EN EL CASTILLO DE HUSSIF

Cuarenta y ocho horas después la flotilla veneciana, luego de recorrer toda la costa septentrional de Candía, alcanzaba el castillo de Hussif, deteniéndose a una distancia que no pudiera ser descubierta desde la imponente fortaleza, que nadie hubiera podido sorprender, teniendo en cuenta su magnífica posición. Ante las miradas de los venecianos aparecía una simple mancha amarillenta, que casi no destacaba sobre el azul oscuro de las montañas de la isla.

Aproximarse más podría resultar expuesto. El almirante mandó botar la chalupa grande de la capitana, que tenía cabida para veinte hombres e iba armada a proa con dos pedreros. Después mandó izar en ella la bandera turca.

Muley, Mico, Nikola y los cuatro oficiales que les acompañaban en aquella empresa, hombres de buen sentido y muy conocedores de las costumbres y el idioma turcos, y curtidos en luchas contra los musulmanes, se situaron en el castillo de proa, en donde se encontraba el almirante.

Éste y el León de Damasco hablaron unas últimas palabras con el fin de ponerse de acuerdo en los detalles y prever cualquier eventualidad y luego la chalupa, desplegando la vela latina, abandonó la proximidad de las galeras venecianas, cuyos tripulantes despidieron con vítores a los osados expedicionarios. Nikola se puso al timón.

– ¿Cuándo llegaremos? –le preguntó Muley.

–De aquí a un par de horas nos señalarán a la guarnición los vigías de las terrazas.

–O nos recibirán con algunos tiros de culebrina.

–Llevamos enarbolada la bandera turca con las armas del sultán y no habrá turco que se atreva a disparar contra la chalupa.

– ¿No serás reconocido por alguno de los guerreros de Hussif?

–No hay peligro. Ya pasa de cuatro años que estuve allí.

–Opino igual. Lo importante es que no desconfíen de la carta.

– ¿Y los sellos? Cuando Alí-Bajá, que es muy astuto y más desconfiado que ellos, lo ha creído…

– ¿Y qué manda… el sultán… a la guarnición de Hussif?

–Que se nos trate como a mensajeros del Gran Señor, que nos envía a vigilar el comportamiento de Haradja.

–Así comeremos y beberemos alegremente hasta que se presente la oportunidad de salvar a vuestro padre.

–Ya que Haradja y Metiub se encuentran en Candía, al gobernador que hayan dejado en el castillo le impondré el mandato del sultán para que liberte a vuestro padre. Ya verás cómo todo sale perfectamente, siempre que Haradja continúe unos pocos días más con su tío.

– ¿Y si regresa?

–Espero que no, ya que su herida no está curada aún. Pero si inopinadamente volviera con las galeras de Alí, quedaríamos detenidos en el hisar (fuerte).

–Es cierto, ya que el almirante, con todo su buen deseo, se vería obligado a dejarnos y refugiarse en algún puerto de Chipre hasta recibir ayuda.

– ¿Cuál es tu opinión, Nikola, respecto al fin de esta guerra?

–Candía continúa aguantando bien y la Serenísima dispone de imponentes arsenales capaces de botar al agua las más soberbias galeras. Me parece, señor Muley, que no habrá de pasar mucho tiempo antes de que se libre una batalla terrible, espantosa, entre cristianos y mahometanos. Y los derrotaremos. Oí explicar al almirante que las potencias cristianas se disponen a dar el golpe definitivo a esos perros.

–Pero aún no han podido ponerse de acuerdo, mi apreciado Nikola. Cada Estado tiene intereses opuestos.

– ¿Y van a permitir que continúen asesinando a cuantos cristianos les sea posible?

¿No llega el eco del cañoneo de Candía hasta la desembocadura del Adriático?… No sé si estarán enterados de que diez mil valientes han muerto ya entre las ruinas y el bombardeo, y de que los veinte mil que aguantan, resistiendo el hambre día a día, realizan sobrehumanos esfuerzos por la gloria del León de San Marcos.

–Tal vez en esto, Nikola, radique el que las potencias cristianas no se auxilien entre sí tanto como pudieran: cada una intenta aumentar su poder, sin pensar que el interés máximo de todas sería unirse para combatir al común enemigo, tanto para defender a la que se encuentra en mayor peligro como para salvaguardar la religión que se precian de profesar. ¡Ojalá todas poseyeran el ardor que puso España en su guerra secular contra el sarraceno!

–Yo he navegado por aquellas costas de Alicante a Gibraltar, de Barcelona a Cádiz y conozco muy bien aquella tierra.

– ¡Alto! –gritó en aquel instante el albanés sentado a proa.

La chalupa se hallaba ya a dos o tres millas del castillo de Hussif, que ofrecía un imponente aspecto con sus terrazas llenas de aspilleras, sus bastiones, sus torreones y sus reductos, muy próximos entre sí y pareciendo otros tantos tigres en acecho. En uno de los más sólidos bastiones desplegaron una enorme bandera roja, con una media luna, pero sin estrella, como si anunciara a los navegantes:

« ¡Cuidado! ¡Aquí gobierna el turco! ¡Esta es la guarida de la sobrina de Alí-Bajá!»

Después se elevó una nubécula de humo y retumbó en el espacio un seco estampido.

–Es un aviso –dijo Nikola. –Con este cañonazo sin proyectil nos invitan a presentar nuestra enseña. ¿Es que no distinguirán la bandera turca que tenemos izada? Seguramente, ahora que la fiera señora y su capitán de armas no están, todos los que hay allí se habrán emborrachado.

– Mico –ordenó el León de Damasco, –contesta tú también con un disparo sin bala, antes de que nos larguen alguna piedra que nos haga naufragar.

–Permitidnos hacer, señor Muley –replicaron los oficiales de marina que ocupaban la

proa.

Ya señalamos que la chalupa disponía de dos pedreros, armas ligeras, pero bastante eficaces en determinadas circunstancias, en especial si el combate se libraba a breve distancia. Dispararon uno de ellos cargado sólo con pólvora, mientras que el otro, por precaución, era cargado con bala.

Casi al instante la gran bandera turca de la fortaleza fue puesta a media asta y volvió a ser izada en seguida. Se trataba del saludo; la chalupa podía seguir adelante sin peligro. Si la tigresa se hubiera hallado en su refugio, semejante maniobra no hubiera tranquilizado a nadie. Pero conociendo que se hallaba, curándose la herida, a bordo de una galera, y que al capitán de armas le acontecía otro tanto, prosiguieron su avance.

Nikola lanzó una rápida ojeada a la pequeñísima ensenada, en la que solamente podían caber media docena de galeotas, y observó con todo detenimiento el paso repleto de grandes peñas, hechas rodar desde arriba con toda seguridad.

– ¡Recoged las velas! ¡A los remos! –ordenó. –Vos, señor Muley, poneos al timón.

–Yo poseo también buenos brazos para usar el remo.

–Ya lo sé. Pero un enviado del sultán no puede rebajarse a tal menester. Esa chusma que vigila todos nuestros movimientos recelaría si os viese remar igual que a un galeote.

–Estás en lo cierto, Nikola. Me pondré al timón.

Se recogió el velamen y, en tanto que lo ataban al peñol inferior los cuatro venecianos, Mico y el griego trabajaban con los remos para orientarla. Después, los seis remaron. El mar estaba muy tranquilo y aunque en aquella zona, por caer a plomo las costas de la isla, había marejada de continuo, la chalupa pudo en un escaso cuarto de hora atravesar el canal y anclar a un banco de desembarco, en el cual surgió en aquel momento un corpulento y barbudo hombre, de apariencia poco tranquilizadora y armado con un arcabuz, dos pistolas y un par de yataganes.

– ¡Por mil tiburones! –exclamó el albano. – ¿Es tal vez Mohamed II, resucitado, o Mustafá el asesino?

– ¿Quiénes sois y qué deseáis? –inquirió el gigante, intentando mostrar la apariencia de un notable personaje reavivando con premuroso movimiento de su mano las mechas de sus armas de fuego.

– ¿Y tú? ¿Quién eres? –indagó el León de Damasco, en tanto que sus hombres, con disimulo, preparaban sus arcabuces. –Haradja no se encuentra aquí, ni tampoco su capitán de armas.

– ¿Cómo estáis enterado, señor?

–No te interesa. Lo que deseo saber es quién gobierna en este momento el castillo.

Traigo una carta del sultán.

– ¿Es para mi señora?

–Nada de eso. Es para la persona a quien ha confiado tu señora el mando del castillo.

–Soy yo. Nombrado capitán de armas, yo soy el único que manda en este lugar hasta

la vuelta de mi señora.

–En tal caso tú abrirás la carta del sultán.

– ¡Yo! –exclamó el hombre corpulento, tornándose lívido.

–Se me ha ordenado entregarla al gobernador del castillo y si éste eres tú, abrirás la carta.

– ¿Y no me mandará después el sultán una corbata de seda por haber mancillado sus sellos con mis impuras manos?

– ¡Necio! Cuando te afirmo que tengo orden de hacerlo de esta manera, no debes sentir ningún temor. Déjanos desembarcar y vamos a leerla juntos, si bien ya sé de memoria lo que dice. Y en primer lugar, ¿cómo te llamas?

–Sandiak.

– ¿Así que eres asiático?

–Sí, señor.

–Bueno. Deja pasar y manda a todos esos negros parapetados ahí arriba con los arcabuces dispuestos que marchen a tomar el almuerzo, ya que de momento no precisamos sus servicios.

El turco, impresionado por el aspecto de Muley-el-Kadel, quien, si bien lucía ropas sencillas, podía, por lo menos, pasar por un effendi, se acarició un momento sus largas barbas negras, apagó las mechas de sus armas y dijo a los negros parapetados a sus espaldas:

–El mensajero del sultán os manda que vayáis a tomar el almuerzo. ¡Fuera!

Los diez o doce arcabuceros se alejaron a toda prisa. La chalupa fue amarrada a un anillo de bronce fijo en el desembarcadero y que se hallaba adornado con el León de San Marcos y el fingido embajador y sus compañeros, armados de una forma formidable, desembarcaron.

–Conduce. Me imagino que tendrás también comida para nosotros. El aire del mar despierta el apetito.

–Sí, effendi.

Remontaron la alta y estrechísima escalera practicada en la peña viva y que un par de hombres solos podrían defender casi sin riesgo, pasaron después un puente levadizo y alcanzaron el patio de honor, circundado de bellos pórticos de estilo árabe con una elevada y amplia terraza, desde donde se hallaban curioseando varias mujeres. Pese a la orden recibida, todos los componentes de la guarnición, por prudencia o tal vez para honrar a los huéspedes, se habían congregado allí. Eran una docena de negros, casi hercúleos, y otro número semejante de kurdos, que debían ser los artilleros. Estaban también los esclavos y servidores, la mayoría negros o mulatos, que se ocultaban tras las columnas, y numerosas esclavas, que desde la terraza dejaban oír sus argentinas risas.

El nuevo capitán de armas cruzó con sus invitados el patio y entró en una espaciosa sala, en cuyo centro susurraba alegremente una hermosa fuente de mármol verde. Al pasar

la comitiva los soldados saludaban, aunque mantenían encendidas las mechas de sus armas. Alrededor del salón soberbios divanes y magníficas otomanas de seda blanca de Damasco invitaban al descanso. Las paredes se hallaban ornadas por grandes trofeos de armas cristianas conquistadas posiblemente por Alí-Bajá. A un lado veíase una mesa de cedro del Líbano a la que podrían sentarse hasta veinte convidados, con escabeles estilo marroquí montados en madreperlas y con forro de rojo cuero de Rabat.

Effendi –dijo el gobernador, que todavía semejaba hallarse algo confuso. –La comida será servida al instante. Ten la amabilidad de sentarte y haz que lo hagan también tus acompañantes.

– ¿Quién es? –interrogó el León al ver aproximarse a ellos a un tipo extraño, de cabellera muy larga, altísimo sombrero y ataviado de seda negra.

–El secretario de Haradja –repuso con voz vacilante Sandiak.

–Tiene el aspecto de un armenio.

–En efecto, lo es.

–Raza de traidores –rezongó entre dientes Nikola.

– ¿Por qué lo has hecho venir?

–Es que es el único que sabe leer, effendi.

–De acuerdo, pero has de ser tú quien rompa los sellos.

– ¿Y por qué razón no puede ser Hassard?

– ¿Quién es Hassard?

–El armenio que tienes ante ti.

–La carta debe abrirla el gobernador de Hussif, sea el que fuere –repuso con acento enérgico Muley.

Tras pronunciar aquellas palabras sacó la carta escrita por el almirante y que llevaba los grandes sellos del sultán. Colocándola sobre la mesa, dijo:

–Ábrela tú y que te la lea el armenio. Pero hacedlo en otra mesa, ya que esperamos la comida.

– Está preparada, effendi.

– ¿Es que desde que Haradja no está hay ininterrumpido banquete en Hussif? –dijo Muley, frunciendo el ceño.

–No, señor. En Hussif siempre se ha vivido bien. Los pantanos nos producen tantos animales que a veces no sabemos qué hacer de ellos.

– ¡Ah! ¿Aún tenéis cristianos para pescar las sanguijuelas?

–No, señor. La guerra aniquiló esa industria.

–Conforme; aguardaremos la caza.

Sandiak se dirigió a una de las puertas, cogió un martillo y haciendo sonar

ruidosamente con un golpe el batintín colgado, como por ensalmo aparecieron diez esclavos y seis criados llevando platos y cubiertos de plata, poniendo en un momento la mesa.

« ¡Por las barbas del Profeta! –díjose Mico. –No debe ser mala la vida en este hisar y me parece que vamos a pasar muy buenos días.»

Nada más dispuesta la mesa penetraron en la sala otros criados con grandes fuentes de plata, repletas de ánades silvestres, becadas, doradas, pulpos de mar, yogur, bureke, o sea pastelitos de hojaldre fritos con grasa, muy apreciados por los paladares turcos, y también maíz hervido, dátiles e higos.

–Vale la pena estar aquí –exclamó Mico, que tenía enorme apetito y olía ávidamente los manjares.

–Pero, señor, ¿qué beberemos? Comunicad al gobernador que el sultán bebe vino de Chipre y que ha de haber algo oculto en la bodega.

– ¿Has oído? –interrogó Muley al capitán de armas.

–Sí, effendi. También en Hussif está ya permitido beber, ya que el sultán, que es el jefe de los creyentes, nos da ejemplo.

–De acuerdo. Haz que nos traigan las mejores botellas y déjanos comer en paz.

Entretanto lee la carta con el secretario.

Todos se sentaron a la mesa, puesta con oriental lujo, y empezaron a comer con magnífico apetito.

Los servidores llegaron con un par de cestas llenas de polvorientas botellas. En un rincón de la sala el capitán de armas y el armenio examinaban la terrible misiva que a los dos había inquietado en gran manera, antes de que conocieran lo que encerraba.

–Hemos dado el golpe –dijo en tono bajo Nikola a Muley. –De aquí a media hora, o tal vez antes, nos apoderaremos de Hussif y nos enteraremos de lo que le ha pasado a vuestro padre.

–Espero que todavía vivirá cautivo en alguno de los subterráneos. Es un viejo con una naturaleza de acero y que no habrá sufrido mucho, si no le han desollado más que unos pocos dedos, como aseguran. Ha recibido más de veinte graves heridas luchando contra los indomables kurdos de Basora, y ha curado. No habrá perecido, por tanto, por algunos navajazos que le hayan levantado la piel. Pero si lo hallase muerto destruiría por completo Hussif.

–Ahorquemos a todos estos granujas. Fijaos, señor, qué gran número de soberbios cordones de seda hay en esta estancia –adujo Mico. –No los desaprovechemos.

Esperemos a ver cómo siguen las cosas –recomendó el cauteloso griego. –Somos solamente siete y aquí, excluyendo las mujeres, entre guerreros, artilleros, esclavos y servidores, hay más de una sesentena. Es cierto, desde luego, que frente a nosotros se halla la flota veneciana.

–La haremos venir para tapar todas las troneras.

– ¿Pensáis dar esta noche la señal?

–Sí, puesto que todo va a la perfección. No deseo comprometer a la flota para librarme yo y salvar a mi padre. ¡Ah! Aquí tenemos el moka y también viene el capitán de armas. ¡Desdichado! Le he partido el corazón al obligarle a romper los sellos del sultán.

Como ya es sabido, los turcos son maestros en la preparación del café. No muelen el aromático y precioso grano; lo aplastan entre un par de piedras hasta transformarlo en casi impalpable polvo, que después echan en el agua hirviendo. Queda espeso como el chocolate, mas luego que se prueba no se olvida nunca.

El negro lo sirvió y se alejó a una señal de Mico, en tanto que el gobernador se aproximaba con lentitud con la carta en la mano.

– ¿Ha logrado el secretario de Haradja leer los caracteres árabes de la carta? –inquirió Muley luego de beber un trago de una taza de café.

–Sí, effendi.

– ¿Así que ya estás enterado de lo que desea de ti el sultán?

–Sí, effendi; que os proporcione hospitalidad hasta que vuelva mi señora y que os trate con las consideraciones que a los príncipes se deben.

–La sangre que corre por mis venas es de la más encumbrada nobleza turca. Mi madre era prima de Mohamed II. Esa es mi sangre.

– ¡ Effendi! –exclamó el desgraciado gobernador, que habíase tornado lívido. – ¿Qué me es posible hacer por vos?

–Lo que se indica en la misiva. Nada más.

– ¿Dejar bajo vuestro mando el hisar?

–Hasta la vuelta de tu señora. Y ten presente que yo mando como si fuera el sultán en persona. Conoces bien que en Constantinopla las corbatas de seda son muy abundantes.

–Lo sé, a pesar de que no sea una personalidad.

–Lo eres, puesto que estás al mando de un hisar como éste, que acaso es el más poderoso de la isla. Puedes, por consiguiente, considerarte un importante dignatario o, como mínimo, un gran capitán. Que venga el secretario de Haradja, todavía queda una taza de café para él.

–No se sentirá capaz, effendi.

–Que sea capaz, pues el café y el azúcar es de Hussif y éste no se halla mezclado con polvos de diamante, que agujerean los intestinos.

Nikola experimentó un estremecimiento al pensar en las traiciones musulmanas que se habían esparcido desde la corte hasta los últimos círculos sociales. Pero se sintió aliviado al ver que el gobernador y el secretario aceptaban.

–Excesivo honor me hacéis, nobles señores –arguyó el astuto personaje.

–Bebe y luego conversaremos –repuso en tono autoritario Muley.

–Te oigo, effendi.

–Siéntate, Sandiak. A ti también he de hacerte una pregunta.

–A tus órdenes, señor –respondió el gobernador, tomando asiento junto a Nikola.

– ¿Cuántos detenidos hay en el castillo? –inquirió de pronto el León.

Sandiak y el armenio se miraron con extrañeza, y por último el primero, luego de haber bebido medio vaso de vino para animarse, repuso:

– ¿Imagina quizás el sultán que el castillo se encuentra abarrotado de prisioneros? Ya te indique, effendi, que ahora no trabajan en el agua muerta, puesto que una epidemia exterminó a las sanguijuelas.

– ¿Y en los subterráneos no hay ninguno?

– Me parece que sí.

– ¡Ah! ¿Sólo te parece? Sin embargo, en Constantinopla se conoce ya que tenéis cautivo al bajá de Damasco.

–Yo lo desconocía, señor. Haradja abandonó el castillo antes de su captura.

–Y también se conoce que tu señora tuvo el atrevimiento de levantar un poco la piel a esa personalidad. ¿Es cierto?

Sandiak aspiró una enorme bocanada de aire, se bebió otro medio vaso de vino servido por el griego y contestó:

–En efecto, ese detenido vino con un hombro vendado.

– ¿Y no le habéis curado? –bramó Muley.

–Sí, effendi –repuso espantado Sandiak, –te lo juro por el Corán. La señora dio orden de que lo curasen.

– ¿Dónde se encuentra el bajá?

– Pero ¿será en realidad el bajá de Damasco?

–Al parecer se sabe más en Constantinopla de lo que acontece en Hussif, que aquí.

–Lo desconocía, señor. Supuse que se trataría de alguna persona que ofendió a mi señora.

–Haz que dispongan una habitación para el detenido junto a la mía. Deseo vigilarlo yo en persona.

–Estoy presto a obedeceros, señor.

–Mico, ve con Sandiak y la escolta al calabozo.

El albanés y los cuatro oficiales acompañaron al gobernador y al secretario de Haradja, quedando a solas en el espacioso comedor Muley-el-Kadel y Nikola.

– ¿Por qué razón no habéis marchado vos también, señor? –inquirió el griego.

–Mi padre no hubiera podido reprimirse al reconocerme y en tal caso, ¿qué hubiera sucedido? No debemos olvidar que somos los más débiles y que hemos de emplear más la

astucia que la fuerza.

–En ocasiones soy un animal –repuso el griego. –Tenéis razón y admiro vuestra cautela.

–Vamos a la terraza. Es posible que algún punto negro nos señale por dónde se halla la flota.

Bebieron un nuevo vaso de vino, atravesaron el patio y llegaron a la terraza, en la que había cuatro culebrinas y dos bombardas emplazadas. Muley se aproximó al parapeto, sin responder siquiera al saludo de los kurdos que estaban al cuidado de las piezas, y examinó anhelosamente el horizonte.

–Tú que posees ojos de marinero, Nikola, ¿distingues algo?

– ¿Y vos no observáis nada?

–Nada en absoluto y considero tener buena vista.

–Pues bien, señor; la flota se encuentra allí, al norte. Ocho puntos negros que casi no alcanzo a ver.

– ¡Vaya vista que tienes, Nikola!

– ¡Como que la mayor parte de mi vida me la he pasado en el mar! Vos no alcanzáis a distinguir sino unas nubes grisáceo-verdosas heridas por el sol, pero nada de lo que hay entre aquellas nebulosas en el final del horizonte.

–Porque no tengo tan buena vista como la tuya –reconoció.

–Hay que nacer marinero y vivir numerosos años en el mar.

– ¿Me garantizas que las galeras continúan navegando ante Hussif?

–Sí, señor. Puedo jurarlo.

–No es preciso; me basta con tu palabra.

–Mi vida está a vuestra disposición, señor.

–E intentaremos defenderla contra esos miserables.

El León de Damasco prosiguió aún unos minutos apoyado en el parapeto, contemplando el mar, cubierto aquí y allá de dorados reflejos, y después dijo:

–Voy a ver a mi padre.

– ¡Tened cuidado no os traicionéis, señor!

–Haz salir de la estancia, aunque sea a la fuerza, al gobernador y, en especial, al armenio.

–Creedme, señor, si os afirmo que me inquieta más ese Hassard que el mismo Sandiak.

–Y a mí también. Ese hombre me hace sentir recelo.

–Es de una raza de traidores. Cuando perdieron su nacionalidad se transformaron en esclavos de los turcos, sin oponer la más mínima resistencia.

–Vamos, Nikola.

–Cautela, señor.

–La tendré. Por otra parte, Mico, por orden mía, habrá advertido a mi padre antes de que nos veamos. ¡Pobre viejo!… Ya pasa de tres años que no nos hemos visto.

Comprobó si su espada salía sin dificultad de la vaina y se encaminó en unión del renegado a la sala.

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