Capítulo 11

LA CARGA DE LOS ELEFANTES

El germano esperaba ansiosamente la llegada de los elefantes. Como estaba cerca del río oía el ruido que hacían estos animales, pero sin el menor indicio de que los mismos pensaran ponerse en movimiento.

— ¿Le habrá faltado coraje para atacarlos? -se preguntó-. Si demora otros cinco minutos más me aproximaré hasta el río.

Transcurrido ese tiempo, y convencido de que al negro le había faltado valor para enfrentarse a esos animales, abandonó su refugio bajo la higuera de las pagodas y se dirigió en busca de los elefantes.

Avanzaba con precaución, tratando de no hacer el menor ruido que pudiera alarmar a los paquidermos.

Le bastaron cinco minutos para llegar a las orillas del río.

Los elefantes se encontraban a unos cincuenta metros de distancia, comiendo tranquilamente las hojas de unos pequeños arbustos.

Desde su posición, el germano podía distinguir cómodamente al dirigible, en cuya barandilla, y con las armas listas, se encontraban sus amigos.

Inquieto por la misteriosa desaparición del negro, recorrió un trecho sobre el río para ver si estaba escondido; luego, convencido de que había sido devorado por algún animal o que había regresado al “Germania”, resolvió iniciar el ataque a los paquidermos.

— Yo haré lo que pueda -se dijo-. El griego y el árabe harán el resto.

Se apostó entre las raíces de un nopal y esperó que los animales se pusieran a tiro.

Los paquidermos, calmada la sed, se disponían a regresar a la selva; encabezaba la fila un viejo macho gigantesco, de enormes colmillos.

El animal había avanzado unos treinta metros cuando se detuvo de improviso y, dando muestras de intranquilidad, comenzó a olfatear el aire ruidosamente, agitando nerviosamente su larga trompa.

— Está inquieto -murmuró el cazador-. Debe haberme olfateado; no lo dejaré escapar.

Levantando el fusil, el germano apuntó cuidadosamente hacia uno de los flancos del animal, en el lugar donde se articula la pata delantera derecha, uno de los pocos sitios en que la piel de esos colosos puede ser atravesada por las balas.

Unos instantes después, el germano hacía fuego.

Al sentir el disparo, las hembras, asustadas, dieron vuelta y comenzaron a correr desenfrenadamente hacia el río.

El viejo guía, en cambio, lanzó un barito espantoso, agitando la trompa como enloquecido. El tiro del alemán había sido certero, causándole una herida, si no mortal por lo menos dolorosísima.

Con rapidez increíble atravesó la distancia que lo separaba del árbol donde se refugiaba el cazador.

El germano, que había cargado nuevamente su arma, le disparó otro tiro cuando se encontraba a una distancia de cinco o seis metros.

El animal, herido en la garganta y un poco asustado de esa llama que casi le había quemado los ojos, se detuvo un instante.

Otto aprovechó esa circunstancia para deslizarse por entre las raíces y esconderse detrás del tronco del nopal, lo que le permitía estar a salvo de la trompa de su enemigo.

En ese momento se sintió la voz de Mateo que gritaba:

— ¡Cuidado, Otto! ¡Los elefantes se escapan!

El germano se disponía a contestarle, cuando vio que el paquidermo se desplomaba en el suelo.

— ¡Ha muerto! -exclamó.

El coloso estaba caído sobre su costado izquierdo, pero todavía no había muerto; respiraba ruidosamente y agitaba lentamente la trompa por la cual había perdido mucha sangre.

El cazador se acercó lentamente y con un certero disparo puso fin a la dolorosa agonía de la pobre bestia.

— ¡Mateo! -gritó Otto-. ¡He matado al elefante!

— ¿Está muerto?

— Sí.

— ¡Cuidado! Las hembras vuelven, no te dejes sorprender.

El germano entusiasmado por el éxito obtenido se disponía a regresar al río para proseguir la cacería cuando se vio atacado de improviso por ocho o diez negros que se le habían acercado silenciosamente deslizándose por entre las altas hierbas que rodeaban al nopal.

El ataque fue tan repentino que Otto no pudo ofrecer la más mínima resistencia ni siquiera hacer uso de su fusil.

Lo único que pudo hacer antes de que lo amordazaran fue lanzar un grito de alarma:

— ¡Mateo! ¡Los negros me han capturado! ¡Corta la cuerda!

No pudo decir nada más. Con increíble rapidez fue atado y amordazado y luego conducido por sus captores hasta una chalupa que se encontraba oculta entre los cañaverales del río.

Dos negros, armados con fusiles, quedaron de guardia a su lado, mientras los restantes, guiados por Sokol, que se había mantenido apartado para que el germano no lo reconociera, regresaron a la selva para atacar al dirigible.

El griego y el árabe, ayudados por Heggia, habían levantado rápidamente la escala y se inclinaban sobre la plataforma observando los contornos.

Desde esa altura, alcanzaron a distinguir algunas sombras que se deslizaban a lo largo de la costa del río.

— ¡Los negros! -gritó El-Kabir-. ¡Cortemos la cuerda del ancla!

— ¿Y Otto? -preguntó el griego lleno de angustia.

— No perdamos tiempo, Mateo. Están armados con fusiles y pueden arruinarnos el dirigible.

Efectivamente, en esos momentos un disparo partió de la costa del río y la bala pasó a

pocos centímetros de la cabeza del griego.

Heggia, con un rápido movimiento de su cuchillo, cortó la cuerda del ancla, y el

“Germania” aligerado de peso por la falta de dos personas, se elevó rápidamente, quedando fuera del alcance de los negros.

Al ver esto Sokol lanzó un grito de rabia.

— ¡Se escapan!

— ¿Dónde irán?

— No lo sé.

— No creo que abandonen a su compañero.

— Tampoco lo creo yo.

— Volvamos al campamento.

— Sí, creo que será lo mejor. Al amanecer veremos si el dirigible está todavía por estos lugares.

—¿Qué haremos con el germano?

— Lo mantendremos prisionero hasta el regreso de Alkarik.

— Me hubiera gustado llevarlo a Taborah.

— Los Ruga-Ruga están en guerra.

— Por el momento son nuestros aliados.

— No me parece conveniente. Esa gente no es de fiar.

Cuando al llegar al campamento el germano pudo ver a sus captores, un grito de asombro brotó de sus labios. ¡Sokol, apoyado en su fusil, estaba delante de él, riéndose silenciosamente!

— ¡Canalla! -exclamó el alemán indignado-. ¡Me has traicionado!

— Cierto -respondió fríamente el negro-. Yo preparé la emboscada.

— ¿Por qué lo has hecho, miserable?

— Porque soy un hombre de Altarik.

— ¡Tú! -exclamó Otto con estupor.

— ¿Recuerda la botella que dejé caer?

— Sí, la recuerdo.

— La he arrojado a la caravana que pasaba, y en ella puse una carta con la dirección que seguíamos. Esos hombres eran negreros de Altarik y yo los había reconocido.

— ¡Canalla!

— ¿Recordáis cuando quise descender en el poblado del sultán? Si hubiera podido hacerlo el viaje habría terminado allí.

— Has traicionado a tu patrón.

— Un esclavo se vende al que le paga mejor.

— ¿Qué piensan hacer conmigo?

— Tenerlo prisionero hasta que regrese Altarik.

— ¡Te mataré! -gritó el germano en el colmo de la desesperación.

— Buenas noches, patrón -dijo el negro en tono de burla-. Voy a vigilar al dirigible.

Al alejarse el traidor quedó de guardia el árabe, comandante de aquel pequeño campamento.

— ¿Tú no tienes nada que decirme? -preguntó el germano exasperado.

— Sólo puedo darte un consejo.

— ¿Cuál?

— No hagas la menor tentativa de fuga si no quieres perder la vida.

Dicho esto, el árabe hizo una seña a cuatro robustos negros que, tomando al prisionero, lo llevaron a una sólida cabaña de troncos, llena de cajones, botellas y fardos de mercaderías.

— Que dos hombres se queden de guardia en la puerta -dijo el árabe en voz alta para que pudiera sentirlo el prisionero-. Si intenta fugar, tiren a matar.

Una vez que se retiraron los captores, el prisionero miró a su alrededor. Un rayo de luna que penetraba por una ventana existente en el techo iluminaba el interior de la cabaña.

— ¿Si tratara de fugar? -se dijo el prisionero-. No deben haber quedado muchos negros de guardia, ya que el grueso de las fuerzas ha de haber salido en busca del dirigible.

Como solamente le habían atado las manos, el germano se puso de pie y comenzó a recorrer su prisión.

— Si pudiera soltarme las manos -pensó-, haría una pila con los cajones hasta una altura tal que me permitiera salir por la ventana.

Viendo una barrica con los sunchos de hierro muy sobresalientes, el germano, a fuerza de paciencia, logró levantar sus manos atadas y comenzó a frotar las sogas contra ese borde afilado.

La empresa era difícil, pero el germano, paciente como todos los de su raza, continuó en la empresa, y al cabo de un tiempo observó que la cuerda comenzaba a cortarse.

— Dentro de una hora estaré libre -murmuró-. Mi querido Sokol, escaparé a despecho de los dos guardias que has dejado afuera.

Por fin las cuerdas cayeron, dejando libres las manos del prisionero.

— Ahora comencemos a apilar los cajones.

El germano era robusto y poseía músculos de acero; sin hacer el menor ruido acomodó varios fardos y cajones de manera que formaran una pirámide de altura suficiente como para permitirle subir hasta el techo.

Una vez que pudo tomarse de la ventana, trepó a fuerza de brazos. El orificio era estrecho, pero como esa parte estaba construida con cañas y hojas, el germano, haciendo esfuerzos, logró pasar a través del mismo y se encontró sobre el techo.

— La parte más difícil está hecha -murmuró. Tendiéndose sobre el piso para no ser visto por los centinelas, observó los alrededores.

La cabaña estaba adosada a un vasto tinglado que se prolongaba hasta la orilla del río.

Como los techos estaban a un mismo nivel, el fugitivo podía pasar fácilmente del uno al otro.

— Si nadie me ve -se dijo- podré burlarme de Sokol. Moviéndose con suma cautela, para impedir que crujieran las hojas secas, pasó al techo del tinglado, y continuó avanzando sobre el mismo, en dirección al río.

Ya le faltaban pocos metros cuando, junto a la empalizada que rodeaba el campamento, se sintió un fuerte ruido de voces.

El germano se detuvo, escondiéndose tras las ramas de un sicomoro que se curvaba sobre el techo, y desde ese lugar pudo oír cómodamente la conversación.

Entre las voces sobresalía la de Sokol, que, sumamente enojado, discutía con sus compañeros.

— Están furiosos porque el “Germania” no ha regresado -pensó Otto-. Conviene que me aleje antes de que se den cuenta de mi fuga.

Recorrió rápidamente la distancia que lo separaba del río, y luego se dejó caer a tierra deslizándose por uno de los tirantes que sostenía el techo del tinglado.

Ya estaba por arrojarse al agua cuando se sintió tomado por la cintura al tiempo que una voz amenazadora le gritaba:

— ¡Deténgase!

El germano se volvió rápidamente y vio que el que lo detenía era un negro. Sin decir palabra le dio un terrible golpe en la mandíbula, tan bien asestado que el indígena cayó el suelo desmayado, sin poder lanzar un solo grito de alarma.

El germano le sacó de la cintura un largo cuchillo y se arrojó resueltamente al agua.

Apenas había avanzado unas pocas brazadas cuando un pensamiento horrible le hizo congelar la sangre en las venas,

— ¡Los cocodrilos! -se dijo asustado-. El río está lleno de ellos.

Ya estaba por retroceder cuando alcanzó a sentir fuertes gritos que venían del campamento.

— ¡Se ha fugado! -gritaban.

— ¡Persigámoslo!

— ¡Que cuatro hombres recorran el bosque!

— ¡Armen la chalupa!

— ¡Cien rupias al que lo detenga!

El tudesco no titubeó más. Entre afrontar a los tiburones y los indígenas se decidió por los primeros, de manera que se puso a nadar rápidamente hacia la orilla opuesta.

Se había puesto el cuchillo entre los dientes, y al nadar lanzaba miradas desesperadas hacia todos lados, esperando ver surgir de repente la cabeza de uno de esos monstruos.

Afortunadamente la suerte lo ayudó y pudo cruzar el río sin tener ningún inconveniente.

— La empresa comienza bien -murmuró, ocultándose para descansar un rato entre los pajonales.

Una vez recuperado el aliento, tomó el cuchillo en las manos y reinició su marcha, alejándose del río.

La selva era sumamente tupida, de manera que su avance era lento y dificultoso.

Había caminado alrededor de una hora cuando sintió un agudo silbido junto a sus oídos.

Lanzó un grito de horror y de angustia.

¡Una enorme serpiente se encontraba enrollada en un árbol a pocos centímetros de su cabeza!

De pronto se sintió apretado por una especie de cilindro viscoso y frío que lo levantaba en el aire. ¡El animal se había apoderado de él!

El pobre germano sintió su pecho oprimido hasta tal punto que no podía respirar.

— ¡Auxilio! -alcanzó a gritar con los últimos restos de energía que le quedaban.

El cuchillo se le había escapado de las manos, de manera que no tenía ninguna defensa contra el enorme reptil, cuyos anillos comenzaban a estrecharse para reventarle el pecho.

Ya se consideraba perdido, y estaba por renunciar a la lucha, cuando vio una cosa brillante que atravesaba el aire y caía con sordo rumor sobre la cabeza del reptil.

Un chorro de sangre le cubrió la cara; luego no vio ni sintió nada más. ¡Se había desmayado!

Share on Twitter Share on Facebook