Capítulo 14

LOS BANDIDOS DEL UGOGO

Mientras el germano descansaba, el dirigible continuaba su recorrido atravesando el Ugogo, el territorio de los Ruga-Ruga.

El panorama había cambiado; ya no se veían más las selvas impenetrables tan comunes en el Usagara, siendo reemplazadas por llanuras inmensas, cubiertas de pastos secos.

Solamente de cuando en cuando se veían algunos grupos de acacias y palmeras casi secas, o algunos bananales raquíticos.

Lo que abundaba por todas partes eran los rastros de la guerra.

Frecuentemente se veían caseríos humeantes, cabañas destrozadas y esqueletos de hombres y animales.

— ¡Qué país salvaje! -dijo Mateo al árabe, que estaba a su lado.

— Un país de salvajes y de ladrones -le contestó éste.

— ¿Son éstos los dominios de Niungu?

— Sí.

— ¿Quién es ese personaje? Todo el mundo habla de él con terror.

— Es el sultán de los Ruga-Ruga, un hombre terriblemente feroz, que ha acumulado riquezas inmensas y comparte con Nurambo el dominio de estas regiones.

— Tendremos mucho cuidado en no descender en estos parajes.

— Haríamos bien en subir a mayor altura -dijo Heggia, que se aproximaba en esos momentos-. Me parece que están siguiéndonos.

— ¿Quiénes? -preguntó El-Kabir.

— Los Ruga-Ruga.

— ¿Dónde los ves?

— Mire allí, hacia el Norte. En medio de esas plantas florecidas hay una partida de salvajes emboscados.

El árabe y el griego miraron en la dirección indicada, viendo a unos cien metros más adelante una partida de negros escondidos en medio de altos pastizales: Muchos de ellos estaban armados con arcos, y algunos con fusiles.

— Nos están esperando-dijo el griego.

— Eso es peligroso, porque nuestro dirigible continúa descendiendo.

— ¿No tenemos más lastre para arrojar?

— Las últimas dos bolsas las hemos arrojado hace poco.

— Tendremos que despertar a Otto para que infle un poco los globos -dijo el griego-.

Estamos a cien metros de altura y las balas pueden alcanzarnos.

El germano fue despertado al instante y advertido del peligro que corría el dirigible.

— ¡Los Ruga-Ruga! -exclamó Otto-. El asunto puede ponerse peligroso. Es necesario poner más gas en los globos.

Tomó una gruesa manguera, uniendo uno de sus extremos al caño de salida de uno de los globos centrales y el otro a uno de los cilindros que tenían gas comprimido.

— Por ahora nos contentaremos con reforzar tres o cuatro globos -dijo-. Para llenar los otros es necesario descender a tierra, y eso no nos conviene en estos momentos.

— ¿Podremos elevarnos lo suficiente antes de llegar al lugar donde están los negros? -

preguntó Mateo.

— Así lo espero.

El germano abrió las válvulas para que el gas corriese libremente.

Mientras tanto, los Ruga-Ruga corrían al encuentro del dirigible, saltando y agitando sus armas.

A todo esto el germano veía con sorpresa que el dirigible, en lugar de elevarse, descendía en forma cada vez más pronunciada.

— ¿Qué es lo que pasa? -exclamó presa de una vaga inquietud-. No veo que salga gas.

— ¡Otto! -exclamó asustado el griego-. ¡Estamos descendiendo tanto que caeremos en manos de esos asaltantes!

— ¡El cilindro no tiene nada de gas! -le contestó éste lleno de desesperación.

— ¡Eso es imposible!

— ¡Te aseguro que este cilindro ha sido vaciado!

— ¿Quién puede haberlo hecho?

— Tiene que haber sido una maniobra de Sokol.

— ¿Cuándo pudo haberlo hecho?

— De noche, aprovechando nuestro sueño.

— ¡Miserable! -exclamó el árabe furioso.

— Si los otros cilindros también están vacíos estamos perdidos.

— Eso lo veremos más tarde. Por ahora tenemos que pensar en los Ruga-Ruga.

En ese momento resonaron feroces alaridos; los enemigos se encontraban a unos ochenta metros de distancia del dirigible, que volaba a unos cincuenta metros de altura.

Los atacantes dispararon algunos tiros de fusil, que pasaron silbando junto a la plataforma.

— ¡Contesten el fuego!

El árabe y el griego empuñaron las armas y a la primera descarga derribaron a los dos guerreros más próximos.

Los Ruga-Ruga, al ver caer a sus compañeros, en lugar de huir reiniciaron su ataque con más vigor. Mientras tanto Otto, ayudado por Heggia, tomó el cilindro de acero, que pesaba cerca de cuarenta kilos, y lo arrojó por la barandilla. Otro tanto hizo con un cajón que contenía botellas y con toda la reserva de agua.

El “Germania”, aliviado en casi cien kilos de peso, pegó un salto, subiendo hasta los cuatrocientos metros, altura suficiente para alejarlos del alcance de los viejos fusiles que tenían los atacantes.

Los Ruga-Ruga, al ver que se les escapaba la presa que tenían al alcance de las manos, prorrumpieron en terribles alaridos y efectuaron una serie de descargas contra ellos.

— Tenemos que proceder con rapidez -dijo el germano-. Los globos centrales están casi desinflados, y el viento es tan débil que esos salvajes pueden seguirnos fácilmente.

Sin preocuparse por los gritos de los bandidos y de sus continuas descargas, el germano probó un nuevo cilindro.

— ¡Éste también está vacío! -dijo con voz alterada.

— ¿Ése también? -preguntaron angustiosamente sus compañeros.

— Sí; y tengo la sospecha de que no será el único.

— ¡Estamos perdidos! -exclamó el griego-. El “Germania” comienza a descender nuevamente.

— Ustedes encárguense de contestar el fuego de los Ruga-Ruga.

— ¿Cuántos cilindros tenemos todavía?

— Seis.

— ¿Y si todos estuvieran vacíos?

— Ése sería nuestro fin.

El germano arrojó por la borda el cilindro vacío, con lo que el dirigible ascendió unos cien metros. Dos cilindros más, igualmente vacíos, siguieron el mismo camino. El hidrógeno faltaba en todos ellos.

— No nos quedan más que dos -dijo, secándose el sudor que le bañaba la frente.

Afortunadamente, el séptimo no habla sido tocado por el traidor. Apenas abierta la válvula, la goma se infló y se expandió por el aire un fuerte olor a gas.

— ¡Estamos salvados! -exclamó.

Mientras el griego y el árabe efectuaban algunas descargas contra los Ruga-Ruga, que seguían el recorrido del dirigible, Otto, ayudado por el negro, llenó los cuatro globos del centro.

Como los restantes globos estaban demasiado alejados de la plataforma, para llenarlos era necesario que el dirigible estuviera en tierra.

El “Germania” ascendió hasta los novecientos metros, pero a esta altura la calma del viento era tan completa que apenas si avanzaban a razón de seis kilómetros por hora, lo que permitía a los bandidos perseguirlos por tierra.

— ¿Está lleno también el último cilindro? -preguntó el griego inquieto.

— Afortunadamente, sí. Se ve que el traidor no tuvo tiempo de vaciar los dos últimos cilindros.

— ¿Alcanzará el hidrógeno para inflar bien todos los globos?

— Sí, pero nos conviene economizar gas.

— ¿Podremos transportar el tesoro? -Así lo espero.

Mientras tanto, en el horizonte comenzaba a dibujarse el contorno de un gran río.

— Si conseguimos cruzar ese río nos salvaremos de los Ruga-Ruga, porque marca el fin de su territorio -dijo el árabe.

— ¿Cómo se llama el estado que comienza del otro lado del río?

— Es el Ukonongo, una posesión del sultán Karema.

— ¿Otro bárbaro?

— No; se dice que protege a las caravanas y que no molesta a los hombres blancos que cruzan su territorio. -¿Está muy lejos aún el lago Tanganyka?

— No mucho. Si tuviéramos vientos favorables llegaríamos en un par de días.

A las cinco de la tarde el dirigible llegaba al río Makasamb, de gran caudal de agua y casi quinientos metros de ancho.

En sus orillas tomaban el sol, tranquilamente, gran cantidad de hipopótamos.

Al llegar a sus márgenes, los Ruga-Ruga se detuvieron, efectuaron una última descarga contra el dirigible, y luego, lentamente, retornaron a sus campamentos.

— Es una suerte que pudimos desembarazarnos de esos bandidos -dijo el griego-.

Confieso que me tenían preocupado.

— ¿Bajaremos a tierra para inflar los otros globos?

— Por ahora no es necesario. Reservaremos el gas para cuando embarquemos al inglés y su tesoro. -¿Pasaremos la noche volando?

— Sí, mientras tengamos suficiente altura. Por esta noche tendremos que contentarnos con algunas conservas. Mañana al amanecer, cuando el frío haya hecho condensar el gas de los globos, trataremos de descender y de efectuar alguna pequeña cacería.

Después de una magra cena, los aeronautas, persuadidos de que todo estaba en calma, se tiraron a descansar tranquilamente en sus colchonetas, encargando a Heggia de la primera guardia.

Llevaban nuestros amigos varias horas de sueño cuando fueron despertados por Heggia.

— Patrón -dijo el negro al árabe, que era el primero que se había despertado-. Veo una enorme hoguera delante de nosotros.

— ¿Será un incendio de bosques?

— No lo sé, pero me parece difícil.

Los tres aeronautas se dirigieron hacia la barandilla para observar.

Hacia el Oeste, en la misma dirección que llevaba el dirigible, el cielo estaba teñido de rojo, mientras en tierra, detrás de las selvas, se observaba una gran humareda atravesada por inmensas lenguas de fuego.

— Es un incendio terrible.

— Parece como si fuera una ciudad -dijo el árabe-. En esa dirección debe encontrarse Mongo.

— ¿Es una población muy grande?

— Es una de las más populosas y ricas del Ukonongo, habitada por árabes cazadores de esclavos y de elefantes.

— ¿Habrá sido asaltada?

— No me sorprendería; me dijeron que Nurambo estaba en guerra contra Karema.

— Sí -dijo Heggia-, todavía se lucha; he escuchado algunas descargas.

— Asistiremos a la batalla; el viento nos lleva en esa dirección.

— ¿El incendio no será peligroso para nuestro dirigible?

— No lo creo. Por lo demás, en caso necesario nos elevaremos.

Kilómetro a kilómetro, a medida que el “Germania” avanzaba, el incendio era más visible. Los viajeros podían ver inmensas lenguas de fuego, bordeadas por una negra humareda, y millones de chispas.

Desde aquella hoguera infernal se escuchaban gritos humanos y descargas de mosquetes.

— Los guerreros de Nurambo deben haber asaltado a los árabes de Mongo.

— ¿Crees que tus compatriotas serán derrotados? -preguntó el griego al árabe.

— Desgraciadamente sí -contestó éste-. Los negros de Nurambo están muy bien organizados y poseen un armamento muy superior.

— ¿Te gustaría que los ayudáramos?

— Me sentiría sumamente feliz.

— Entonces déjame hacer a mí.

El griego se dirigió hacia un cajón y sacó cuidadosamente un objeto redondo de casi cuatro kilos de peso.

— ¿Una bomba? -preguntó el árabe.

— Cargada con algodón pólvora -respondió éste-, Hará estragos entre les negros de Nurambo.

— ¿Dónde la arrojarás?

— Cuando estemos bien encima del ejército atacante. Los guerreros de Nurambo, pese a la resistencia de los sitiados, habían comenzado el asalto de la ciudad.

El espectáculo era terrible; en medio del humo y de las llamas se veía al ganado que huía enloquecido, mientras los árabes, pese a su tenaz resistencia, tenían que ceder terreno, palmo a palmo, a los asaltantes.

En ese momento volaban sobre la ciudad, precisamente en la parte ocupada por los negros.

— Descarguen sus armas para atraer sobre nosotros la atención de los combatientes -dijo Mateo.

Mientras sus compañeros obedecían, éste arrojó una bomba que cayó justo en medio de las tropas de Nurambo, haciendo terribles estragos. Unos segundos después el griego lanzó otra, que ocasionó daños similares.

Un terror irresistible se apoderó de los asaltantes. Ese pájaro monstruoso que volaba sobre sus cabezas y arrojaba tremendos instrumentos de destrucción era más que suficiente para asustar a esos negros supersticiosos.

Instantáneamente se produjo una confusión indescriptible entre los atacantes; los negros huían desesperadamente, empujándose los unos a los otros.

Los árabes, que también habían visto el dirigible, fueron presa de un pánico similar.

— Escaparon todos -dijo Mateo.

— Los árabes volverán -dijo El-Kabir-. Alguno de ellos debe conocer la existencia de este tipo de aparatos. ¿Descenderemos? -preguntó el árabe.

— Sí -contestó el germano-, siempre que esta gente no sea amiga de Altarik.

— Todo lo contrario, ya que éste es un fuerte competidor en el comercio del marfil.

En ese momento comenzaron a aparecer grupos de árabes que se congregaban en la plaza del mercado.

— ¡Somos amigos! -gritó El-Kabir en árabe-. ¡Que la salud sea con vosotros y que Mahoma os proteja!

Un jefe, fácilmente reconocible por el turbante verde que le cubría la cabeza, se adelantó, solo, hacia el centro de la plaza; se arrodilló tocando el suelo con la frente y luego, levantando los brazos hacia los aeronautas, gritó:

— ¡Quienquiera que seáis, descended que os mostraremos nuestro agradecimiento!

Mientras Otto, bastante a pesar suyo, sacrificaba un poco de gas para que el dirigible descendiera, los árabes, animados por el ejemplo del jefe, se estaban congregando en la plaza.

El “Germania”, ayudado por las hélices, bajaba lentamente; cuando estuvo a unos cincuenta metros de altura, Mateo arrojó el ancla y luego la escala de cuerdas.

Los árabes, que habían comprendido para qué servían esas cosas, se apoderaron rápidamente de ambas. Dejando a Heggia de guardia, nuestros amigos tomaron sus armas y comenzaron a descender por la escala. Apenas llegaron a tierra la muchedumbre se puso de rodillas, mientras el jefe, dirigiéndose a ellos, les tendió la mano al tiempo que decía:

— A ustedes debemos la vida y la salvación de nuestra ciudad.

— He conseguido que estos generosos europeos ayudaron a mis compatriotas -dijo El-Kabir.

— ¡Tú eres árabe! -exclamó el jefe.

— Sí, y quizás me conozcas.

— ¿Cómo te llamas?

— El-Kabir.

— ¿El traficante de Zanzíbar?

— El mismo.

— Hace muchos años estuviste por aquí.

— Sí, pasé varias veces conduciendo caravanas de esclavos.

— ¿Quiénes son tus amigos?

— Unos europeos.

— ¿Y la bestia que montan?

— No es una bestia, es una máquina que vuela como los pájaros.

— ¡Oh, estos europeos!… -exclamó el jefe, mirando con admiración a Otto y Mateo.

— Señores -dijo a continuación-: Los habitantes de Mongo se sienten honrados de brindar hospitalidad a sus salvadores”.

Con un gesto hizo alejar a los habitantes que se apretujaban por contemplar de cerca a los extranjeros, los condujo hacia una espaciosa cabaña ubicada frente a su morada, diciéndoles:

— Pueden quedarse todo el tiempo que quieran que no les faltará nada.

Luego de esto, el jefe se retiró, ordenando a la población que dejara a los huéspedes en plena libertad.

Una escolta de diez guerreros armados fue colocada en torno a la cabaña para mantener alejados a los curiosos.

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