Capítulo 12

EL SALVADOR

Cuando el germano volvió en sí no estaba en medio de la selva; se encontraba en el interior de un rústico refugio hecho con ramas, acostado en un buen lecho de hierbas frescas y perfumadas.

Un trozo de trapo impregnado en grasa que ardía en un costado, a modo de vela, le permitió ver a un negro gigantesco, de cabellos enteramente blancos.

El africano, que estaba enteramente desnudo, se encontraba arrodillado a su lado,

observándolo ansiosamente.

— ¿Tú eres mi salvador? -preguntó el germano en árabe.

— Sí -respondió el negro-. Llegué justo cuando la serpiente estaba por triturarlo. ¡Nunca había visto un animal tan grande!

— Gracias, amigo -exclamó el germano tendiéndole la mano-. No esperaba encontrar hombres generosos en el país de los Ruga-Ruga.

— Yo no soy un Ruga-Ruga -dijo el negro riéndose.

— ¿Serás entonces un hombre de Altarik?

— Tampoco. Yo soy de Zanzíbar.

— ¿Qué haces aquí?

— Me encuentro en este paraje desde hace varios años. Formaba parte de la expedición de Penrose, y al ocurrir su muerte no tuve coraje para emprender solo el camino de regreso.

— ¿Tú has estado con Penrose? -preguntó asombrado el germano.

— Sí.

— ¿Es cierto que ha muerto?

— Los Ruga-Ruga masacraron a todos los integrantes de la caravana.

— ¿Por qué no te has refugiado en el campamento de Altarik?

— Esos árabes malvados me hubieran convertido en esclavo.

— Tienes razón; gozan fama de ser terribles negreros. Dime -exclamó de pronto el germano-. ¿No has visto volar un pájaro inmenso?

— No. señor.

— ¿Qué hacías en la selva?

— Estaba cazando antílopes. ¿Y usted?

— Huía del campamento de Altarik, donde me tenían prisionero.

— Es gente muy mala. ¿Cómo se siente, señor? Ahora estoy muy bien, y todo lo que deseo es salir a buscar mi dirigible.

— ¿Es una especie de globo?

— ¿Sabes tú lo que es eso?

— Hace muchos años he visto uno en Zanzíbar.

— Ello me evita darte mayores explicaciones. Debes saber que un negro me traicionó mientras cazaba elefantes, y que mis compañeros tuvieron que partir en el dirigible para evitar el ataque. No deben haber ido muy lejos, y espero su regreso.

— ¿Quiere que salgamos a ver si lo descubrimos?

— Es lo que pensaba proponerte. ¿Tienes armas?

— Un fusil y un hacha, y además vuestro cuchillo.

— Vayamos entonces.

Tomando las armas, los amigos salieron del refugio. El negro, luego de orientarse por las estrellas, se dirigió hacia una colina boscosa que se encontraba a unos quinientos metros.

— Desde allí dominaremos un vasto panorama, y si el dirigible regresa podremos hacerle señas sin que se enteren los árabes de Altarik.

Si bien la colina no era muy alta, su ascensión fue muy cansadora debido a lo tupido de la vegetación, que hacia necesario abrirse camino a fuerza de cuchillo.

Comenzaba el amanecer cuando llegaron a la cima. La colina terminaba en una gran roca aislada, en forma de pirámide, desprovista de vegetación.

El germano y el negro la escalaron ayudándose mutuamente, y llegaron a la cúspide desde la cual se observaba una vasta porción del territorio, cubierto en su mayor parte de selvas impenetrables, con las que alternaban pequeñas llanuras cubiertas de altos pastizales.

A unas cinco millas de distancia se veía el río, y sobre la orilla opuesta podía divisarse el campamento de la gente de Altarik.

Sin embargo, por más que revisaron minuciosamente todo el horizonte, no vieron el menor rastro del dirigible.

— No se ve nada -dijo el germano con inquietud-. ¿Habrán descendido muy lejos?

— ¿Qué opinión le merecen sus compañeros? -preguntó el negro.

— No dudo de su retorno -respondió Otto-. Quizá el viento los haya arrastrado lejos, pero estoy seguro de que en cualquier momento los veré regresar.

— ¿Qué es lo que piensa hacer?

— Sería de opinión de acampar en esta colina, que nos permite divisar una gran parte del horizonte. -Entonces quedémonos aquí. ¿Tiene hambre, señor?

— El apetito no me ha abandonado.

El negro entonces se levantó sonriendo y, de un paquete envuelto con hojas que había traído del refugio, sacó un buen trozo de antílope asado, y bananas maduras, deliciosamente perfumadas.

— ¿Nunca te han descubierto?

— No, señor. Todos ignoran mi existencia. Muchas veces he visto pasar a los Ruga-Ruga y a los árabes de Altarik, pero ellos nunca me han encontrado.

— ¿Hace mucho que estás aquí?

— Catorce años, desde que masacraron la expedición.

— Cuéntame lo sucedido.

— Como usted sabe -dijo el negro con voz triste-, Penrose abandonó Zanzíbar al frente de

una numerosa caravana, y su principal objetivo era explorar el lago Tanganyka. Llegamos sin inconvenientes hasta el lago Ciaia, situado en el corazón del territorio de los Ruga-Ruga; pero una noche, al prepararnos para acampar, fuimos sorprendidos por unos terribles alaridos, seguidos de descargas de fusiles. Los Ruga-Ruga habían caído sobre nosotros.

“Comenzó una terrible carnicería -continuó el narrador-. Los cargadores indígenas arrojaron las cargas, pero todo fue en vano; fueron masacrados sin piedad. Penrose se había refugiado junto a un árbol y, rodeado de sus fieles zanzibareses, entre los cuales me encontraba yo, hacía frente a sus atacantes descargando continuamente sus fusiles. Sin embargo la lucha era muy despareja y poco a poco disminuía el número de los sobrevivientes. Yo mismo, herido en la espalda, caí al suelo, y tuve la presencia de espíritu de fingirme muerto.

“Por último Penrose quedó solo -prosiguió el indígena con lágrimas en los ojos-. Pero su valentía resultó inútil. Herido en un brazo tuvo que arrojar la carabina, y los atacantes se le vinieron encima.”

— ¿Y tú cómo has podido escapar a la muerte? -Sufría unos dolores tan fuertes que me desmayé, y los Ruga-Ruga, creyéndome muerto, me dejaron tranquilo. Al cabo de unos días, no bien lo permitió mi herida, inicié el regreso, temeroso del retorno de esos bandidos.

“Al llegar a estos parajes la herida se me había reabierto y me molestaba en tal forma que apenas podía dar un paso. Decidí entonces construir mi refugio y quedarme en estos lugares, que hoy amo, después de recorrerlos durante tantos años…”

En ese momento el negro se detuvo bruscamente y, poniéndose de pie, comenzó a mirar en dirección a la costa del río.

— ¿Qué es lo que ves? -preguntó el germano.

— Me parece que los árabes han cruzado el río y se disponen a revisar los bosques de este lado.

— Vienen a buscarme.

— Antes de que ellos lleguen hasta aquí nosotros estaremos lejos.

— Sin embargo, no debíamos abandonar este lugar. Mis compañeros vendrán a buscarme y sería una imprudencia alejarnos.

— Entonces nos quedaremos aquí.

— La forma de esta roca nos permite una larga defensa.

— Antes de que ellos lleguen me haré una escapada hasta mi refugio.

— ¿Qué vas a hacer allí?

— Es necesario que tengamos agua y víveres para soportar un asedio.

— Vuelve pronto.

— Esté tranquilo. Le dejo el cuchillo y el fusil.

— ¿Y tú?

— Me basta con el hacha.

Mientras el negro se dirigía hasta el refugio, el germano organizó una especie de cerca al pie de la roca que les servía de refugio. Empleó para ello grandes piedras, que luego recubrió con arbustos espinosos, para hacer más penosa la subida.

Apenas había terminado esa tarea cuando reapareció el negro. Venía tan cargado que apenas podía caminar. Traía cuatro grandes calabazas, una de ellas llena de cerveza y las otras de agua. Además, acarreaba papas, sorgos, bananas y, lo más interesante, un trozo de casi diez kilos de carne de antílope.

— Racionándonos un poco, tendremos víveres para una semana -dijo el negro.

— ¿No has visto a los árabes?

— No, pero estoy seguro de que se acercan.

— ¿Cómo lo sabes?

— He visto huir a las gacelas de aquella parte del río. Al cabo de un rato el negro exclamó:

— Veo una mancha blanca entre las ramas de un árbol alto.

— ¿Qué puede ser?

— Un árabe que ha subido a una planta para observar los contornos.

— ¿Crees que nos descubrirán?

— Esos árabes son sumamente testarudos. No abandonarán la búsqueda hasta encontrarnos.

— Debemos resistir hasta el regreso de mis compañeros.

— ¿Y si no regresaran? -preguntó el negro.

— Te aseguro que vendrán.

En ese momento, un disparo de fusil retumbó en medio de la selva.

— Los árabes han hecho fuego contra mi refugio -dijo el indígena.

Al cabo de una corta espera se sintieron unos gritos y el negro dijo:

— ¿Ve cómo se mueven los arbustos al pie de la colina?

— Sí; es indudable que se mueven rápido. ¿Está cargado el fusil?

— Sí, y además tenemos ciento cuarenta cartuchos.

— Son más que suficientes para poner fuera de combate a todos esos bribones. Dame el fusil y déjame hacer a mí.

Otto se refugió detrás de la defensa que había preparado y apuntó a sus enemigos a través de unos pequeños orificios que había dejado a propósito.

Los árabes avanzaban siguiendo las huellas dejadas por el germano, fácilmente visibles

en ese suelo húmedo. Otto, con el fusil preparado, esperaba; a su lado estaba el negro, listo para alcanzarle los cartuchos.

Al cabo de un rato de espera se movieron unos matorrales situados a casi cincuenta metros y de ellos salió un negro. ¡Era Sokol!

El bribón tenía en la mano el fusil del germano y se aprestaba para emplearlo contra su propietario.

— ¡Canalla! -murmuró el germano.

El negro, tranquilizado por el silencio reinante, salió de entre los matorrales, haciendo señas a sus compañeros de que lo siguieran.

En ese momento Otto hizo fuego. Sokol dio un salto, luego dejó caer su fusil y, por último, cayó al suelo. ¡La bala le había atravesado la cabeza!

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