Capitulo XI

LA TRANSFORMACIÓN DE UN GUERRERO

Ayudado por los negros, el cabileño se puso presto a la obra, a fin de improvisar una cabaña de ramas para la princesa, la cual se caía de sueño, en tanto que el normando y el barón encendían un buen fuego para enjugarse los vestidos, que ‘estaban empapados de agua.

Se dividieron fraternalmente los restos del almuerzo, y luego todos se acurrucaron en el césped, bajo la vigilancia de uno de los negros.

Nada turbó su sueño, que fue tranquilo; solamente hacia el alba una banda de chacales se entretuvo en ofrecer a los durmientes un diabólico concierto, que fue pronto interrumpido por un disparo de arcabuz.

A las cinco, todos estaban en pie, formando círculo alrededor del fuego, porque las mañanas son frescas en Argelia, especialmente en el interior y cerca de los grandes ríos.

Se trataba de adoptar una resolución acerca de lo que debía hacerse, pues faltaban los víveres y el país estaba desierto.

— Lo que hay que buscar en primer término -dijo el normando- son cabalgaduras.

Caballos o camellos, poco importa, con tal que se encuentren.

— En eso pienso yo -había respondido el cabileño.

— Creo que no irás a buscarlas al aduar.

— No cometeré esa locura -respondió el cabileño-. Tus enemigos habrán dejado soldados allí para detenernos a nuestro regreso.

— Cierto -dijo el barón.

— Iré a buscarlas en una tribu amiga que posee buenos camellos, y hasta caballos de la mejor raza.

— ¿Está lejana esa tribu? -pre-, guntó Amina.

— A unas diez millas. Acampa en las llanuras de Bogar.

— ¿Podrás llegar en cuatro horas? -dijo el normando.

— No pido tantas. Mis piernas y las de mi negro son buenas.

Amina sacó de la faja una bolsa de seda asaz repleta.

— Aquí hay cincuenta zequíes -dijo, alargándosela al cabileño-. No escatimes nada para que los caballos sean buenos y resistentes sobre todo.

— Yo mismo los elegiré.

— Y no te olvides de traernos víveres -dijo el normando.

— ¿Adónde iremos después? -preguntó el barón, mirando a Amina-. ¿A Argel?

— ¿Osaríais volver? -exclamó la princesa.

— Allí está…

— ¡Sí, es cierto! -murmuró la mora con un suspiro-. Pero volver a Argel es buscar la muerte.

— ¡Hace ya más de dos semanas que la desafío todos los días!

— Pero entonces se ignoraba que erais un cristiano, mientras que ahora todo el mundo sabe que sois el barón de Santelmo.

— ¿Queréis condenarme a permanecer en este desierto en la más completa inacción?

— ¿Y yo, y el mirab, y mis gentes? ¿Acaso no servimos de nada? -preguntó el normando-.

Pues todos os hemos prometido trabajar por la liberación de la condesa de Santafiora.

— ¡Gracias; lo sé! -respondió el barón-. No obstante, no podré resignarme a permanecer aquí inactivo. ¡Suceda lo que suceda, volveré a Argel!

— Y a las pocas horas seréis preso -añadió el normando-. ¿Qué decís vos, señora?

Amina, que había estado silenciosa durante unos momentos, dijo con tono resuelto:

— Nosotros conduciremos al barón a Argel, y desafío a que nadie pueda reconocerle.

— ¿Cómo? -exclamó el normando, mirándola con estupor.

— Y hasta podríamos introducirle en la Casbah, en el propio harén del bey. Pero antes nos veremos obligados a ir a uno de mis castillos para hacer la transformación, siempre que el barón consienta en ello.

— Estoy decidido a todo, con tal de entrar en Argel -dijo el caballero.

— ¿Encontraréis el medio de hacerle entrar en la Casbah? -exclamó el normando.

— Sí.

— ¡Es imposible! Si fuéseis capaz de realizar ese milagro, la salvación de la condesa de Santafiora seria cosa de juego.

— Pues ese milagro se realizará.

¡Explicaos, señora! -dijo el caballero.

— Si os transformasen en una muchacha, ¿qué es lo que diríais? -preguntó Amina.

— ¡Por los cuernos de Satanás! -exclamó el normando, sorprendido por aquella idea-. Y

¿por qué no? Sois joven, imberbe y hasta hermoso como una circasiana. Vestido con un traje de mujer nadie adivinaría la verdad.

El barón permanecía mudo. En cambio, Cabeza de Hierro reía a carcajadas, pensando en la figura que haría aquel joven y valerosoguerrero vestido de mujer.

— ¡Ea, señor barón -dijo el normando-, fuera escrúpulos! ¿Os parece inverosímil la idea, o es que sentís cambiar de sexo? Pensad que se trata de la condesa de Santafiora. Por ella, por su libertad, todo debe intentarse.

— Sí; tenéis razón! -dijo el caballero-. Si yo entrara en la Casbah, pronto sacaría a la condesa de manos de los genízaros, de los eunucos y de los guardias del bey.

Pero, ¿podré adoptar las maneras femeninas? ¿No se verá el engaño?

— De eso me encargo yo -dijo Amina-. Yo os juro que entraréis tranquilamente en Argel.

— Pero ¿qué figura voy a hacer?

— ¡Estupenda, señor barón! -dijo el normando.

— ¡El barón de Santelmo, disfrazado de mujer! ¡exclamó Cabeza de Hierro-. ¡Cómo se reirán en Malta si lo supiesen! ¡Ja, ja, ja!

— Se trata de salvar la vida y no hay que tomarlo a broma, señor Barbosa -dijo el normando.

El ilustre descendiente de los cruzados cerró los labios.

— ¡Pensadlo bien, señor barón! ¿Estáis decidido? -preguntó Amina.

— Haré lo que queráis.

— Pues iremos a mi castillo de Top-Hané, que se encuentra a media hora de Blidah, y allí se efectuará vuestra transformación. En el castillo hay todo lo necesario, y hasta literas para llevaros a Argel como a una dama.

A mediodía, el cabileño ‘estaba de regreso con el negro, conduciendo diez hermosos caballos de largas crines y formas esbeltas.

Después de comer presurosamente, todos montaron en los caballos, incluso Ahmed, que había empeorado con aquella fatigosa marcha.

— Tú vendrás con nosotros -dijo Amina a Ibrahim-, y no tendrás que arrepentirte por la pérdida de tu aduar. Tengo tierras y castillos para indemnizarte de ella.

— Eres generosa, princesa -respondió el cabileño-, y yo, siervo tuyo desde ahora.

— ¡Al trote! -gritó Amina.. alegremente-. ¡Si tropezamos coro los genízaros, los haremos correr hasta que revienten sus caballos!

Atravesaron el bosque sin tropiezo desagradable alguno, y después la llanura. La princesa, que debía conocer al dedillo la Argelia central, se había puesto a la cabeza del convoy y lo guiaba sin vacilaciones de ningún género.

A las tres de la tarde pasaban al oriente de Medeah, internándose entre las montañas pedregosas que separan esta ciudadela de Milianah, sin detener su vertiginosa carrera. Por otra parte, el país en aquella época estaba poco habitado; no había en é! más que unas cuantas aldeas y algunos aduares.

Antes de las ocho de la noche, y con los caballos todavía en buen estado, a pesar de aquella larguísima carrera, el convoy se detenía delante de un castillo situado en la ribera de un hermoso lago y defendido por dos torrecillas y algunos bastiones.

Era el castillo de Top-Hané, propiedad de la familia de los BenAbend.

Dándose a conocer a los criados, la princesa hizo introducir en el castillo a sus amigos.

Su primer cuidado fue pedir noticias de Zuleik, temiendo que éste hubiera mandado gentes a sus posesiones; pero, por fortuna, nadie se había presentado en Top-Hané. Sin embargo, no era prudente detenerse en el castillo mucho tiempo, porque Zuleik, después de su viaje infructuoso en busca del barón, podía hacer una incursión por aquellos lugares.

Por este temor decidieron todos no pasar allí más que la noche y partir para Argel al día siguiente. A pesar de esta decisión, y para mayor seguridad, se pusieron centinelas en el bosque con la orden de avisar al menor asomo de peligro.

La noche pasó sin alarma de ningún género. Probablemente, Zuleik había continuado la persecución de los fugitivos a lo largo de las riberas del Keliff, suponiendo que habrían tratado de ganar la bahía de Arzeu o de Orán para embarcarse y volver a Argel por mar.

A la mañana siguiente, Amina ayudada por algunas esclavas, procedía a la transformación del caballero de Santelmo. Había hecho abrir los enormes cofres de familia, que, además de ricos y espléndidos trajes, contenían también inestimables joyas acumuladas en España por sus abuelos, conquistadores de Córdoba y Granada. Vestidos de seda recamados de oro y de perlas, corpiños riquísimos con botones de esmeraldas y de rubíes, mantos de todos géneros, turbantes multicolores, etc.

En la actualidad, la princesa había cambiado de idea. Para alejar toda sospecha, quería transformar al barón en una dama marroquí procedente de Fez, en lugar de disfrazarle de esclava.

— Viéndoos entrar en Argel acompañado por mí -había dicho al caballero-, podrían sospechar las autoridades, y especialmente Zuleik.

— Es verdad, señora -respondió el normando, que asistía a la toilette del barón-. Vuestro hermano es muy astuto. Dejad que yo conduzca al barón con una pequeña escolta de

hombres disfrazados de marroquíes. Vuestra compañía podría ser más peligrosa que útil, porque estoy seguro de que os vigilarán.

— Entonces, ¿no me aconsejaréis que conduzca al barón a mi palacio?

— ¡Oh, no; de ningún modo!

— En tal caso, ¿dónde iré a alojarme? -preguntó el barón.

— Contamos con el renegado de Argel, un hombre de confianza que volverá a veros con mucho gusto. Os esconderéis en su casa hasta que hayamos encontrado la manera de que entréis en la Casbah.

— De eso me encargo yo -dijo la princesa-. No me será difícil, apoyada por un buen regalo, decidir al jefe de los eunucos a que os admita en el harén. Nada puede rehusarse a una Ben-Abend. He aquí los vestidos, que os sentarán a maravilla.

El barón comenzó a disfrazarse sin la menor vacilación, aun cuando experimentaba cierto disgusto al ponerse aquellos arreos femeninos. Además, se trataba, no sólo de salvar su vida, sino de libertar a la condesa de las manos del bey.

Empezó por ponerse un riquísimo corpiño de seda de color rosa festoneado de oro, que le sentaba muy bien; se endosó los calzones marroquíes de seda blanca y se envolvió en un riquísimo caftan con mangas perdidas, adornado también con ribetes de oro.

Para acabar el disfraz, la princesa le trenzó los largos cabellos rubios, formando con ellos dos gruesas trenzas, que adornó con agujas de oro y brillantes. Por último, le tiñó las uñas con henné, volviéndolas doradas y relucientes, y trazó por debajo de los ojos dos líneas con un poco de antimonio para que resaltasen mejor.

— ¡Maravilloso! exclamaba el normando-. ¡He aquí una muchacha que trastornará los cerebros!

— Señor -decía Cabeza de Hierro-, yo no os reconozco, y me sentiré orgulloso de acompañar a tal mujer.

El barón no podía menos de reír con tales exclamaciones.

— El efecto es completo -decía la princesa-. ¡Mirad!

Y al decir esto le llevó ante un espejo de Venecia.

El propio barón se miraba estupefacto en el cristal, porque él mismo no se reconocía.

— ¿Qué tal? -le preguntó la princesa, riendo.

— ¡Prodigioso, en efecto! -confesó el joven-. Si esta idea se os hubiese ocurrido antes, acaso a la hora presente se habría cumplido mi misión.

— ¿Creéis que puedan reconoceros ahora?

— ¡No; es imposible!

— Podéis entrar en Argel sin temor de ser descubierto -dijo el normando-. Los dos cabileños, su negro y yo, vestidos de marroquíes, os daremos escolta.

— ¿Y yo? -preguntó Cabeza de Hierro.

— Volveréis con la princesa, y os reuniréis con nosotros en casa del renegado -respondió el normando-. Podrían reconoceros y todo se echaría a perder.

— ¡Qué lástima! -exclamó el catalán-. ¡Hubiera estado orgulloso de formar en el acompañamiento de tan linda dama!

Los dos cabileños, el negro y el normando se disfrazaron en pocos momentos de marroquíes con inmensos turbantes blancos y capas turcas. Los primeros se habían colocado ya a los lados de la litera, en tanto que el marino se ponía en la faja un verdadero arsenal de armas, como acostumbraban llevar aquellos fieros y belicosos montañeses.

— Señora -dijo el normando a la princesa en el momento de partir-, obrad con prudencia y guardaos de vuestro hermano, el cual no dejará de espiaros. Vuestros negros conocen ya la casa del renegado. Servios de ellos si estáis segura de su fidelidad.

Amina se acercó al barón, el cual había subido ya a la litera. Parecía algo conmovida.

— ¿Cuándo volveremos a vernos? -le preguntó.

— Cuando vos queráis, Amina. Aun cuando debiera costarme la vida, iría a vuestro palacio a la menor indicación que me hiciéseis.

— ¡No! -dijo ella, moviendo la cabeza-. No vayáis, porque os matarían. Un nuevo encuentro entre nosotros podría sernos fatal. Pero antes de que salgáis de Argel, si triunfáis en vuestra empresa, como espero, nos encontraremos por última vez.

Se interrumpió; su voz parecía que ahogaba un sollozo en la garganta.

— ¡Dios es grande! -dijo después con acento resignado-. ¡No lo ha querido!

Luego, apartando bruscamente la mano que el barón estrechaba entre las suyas, entró presurosa en su palacio.

A una seña del normando, la litera se puso en camino, precedida por los dos cabileños y el negro.

El barón se había sentado en los ricos cojines de seda, bastante conmovido también por aquel coloquio.

Un sol tórrido, que anunciaba una jornada de fuego, vertía sus rayos ardientes sobre la blanca y polvorienta carretera que serpenteaba entre campos de azafrán y de mijo sin un palmo de sombra.

En lontananza se veía algún grupo de tiendas, algún aduar. En cambio, en los campos no había ni un argelino ni un esclavo.

La litera, que avanzaba lentamente, y las gentes que la rodeaban se detuvieron al mediodía bajo un grupo de higueras, para conceder un poco de descanso a los animales y para almorzar.

A las cuatro próximamente dieron vista a Argel, que se destacaba con claridad entre el azul diáfano del cielo.

— ¡Valor! -dijo el normando, que cabalgaba al lado de la litera-. No pronunciéis una sola palabra, y dejadme a mí el cuidado de parlamentar con los guardias en las puertas.

Descendieron por la colina y marcharon hacia la ciudad, siguiendo una amplia carretera sombreada por soberbias palmeras y que conducía a la puerta de Occidente.

El negro había abierto una gigantesca sombrilla de seda roja.

Como había previsto el normando, la puerta estaba vigilada por un fuerte destacamento de soldados mandados por un oficial. Todo árabe, esclavo o moro que entraba o salía era interrogado.

Vigilaban atentamente con la esperanza de sorprender al barón.

El normando cambió una mirada con éste y se colocó a la cabeza del grupo, adoptando un aspecto desdeñoso, como convenía al mayordomo de una gran dama marroquí.

Al descubrir la litera, y especialmente la sombrilla de seda, el oficial se había retirado seguido de cuatro soldados, haciendo seña al normando para que se detuviera.

Este, en lugar de obedecer, había gritado con imperio:

— ¡Dejad paso libre a la hija del gobernador de Udja, la princesa Ain Faiba el Garbi!

— Perdonad; pero tengo orden de vigilar a toda persona que entre en Argel -respondió el oficial cortésmente, aunque con firmeza.

— ¿También a la princesa? ¡Me quejaré al sultán de Marruecos por el modo como se recibe en Argel a sus súbditos!

— Tengo orden…

— Pues decid a la princesa que se alce el velo si os atrevéis.

— Me bastará con ver si es realmente una dama.

— ¡Miradla, pues!

El oficial se acercó a la portezuela y lanzó una mirada al barón, el cual había bajado el velo sobre la frente.

— Pasad -dijo, haciendo señas a los soldados para que se retirasen.

— ¡La salud sea con vosotros!

La litera entró en la ciudad, precedida siempre por el normando y flanqueada por los dos cabileños y el negro.

— ¡Gracias a Dios! -murmuró el normando, respirando libremente-. ¡Aguardad ahora a que entre el barón de Santelmo!

Para no despertar sospechas descendieron hasta el puerto, donde era fácil hacer perder sus huellas entre la multitud de marineros, soldados y mercaderes que lo llenan a todas horas.

Entonces se ofreció a sus ojos un espectáculo atroz, que los hizo estremecerse. Eran cinco esclavos blancos empalados, que todavía se agitaban en los últimos espasmos de la agonía. Para aumentar sus torturas, los verdugos los habían untado con miel para que las moscas y las avispas aumentaran sus tormentos.

Un cartel colocado a sus pies tenía escritas en árabe las siguientes palabras:

«Empalados por asesinos del capitán general de las galeras.»

¡Canallas! -balbució el normando, que se había puesto lívido-. ¡Bien hacen en llamaros las panteras de Argel, malditos musulmanes!

Hizo apretar el paso a las mulas de la litera, ansioso de perder de vista aquel atroz espectáculo, que le producía un hondo malestar.

Llegados a la plaza del batestán, o mercado de los esclavos, se encaminaron hacia la parte alta de la ciudad en dirección de la Casbah, en cuyas cercanías, como sabemos, se encontraba la habitación semidestruída del renegado.

Llegaron a ella al ponerse el sol. Antes de entrar, el normando exploró los alrededores para asegurarse de que nadie los había seguido, y luego entró en el vestíbulo, hallando la puerta abierta.

El renegado, como de costumbre, estaba en adoración delante de un enorme frasco. Así se consolaba de los desprecios de los esclavos cristianos por haber renegado de su fe, y del aislamiento en que le dejaban los musulmanes tratándole como a un ser inmundo.

Al ver entrar aquel grupo de marroquíes y aquella rica litera, el pobre diablo experimentó tal sobresalto, que en vez de ir a recibirlos se levantó para huir a la barraca.

Una voz del normando le detuvo.

— ¿Es así como recibes a los amigos?

— ¡Miguel! -exclamó el español, acercándose con paso vacilante, dudando todavía de no haberse engañado.

— Deja el frasco y ayúdanos. Tenemos hambre, sed, sueño y una princesa marroquí que alojar en tu barraca. Cierra la puerta ante todo, y atráncala bien.

— Pero ¿eres tú?

— Sí; en forma de marroquí.

— Sabes que el mirab…

— No se le ha encontrado en su ermita lo sé. ¡Anda, despacha!

El renegado, que entre el vino bebido y el estupor parecía que se había vuelto imbécil, acabó por obedecer.

Cuando retornó con una lámpara encendida, por poco no la deja caer al ver enfrente de sí a una joven ricamente vestida, sentada tranquilamente sobre un montón de tapices.

— ¡Una dama en mi casa! -exclamó abriendo los ojos desmesuradamente.

— ¡Silencio, no grites tan fuerte! -le dijo Miguel-. Es una dama a quien has recibido otras veces, y que ha bebido contigo aquel viejo vino de Alicante.

— ¿Qué dices?

— ¿No me reconoces, pues?-preguntó el caballero, quitándose la capa y el turbante que le cubría la cabeza.

— ¡Esa voz! ¡Es la propia voz del barón de Santelmo!

— ¡El mismo!

— Pero ¿qué significa esto? ¡Ah, señor barón! Si supieseis…

— También sabemos eso -dijo el normando-. Con que, en vez de charlar como un papagayo, danos

de comer. Trae lo mejor que tengas. Después hablaremos de todo. Por ahora, toma esos diez zequíes para reforzar la cantina, que ya debe de estar casi vacía.

A la vista del oro, el renegado corrió por las provisiones, y llevó además dos excelentes botellas de jerez.

— ¡Cenemos! -dijo el normando.

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