enemigo.

— ¡No te dejes coger!

— ¡Nada temas, Ibrahim!

Hizo señas al barón y a la princesa de que siguiesen al cabileño, y se volvió hacia las márgenes del bosque, acompañado del negro, el cual, como su amo, montaba un camello.

Viendo el normando unas matas espesísimas, se ocultó detrás de ellas.

Bajó de la silla y cubrió la cabeza del caballo con la gualdrapa de lana azul, a fin de que no hiciese el menor movimiento, y se deslizó entre las plantas, seguido por su compañero.

Desde aquel sitio podía observar al enemigo sin correr peligro de ser descubierto. El aduar no estaba más que a quinientos o seiscientos pasos, y la colina casi enfrente.

No habían transcurrido aún diez minutos cuando oyó sobre la cumbre de la altura grandes voces:

— ¡El aduar! ¡El aduar!

Zuleik iba delante de todos y se lanzó corriendo por el declive de la colina. Detrás de él

bajaron en desorden unos cincuenta genízaros bien montados y formidablemente armados.

Era indudable que habían galopado muchas horas, porque estaban cubiertos de polvo, y sus caballos llenos de espuma.

La banda se dividió en dos columnas para impedir que los habitantes del aduar pudieran escaparse.

— ¡Si la princesa no llega a tiempo! -dijo e! normando para sí-, estábamos perdidos!

¿Quién habría podido resistir a tantos soldados?

Zuleik saltó por encima de la empalizada y cayó sobre la tienda más próxima, gritando:

— ¡Rendíos!

Naturalmente, nadie contestó. El moro, inquieto por aquel silencio, bajó del caballo y se precipitó dentro de la tienda, mientras los genízaros invadían la otra.

Los gritos de furor de los invasores advirtieron al normando que había llegado el momento de marcharse. Los genízaros tornaban precipitadamente a montar en sus caballos para registrar los contornos.

— ¡Vámonos! -dijo al negro-. ¡Ya sabemos que no es posible resistir a todos esos genízaros!

Montaron el uno en su caballo y el otro en su camello y se lanzaron a través de la selva, en tanto que los argelinos se dispersaban por la llanura buscando el rastro de los fugitivos.

Por el momento, al menos, el normando no tenía miedo alguno de ser alcanzado, pues su caballo llevaba ventaja a los de los argelinos, que habían galopado muchas horas.

El barón y sus compañeros atravesaron la selva en toda su extensión y luego se inclinaron hacia el Sur, pasando a través de una doble línea de colinas pedregosas.

Franqueadas éstas, se encontraron en una llanura ondulada y semiarenosa, desde donde se descubrían las márgenes del Keliff. Entonces contuvieron un poco la carrera para dejar algún reposo al caballo de la princesa y del negro que la había acompañado al aduar. Un cuarto de hora después se incorporó a ellos el normando.

— ¿Nos siguen? -preguntaron a un tiempo Amina y el barón.

— Todavía no -respondió el normando-; pero no tardarán en descubrir nuestras huellas.

— ¿Cuántos son?

— Lo menos cincuenta.

— ¿Capitaneados por mi hermano? -preguntó la princesa.

— Sí, señora.

— ¡Cuán rencoroso es Zuleik! -dijo la princesa-. ¡No olvida ni perdona!

— ¡Y todo por mí! -añadió el barón.

— ¡No; por la cristiana! -respondió Amina.

Y al decir esto soltó las riendas del caballo, obligándole a emprender la carrera, probablemente para terminar aquel coloquio, que debía de ser muy penoso para ella.

A las diez de la mañana, el convoy se ocultaba bajo los árboles que festoneaban el río.

Ibrahim y su negro cambiaron algunas palabras; luego se pusieron a la cabeza del grupo, dirigiéndose siempre hacia el Sur.

En lontananza comenzaba a oírse un rumor sonoro que parecía producido por una masa de agua precipitándose desde muy alto.

— Es la cascada -dijo el cabileño al normando, que quería conocer la causa de aquel estrépito-. Dentro de un cuarto de hora habremos encontrado un refugio seguro.

La travesía del bosque se efectuó sin dificultad, y unos minutos después los jinetes se detenían en la ribera del Keliff.

En aquel sitio el río se precipitaba con extremada violencia desde una roca de cincuenta pies de altura, lanzando al aire torbellinos de agua pulverizada, en medio de la cual se veía un espléndido arco iris.

— ¿Dónde está el refugio? -preguntó el normando al cabileño.

— Bajo la cascada.

— ¿Detrás de la columna de agua?

— Sí.

— Y ¿cómo bajaremos?

— Traigo conmigo una sólida cuerda que nos permitirá llegar a la base de la roca. Debajo de ella hay una especie de antro, donde podremos ocultarnos sin correr peligro alguno.

— Y ¿crees que los genízaros no vendrán aquí?

— Y aun cuando vengan…

— ¿Y los caballos?

— Los mataremos y los arrojaremos al río. ¡Ven a ver, hermano!

Cogió al normando de la mano y le llevó al borde de la cascada.

En aquel lugar la ribera del río

estaba cortada a pico; pero un metro más abajo se descubría la cornisa, suficiente ancha para permitir el paso de un hombre, y que se adelantaba bajo el inmenso chorro de agua, el cual, en su descenso, caía a lo largo de las paredes pedregosas.

— ¿Ves aquella margen? -dijo el cabileño.

— Sí -respondió el normando.

— Siguiéndola llegaremos al refugio.

— ¡Demonio! -exclamó el marino-. ¡Tomaremos una ducha que nos empapará hasta la médula de los huesos, dado caso de que no suframos un vértigo!

— ¡Más vale bañarse que morir! -dijo el cabileño.

— No lo decía por mí, sino por la princesa. ¿Podrá resistir el empuje del agua y la atracción del abismo?

— La ayudaremos. Además, no bajaremos más que en caso de peligro y en el último momento.

Se volvieron hacia donde estaban sus compañeros, los cuales se habían sentado sobre la hierba, a la sombra de una gigantesca higuera, y se preparaban para almorzar.

No sabiendo cuánto podía durar aquella fuga, Cabeza de Hierro, como hombre prudente, antes de partir del aduar había metido en su saco provisiones de pan, dátiles, queso y hasta medio cabrito asado que había sobrado de la cena del día anterior.

Antes de almorzar habían tomado precauciones para no ser sorprendidos, enviando dos negros a los linderos del bosque para vigilar la llanura.

La princesa, que parecía de buen humor y se reía con el barón, satisfecha, sin duda, por haber burlado a Zuleik, no hizo ascos a la despensa de Cabeza de Hierro.

— Aprovechémonos, puesto que tenemos tiempo -dijo.

Terminado el almuerzo, se sentaron en círculo y discutieron sobre su situación. Todos se preguntaban con cierta ansiedad cómo terminaría aquella aventura y cuándo podrían volver a Argel para intentar el último golpe, o sea la libertad de la condesa de Santafiora.

Discutiendo estaban tan arduo problema cuando vieron venir a los dos negros que se encontraban en acecho.

Al mirar su rostro descompuesto, comprendieron pronto que las noticias no eran .

buenas.

— ¿Vienen? -preguntaron, levantándose.

— Sí, señores -respondió uno de los negros-. Un gran pelotón de caballo ha atravesado la garganta de las colinas y trotan en la llanura.

— ¡Han hallado nuestras huellas! -dijo el barón, mirando a la princeso con inquietud-. ¡No hay duda; vendrán aquí!

El cabileño se levantó con el yatagán en la mano.

— Conducid los caballos y los camellos al borde de la catarata. ¡Es preciso que desaparezcan!

— ¡Qué lástima matar unos caballos de tanto valor! -exclamó el normando con tristeza.

— ¡Es necesario, hermano!

— ¡Sacrificadlos, pues! -dijo Amina-. ¡En mis cuadras hay otros de repuesto!

Los negros obedecieron prontamente.

Arrastraron a los pobres animales hasta el borde de la cascada, y con pocos tajos de yatagán los sacrificaron, haciéndolos caer en la enorme corriente de agua.

— ¡He aquí un capital que se echa al río! -dijo Cabeza de Hierro, que asistía a la matanza.

Una vez desaparecidos los animales, el cabileño se había lanzado a la comisa y ató una recia cuerda de pelo de camello a la punta de una roca.

— Yo bajo primero -dijo-; la señora irá después.

— ¡Un momento! -replicó el normando-. ¿Quién desatará la cuerda? Si la dejamos atada a la roca y pendiente en el abismo, los genízaros adivinarán que hemos buscado refugio bajo la cascada.

— Mi negro, que descenderá el último, se encargará de ello -respondió el cabileño-. Es ágil como una mona y ha bajado otras veces por sí solo.

Se agarró a la cuerda y se dejó deslizar hasta la cornisa, que conducía bajo el salto de agua.

La princesa, el barón y luego los demás hicieron lo propio, golpeándose contra las paredes y mirando con terror al abismo que se abría bajo sus pies.

Al caer la enorme masa de agua producía una corriente de aire violentísima, que amenazaba despedazar a aquel grupo humano. Una lluvia espesa caía de todas partes, inundando a los fugitivos, los cuales en ciertos momentos se encontraban envueltos en una verdadera nube de espuma que les impedía ver la cornisa.

El retumbar producido por la gigantesca columna al romperse en el fondo del abismo era tan espantoso, que todos sentían el cerebro atronado.

— ¡El que sufra el vértigo que cierre los ojos! -había gritado el normando.

El cabileño cogió la cuerda, que su esclavo había desatado antes de dejarse deslizar a lo largo de la pendiente de la roca. Anudó una extremidad de ella a una raíz que asomaba en una quebradura, tomó el otro extremo y se ocultó resueltamente bajo la columna de agua, desapareciendo entre un torbellino de espumas.

Pasaron algunos instantes de angustiosa espera. Sin embargo, el cabileño debía de haber alcanzado felizmente el refugio, porque la cuerda se había puesto tensa bruscamente.

— ¡Comprendido! -dijo el normando-. ¡Esto ofrece un sólido punto de apoyo!

Después, acercando los labios al oído de la princesa, gritó:

— ¡Agarraos a la cuerda, señora! ¡Yo os precedo!

La mora hizo con la cabeza una señal de asentimiento, y ambos, fuertemente cogidos a la cuerda, se pusieron en marcha, siguiendo lentamente y con infinitas precauciones la cornisa.

Bien pronto se encontraron bajo el salto de agua, que al caer desde la altura formaba una maravillosa arcada, comprendiendo un vasto espacio dentro de sí.

El momento era terrible. El mismo normando tuvo que cerrar los. ojos para no sentir la atracción del abismo, dentro del cual las aguas mugían con un ruido espantoso.

Chorros de espuma, que la corriente de agua producida por la cascada arrojaba por todos lados, caían sobre los audaces fugitivos, cegándolos por completo. Luces extrañas, que tenían todos los reflejos del arcoiris, y que a cada momento variaban de color, se reflejaban detrás de la catarata, que el sol hacía centellear como una inmensa campana del más puro cristal.

Jadeantes, empapados de agua, con el cerebro atronado y el corazón suspenso, los fugitivos se detuvieron un momento para cobrar aliento, manteniéndose desesperadamente

agarrados a la cuerda. La vorágine ejercía sobre ellos una atracción irresistible, y algunas veces se sentían acometidos por un loco deseo de lanzarse en el abismo, dejándose caer entre aquellos nimbos de espuma que mugían bajo sus pies.

Un grito que salió de dentro de la cascada les sacó de aquella peligrosa situación.

— ¡Pronto! ¡Acercaos!

Aquel grito había sido lanzado por Ibrahim.

— ¡Adelante! -gritó a su vez el barón, sosteniendo con una mano a Amina.

Mirando donde ponían los pies, para no resbalar en la cornisa, y manteniéndose siempre arrimados a la pared y bien agarrados a la cuerda, se deslizaron hacia adelante. Entre las ondas del agua pulverizada se descubría vagamente al cabileño, el cual agitaba los brazos haciéndoles señas de que apresuraran el paso.

Habían llegado al centro de la cascada. El cabileño agarró al normando, que iba el primero, y lo atrajo hacia sí, gritándole al oído:

— ¡Los genízaros!

Y luego le empujó hacia una cavidad de la roca.

Era un verdadero antro, producido quizá por algún hundimiento, de forma irregular y capaz de albergar a unas diez persona. El agua se filtraba por todas partes; pero, siendo la roca muy pendiente, se deslizaba con prontitud.

Delante de él la catarata se desplomaba, dejando entre su curva y la pared pedregosa un espacio de muchos pies, una bóveda que se prolongaba de una a otra ribera y donde el aire se agitaba con violencia.

El estrépito en aquel punto era tan espantoso que las rocas temblaban y los fugitivos no podían entenderse sino a gritos.

Apenas se hubieron acomodado todos dentro de aquella cavidad, el cabileño cogió por una mano al barón y le condujo hacia la salida, señalándole la orilla opuesta. A través de la columna de agua, cuya transparencia era tal que permitía descubrir las dos orillas del río, el joven caballero distinguió muchos jinetes, los cuales galopaban en varias direcciones, como si buscasen algún rastro.

— ¡Sí, los genízaros! -murmuró el barón, y también el normando, que se le había reunido y los espiaba atentamente.

Los jinetes, una veintena, si no más, habían saltado a tierra y miraban al suelo por todas partes. Debían de haber visto las huellas de los caballos y de los camellos impresas en el terreno húmedo, y se mostraban sorprendidos de que cesasen de pronto, porque no podían admitir la idea de que los fugitivos hubiesen atravesado el río, que aun por debajo de la cascada corría velozmente, formando torbellinos peligrosísimos y absolutamente insuperables.

— ¡Qué buena ocasión para cazarlos -dijo el normando- sin correr peligro alguno de ser descubiertos detrás de esta cortina de agua, y toda vez que no podrían oír las detonaciones entre el ruido ensordecedor de la cascada! ¡Lástima que nuestros arcabuces estén llenos de agua!

Durante más de una hora los genízaros continuaron sus pesquisas vagando por la ribera, hasta que al fin, desesperados de no encontrar las huellas, decidieron alejarse siguiendo la corriente del río.

Un poco más tarde, otro pelotón llegaba cerca de la catarata, y volvieron a emprender nuevas pesquisas con el mismo éxito negativo. Luego se reunieron en un grupo y discutieron un poco, hasta que también adoptaron la resolución de marcharse en la misma dirección que llevaba el destacamento anterior.

Los fugitivos, aunque tuvieran la seguridad de no ser ya importunados, todavía no se atrevían a abandonar su refugio.

Querían esperar la puesta del sol antes de ganar la ribera opuesta.

Un poco antes de que el sol desapareciese tras el horizonte, el esclavo de Ibrahim, sirviéndose de las raíces y de los salientes de las peñas, subió a la ribera para explorar los contornos. Al verle regresar hacia la catarata con paso tranquilo, el normando y el cabileño dieron la orden de marcha.

La travesía de la cornisa se realizó con menos dificultad que antes, pues ya estaban todos habituados al abismo. La cuerda fue lanzada por el negro, que estaba sobre la cima de la roca, y uno a uno salieron por fin de aquel báratro, refugiándose en el vecino bosque.

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