Capítulo 16

HACIA A EL TANGANYKA

Por su coraje y majestuosidad el león tiene bien ganado su título de rey de la selva.

Si bien no es el más grande de los animales, es en cambio uno de los más fuertes y peligrosos, ya que de un solo zarpazo puede matar a un hombre.

El animal que se disponían a cazar nuestros amigos era uno de los más grandes de la especie; como si se hubiera dado cuenta de la presencia de sus enemigos, se dio, vuelta hacia el baobab, golpeándose nerviosamente los flancos con la cola y erizando su soberbia melena.

— ¿Nos habrá visto? -preguntó el germano.

— No lo creo -contestó el jefe con voz temblorosa-. Creo más fácil que haya sentido nuestro olor.

— ¿Puedo tirarle ya?

— No. Conviene que se acerque todavía un poco más. El león estaba por avanzar hacia el árbol cuando se sintió un leve crujido de ramas aplastadas. La pobre jirafa trataba de abrirse camino entre los matorrales y confiar su salvación a la velocidad de sus patas.

E‘1 león se dio vuelta rápidamente, y al ver al pobre animal se encogió, adoptando la

típica postura de los felinos que se aprestan para saltar.

La jirafa, que lo había visto, sintiéndose perdida salió corriendo a toda velocidad. Su enemigo pegó un enorme salto y cayó sobre su grupa.

En ese momento sonaron cuatro disparos. La jirafa cayó al suelo, arrastrando en la caída a su atacante; luego se levantó, desapareciendo rápidamente en medio de los árboles.

El león también se levantó, rugiendo furiosamente. Debía tener varias heridas, porque tenía una pierna rota y la melena llena de sangre.

En vez de huir se dio vuelta hacia el baobab, mostrando los dientes y rugiendo amenazadoramente.

— ¡Otra descarga! -gritó el germano, apuntándole con el fusil.

La fiera, sintiéndose amenazada, saltó hacia adelante. Los amigos dispararon nuevamente; el animal cayó al suelo y luego, reuniendo sus últimas fuerzas, saltó de nuevo hacia el árbol.

En ese momento El-Kabir efectuó un nuevo disparo que lo alcanzó en el aire; la fiera cayó como fulminada, quedando inmóvil en el suelo.

En ese instante, desde unos matorrales cercanos, se escuchó otro rugido.

— ¡Es el segundo león! -exclamó el jefe con voz temblorosa.

— Le daremos la bienvenida que se merece -contestó el germano.

Súbitamente apareció el segundo león; rugía poderosamente, al tiempo que daba grandes saltos.

Viendo muerto a su compañero se abalanzó contra el baobab y de un tremendo salto se trepó a una de las ramas, a sólo cuatro metros del jefe.

Éste, loco de terror, se dejó caer al suelo; sus compañeros, en cambio, hicieron una descarga cerrada.

El león cayó muerto instantáneamente; tenía tres balazos en el pecho.

— ¡Lo matamos! -gritaron al unísono nuestros amigos, dejándose caer al suelo.

El jefe, mientras tanto, daba grandes saltos alrededor de la fiera, como si se hubiera enloquecido.

— ¿Estás contento? -le preguntó Otto.

— ¡Como para no estarlo! ¡Por fin nuestro ganado podrá venir a pastar libremente a este lado de la selva!

— Volvamos -dijo el germano-. Ahora que la cacería ha terminado tenemos que partir.

— Me hubiera gustado dar una fiesta en vuestro honor -dijo el jefe.

— La harás a nuestro regreso -le sugirió el griego. Como los leones eran demasiado pesados para llevarlos, los dejaron en la selva y emprendieron el regreso hacia la ciudad.

Llegaron cerca de la una de la madrugada. La mayoría de la población estaba durmiendo, y sólo los esperaban algunos de los guerreros de la guardia del jefe.

Nuestros amigos aceptaron una cena de despedida ofrecida por el jefe, y al despuntar la aurora subieron al dirigible, siendo despedidos por éste y un grupo numeroso de altos dignatarios.

Los aeronautas hicieron liberar el ancla, saludaron al jefe y a sus dignatarios con una descarga de fusilería, y luego se elevaron lentamente, volando sobre la ciudad aún adormecida.

— En marcha para el Tanganyka -dijo Otto alegremente.

— Tendremos que tener los ojos bien abiertos -le previno El-Kabir.

— ¿Por qué dices esto?

— No creo que los guerreros de Nurambo se hayan alejado mucho. Mira hacia el Oeste.

¿No ves nada?

Mateo y el germano miraron en la dirección indicada, y en la lejanía alcanzaron a ver una gran cantidad de pequeños puntos luminosos.

— ¿Qué puede ser eso? -preguntó el germano.

— Con toda seguridad que es un campamento -le contestó el árabe.

— La noticia de la aparición de nuestra máquina volante debe haberse desparramado por todas partes. Ustedes no tienen idea de la rapidez con que se propagan las noticias en África.

En ese momento, en el silencio del amanecer, se sintió claramente el grave sonido de los tambores de madera usados por las poblaciones del África central.

— ¿Nos habrán descubierto?

— Con toda seguridad, y ahora avisan nuestra presencia a todas partes.

Mientras tanto el “Germania”, arrastrado por una brisa muy suave, avanzaba lentamente a una altura de ciento cincuenta metros, seguido desde tierra por las numerosas tribus del Ukonongo, que ayudadas por los guerreros de Nurambo se preparaban para darles caza.

El dirigible sobrevolaba en esos momentos un bosque formado por enormes baobabs, cuyas ramas rozaban a veces la extremidad de la plataforma, debido a que por la condensación del gas el aparato, que había continuado su lento descenso, apenas si estaba a unos cincuenta metros de altura.

Justo en el momento en que el germano se disponía ordenar a Heggia que arrojara algunos cilindros vacíos, para aligerar el peso y lograr que el “Germania” se elevara, se sintió un fuerte golpe en la plataforma, acompañado por una serie de terribles aullidos, al tiempo que la misma chocaba contra las ramas de un enorme baobab.

— ¡Nos asaltan! -gritó Heggia-. ¡Los negros están por trepar a la plataforma!

— Espera -dijo el germano.

Aferrado a una soga se descolgó por la barandilla y descargó los seis tiros de su pistola sobre los asaltantes. En ese intervalo, Mateo y el árabe dejaban caer una caja pesadísima, lo que facilitó la rápida ascensión del dirigible, que pronto alcanzó los mil quinientos

metros de altura, donde una rápida corriente de aire lo hizo desplazar rápidamente, alejando así por completo todo peligro.

Los aeronautas, que estaban sumamente cansados, seguros de no tener más inconvenientes, se tiraron a dormir sobre sus colchonetas, mientras Heggia, que había dormido durante casi toda el día, se encargaba de la guardia.

Cuando despertaron era casi la medianoche; el “Germania” navegaba a unos dos mil metros de altura, y desde allí se podía apreciar un amplio panorama.

Sin embargo, el lago Tanganyka, a pesar de su extraordinaria superficie, no alcanzaba a divisarse aún en el horizonte.

A pesar de la altura llegaba hasta ellos, incesante, el sonido de los tambores negros.

— Siguen vigilándonos -dijo El-Kabir.

— Continuaremos sintiéndolos hasta que atravesemos el lago -añadió-. El imperio de Nurambo termina en esta orilla del Tanganyka.

Después del almuerzo, el germano determinó con el sextante la situación del dirigible.

— Estamos a unos setenta kilómetros del lago -dijo-; si continúa esta brisa favorable llegaremos dentro de unas tres horas.

— ¿No has notado que hemos descendido quinientos metros en una hora? -dijo el griego.

El germano, sumamente preocupado, corrió hacia el barómetro.

Efectivamente, el aparato indicaba un pronunciado descenso.

— ¿Los negros no habrán logrado perforar alguno de los globos con sus flechas? -

preguntó en ese momento el griego.

Todos se pusieron a revisar con la vista la envoltura externa del dirigible, y entonces alcanzaron a divisar tres pequeños agujeros en la parte delantera, que parecían producidos por golpes de lanza.

— Nos han perforado algunos de los globos -dije el germano palideciendo-. ¿No sienten el olor a gas?

— Sí -exclamaron sus compañeros-. Estamos perdiendo hidrógeno.

— ¿Es grave la situación? -preguntó inquieto El-Kabir.

— No demasiado -replicó Otto-. El verdadero inconveniente reside en que tendremos que descender a tierra para poder inflar los globos de proa y de popa.

— Pero todas las tribus del país nos buscan -dijo inquieto Mateo.

— Lo sé -contestó serenamente el germano-. Mi plan consiste en tratar de llegar hasta el lago y descender en alguna de sus islas desiertas.

— ¿Podremos mantenernos hasta llegar allí?

— Sacrificaremos todo lo que sea necesario, con tal de mantenernos en el aire.

— ¿Nos quedará aún suficiente gas como para volver llevando al cautivo y el tesoro?

— Tenemos aún dos cilindros completamente llenos, y uno con la mitad de la carga.

— ¿Qué es esa niebla que se ve en el horizonte? -preguntó en ese momento el griego.

— Es el Tanganyka -le contestó el árabe.

Media hora después el “Germania” llegaba a las márgenes del lago, en un paraje situado a unos siete kilómetros al Sur de la ciudad de Karema.

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