Capitulo VI

EL ASESINATO DE CULQUELUBI

Durante todo el día ningún nuevo acontecimiento había confortado la esperanza de los dos prisioneros. A la caída de la tarde les entraron la cena; pero en el nuevo pedazo de pan no se hallaba oculto ningún billete, y la cara feroz del carcelero tampoco indicaba señal alguna de liberación.

Ya comenzaban a desesperar, cuando después de la puesta del sol vieron abrirse la puerta y entrar cuatro genízaros armados con arcabuces y yataganes, conducidos por otro guardián desconocido para ambos.

— ¡Preparaos a partir! -dijo a los dos prisioneros un poco en español y otro poco en italiano.

— ¿Adónde queréis conducirnos? -preguntó el barón, mirándole atentamente.

— ¡Obedeced, perros cristianos! -replicó rudamente el carcelero.

Cabeza de Hierro y el barón habían cambiado una mirada inquieta.

— Señor -dijo el catalán en voz baja-, ¿habrán sospechado estos canallas que tratan de libertarnos?

— Ya veremos -respondió el barón-. Por ahora obedezcamos.

— ¡El corazón me salta en el pecho, señor!

Viendo al carcelero alzar el látigo que tenía en la mano, Cabeza de Hierro se puso en pie y, seguido de su amo, se colocó ea medio de los genízaros, los cuales comenzaban ya a mirarlos con ojos coléricos.

En pocos momentos fueron conducidos hasta el patio del presidio, que comunicaba con la ribera del mar.

Delante de la torre, sobre cuya base habían pasado dos días, una chalupa servida por doce marineros armados hasta los dientes los aguardaba al mando de un oficial.

— ¡Entrad! -dijo el guardián, empujándolos-. Y vosotros, encadenadlos sólidamente, y acordaos de que debéis responder con la vida de la fuga de estos cristianos.

Cuatro marineros se habían apoderado del barón y de Cabeza de Hierro, encadenándolos al banco del centro.

Hecho esto, y a una orden del oficial, la chalupa empezó a bogar, pasando por entre las infinitas naves que llenaban la bahía.

Cabeza de Hierro, espantado por aquel viaje inexplicable, miraba al barón, el cual se esforzaba en aparecer tranquilo, por más que estuviese también dominado por la más viva ansiedad.

— Señor -dijo a media voz en dialecto catalán, que el barón comprendía perfectamente-,

¿qué me decís de esta partida a una hora tan avanzada? ¿Se habrá percatado ese maldito caid de los propósitos del mirab?

— No sé qué decirte. Yo habría preferido que nos hubiesen dejado en el calabozo, por más que me parecía difícil que nuestros amigos pudieran sacarnos de aquel subterráneo.

— ¿Y no podía ser que estos marineros y este oficial estuviesen de acuerdo con el mirab y con la princesa?

— En tal caso, el oficial nos habría dicho alguna palabra tranquilizadora; pero, por el contrario, parece que nos mira con ojos poco benévolos.

— ¿Adónde nos conducirán?

— Tengo una sospecha.

— ¿Cuál, señor?

— Que nos conduzcan, para mayor seguridad, a bordo de alguna galera. ¿No ves que la chalupa se dirige hacia aquellos dos enormes faroles que brillan allá abajo, cerca del faro?

— ¿Son de algún buque de guerra?

— Sí.

— Entonces, han debido de enterarse de que trabajaban para hacernos salir del presidio.

Alguien nos habrá traicionado.

— Pues, en este caso, no quisiera encontrarme en la piel del mirab -dijo el barón-. Por fortuna, hasta ahora no hay prueba de lo que proyectaban nuestros amigos. ¿Has roto el billete, o lo tienes en el bolsillo?

— Lo he dejado dentro de la hogaza.

— ¡Bien hecho!

— Pero aun no estoy tranquilo, y a cada momento me parece que van a atravesarme con aquellos horribles ganchos de acero.

— No hay motivo para espantarse, al menos por ahora. Si Culquelubi no ha ordenado nuestra muerte la primera vez, confío en que tampoco lo haga hoy. ¿No ves? ¡Bien decía yo que nos conducían a bordo de alguna nave! Ahí tienes la galera.

— Sí; es cierto.

— La chalupa se dirige hacia ella.

Acaso el capitán general no se fiaba de los guardianes del presidio.

— ¡Pues ahora nadie podrá libertarnos! -gimió el catalán.

— Así es. Una galera es más difícil de escalar que un presidio.

— ¡Decididamente, no tenemos suerte, señor barón!

El caballero no contestó; pero hizo con la cabeza una señal afirmativa. También él comenzaba a perder toda esperanza, viéndose ya condenado a concluir sus días como esclavo de algún feroz berberisco o de algún árabe.

La chalupa, impulsada vigorosamente por doce remeros, había salido ya de aquella confusión de navíos y se dirigía con rapidez hacia la parte oriental de la bahía, donde se veían erguirse en la oscuridad los palos de algunas galeras. En menos de diez minutos atravesó la rada y se acercó a bordo de la más grande de aquellas naves. A un grito lanzado por el oficial, los marineros de la galera habían dejado caer la escala y llevado a estribor dos enormes faroles.

El barón y Cabeza de Hierro fueron desatados y los obligaron a subir.

Apenas pusieron el pie sobre cubierta, cuatro marineros se apoderaron de ellos, volvieron a atarlos, y luego los condujeron a la parte de popa que estaba iluminada.

— No nos mandan a la sentina -dijo Cabeza de Hierro.

Poco menos que a empellones les hicieron entrar en una vasta cámara amueblada espléndidamente a estilo morisco con ricos divanes. En uno de ellos estaba sentado un hombre que fumaba con tranquilidad.

Al verle, el barón y el catalán no pudieron ocultar un movimiento de terror: el hombre

que fumaba tranquilamente era nada menos que el terrible corsario del Mediterráneo, el feroz Culqulubi.

— ¡Celebro volver a verte, barón! -dijo el pirata con acento un poco irónico. Por lo visto, aunque cristiano, tienes la piel dura.

El barón le miró fijamente, sin responder.

— Joven -prosiguió Culquelubi después de haber aspirado otra bocanada de humo-, me apremiaba verte para decirte que hemos echado mano al fregatario que te ha conducido a Argel.

El señor de Santelmo hizo un esfuerzo supremo para ocultar la angustia que sentía. ¿De qué fregatario hablaba el pirata? ¿Del normando, o de aquel otro de la falúa verde?

— Ya sé que tu escudero lo ha confesado todo -añadió Culquelubi después de una breve pausa-. Hace ya mucho tiempo que yo tenía sospechas de ese hombre, que se hacía pasar por un mercader de esponjas y por un buen musulmán. Pero esta vez acabará sus correrías ante la boca de un cañón. Días ha que los buenos argelinos se lamentan de no ver volar un hombre por los aires, y quiero darles ese gusto.

Una sonrisa feroz había contraído los labios de la Pantera de Argel.

Dicho esto, miró a Cabeza de Hierro con aquellos ojillos grises que despedían reflejos metálicos y que hacían temblar a los más valientes.

— ¡Y tú, panzudo, ¿conoces bien a ese fregatario?

— ¡Acaso no sea él! -balbució el catalán, que sentía un gran temblor de piernas.

— Tú has dicho al caid que tenía una falúa pintada de verde.

— ¡Puede haber muchas del mismo color!

— Yo no hablo de la barca, sino del hombre -dijo Culquelubi.

— Podíais haberos engañado, señor -respondió Cabeza de Hierro, a quien aterrorizaba la idea de contribuir a la muerte de un inocente.

— Pero tú no te engañarás, ni tu amo tampoco. El fregatario ha sido arrestado hoy cuando se disponía a salir para Túnez; y aunque jurase que era musulmán y que no conocía a ninguno de vosotros, le hemos encerrado en el presidio de Koluglis. Mañana le conduciremos aquí, y veremos si tenéis el valor de negar que es el mismo que os ha conducido a Argel.

— ¿Y si no fuese él? -preguntó el barón.

— Tanto peor para ti entonces, porque ocuparías su puesto.

— Yo no quiero la muerte de un inocente.

— En tal caso, pagarás por él.

— ¡Eso es una infamia! -exclamó el barón.

— Llámalo como quieras -dijo el corsario encogiéndose de hombros con indiferencia.

Y al decir esto dio una palmada. Dos hombres, dos esclavos cristianos, macilentos y con

el rostro cubierto de cicatrices, habían entrado tímidamente, con los ojos fijos sobre el garrote que se encontraba cerca del diván, cuyo peso conocían seguramente.

— Decid a uno de mis oficiales que vaya al presidio de Koluglis con la orden de que mañana esté aquí el fregatario arrestado hoy, y que mande colocar un cañón delante de la mezquita de Yussuf. Deseo que los honrados argelinos se diviertan. Y ahora conducid a estos dos hombres a la sentina; ponedles grillos y esposas, y no los dejéis un momento solos.

Los dos esclavos se inclinaron con humildad. Después se apoderaron del barón y de Cabeza de Hierro, y los sacaron a empujones de la habitación.

— ¡Nuestra muerte es segura! -gimió Cabeza de Hierro, que parecía atónito de terror.

Después de bajar por el entrepuente los llevaron a una bodega, iluminada por una antorcha que apenas permitía ver los objetos.

En seguida los dos esclavos se sentaron cerca de ellos, y tiraron al suelo los grillos y las esposas que llevaban en las manos.

Un poco sorprendido, el barón preguntó:

— ¿No nos atáis?

— ¡No es necesario! -respondió uno de los dos con acento maltés.

— ¿Y si Culquelubi baja a la sentina?

— ¡Adonde bajará dentro de poco será al infierno!

Cambió con su compañero una mirada de inteligencia, y luego, acercándose al barón, le dijo:

— Vos sois un fregatario, ¿no es cierto?

— No; soy capitán de una galera maltesa.

— ¿Y vuestro compañero?

— Es cristiano también. ¿Y vos?

— Renegado por necesidad; mejor dicho, por salvar la vida.

— ¿Qué queríais decir hace poco al hablar de Culquelubi?

El renegado tuvo un momento de vacilación e interrogó a su compañero con los ojos.

Habiendo recibido una señal afirmativa, dijo con voz apenas perceptible:

— Dentro de poco estallará en esta galera el grito de rebelión, y asesinaremos a Culquelubi.

— ¿Eh? -exclamó el barón, atónito.

— ¡Lo dicho!

— ¿Y osaréis.. . ?

— Somos más de veinte entre renegados franceses, italianos, flamencos y españoles, y estamos decididos a acabar con ese miserable verdugo de cristianos. Esta misma noche,

suceda lo que suceda, concluiremos con él. Vos, que sois cristiano y que corréis peligro de no ver la puesta del sol de mañana, uníos a nosotros. Un capitán de galera puede ser útil para guiarnos en alta mar.

Cabeza de Hierro escuchaba este diálogo con los ojos desmesuradamente abiertos por el asombro.

— ¿Habéis pensado en la dificultad de semejante empresa y en los atroces tormentos que os aguardan en el caso de que fracase vuestro plan? -preguntó el barón.

— Nadie nos descubrirá -repuso el renegado con voz firme-. Además, es mejor morir con las armas en la mano que bajo el látigo de un miserable corsario.

— ¡Una pregunta!

— ¡Hablad!

— ¿Quién os ha sugerido esa tentativa? ¿Un fregatario que se llama Miguel el normando?

— No le conozco.

— ¿El mirab acaso?

— Nunca he visto en esta galera a ningún mirab.

— ¿No os han prometido ayuda?

— Nadie, señor.

— ¡Es extraño!

— ¿Por qué decís eso?

— Porque amigos fieles me habían advertido secretamente que esta misma noche iban a intentar un golpe de mano para salvarme a mí y a mi compañero.

— ¿Sabían esos amigos que iban a conduciros a la galera de Culquelubi?

— Lo ignoro.

— Digo esto porque he observado hace poco, mientras el general os interrogaba, una gran chalupa rondar en las aguas de la nave. Me pareció que hacía maniobras misteriosas.

— ¿Y va tripulada por muchos hombres?

— Por muchos; al menos así me pareció.

— Entonces, son mis amigos -dijo el barón-. ¿Se habrán enterado de vuestra empresa?

— No lo sé, aunque dudo que mis compañeros hayan confiado a nadie nuestro secreto.

— ¿Estaba ya fijado para esta noche el asesinato de Culquelubi?

— Sí; para hoy, diez de enero -dijo el renegado-. Esta es la fecha acordada en una reunión nocturna que hemos celebrado la semana pasada.

— Y si…

— ¡Callad, señor, y arrojaos cerca de las cadenas! Oigo venir a la ronda para cerciorarse, sin duda, de que estamos en nuestros puestos.

El barón y Cabeza de Hierro se arrojaron al suelo apresuradamente.

Una linterna había aparecido en la extremidad de la sentina, hacia proa. La llevaba un marinero, que empuñaba en la otra mano un yatagán desnudo y que iba seguido por cuatro genízaros, también armados.

Aquel grupo avanzó hasta el lugar donde se encontraban los prisioneros. Lanzaron una mirada a los renegados, y viéndolos en pie vigilando a los presos se despidieron de ellos con estas palabras de burla: «¡Buenas noches, hijos de perra!»

Cuando el renegado los vio desaparecer hizo un gesto de amenaza.

— ¡Los hijos de perra van a morderos dentro de unos instantes! ¡A estas horas Culquelubi ya debe de estar borracho, y los conjurados sólo aguardan este momento!

— Pero ¿no habéis pensado en una cosa? -dijo de pronto el barón.

— ¿En cuál, señor?

— En que estando desarmados no podréis hacer frente a la tripulación.

— En una cámara de Culquelubi hay más que suficiente para armar a todos, y también para vos, señor… ¿Cómo os llamáis?

— El barón de Santelmo.

Al oír el nombre del barón, el renegado hizo un gesto de sorpresa.

— ¿Sois vos el capitán siciliano, barón de Santelmo y caballero de Malta? -preguntó.

— Sí.

— ¿El que asaltó las galeras de Ben-Abend y de Jusal cuando volvían del saqueo de San Pedro?

— El mismo.

— He oído hablar mucho de vos, señor.

Entonces el renegado interrumpió el diálogo bruscamente y se puso en pie. También su compañero se había levantado precipitadamente, y ambos escuchaban con ansiedad.

Por el puente se oían pasos precipitados y rumor de voces.

— ¡Arriba, señor barón! ¡Ya han dado el golpe!

— ¡Cómo! ¿Habrán matado ya a Culquelubi? -preguntó el barón, un poco conmovido.

— ¡Estoy seguro de ello! ¡Presto; preparémonos para hacer frente a los berberiscos!

El barón se levantó, y viendo a poca distancia de él varias manivelas, agarró una, haciendo seña! a los otros de que le imitasen.

— ¿Huimos, señor? -preguntó Cabeza de Hierro, temiendo la venganza de los moros.

— ¡Lo primero que se te ocurre es salvar la piel!

En aquel momento apareció en la sentina un hombre con un puñal que goteaba sangre todavía.

— ¡Arriba todos! -dijo con voz imperiosa-. ¡Culquelubi ha sido asesinado! ¡Sálvese el que pueda!

— ¡Culquelubi, muerto! -exclamó Cabeza de Hierro, poniéndose pálido.

— ¡Calla -dijo el barón-, y ven con nosotros!

Todos se habían lanzado por la escalera, precedidos por el hombre del puñal. Todos iban pálidos y presa de la mayor emoción.

Ya estaban en el entrepuente, cuando sobre cubierta estalló de improviso un clamor espantoso.

— ¡Acaban de asesinar al general! ¡A las armas! ¡Los renegados huyen!

Después se oyeron algunos disparos de arcabuz, seguidos de gritos e imprecaciones, y el choque de las cimitarras y yataganes resonó por todas partes.

En el puente de la galera la lucha había comenzado ya; una lucha desesperada, terrible, sin cuartel, entre veinte renegados de una parte, decididos a abrirse paso a costa de la vida, y la tripulación del terrible corsario.

El golpe, preparado por los renegados con muchos meses de anticipación, se había realizado con el mayor éxito.{3}[3]

Aprovechando los conjurados la poca vigilancia ejercida por las gentes encargadas de la guardia, habían sorprendido a su feroz verdugo, asesinándole en su propio lecho.

Por desgracia, en el momento en que los esclavos se apoderaban de las armas que se encontraban en la cámara contigua a la del general, habían sido sorprendidos por un contramaestre, y éste, sospechando lo ocurrido, dio la voz de alarma.

La tripulación de la galera, cuatro o cinco veces más numerosa, al grito de «¡Han asesinado al general!», se había lanzado sobre cubierta, empuñando las primeras armas que los tripulantes encontraron a mano, arrojándose sobre los renegados, que estaban ya botando al agua la chalupa, precedentemente provista de remos.

Una lucha horrible se había empeñado entre los conjurados y los marinos de la galera; lucha librada entre las más espesas tinieblas, porque el primer pensamiento de los renegados fue destrozar las grandes linternas del buque, para que las tripulaciones de los barcos próximos no pudiesen hacer fuego.

Cuando el barón y sus acompañantes aparecieron sobre la cubierta del buque, ya había empezado a correr la sangre.

Berberiscos y renegados luchaban como tigres, a pistoletazos, a estocadas, a hachazos; pero la peor parte la llevaban los primeros, los cuales, acometidos con ímpetu irresistible, habían sido rechazados, a pesar de la inmensa superioridad de su número.

El barón y sus compañeros se habían lanzado a la pelea, atacando a la tripulación por la espalda. A golpes terribles de manivela se abrieron paso por en medio de los moros, gritando a voz en cuello para no ser heridos por los renegados, que combatían furiosamente:

— ¡Paso a los cristianos!

El barón iba delante de todos. Habiendo arrojado la manivela, arrancó de las manos a un moribundo una terrible espada de dos filos, y se abrió paso a estocadas. El mismo Cabeza de Hierro, viendo que no había otro medio de salvación que la lucha, atacaba con denuedo, gritando a cada golpe que descargaba:

— ¡Éste, por los vergajazos! ¡Éste, por vuestra infamia! ¡Y éste, porque sois unos infieles!

Los marineros, privados de su jefe y desmoralizados por su muerte y por el valor extraordinario que desplegaban los renegados, empezaron a retroceder por todos lados. No obstante, otro grave peligro amenazaba a los conjurados.

De las galeras próximas empezaron a salir disparos de arcabuz tirados al azar, y se oyó a los oficiales dar la orden de botar al agua las chalupas y correr en auxilio de la nave capitana, mientras por la ribera se veían correr pelotones de genízaros, atraídos, sin duda, por el estrépito de aquellos disparos.

— ¡Al agua! -gritó el barón.

La chalupa de la capitana estaba ya en el agua y se bamboleaba cerca de la escala de cuerda.

Los renegados, con una carga desesperada, irresistible, feroz, hicieron retroceder a los tripulantes. Luego se precipitaron por la borda, cayendo unos encima de otros.

El barón, que había conservado toda su admirable sangre fría, fue el primero en ganar la chalupa.

— ¡Pronto! -rugió-. ¡Vamos a ser cogidos entre dos fuegos! ¡A los remos! ¡He aquí la ronda del puerto, que corre hacia nosotros!

Los conjurados, que, por fortuna suya, no habían abandonado las armas, se agarraron a los bordes de la chalupa, y ayudándose mutuamente saltaron a ella. En tanto, de las galeras próximas a la capitana partían descargas cerradas de arcabuz, que hacían más ruido que daño, gracias a la profunda oscuridad que reinaba en la bahía.

— ¡Arranca! -tronó el barón, que con ayuda de un renegado había logrado izar a Cabeza de Hierro.

La chalupa empezó a bogar con la velocidad de una flecha. Los veinte renegados, aun cuando heridos en su mayor parte, se habían acomodado en los bancos y remaban con furia hacia la salida de la rada, resueltos a ganar la alta mar.

Sin embargo, el peligro distaba mucho de haber cesado.

La noticia del asesinato de Culquelubi se había esparcido ya por todas las galeras próximas, y las tripulaciones de ellas, sedientas de venganza, echaban al agua las chalupas para dar caza a los fugitivos, mientras los oficiales hacían con cohetes señales a las naves que estaban de crucero fuera del puerto para impedir la entrada de los audaces fregatarios y detener a los fugitivos.

— Señor barón -dijo acercándose a él el renegado que le había libertado-, quizá es demasiado tarde para ganar la costa.

— ¡Quizá!

— He allí las naves de la crucera que se preparan a echársenos encima.

— ¡Ya las veo! -replicó el caballero-. ¡Hemos perdido demasido tiempo!

— Pues, entonces, ¿qué debemos hacer?

— Volvernos hacia el muelle, salvarnos por las calles de la ciudad. Intentaremos ganar el campo.

— ¡Estamos dispuestos a obedeceros!

— ¡Pues viremos!

La chalupa giró sobre sí misma y emprendió la carrera hacia la ciudad, pasando a lo largo de las galeras, en cuyos flancos se veían destacarse embarcaciones cargadas de enemigos.

— Señor barón -dijo Cabeza de Hierro-, yo creo que hemos realizado un pésimo negocio al unirnos a estos hombres. ¡Dentro de poco seremos detenidos!

— ¡Antes sabremos morir con valor! ¡Más vale caer con la espada en la mano que acabar la vida delante de un cañón! ¡Valor, amigos míos! -añadió-. ¡Bajad la cabeza! ¡Van a hacernos fuego desde las chalupas; pero no temáis! ¡Dios nos protegerá!

CAPÍTULO VII

A UÑA DE CABALLO

Las tripulaciones de las galeras y la ronda del puerto corrían de todas partes para cortar el camino a los fugitivos antes de que pudieran tomar tierra y ponerse en salvo en las tortuosas calles de la ciudad.

Esquifes, canoas y chalupas surcaban presurosamente la rada entre gritos de venganza y disparos de arcabuz. Vivos o muertos, querían apoderarse de aquellos hombres que habían tenido la audacia de dar muerte al más terrible defensor de Mahoma y al más intrépido corsario del Mediterráneo.

Los perseguidores eran trescientos o cuatrocientos hombres, decididos a todo para apoderarse de aquel grupo de cristianos.

De las naves salían de vez en cuando gritos espantosos.

— ¡Asesinad a esos perros!

— ¡Al palo los cristianos!

— ¡Venguemos al general!

— ¡Alerta, que no se nos escapen!

Las descargas sucedían a las descargas. Hacían fuego desde las embarcaciones, desde

las galeras y hasta de las terrazas del presidio de Ali-Manis, que era el más próximo a la bahía, mientras hacia los muelles se velan correr grupos de genízaros provistos de antorchas.

El barón se dio cuenta en un momento de toda la gravedad del caso. No era posible pensar en sustraerse a las consecuencias de aquella terrible caza sin empeñar una lucha suprema con muy pocas probabilidades de victoria.

Pero, como hombre animoso, se preparaba para afrontar resueltamente el peligro.

— ¡Prefiero concluir así! -murmuró.

Tuvo un último pensamiento para Ida; pero venció pronto aquel instante de vacilación, gritando con voz enérgica:

— ¡Preparémonos a morir matando, cristianos! ¡Acordaos de que el que caiga en las manos de los berberiscos sufrirá más que el que sucumba en la pelea!

La playa sólo se encontraba ya a veinte pasos de la chalupa, que había corrido con la velocidad del rayo. Pelotones de genízaros, aullando como lobos, se acercaban al desembarcadero.

— ¡A las armas todos! -rugió el barón.

La chalupa se había precipitado sobre la playa con tal violencia, que arrojó a los renegados unos encima de otros.

Casi en el propio momento se acercaba a ellos otra barca cargada de argelinos, entre los cuales se veían algunos negros.

El barón, que la había descubierto a tiempo, reunió en. un instante a sus compañeros y se lanzó hacia la parte opuesta, tratando de ganar una senda que desembocaba en la playa.

Ya iban a alcanzarla, cuando un pelotón de genízaros que estaba escondido, bajo un oscuro portalón se arrojó contra los fugitivos, gritando:

— ¡Rendíos, perros!

— ¡Toma, cobarde! -gritó el barón descargando una terrible estocada sobre el cráneo del jefe.

Sintiendo detrás de ellos las tripulaciones de las chalupas, los renegados, que se consideraban perdidos y que no querían caer vivos en manos de sus perseguidores, hicieron frente a los genízaros, tratando de romper sus filas.

Pero tenían delante de sí hombres feroces y encanecidos en las batallas.

La lucha entre ambas partes fue breve y terrible.

Los renegados, ya rendidos por la contienda anterior, habían tratado en vano de romper el cerco de hierro que los oprimía, y se vieron obligados a replegarse, a pesar de los esfuerzos del barón.

Sin embargo, animados por el joven, volvieron a la carga y acuchillaron desesperadamente a los genízaros, que respondían con pistoletazos y estocadas.

El barón, secundado por Cabeza de Hierro, que, por lo menos esta vez, luchaba con

bizarría, consiguió abrir brecha en aquella muralla humana y alejarse algunos pasos. Por desgracia, se vio otra vez envuelto por una nueva falange de genízaros que llegaron por una calle lateral atraídos por los gritos de sus compañeros.

Además, los primeros marineros habían caído ya sobre la retaguardia de los renegados, fusilándolos a quemarropa, y muchos de ellos quedaban acribillados a balazos.

En aquel instante el barón intentó un esfuerzo supremo para abrirse paso o morir al menos entre los suyos.

— ¡A mí, Cabeza de Hierro! -gritó.

Como era un formidable esgrimidor, no le costó gran trabajo deshacerse de los primeros genízaros que trataron de cogerle vivo. Con una granizada de tajos desesperados, y ayudado por el catalán, que había conseguido apoderarse de una maza de hierro, su arma favorita, volvió á caer en lo más recio de la pelea, dejando detrás de sí un rastro sangriento.

Ante la audacia y el valor de aquel joven, los genízaros, atónitos y espantados, se retiraron precipitadamente. Ya el barón estaba á punto de reunirse con los renegados, cuando se encontró enfrente de algunos negros de estatura gigantesca, los cuales se precipitaron sobre él con tal ímpetu, que lo derribaron en tierra juntamente con e! catalán.

Antes de que hubiera podido levantarse, se sintió cogido por dos brazos vigorosos y levantado en alto, mientras una voz le decía al oído:

— ¡Dejaos llevar!

Los negros, que iban seguidos de un pelotón de argelinos, rompieron de un solo golpe las filas de los genízaros y se lanzaron á todo correr a lo largo de la calle, mientras sus compañeros protegían la fuga con una descarga de pistoletazos.

El barón no opuso resistencia alguna. Había comprendido vagamente que pretendían sustraerle a la vigilancia de los genízaros, y se dejaba llevar por el negro que lo conducía en brazos.

Detrás de él otro sudanés gigantesco llevaba a Cabeza de Hierro, que bufaba como una foca, mientras todos los demás, incluyendo a los argelinos, continuaban disparando las pistolas para aterrorizar a sus perseguidores.

Aquella carrera veloz a través de las oscuras y tortuosas callejuelas de la ciudad duró algunos minutos. Luego los dos negros se detuvieron delante de un grupo de caballos que estaban ocultos en un viejo portalón.

— Montad y tomad mis pistolas -dijo el negro al barón-. Si amáis vuestra vida, espolead fuerte y seguidme sin perder tiempo.

Un hombre había conducido delante de él un magnífico caballo negro enjaezado espléndidamente.

Sin pedir explicaciones, el caballero subió a la silla, tomó las dos pistolas, que ocultó en la cintura, y recogió las bridas.

Cabeza de Hierro ya había montado en otro caballo.

En la callejuela próxima se oían gritos furiosos, chocar de armas y disparos de arcabuz.

Los dos negros también estaban montados en sendos caballos y miraban con ansiedad hacia la extremidad de la calle, mientras tres hombres conducían fuera del portalón otros animales, verdaderos corceles del desierto, que debían correr como el viento.

De pronto el pelotón de los argelinos, precedido por cuatro negros hercúleos, se precipitó en la calle, corriendo desesperadamente, mientras a espaldas suyas resonaban gritos furibundos.

— ¡Detenedlos!

— ¡Han robado a los asesinos de Culquelubi!

— ¡A las armas!

— ¡Presto! -dijeron los dos negros al barón.

Los argelinos se les acercaron en aquel momento. En un abrir y cerrar de ojos montaron los otros caballos y partieron inclinados sobre la silla y lanzándose en pos del barón, el cual llevaba a su izquierda a Cabeza de Hierro, que se hallaba colocado entre los dos negros.

El pelotón atravesó varias calles con la rapidez de una tromba, atropellando a cuantas personas encontraban por delante. Al llegar a una de las puertas que conducían al campo, los dos negros gritaron:

— ¡Servicio del bey!

— ¿Y la contraseña?

— ¡Mahoma y Solimán!

Los dos centinelas se separaron de la puerta precipitadamente, presentando las armas.

El destacamento siguió por algunos minutos la vía de circunvalación externa; después, y casi a la altura de la Casbah, se lanzó a través de los campos de azafrán, sin detener un solo instante aquella endiablada carrera.

El barón, aturdido todavía por el inopinado rapto que le había salvado la vida cuando ya se consideraba en poder de los genízaros, no se cuidó de un argelino que estaba a su lado y que le miraba fijamente. Parecía excesivamente joven, casi un niño, y cuando el turbante se le levantaba por efecto de las sacudidas del impetuoso caballo en que iba montado, se veía ondear sobre sus hombros una larga cabellera negra.

El primero que se fijó en él fue Cabeza de Hierro.

Señor barón -dijo-, ¿quién puede ser ese joven que cabalga a vuestro lado?

El caballero se había vuelto vivamente, pero e! joven jinete lo advirtió y se detuvo, reuniéndose a la escolta.

— Será algún paje -dijo-. Por otra parte, pronto sabremos quiénes son estos hombres que se nos han incorporado, y adónde nos conducen. Esta carrera furiosa no puede durar mucho tiempo.

— Todo esto tiene algo de milagroso, señor. ¿Por qué estos hombres, que parecen

argelinos, en vez de caer sobre nosotros, han atacado a los genízaros? ¿Comprendéis algo de esto?

— Algo comprendo. Estos negros de estatura gigantesca me recuerdan a los esclavos de la princesa Amina, la hermana de Zuleik.

— El mismo pensamiento me había asaltado a mí, señor Barón. Aquí anda la mano de la princesa. Pero desearía saber cómo estos hombres se encontraban reunidos con los genízaros que nos perseguían.

— Es un misterio que por ahora no puedo explicarme, Cabeza de Hierro. ¡Lástima que no hayan podido conducir con nosotros a esos pobres renegados, cuya suerte será bien triste si no se dejan matar antes que rendirse!

— ¿Se habrán apoderado de alguno de ellos?

— ¡Mucho me lo temo! -respondió el barón dando un suspiro.

— Yo también, señor barón -dijo una voz detrás de él-. Y si hubiésemos llegado algunos momentos después, igual suerte os habría cabido a vos.

El joven barón y Cabeza de Hierro no pudieron contener un grito.

— ¡El normando!

— ¡Sí, el mismo! -dijo el fregatario colocándose al lado del caballero-. No habríais pensado que era yo también de la partida; ¿es verdad, señor de Santelmo?

— ¿Vos? -exclamó el barón, que todavía dudaba.

— Sí, Miguel el normando, y detrás de nosotros galopan mis gentes.

— ¿Esos argelinos?

— Son los marinos de mi barco.

— ¡Se diría que soy presa de un sueño!

— Estáis bien despierto -dijo el normando riendo.

— Entonces, vos me explicaréis.

— A su tiempo, señor barón. Pero por ahora no nos cuidaremos más que de ganar camino.

Es necesario interponer entre Argel y nosotros el mayor espacio posible para que se pierda nuestro rastro.

— ¿Nos seguirán?

— A estas horas la voz de alarma habrá recorrido toda la ciudad, y se sabrá en todas partes que hemos salido de ella; de manera que toda la caballería argelina se ocupará en buscarnos. Pero tenemos una ventaja notable, y es que nuestros caballos son mejores que los suyos. He aquí un terreno a propósito para borrar nuestras huellas.

El pelotón estaba a la sazón en la base de un grupo de colinas arenosas, a las cuales seguía una vasta landa que se prolongaba hacia el este.

El normando detuvo la carrera de su corcel y pasó a retaguardia. Al llegar allí cambió algunas palabras con el joven argelino. Después volvió a reunirse con el barón, gritando:

— ¡Al bosque de Top Han!

Los argelinos y los cuatro negros de escolta se inclinaron hacia la izquierda, mientras los dos negros que servían de guías pasaban al trote las colinas arenosas, donde las herraduras de los caballos no podían dejar huella alguna.

El normando los había seguido con el barón y Cabeza de Hierro.

Un cuarto de hora galoparon en silencio. Luego descendieron por la vertiente opuesta, dirigiéndose hacia un bosque que parecía tener una extensión enorme.

— ¡Alto! -dijo el normando cuando estuvieron bajo los árboles-. Dejemos descansar un poco a estos bravos caballos. Todavía tenemos mucho camino que recorrer antes de llegar al aduar.

— ¿A qué aduar? -preguntó el barón.

— ¡Ah! ¡Vos no sabéis que he encontrado excelentes amigos en la llanura de Medeah!

Estaréis perfectamente allá abajo, señor barón, y podéis descansar con entera seguridad hasta que se haya calmado el furor de los argelinos.

Bajó a tierra y quitó el freno al caballo para que pudiera respirar más libremente. Los dos moros le habían imitado ya, dirigiéndose hacia los límites del bosque, para vigilar la llanura y las colinas.

— ¿Quiénes son esos dos negros? -preguntó el barón.

— ¿No habéis adivinado a quién pertenecen? -replicó el normando.

— ¿Acaso a la princesa Amina?

— Sí, señor barón. Son hombres de corazón que valen cada uno por diez soldados. La princesa sabe elegir a sus siervos.

— ¿Y ese joven argelino con quien habéis hablado hace un momento?

El normando miró al barón sonriendo.

— Es un joven a quien debéis vuestra libertad, más que al mirab y a mí. Sin él, no habríamos podido reunirnos para salvaros, ni habríamos sabido tampoco que anoche debíais ser conducido a bordo de la galera de Culquelubi.

— Pero, en suma, ¿quién es?

— Nada más puedo decir ahora. He prometido no hablar de eso hoy. Y, a propósito de preguntas: ¿habéis recibido un billete en el presidio?

— Sí. Me lo envió el mirab; ¿no es cierto?

— En efecto; así es, señor barón. Gracias a la influencia de aquel joven, todo lo teníamos dispuesto para sacaros de aquel presidio. Guardias y centinelas habíanse comprado a peso de oro, y todo marchaba a las mil maravillas, cuando fuimos informados de que habían dado la orden de trasladaros a la galera de Culquelubi. Por fortuna, un renegado que estaba a mi servicio, y a quien intenté libertar varias veces, me reveló un secreto.

— ¿El de la conjura?

— Sí; ayer mañana me dijeron que aquella misma noche moriría el infeliz corsario.

— ¿Y qué hicisteis?

— Pues aprovechar el tiempo. Imaginándome lo que había de ocurrir, hice embarcar a mis marineros y a los negros de la princesa en una buena chalupa, y me puse en acecho cerca de la galera, con la esperanza de poder sacaros de ella en medio de la confusión que produciría el asesinato de Culquelubi.

— ¿Luego me habéis visto huir con los renegados?

— Oí vuestra voz, y seguí a la chalupa que os conducía, fingiendo perseguiros. La estratagema tuvo tan feliz resultado, que nadie sospechó de nosotros; pero huíais con tal rapidez, que me fue imposible alcanzaros antes de que desembarcaseis.

— Pero llegasteis a tiempo de salvarme. ¡Gracias! ¡Os debo no sólo la libertad, sino la vida!

— A mí no -respondió el normando-. Sin el apoyo de la princesa, nada habría podido yo hacer, ni el mirab tampoco.

— ¿Deberé, pues, gratitud a esa mujer? -preguntó el barón con los dientes apretados por la ira.

— Quizá más que gratitud.

— ¿Luego no sabéis que fue Amina quien me entregó a Culquelubi?

— Lo sé todo.

— ¿Quién os lo ha dicho?

— El mirab.

— ¿Y cómo lo supo él?

— Os contaré todo eso durante el viaje. ¡En marcha, señores! ¡Vamos a buscar a mis amigos!

— ¿Qué amigos?

— Los que me ayudaron a huir de los cabileños. Os contaré también esa aventura, señor barón.

— Y de ella…, ¿nada? -preguntó con voz trémula.

— ¿De la condesa de Santafiora?

— ¡Sí! -dijo el barón mirándole con angustia.

— Tranquilizaos; por ahora no corre ningún peligro. Se encuentra en lugar seguro.

— ¿En presidio?

— No.

— Entonces, ¿dónde? ¡Decídmelo, Miguel! ¿No veis que estoy muriendo de angustia?

El normando vacilaba.

— ¡Hablad; os lo ruego!

— En la Casbah.

Al oir esto, el barón hizo un gesto de desesperación.

— ¿En el palacio del bey? -exclamó.

— Está en él más segura que en cualquiera otra parte. Antes de que pueda entrar en el harén la habremos robado. Hay allí quien vela por ella y organiza su fuga.

— ¿Me lo juráis?

— Sobre la cruz de Cristo.

— ¿Es esclava?

— Es algo mejor que eso: es una beslemé{4}[4], y se encontrará mil veces mejor en la Casbah que en los calabozos de presidio.

— ¿Y Zuleik no podrá hacer nada?

— Por alta que sea su posición social, no osará apoderarse de una joven que ahora pertenece al bey. Con el representante del Profeta no se atreve nadie. ¡Basta de plática: a caballo, señor barón! El aduar está todavía lejos y acaso la caballería nos busca ya en la llanura.

— ¡Sí, sí, vamos a escape! -dijo Cabeza de Hierro, con mucho sobresalto-. ¡Si esos perros vuelven a atraparnos, correremos igual suerte que los regenerados! ¡Ya que hemos huido del poder de los genízaros, procuremos conservar la libertad!

Montaron de nuevo y partieron al galope. Esta vez el normando se había puesto a la cabeza, y los dos negros a retaguardia.

Pronto se internaron en él bosque, que estaba despoblado, y poco después de una hora llegaron a una llanura festoneada de corrientes de agua y limitada al sur por otras colinas arenosas que al barón no le fueron desconocidas.

— ¿No son estas colinas las que atravesamos aquel día que vigilábamos a Zuleik? -

preguntó al normando.

— Sí, señor barón; y aquel alminar que se ve allá abajo, a nuestra derecha, es el de la mezquita de Blidah.

— Y el aduar de vuestros amigos, ¿dónde se encuentra?

— Dentro de cinco o seis horas llegaremos a él. Todavía no descubro el de Medeah.

— Y vuestros marineros, ¿adónde han ido?

— Nada temáis por ellos. Encontrarán caballos de refresco hasta llegar a los castillos de la princesa, y no se dejarán alcanzar por la caballería argelina. Más tarde, cuando el peligro haya cesado, retornarán a Argel con otros trajes, y nadie se preocupará de su presencia en la ciudad.

— ¿Irá con ellos el joven argelino?

— No; se reunirá con nosotros en el aduar, si es que no llega antes. Lleva el caballo más

ligero de Argelia.

— ¿Luego permanecerá con nosotros?

— No lo sé -respondió el normando.

— Pero ¿por qué se interesa tanto por mi suerte?

— El mismo os lo dirá.

— ¿Es algún moro rico?

— Riquísimo, y además muy noble. ¡Pero espolead de firme, señor barón! ¡Tengo prisa por llegar a la cumbre de esas colinas para asegurarme de que no tenemos enemigos a la espalda!

Atravesaron el límite de la llanura, y al trote largo ascendieron hasta la cumbre de la colina.

El normando detuvo la marcha del caballo y sacó del bolsillo un anteojo de mar.

Desde aquella altura se distinguía una vasta extensión de terreno y hasta la Casbah, que como queda dicho, se alzaba en la parte más elevada de Argel.

El normando miró con el anteojo en diversas direcciones, y luego, satisfecho de aquel examen, volvió a cerrarlo.

— No se descubre nada sospechoso -dijo, volviéndose hacia el barón-. Presumo que la caballería argelina espera el alba para darnos caza, y como el sol no despuntará antes de dos horas, tenemos tiempo para ganar varias leguas. Además, ¿quién va a pensar en buscarnos un aduar?

Se volvió y dirigió la mirada hacia el mar, donde se distinguía vagamente una línea blanquecina.

— Allí está el Kelif. Iremos en dirección de este río, y luego volveremos hacia el este. Es preciso borrar por completo nuestras huellas.

— ¡Mataremos a los caballos! -hizo observar Cabeza de Hierro.

— ¡Ya nos darán otros para volver a Argel!

Descendieron de la altura a trote lento y volvieron a ganar la llanura, continuando su carrera hacia el suroeste.

Aun cuando los caballos habían recorrido ya unas treinta millas, resistían maravillosamente y no daban ningún indicio de cansancio. Eran verdaderos corceles de carrera, capaces de galopar doce horas seguidas.

Al amanecer, el minúsculo destacamento pasaba a la vista de Medeah, y dos horas después se detenía en las riberas pantanosas del Kelif, el río más notable de Argelia.

Allí descansaron un cuarto de hora. Luego, por cuarta vez, volvieron a emprender la carrera, no hacia el sur, sino hacia el noroeste, pasando a través de colinas pobladas de árboles, sobre las cuales no se veía ninguna aldea.

Hasta las diez galoparon de este modo. A esta hora atravesaron una llanura inmensa,

interrumpida de vez en cuando por hierbas bajas y matas de cañas.

El normando mostró en el horizonte algunas pequeñas alturas.

— ¿Las conocéis? -preguntó el barón.

— No -respondió éste.

— Pues las bajamos con los moros a los talones, y allí fue donde Zuleik os prendió.

— ¿Luego estamos lejos de Argel?

— A unas quince leguas. ¡Ea, una última trotada, y después reposaremos delante de un cordero asado! Mis amigos deben de estar ya informados de nuestra llegada, y nos aguardarán.

— ¿Por quién los avisasteis?

— Por uno de los nuestros.

En un postrer esfuerzo, también la llanura fue atravesada. Los caballos, blancos de espuma e inundados de sudor, comenzaban a dar muestras de cansancio, cuando al atravesar un grupo de árboles se encontraron los fugitivos repentinamente delante de dos tiendas rodeadas por una pequeña empalizada. Enfrente de ellas, un numeroso rebaño de carneros y algunos camellos pastaban las escasas hierbas que crecían en aquel suelo casi arenoso.

Un cabileño, envuelto en un capote de lana oscura, estaba fuera dei recinto, apoyado en una enorme espingarda.

Al ver al normando se echó atrás la capucha, diciendo:

— ¡Bienvenido sea mi hermano al aduar de Ibrahim! ¡Me alegro de que hayas cumplido tu promesa y vengas aquí con tus amigos!

— ¿Cómo está Ahmed? -preguntó el normando saltando a tierra.

— A punto de curarse. Ven; mi tienda, mi ganado y mis armas son tuyas y de tus compañeros.

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