Capitulo XII

LA MISIÓN DEL RENEGADO

Cuando hubieron calmado el apetito y saciado la sed, el normando fue en persona a asegurarse de que nadie andaba por las cercanías de la casa, cosa que era fácil saber, pues la terraza dominaba todas las callejuelas próximas, y la barraca del renegado estaba aislada entre las ruinas de las casas vecinas. Para estar más seguro de no ser sorprendido, puso al negro de centinela en el exterior, con la orden de avisar al menor peligro.

Cuando hubo tomado todas estas precauciones volvió al vestíbulo, donde ya el barón había contado al renegado las peripecias de aquellos días.

— Dime -preguntó el normando sentándose-. ¿Ha venido alguien a preguntar por nosotros?

— Nadie, ni cristiano ni musulmán.

— ¿Luego tu casa es segura?

— Nadie vendrá a molestarme. Huyen de mí como de la lepra.

— Mejor -dijo el normando-, porque así podremos estar a tu lado hasta que terminemos nuestros negocios.

— La proximidad a la Casbah hace a tu casa preciosa para nosotros en estos momentos.

— Está a tu disposición. ¿Y el mirab, a quien no he encontrado en su ermita?

— No te preocupes por él. El viejo está en seguridad.

— Su desaparición ha sido muy comentada en Argel, y hasta llegó a decirse que había sido asesinado por los cristianos.

— Los derviches seguirán echando de menos a su jefe. Ya no volverá cerca de ellos, porque yo le aconsejaré que salga de Argel. ¿Conoces tú el palacio de los Ben-Abend?

— Es conocido de todos.

— Si vieras a los dos negros que te han robado, ¿serías capaz de reconocerlos?

— Los recuerdo muy bien.

— Pues mañana irás por las cercanías del palacio y harás lo posible por verlos, porque ahora no te harán ningún mal.

— ¿Y qué he de decirles si los encuentro?

— Les presentarás este anillo -dijo el fregatario, sacándose del dedo la sortija de oro con una esmeralda-. Me lo ha dado la princesa, y servirá para que te reconozcan como amigo nuestro. Esperarás la respuesta, y la traerás sin tardanza.

— Ignoraba eso -dijo el barón.

— Es una sabia precaución que la princesa ha aprobado. Nosotros somos personas demasiado sospechosas para mostrarnos en las cercanías del palacio, aunque lo hiciésemos disfrazados de marroquíes. Zuleik estará alerta y vigilará. En cambio, este hombre no es conocido y podrá servirnos sin correr peligro.

— ¡Sois astuto de veras!

— Como todos mis compatriotas -replicó el normando sonriendo.

— ¿Crees que la princesa realizará su propósito?

— ¿De introducirnos en el harén? Sin duda, señor barón. Tiene amistades poderosas, y no le será difícil conseguir que os introduzcan entre las doncellas de la Casbah, donde haréis una espléndida figura.

— ¿Y cómo haremos para libertar a la condesa?

— Preparemos el plan. Nosotros estaremos dispuestos a prestaros ayuda, y apenas dado el golpe partiremos de Argel. Por otra parte, la vigilancia en la Casbah no es rigurosa, de manera que por la noche y con una recia cuerda no os será difícil bajar por las murallas con la condesa.

— Por la torre de Poniente -añadió el renegado-. Hace dos años que habito esta casa, y nunca vi centinelas en las almenas. Inspira demasiado pavor a todos aquel lugar.

— ¿Por qué? -preguntó el normando.

— Se dice que desde el asesinato de la hermosa Naida, la favorita del anterior bey, nadie ha osado poner el pie en aquella torre, donde el espectro de la odalisca se aparece todas las noches.

— Yo no tengo miedo a los aparecidos-dijo el barón-, y no será, ciertamente, el espíritu de esa odalisca quien me impedirá fugarme con la condesa.

El renegado les ofreció su mejor estancia, donde se encontraban algunos viejos divanes que podían servir de lecho. En cuanto a él, prefirió acostarse en el vestíbulo, en compañía de los dos cabileños y el negro.

Cuando el barón y el fregatario se despertaron, el renegado había ya partido para rondar el palacio de los Ben-Abend.

— Es un buen diablo y, sobre todo, servicial -dijo el normando-. Si quiere le conduciremos a Italia.

— ¿Conseguirá ver a los negros de la princesa? -preguntó el barón.

— Sí, y hasta tengo la seguridad de que traerá buenas noticias.

— ¿Estará ya en Argel la princesa?

— Indudablemente.

— ¿Y Cabeza de Hierro?

— Le habrá traído en su compañía disfrazado de eunuco o de negro.

— Sentiría partir sin él.

— ¡No perderíais gran cosa!

— Es fiel, y fue criado de mi padre.

— Pero no vale mucho en el peligro, a pesar de su famosa maza de hierro.

La espera fue larga. Hasta la noche no volvieron a ver al renegado, que se presentó todo cubierto de polvo y jadeante, como si hubiese recorrido cinco leguas de un tirón.

— ¡Grandes novedades! -dijo apenas hubo entrado en el vestíbulo-. ¡No he perdido el día, os lo aseguro!

— Bebe para tomar aliento -dijo el normando dándole un jarro de vino-. Así hablarás mejor.

El renegado vació el jarro de un solo trago.

— ¿Viste a los dos negros?

— En seguida.

— ¿Te reconocieron?

— Y hasta me esperaban.

— ¿Les mostraste el anillo?

— Me lo pidieron ellos, y me han dado un billete.

— ¿Un billete? -exclamó el barón-. ¡Veamos!

El perfume de ámbar que exhalaba advirtió presto al barón que era de Amina.

No contenía más que estas palabras:

«A media noche, en la ermita del mirab.»

— ¿Irá la princesa?

— No es posible que pueda cometer tal error -dijo el normando-. Acaso encontraremos a algún esclavo suyo.

— ¿Y si Zuleik hiciese vigilar a los siervos de su hermana?

— La princesa habrá adoptado todo género de precauciones para evitar ese peligro.

Además, iremos todos bien armados y con los caballos dispuestos para emprender la huida.

— Primero mandaremos a algunos para espiar los contornos.

— Iré yo, señor barón -dijo el renegado-. Conozco el lugar palmo a palmo.

— Pues lleva armas, pero no de fuego; un pistoletazo alarmaría a los centinelas de la Casbah.

— Bastará con el yatagán.

Cenó apresuradamente, y salió después de haberse colocado el yatagán en la faja.

Entretanto, el barón se había despojado de los vestidos de mujer, para estar más libre en sus movimientos.

A las once y media también ellos salían de la casa.

Los dos cabileños y el negro conducirían los caballos por las bridas, así como las mulas de la litera, en cuyas sillas llevaban los arcabuces y las pistolas.

Recorrieron en silencio los bastiones de la Casbah, ocultándose en la sombra que proyectaban las murallas, y se detuvieron un momento delante de la torre de Poniente, cuya altura midieron con la vista.

— ¡Doce metros por lo menos! -dijo el normando-. Con una cuerda buena de seda se puede descender sin peligro. Mañana mandaré comprar una y yo mismo haré los nudos.

Podéis esconderla fácilmente en vuestro cofre.

— ¿Cuál, si no lo tengo? -preguntó el barón.

— Oslo compraremos, señor. Una beslemé que se respeta debe llevar su cofre bien repleto.

— ¿Ves algún centinela por aquí?

— No, señor barón; y hasta acabo de observar una cosa.

— ¿Qué cosa?

— Que dejándonos deslizar por la fachada de Levante, que se encuentra a la sombra, difícilmente podréis ser descubierto por la escolta que se halla sobre la terraza del bastión.

Continuaron el camino, y’ al final del bosquecillo de palmeras tropezaron con el renegado, que estaba sentado sobre un montón de piedras.

— ¿Ha venido el mensajero de la princesa? -le preguntó el normando.

— La ermita está todavía desierta.

— ¿Y has visto por estos contornos algo sospechoso?

— Nada.

El normando hizo ocultar en el bosque los caballos, diciendo a los dos cabileños:

— Dejadlos aquí al cuidado del negro, y vosotros observad y avisadme si alguno llega.

La ermita estaba a pocos pasos. Atravesaron la explanada, no sin cierta emoción y con

las manos en la empuñadura de los yataganes.

Ya iban a entrar en la ermita cuando vieron aparecer por detrás de una higuera un hombre embozado en largo manto oscuro que avanzaba fatigosamente apoyándose en un bastón.

— ¡Que me ahorquen si éste no es el mirab! -exclamó el normando.

— ¿El ex templario?

— ¡El mismo!

— ¡Buenas noches, amigos míos! -dijo el viejo-. No creíais, sin duda, que la persona esperada fuese yo. ¿Cómo va, señor barón?

— En efecto, no os esperaba, mirab -respondió el joven, saliéndole al encuentro-. Todavía os creía escondido en el castillo de la princesa.

— He salido de él por orden suya. Aquí es más útil mi presencia que en el castillo de Ben-Zul.

Dicho esto entró en la ermita, encendió la lámpara y después, volviéndose hacia el barón, le dijo a quemarropa:

— Mañana seréis una beslemé de la Casbah.

— ¿Mañana? -exclamó el joven.

— La princesa no ha perdido el tiempo. Estoy encargado de presentaros al jefe de los eunucos, el cual ya ha recibido la orden de admitiros al servicio de la segunda kadina{5}[5]

del bey.

— ¿Y podré ver a la condesa de Santafiora? -exclamó el barón con sobresalto.

— No os será difícil, siendo, como es, la beslemé de la primera kadina.

— ¿Y si llegasen a advertir que soy un hombre?

— En ese caso, os condenarían a muerte. Jugáis una partida terrible, señor barón.

— Lo sé, y estoy decidido a todo.

— ¿Y cómo ha podido obtener esa gracia la princesa? -preguntó el normando.

— Con el concurso de una amiga suya que está emparentada con la primera mujer del bey

— dijo el mirab.

— ¿Y os han confiado el encargo de presentarme al jefe de los eunucos? -dijo el barón.

— Vos sabéis que, en mi calidad de jefe de los derviches, las puertas de la Casbah no se me cierran nunca. Sólo las del harén me están cerradas, como a todo el mundo.

— ¿No se habrá enterado de nada Zuleik?

— No.

— ¿Estábais en la ermita esta mañana?

— Sí, y he visto rondar por aquí dos negros.

— ¿Esclavos de Zuleik?

— Lo supongo. ¡Tened cuidado con él! Ese hombre ha jurado apoderarse del barón. ¡Ah, me olvidaba de una noticia importante!

— ¿Cuál? -preguntó el caballero.

— La princesa me ha advertido que acaso Zuleik intente algo por su parte para sacar de la Casbah a la condesa de Santafiora.

— Llegará demasiado tarde -dijo el normando-. Señor barón, pongámonos de acuerdo para que podamos ayudaros en cuanto descendáis de las murallas de la Casbah con la condesa. Aquí aguardaremos todos, incluso mis marineros. ¿Cuándo intentaréis el rapto?

— Lo más pronto posible.

— Me haréis una señal para prevenirme.

— Según me han dicho, en la torre de Poniente ninguno vela.

— Es verdad -dijo el mirab.

— Pues haré la señal desde la cima de la torre.

— ¿De qué modo?

— Encendiendo una luz.

— Pues no la perderemos un momento de vista -dijo el normando-. Tornemos a nuestra barraca, y mañana bajaré a la ciudad a comprar todo lo necesario. ¡Haremos de vos una beslemé soberbia!

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