Capítulo 15

UNA CACERÍA PELIGROSA

Apenas Otto y sus compañeros se habían acomodado en la cabaña cuando llegó una serie de esclavos portadores de regalos.

Los mismos eran enviados por el jefe, e incluían dos carneros bien gordos, una cabra y numerosos cestos que contenían mandioca, mazorcas de maíz, batatas, bananas y tabaco.

Además, en recipientes de barro cocido había manteca fresca y una bebida fermentada parecida a la cerveza.

— Aquí hay alimentos para treinta personas -dijo Mateo-. Estos árabes son muy generosos.

— No te olvides que gracias a nuestra intervención han salvado la ciudad.

— De todas maneras, estos regalos vienen bien, porque tengo mucho apetito -dijo el griego.

Mientras ellos conversaban, los negros habían matado uno de los carneros, poniendo a asar grandes trozos del mismo sobre una hoguera encendida al lado de la cabaña.

Apenas habían terminado su opípara comida cuando el jefe de la ciudad se hizo anunciar; 1o acompañaban dos viejos dignatarios de barbas blancas y un esclavo que traía los utensilios para preparar café, tabaco y sendas pipas.

— Salud a los hombres blancos y a El-Kabir -dijo sentándose sobre una estera que había hecho colocar en el suelo.

— Salud a ti -respondieron los tres aeronautas.

El jefe hizo servir el café, distribuyó las pipas, y cuando todos hubieron comenzado a fumar les dijo:

— Vengo a traerles el agradecimiento de la población y a preguntarles qué desean en recompensa.

— Deseamos únicamente que nos suministren unos informes -contestó el germano.

— ¿Qué es lo que desean saber?

— Si Altarik ha pasado por aquí.

— Sí, hace unos veinte días.

— ¿Llevaba una caravana grande?

— Sí. Lo seguían cien negros armados de fusiles y montados en asnos y caballos. Parecía llevar mucha prisa, porque paró solamente dos horas para aprovisionarse de víveres, y en seguida partió hacia el Oeste.

— ¿Dónde crees que se encontrará en estos momentos?

— Debe estar sobre las márgenes del Tanganyka.

— ¿Tiene establecimientos en la zona?

— Sí, tiene dos. Uno en Kirando, y el otro, más al Sur, en Mokaria.

— ¿No te ha dicho a dónde se dirigía?

— Sí, al Kassongo a comprar dientes de elefante.

— ¿Podrías decirme si es cierto que en el Kassongo se encuentra prisionero un hombre blanco?

— ¿Un hombre blanco? -preguntó con asombro el jefe, pero, luego de pensar un rato, dijo:

— Sí, pudiera ser.

— ¿Cómo lo sabes?

— El año pasado se detuvo aquí, por pocos días, una pequeña caravana mandada por un hombre blanco, de cabellos rubios, que decía ser inglés. Durante su estada me contó que pensaba explorar la costa occidental del lago Tanganyka, y posiblemente internarse en el Kassongo.

— Algunos meses más tarde -continuó el jefe-, una caravana que venía de la región del lago me contó que toda la escolta de ese hombre había sido asesinada.

— ¿Y cuál había sido la suerte del inglés?

— No me dijeron nada.

— Eso es todo lo que queríamos saber.

— ¿Piensan irse pronto?

— Esta tarde.

— Es una lástima, porque deseaba pedirles un nuevo favor.

— ¿De qué se trata?

— Desde hace unos meses, dos feroces leones se han establecido en el bosque que existe al Sur de la ciudad, y matan la hacienda de nuestros pastores. Como ya han matado a siete cazadores nadie osa luchar contra ellos.

— ¿Quieres que te libremos de esos incómodos vecinos?

— Sí. Me harían un gran favor.

— Bueno, entonces lo haremos.

— Yo los guiaré -añadió el jefe-. Ahora díganme cuántos colmillos de elefante desean como recompensa.

— Nosotros no queremos ninguna recompensa material -contestó el germano-. Nos basta con vuestro reconocimiento y amistad.

— ¿Cuándo iniciaremos la cacería? -preguntó el griego.

— Esta noche al salir la luna -le contestó el jefe-. Durante el día esas fieras están escondidas en sus guaridas, a las que es casi imposible llegar.

— Bueno, entonces será hasta la noche -dijeron los aeronautas.

Al caer la tarde los cazadores iniciaron los preparativos para ir al encuentro de las terribles fieras. Examinaron las armas, cambiaron los cartuchos e hicieron traer del dirigible sus cuchillos de caza; luego, a las ocho de la noche, abandonaron la ciudad, precedidos del jefe, que conducía una cabra destinada a usarse de cebo.

El bosque que servia de refugio a los leones era muy grande, y estaba formado especialmente por inmensos baobabs y sicomoros, entre los cuales se extendía una densa vegetación de arbustos espinosos, que hacían el avance sumamente difícil.

Algunos cazadores habían penetrado anteriormente en ese bosque decididos a poner fin a esas bestias sanguinarias, pero ninguno de ellos había regresado y las fieras continuaban sus terribles estragos.

Los cazadores llegaron al borde de la selva, justo en el momento en que estaba por salir la luna.

Dentro del bosque la oscuridad era tan profunda que casi no se veía desde un árbol al otro.

— ¿Conoces el lugar donde suelen esconderse los leones? -preguntó el germano al jefe.

— Sí -contestó éste-. Por lo común suelen emboscarse cerca de una fuente donde van a tomar agua los animales de la selva.

— ¿Dónde se encuentra?

—A unos cuatrocientos metros, cerca de un pequeño palmar.

— Vamos entonces -dijo el germano-, y por si acaso hayan llegado ya los leones,

marchemos con los ojos bien abiertos.

Escucharon primero unos instantes y luego, convencidos por el silencio que reinaba, se pusieron en camino, buscando no hacer ningún ruido que pudiera alarmar a las fieras.

Rápidamente llegaron a un hermoso palmar, cerca del cual había una fuente cuyas aguas se deslizaban formando un pequeño arroyuelo.

— ¿Es éste el lugar? preguntó el germano.

— Sí -respondió el jefe.

— ¿Nos emboscaremos aquí?

— No sería prudente. Allí veo un baobab que puede servirnos de refugio. Nos subiremos a sus ramas y esperaremos que los leones se pongan a tiro.

— ¿Y la cabra?

— La ataremos al tronco de una de estas palmeras. Examinaron primero los alrededores para asegurarse de que no había ninguna hiena capaz de devorar a la cabra antes de que llegaran los leones, y luego se dirigieron hacia el baobab, en cuyas ramas se treparon, procurando quedar escondidos por el follaje.

Para ganar tiempo encendieron sus pipas y luego esperaron con ansias cualquier rumor que rompiese el profundo silencio de la selva.

Pasó cerca de media hora. La cabra, consciente del peligro que corría, no había dejado de balar lastimeramente, al tiempo que daba fuertes tirones a la cuerda que la sujetaba.

De repente se sintió el rugido de un leopardo.

— ¿Lo dejaremos escapar?

— No nos conviene hacer fuego ahora. Los leones podrían desconfiar y no acercarse a este lugar.

El leopardo se acercó a la fuente y comenzó a beber. Era un hermoso animal, apenas más chico que un tigre de bengala, y con la piel salpicada de manchas negras.

De repente el animal se irguió bruscamente, y luego, de un gran salto, se trepó a las ramas de un árbol cercano, escondiéndose entre el follaje.

— ¿Se habrá dado cuenta de nuestra presencia? -preguntó en voz baja el germano al jefe.

— No lo creo -contestó éste-. Más bien me parece que ha sentido llegar a otro animal.

En ese momento salió, con grandes precauciones, de un grupo de plantas espinosas, un extraño animal, cuyo cuerpo semejaba al de un caballo pero que tenía una cabeza de buey, armada de dos gruesos cuernos.

— ¿Cómo se llama este animal tan raro?

— Es un gnu, una bestia parecida al caballo y al buey.

— ¿Su carne es buena para comer?

— Excelente.

— Entonces le dispararé un tiro.

— No lo haga,- ahuyentaría a los leones.

— ¿Tendremos que dejar que se la coma el leopardo?

— Es necesario.

— Veremos entonces esa lucha.

El gnu parecía haber advertido la presencia peligroso adversario. Se había detenido a unos veinte metros de la fuente, con la cabeza baja y los cuernos bien hacia adelante.

Se detuvo en esa postura durante unos instantes; luego olfateó repetidamente el aire y reinició su camino pero mirando siempre con inquietud hacia los matorrales vecinos.

Al aproximarse al árbol que servía de escondite a su enemigo debió haber percibido el olor del leopardo, porque se detuvo nuevamente en actitud de lucha.

En ese momento el felino, con un artero salto, cayó sobre el lomo del pobre animal.

Se escuchó un aullido breve y luego un mugido sofocado.

El gnu cayó sobre las rodillas; las garras de la fiera le habían destrozado el cuello y los flancos.

Cuando la víctima dejó de agitarse, el leopardo la tomó con los dientes y la arrastró hacia unos matorrales, como si sólo se tratase de un corderito.

Durante esa lucha la pobre cabra había quedado enmudecida por el terror, lo que seguramente le permitió escapar de una muerte segura.

Sin embargo, al ver que se alejaba la bestia, comenzó de nuevo sus balidos, ahora en un tono más agudo que antes.

— ¡Pobre cabra! -dijo el germano-. Debe haber pasado momentos terribles

— Fue una suerte para ella que haya llegado el gnu, porque si no no estaría viva.

— Me parece que siento aproximarse otro animal -dijo en ese momento Mateo.

En ese instante, a la luz de la luna, pudieron ver un animal grande que, saliendo de los matorrales, se dirigía a la fuente.

— ¡Una jirafa!

Se trataba, efectivamente, de uno de esos raros animales, uno de los más extraños de la creación, caracterizados por su enorme cuello.

Su altura era extraordinaria, ya que su cabeza estaba a unos cinco metros del suelo; avanzaba con precaución, como si supiera que cerca de esa fuente abundaban las bestias feroces.

En aquel momento se sintió un rugido tan fuerte y pavoroso que produjo escalofríos a los cuatro cazadores.

— ¡El león! -exclamaron todos a un tiempo.

La pobre jirafa, al sentir el rugido del rey de la selva, se había escondido rápidamente en

medio de unos matorrales, pero su cabeza era tan alta que sobresalía entre la vegetación, de manera que se la veía fácilmente.

— Estemos atentos -dijo El-Kabir-. El león ha encontrado el rastro de la jirafa.

— ¿La atacará?

— Sí, si le damos tiempo.

— ¿Dónde conviene apuntarle?

— En la cabeza.

— No le erraré, a pesar de que tengo los nervios excitados. Ese rugido me ha trastornado.

— Siempre pasa así la primera vez -dijo El-Kabir.

Al rugido había sucedido un profundo silencio; luego los cazadores oyeron un leve crujido de ramitas secas.

El león avanzaba, abriéndose paso a través de los matorrales; consciente de su fuerza y coraje se aproximaba sin adoptar mayores precauciones.

De pronto, y lanzando un rugido terrible, la fiera hizo su entrada en el claro que rodeaba la fuente de agua.

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