Capítulo 13

LA DERROTA DE LOS ÁRABES

Viendo caer a Sokol, sus compañeros, asustados por la certera puntería de su ex prisionero, no se animaron a salir de entre los matorrales.

Descargaron sus fusiles sin efectuar daño alguno, y luego retrocedieron corriendo entre las plantas.

— ¡Qué fuga! -exclamó el germano-. Se ve que no son muy valientes estos árabes.

— No se fíe, señor -dijo el negro-. Con seguridad que están emboscados al pie de la colina.

— Sir embargo, quisiera efectuar una pequeña salida para recoger mi fusil, que ha quedado abandonado sobre el pasto.

— Podría recibir una descarga.

— Esa gente tiene muy mala puntería.

— Deje que sea yo el que vaya en busca de su fusil. -Correrás el mismo peligro -dijo Otto.

— Quizás no. Usted protéjame con el fusil.

— No dejaré que se te acerque ninguno.

Mientras el germano se encargaba de vigilar los alrededores, el negro tomó el hacha y se deslizó fuera de las defensas, arrastrándose por el suelo en dirección a los matorrales donde había caído Sokol.

Sus movimientos eran tan silenciosos que escaparon a la vista de los sitiadores, y en diez minutos llegó junto al cadáver del traidor.

Rápidamente le sacó la cartuchera, y tomando el fusil estaba Por iniciar el regreso, cuando sintió que Otto le gritaba:

— ¡No te muevas! ¡Veo algunos fusiles que te apuntan! El negro se tiró al suelo, cubriéndose con el cadáver. En ese momento, dos balas de fusil pasaron silbando junto a él. El germano respondió al fuego, pero también debió haber errado porque no se sintió ningún grito de dolor.

El negro hubiera querido disparar también él contra los asaltantes, pero no podía hacerlo porque desconocía el manejo del fusil; por otra parte, no podía permanecer mucho tiempo en ese lugar, expuesto al fuego de sus enemigos.

De pronto se le ocurrió una idea.

Levantando al muerto lo cargó sobre sus espaldas para que le sirviera de escudo, y salió corriendo hacia el refugio, mientras gritaba a su compañero que hiciera fuego graneado.

Al verlo correr los atacantes hicieron varios disparos, uno de los cuales dio en el muerto, pero no alcanzó a herir al valeroso negro.

— Gracias, amigo -dijo Otto cuando el negro le entregaba el fusil-. ¡Tú eres un valiente!

“Toma ahora tu fusil y dame el mío. Si intentan atacarnos les daremos mucho qué hacer”.

— Nos sitiarán.

— Resistiremos el asedio. A propósito, ¿cómo te llamas?

— Riondo, señor -repuso el negro.

— Bueno, mi valiente Riondo, te aseguro que haremos frente al ataque.

— ¿Y después?

— Mi dirigible vendrá a socorrernos.

— ¿Por qué está tan seguro, señor?

— Porque conozco demasiado bien a mis amigos.

Luego de una espera que parecía interminable, el germano exclamó de pronto:

— ¡Mira, Riondo!

— ¿Qué cosa, señor?

— ¿No ves allá un punto negro que avanza en el cielo?

— Sí.

— ¡Es el dirigible!

— Puede ser un águila. Por estos parajes hay algunas muy grandes.

— Te aseguro que es el “Germania”, mi dirigible.

En ese momento los árabes, que también habían visto al dirigible, avanzaron resueltos a capturar a los sitiados antes de que recibieran refuerzos.

— ¡Qué ataquen! -exclamó el germano furioso-. ¡Tanto peor para ellos!

Los árabes avanzaban a través de los matorrales y, de pronto, efectuaron una descarga cerrada, que afortunadamente no causó daños porque los sitiadores estaban seguros en su refugio de piedra.

— Patrón -dijo el negro-, no economicemos proyectiles.

— Estoy listo.

Dando una última mirada al dirigible, que en ese momento se encontraba a unas seis millas, el germano empuñó el fusil y comenzó un fuego cerrado contra los invasores.

Las balas silbaban por doquier, y muchas penetraban al recinto a través de los espacios que había entre las piedras de la muralla.

— ¡A tierra! -gritó Otto-. Esos bribones no tiran mal. En ese momento se escuchó claramente al jefe de los hombres de Altarik que gritaba:

— ¡Adelante! ¡Tenemos que capturarlos antes de que llegue el dirigible!

Sin embargo, esta arenga no dio mayor resultado; los negros no tenían mayor deseo de correr la misma suerte de Sokol.

En ese momento el dirigible había llegado al río, y el germano tomó una decisión:

— Es necesario que les hagamos alguna señal -dijo. -Podemos incendiar los pajonales de la colina.

— Me parece una buena idea. ¡Pongamos manos a la obra!

El negro juntó un montón de hojas sueltas; las ató con fibras silvestres y, luego de prenderles fuego, las arrojó hacia unos pastos secos que había allí cerca.

Al instante se incendiaron los pastos de la colina, desprendiendo una alta nube de humo.

Pero esta medida, si bien útil para atraer la atención de los tripulantes del dirigible, facilitó en cambio el avance de los atacantes, que podían acercarse sin ser vistos por los sitiados.

Los bandidos eran doce, armados todos con fusiles y yagatanes. El germano y Riondo hicieron fuego sobre los dos más próximos, hiriéndolos a ambos.

Al sentir sus gritos de dolor, los demás se detuvieron; luego se arrojaron al suelo y, desde allí, comenzaron a disparar en forma continua.

Parecían decididos a tomar por asalto la pequeña fortaleza y vengar a los compañeros que gemían en el suelo. Justo en el momento en que el germano y el negro habían resuelto huir, abandonando su reducto, para refugiarse en la selva, sintieron dos disparos de fusil sobre sus cabezas, al tiempo que una voz les gritaba:

— ¡Animo, Otto! ¡En seguida largamos la escala!

El germano alzó los ojos y con gran alegría vio que el dirigible se encontraba sobre ellos, a una altura de treinta metros.

Mientras tanto, los árabes, al ver la llegada de ese monstruo, habían retrocedido, ocultándose entre los pajonales cercanos.

Otto se aferró a la escala, que había caído dentro del reducto, y comenzó a subir, ordenándole a Riondo que lo siguiera.

Cuando el fiel negro se preparaba a obedecerlo, una descarga cerrada que partió de un matorral próximo lo alcanzó en el pecho.

— ¡Riondo! -gritó Otto.

Pero el buen amigo no pudo responderle; se había caldo de la escala y, al golpear contra las piedras, se había fracturado el cráneo.

— ¡Pobre amigo mío! -exclamó el germano.

— ¡Agárrate fuerte! -gritó en ese momento Mateo. Heggia había arrojado en ese momento cien kilos de lastre y el dirigible se elevaba rápidamente.

Otto apenas tuvo tiempo de aferrarse de la escala, que se bamboleaba terriblemente.

Los árabes, al ver que se fugaba, salieron de sus escondites y efectuaron una serie de descargas; pero era demasiado tarde, porque el dirigible ya había subido a una altura de quinientos metros.

— ¿Podrás subir?

— Creo que sí, la altura no me marea.

— ¿No quieres que bajemos?

— No. El gas es demasiado precioso.

— Cierra los ojos y sube.

La tarea no era fácil, dadas las grandes oscilaciones que sufría la escala.

El germano comenzó a subir lentamente, manteniendo los ojos cerrados para no ser atraído por el abismo que se abría a sus pies.

De tanto en tanto se detenía, para dar tiempo a que se normalizara su respiración, daba una ojeada al dirigible y reiniciaba su ascenso.

Mateo y sus compañeros lo miraban asustados; a cada momento les parecía que se caería de la escala precipitándose en el vacío.

Cuando, por fin, el bravo aeronauta llegó hasta la barandilla de la plataforma, lo alzaron entre todos, acomodándolo sobre unos cajones para que se repusiera un poco.

— ¡Mis queridos amigos! ¡Muchas gracias! ¡No podían haber llegado más a tiempo!

— ¡Te creíamos perdido! -dijo Mateo estrechándolo entre sus brazos.

— Poco faltó. Pero, por favor, denme algo de beber. Esta subida me ha cansado.

El germano se acomodó mejor sobre un cajón; pero a pesar de ello le temblaban las piernas y estaba muy pálido. El griego le alcanzó una botella de ginebra.

— Parece imposible -dijo el germano después de haber bebido algunos sorbos-, pero el miedo lo siento ahora.

— ¿Qué ha sido de Sokol? -le preguntó el árabe. -Lo he matado.

— ¿Qué es lo que dices?

— Era un traidor vendido a Altarik.

— ¿Mi esclavo un traidor? -gritó El-Kabir.

El germano, que ya se sentía algo mejor, narró con lujo de detalles todo lo sucedido a partir del momento en que partió para iniciar la cacería de elefantes.

— Y a ustedes, ¿qué les sucedió?

— Verdaderamente, al principio nos vimos un poco en apuros -dijo Mateo-. Al cortar la soga del ancla el dirigible subió rápidamente hasta una altura de dos mil metros, donde encontramos una fuerte corriente que nos arrastró hacia el norte.

“Después de muchas tentativas -continuó el griego-, logramos descender un poco abriendo las válvulas de los globos. Afortunadamente logramos ubicar nuevamente el río y, como ves, hemos llegado a punto para librarte del ataque de los árabes.”

— ¿Inflaron nuevamente los globos?

— No.

— Con razón noté que el “Germania” tiende a descender. Déjenme descansar un par de horas y luego abriremos algunos cilindros de gas.

El germano, que estaba verdaderamente agotado, se tiró sobre una colchoneta y a los pocos minutos roncaba como el hombre más tranquilo del mundo.

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