La flota veneciana, si bien expuesta a un imprevisto asalto de los navíos otomanos, no había abandonado Capso, esperando el regreso del griego y del albano. No obstante, Sebastián Veniero, prudente en toda ocasión, ordenó que un par de sus galeras salieran a vigilar y, como ya vimos, gracias a ello pudieron salvarse ambos valientes que se comprometieran a llevar la engañosa carta al bajá de parte del sultán.
Cuando subieron a la capitana, el almirante estaba comiendo con el León de Damasco, a quien había colocado en el lugar de honor, y con sus oficiales más importantes.
– ¿Lograste tu propósito? –inquirió Veniero levantándose al instante, a pesar de la herida que seguía molestándole.
–El bajá aseguró que vendrá.
– ¿Con la nave almirante?
– ¡Ah!… Eso no lo puedo asegurar, señor almirante. No puede uno confiar en esa gente ni siquiera cuando prometen una cosa.
–Pero… ¿tienes la certeza de que acudirá?
–Tiene excesivo valor el maldito argelino para que sienta temor ante una trampa.
– ¿Viste zarpar la galera?
–No, señor almirante.
–Si acude lo hará a la tarde. Al bajá le agradan las batallas nocturnas: son su especialidad. Que acuda y con la ayuda de Dios… ¡Si me fuera posible capturar a ese hombre!…
– ¿Qué haríais? –indagó Muley.
–Propondría cambiarlo por vuestro hijo y ni la misma Haradja dejaría de aceptar, a pesar de su odio contra vos. Ahora, el asunto consiste en que venga. ¿Acudirá? ¿Qué opinas, Mico?
–Mi opinión es que vendrá, señor almirante.
– ¿No has tenido ninguna noticia de mi hijo?
–Únicamente sé que sigue en la nave. No me ha sido posible hacer nada por el niño.
–No te lo reprocho. Ya hiciste demasiado con llevar la misiva al bajá.
– Misiva que lo habrá enfurecido –comentó Veniero.
–Igual que a una fiera.
–Acabemos la comida y nos dispondremos para la lucha.
El almirante contempló el firmamento, que se llenaba de livianas nubes agrupadas por el siroco.
–Vamos a tener una noche bastante oscura –dijo en tono bajo, haciendo un gesto de
impaciencia. –Estoy por decir que esos perros mahometanos disfrutan de mayor protección en el cielo que los cristianos… ¡Dios me perdone! ¡Bah!… ¿Quién está seguro?
… Al fin y al cabo, decisión no nos falta y me imagino que en último extremo podremos pasar a fuerza de remos por entre las galeras del bajá.
– ¿Para buscar refugio en el Adriático? –inquirió el León.
–No, Muley. Si no puedo rescatar a vuestro hijo, lo primero que haremos será ir en busca de vuestro padre y destruiremos el castillo de Hussif si se niegan a entregárnoslo.
Tengo instrucciones de quedarme en estas aguas para defender a nuestros compatriotas, y no saldré de entre Candía y Chipre.
Y volviéndose a sus oficiales, ordenó:
–Que esta tarde se encuentren todas las galeras preparadas y listas para zarpar y entrar en combate. Transmitid mis órdenes a los tripulantes y, principalmente, a los maestres.
– ¿De manera –adujo Muley, paladeando el excelente café moka y con la pipa ya encendida – que no tenéis la seguridad de derrotar al argelino?
–Si las fuerzas estuvieran igualadas, yo sería el primero en lanzarme al abordaje de la nave almirante, a pesar de mi herida. Pero… esperad que podamos conocer sus fuerzas.
Una vez que bebieron el café y fumaron durante un momento, los oficiales se alejaron para examinar la artillería, las municiones y los remos de los galeotes, transmitiendo las órdenes del almirante.
En el transcurso del día no surgió ningún navío en las aguas de Capso. No hubiera podido aproximarse de improviso, ya que las más veloces galeras venecianas exploraban en todas direcciones prestas a disparar sus culebrinas. Semejante ausencia de naves enemigas más parecía inquietar que agradar a Sebastián Veniero.
– ¿Puede ser que Alí-Bajá, tan cauteloso y astuto, no mande algunos navíos de exploración para cerciorarse de que no se le prepara una trampa? ¡Hum! Tendremos sorpresa y acaso tremenda… ¡Bah! De todas maneras nos han enviado para luchar en favor del León de San Marcos en tanto nuestros dedos puedan sostener la espada y el escudo…
Por fin se puso el sol. Y, sin embargo, en el cielo no brilló ninguna estrella; el horizonte se sumió en tinieblas. ¿Habría cambiado de pronto de idea el bajá y preferido quedarse en su galera frente a la asediada plaza?
– ¿Cuál es vuestra opinión, señor Veniero? ¿No será una espera vana?
–Me parece que no, ya que la carta llevaba el sello del sultán. Y no creo que el bajá sea capaz de no acatar las órdenes de la corte de Constantinopla, estando enterado de que puede recibir una cajita, aunque de plata y repujada, en cuyo interior habrá una corbata de seda negra. Vos, Muley, conocéis lo que representa este pequeño obsequio, aunque no vaya acompañado de una nota aclaratoria.
– ¡Ya lo creo! A mí también me la remitió el sultán. Pero tuve buen cuidado en no obedecer y aquella faja la utilizo ahora como cinturón para mantener mis armas.
En aquel momento gritó un vigía desde el penol de la latina:
– ¡Luces al este!
– ¿Cuántas? –inquirió el almirante.
–Aún no lo sé.
– ¿Es un farol de galera, de galeota o de falucho?
–De galera.
–Mira y cuenta detenidamente.
–Cuatro.
– ¿Nada más?
–Por el momento no distingo más.
El almirante se dirigió a Muley.
–Me sorprende que Alí venga hasta este lugar con tan reducidas fuerzas, ya que podía suponerse que no acudiría solo.
– ¿Presentaremos batalla?
–Y sin más tardanza, si bien temo una trampa… Mas como nuestras galeras son más rápidas que las de los turcos, ya envejecidas y sucias por la larga travesía… y si comprobáramos que la cosa se ponía fea tendríamos el recurso de darnos a la fuga a fuerza de remos.
Tras pronunciar aquellas palabras, tomó la bocina, y con ayuda de su sobrino se dirigió al puente de mando, gritando con voz aún fuerte y clara:
– ¡Todo el mundo a sus puestos de combate! ¡Listos! ¡Nos vamos a enfrentar con Alí-
Bajá!
Por unos instantes imperó en las galeras venecianas una intensa actividad y un fragor como de descomunal colmena. Se preparaban barricadas entre el castillo de proa y el palo mayor; se emplazaban las baterías colocando piezas en los lugares más oportunos; marineros y arcabuceros competían mutuamente y los maestros de los galeotes encadenaban a éstos y se disponían a conducir la galera según las instrucciones de los correspondientes comandantes.
A las diez, las ocho galeras venecianas abandonaron la ensenada, avanzando resueltamente al encuentro de las mahometanas. La nave almirante, con Sebastián Veniero, el León de Damasco y los más hábiles oficiales, iba en primer lugar.
Como no había el menor viento, se hallaban bajadas las enormes velas latinas y así no se obstaculizaba la defensa. Pero los remos, manejados diestra y enérgicamente por los galeotes, reemplazaban con ventaja al impulso no siempre preciso de las velas.
Sebastián Veniero se encontraba en el castillo de proa, acompañado de treinta arcabuceros y cincuenta alabarderos, todos cubiertos con sus armaduras, y examinaba con gran detenimiento las maniobras de las naves mahometanas. La galera del bajá avanzaba despaciosamente, cercana a la costa, y como si no tuviese prisa en iniciar la lucha.
El almirante veneciano, una vez que las doce naves se encontraron a tiro, volviéndose
a Muley, exclamó con rabia:
–El granuja no se halla solo. Tengo la certeza de que en cualquier abrigo de la costa tiene otras naves ocultas y prestas a lanzarse sobre nosotros en cuanto se inicie el combate.
Y éste empeñóse. La artillería, sobre todo la veneciana, empezó a disparar violentamente con tan horroroso fragor, que los marineros casi no podían oír las órdenes que les daban sus oficiales.
Mientras tanto, los galeotes, que con anticipación habían recibido una buena ración de vino de Chipre, manejaban los remos bajo el aliciente que significaba el restallido del látigo del cómitre y procuraban eludir sus caricias sobre las desnudas espaldas, con tal actividad y energía que parecía iban a romper las cadenas que los retenían al banco. No decían una palabra; se les había amordazado para evitar sus alaridos y aquella gentuza, compuesta de asesinos, prisioneros turcos y delincuentes, realizaba sus movimientos a golpes de martillo o por órdenes verbales, de una manera casi maquinal. Por el contrario, los maestres gritaban y corrían como enloquecidos, lanzando denuestos o bien órdenes amenazando con látigos y vergajos.
Antes de las diez y media, las galeras venecianas se encontraban ante las turcas, las cuales se desplegaron instantáneamente en disposición de batalla, haciendo cubrir puentes y castillos con ballesteros en lugar de arcabuceros. La capitana de Venecia se disponía a abordar a la mahometana, cuando la bocina de Veniero sonó en todos los puentes de mando:
– ¡Alto!
No se había equivocado el almirante al suponer que el argelino le prepararía alguna trampa. Había visto aparecer en un recodo de la costa quince galeras más, cuyos faroles indicaban que eran navíos de combate.
– ¡Doblad al septentrión! –ordenó Veniero. –Abrid fuego desde los castillos.
Las ocho galeras se detuvieron casi de improviso, realizaron una gran curva, dispararon culebrinas y arcabuces contra los infieles e iniciaron la huida en dos líneas.
Los mahometanos, al verlos darse a la fuga, lanzaron fieros alaridos y respondieron a las descargas preparándose para perseguirlos. Pero ya era muy tarde; sus naves no podían rivalizar en velocidad con las venecianas.
–No me agrada dar la espalda al enemigo; no es mi costumbre hacerlo –dijo Veniero a Muley. –Pero por el momento la Serenísima no dispone de más navíos que éstos y prefiero ponerlos a salvo antes que librar una batalla tan desigual.
– ¿A dónde nos dirigimos? ¿A Morea?
–No. Todavía recuerdo, amigo mío, que en el castillo de Hussif está cautivo vuestro padre.
– ¿Y pretendéis libertarle?
–Sí; ya que por ahora me es imposible salvar a vuestro hijo, nos ocuparemos de vuestro padre. Por otra parte, siempre tuve ganas de destruir ese maldito castillo. Tened cuidado con los disparos de esos picaros, Muley. De aquí a muy poco no se encontrarán ya
a tiro, puesto que los dejaremos muy rezagados.
Efectivamente. Los turcos seguían a los cristianos pretendiendo alcanzarlos. Pero por más azotes que sus cómitres propinaran sin cesar a los remeros, ensangrentando sus espaldas, a cada minuto que pasaba iban perdiendo terreno. Durante media hora continuaron mahometanos y venecianos cañoneándose sin ocasionarse casi destrozos, ya que las oscilaciones y sacudidas de la marcha entorpecían en gran manera la puntería. Por último cesaron de cañonearse.
Las ocho galeras venecianas se hallaban ya fuera de tiro de las bombardas y culebrinas y avanzaban en dirección al oriente gallardamente, permaneciendo a cinco millas de las costas de la isla.
Veniero, volviéndose al León de Damasco, dijo:
–Se terminó. Por el instante los dueños del mar somos nosotros y Alí-Bajá hará perfectamente en retornar a Candía para proseguir el bombardeo de la ciudad.
En el transcurso de toda aquella noche las galeras venecianas huyeron a gran velocidad sin efectuar ni un solo disparo, lo que hubiera representado gastar pólvora en vano, y al amanecer cruzaban delante de Candía a distancia de unas quince millas aproximadamente. Las naves musulmanas no se distinguían ya, como si, comprendiendo que no podían alcanzar a las venecianas se hubieran refugiado en cualquier estrecho o rada natural de la costa.
Durante todo el día siguieron navegando, con la bandera roja con el león dorado enarbolada, y al declinar el sol, con las luces apagadas, aminoraron la velocidad con el objeto de dar un poco de reposo a los remeros.
El almirante, luego de examinar la carta marina y hacer sus cálculos, se alejó hacia el castillo de popa, invitando a cenar con él al León de Damasco.
–Antes de que ataquemos el castillo de Hussif hemos de hablar. Vos habéis estado en su interior, ¿no es cierto?
–Sí, almirante. Y Nikola también ha estado.
– ¿El renegado?
–Cuando logré huir con mi esposa se hallaba junto a nosotros, pero ya había estado en el castillo.
– ¿Con la duquesa?
–Sí, almirante.
Sebastián Veniero ordenó que fueran en busca del griego, el cual no tardó en presentarse, en compañía de su ya inseparable amigo el albanés.
–Siéntate allí.
–Señor…
–No te preocupes porque yo sea almirante. Primero fui un sencillo oficial de marina que perjudicaba cuando me era posible a los turcos, como en Durazzo y en Ragusa. En este instante me decía el León de Damasco que estuviste en Hussif, en la guarida de
Haradja.
–Sí, señor almirante. Estuve con la señora duquesa para buscar al vizconde de Le Hussière.
– ¿Posee buenas defensas?
–Imponentes: dos órdenes de terrazas con culebrinas con un par de fortines al lado del embarcadero.
– ¿Consideras posible una sorpresa?
–No, señor almirante. El castillo es alto en exceso y ninguna galera podría aproximarse sin ser avistada.
Veniero hizo un ademán de contrariedad, y mirando a Muley, que estaba fumando el chibuquí, le preguntó:
– ¿Cuál es vuestra opinión?
–Que con los turcos, almirante, es mejor emplear la astucia. ¿Conserváis aún el sello del sultán?
–Ya os indiqué que tenía dos.
–En tal caso, perfectamente.
– ¿Cuál es vuestra idea?
–Escribiremos una carta con orden de recibir a los enviados de Alí-Bajá, amenazando en caso contrario con la pena de muerte.
–Qué habrán de ser…
–Yo, Nikola, Mico y los bravos que deseen acompañarnos. Cuando nos encontremos en el interior del castillo nos libraremos con absoluta facilidad de los escasos vigilantes dejados por Haradja y de cuantas mujeres llenan los jardines y harenes. Si estuviera Metiub, la cosa sería diferente. Pero, por suerte, parece que el capitán tendrá que descansar unos cuantos días a consecuencia de la herida que le ocasioné y no lo veremos tan pronto.
– ¡Estupenda idea! –aprobó el almirante. –Yo os acompaño hasta Hussif, con una sola galera para no provocar sospechas y, además, a distancia, ya que en los turcos no puede uno confiar. A una señal vuestra nos aproximaremos y si no se rinde arrasaremos el castillo. Esta aventura, que tiene mucha semejanza con la de Durazzo y que llevé a cabo con éxito, me complace. ¿Estamos de acuerdo?
– ¿Me tendréis preparada la carta?
–Antes de que avistemos a Hussif estará preparada. Irán con vos cuatro de mis oficiales, que se pondrán ropas de turco y que hablan a la perfección vuestro idioma; sobre ellos os doy absoluto mando. Cuando sea el momento oportuno intervendremos nosotros.
Vos y vuestros camaradas no tenéis más que bajar cualquier puente levadizo luego de liquidar a los centinelas.
–Eso será sencillo –dijo Nikola. –Sé dónde están los fosos y los puentes.
– ¿Estáis de acuerdo con el plan? –inquirió Veniero.
–Por completo –repuso Muley-el-Kadel.
–En tal caso voy a dar instrucciones para que nos alejemos más cada vez de las costas de Candía, a pesar de que ya nada hayamos de temer de las naves de Alí-Bajá surtas en la bahía, y emprenderemos la marcha a máxima velocidad en dirección a ese maldito castillo de Hussif.
–Bien, muchas gracias, señor Veniero –contestó el León de Damasco, complacido, pues ya consideraba muy cercana la salvación de su padre.