Capítulo 17

SOBRE EL LAGO TANGANYKA

Por sus dimensiones, el Tanganyka es el segundo lago del África ecuatorial, siendo superado únicamente por el Victoria.

Tiene trescientos kilómetros de largo y un ancho máximo de cuarenta y cinco, atravesando durante su recorrido regiones absolutamente salvajes.

Últimamente se han establecido en la zona algunas misiones inglesas, expuestas a serios peligros por estar rodeadas de tribus sumamente belicosas.

El griego y el germano, inclinados sobre la barandilla, contemplaban tan absortos aquella enorme superficie de agua que no advirtieron que el dirigible descendía casi vertiginosamente.

— ¡Nos caemos! -gritó el árabe advirtiéndoles el peligro.

El germano, siempre sereno, observó cuidadosamente la superficie del lago y luego dijo:

— Allá veo una isla boscosa que parece deshabitada. Descenderemos sobre ella.

Unos doscientos metros antes de llegar a la isla los aeronautas arrojaron el ancla, que se internó profundamente en el agua y luego se desplazó siguiendo la marcha del dirigible.

De improviso el “Germania” se detuvo tan violentamente que nuestros amigos fueron arrojados unos contra otros.

— ¿Qué ha pasado? -preguntó inquieto el germano.

Los viajeros se inclinaron sobre el parapeto para observar. Algo debía ocurrir debajo del agua, en el lugar donde se sumergía la cuerda del ancla, porque en ese lugar el lago se agitaba furiosamente.

— Me parece que hemos pescado algo con el ancla -dijo el griego.

En aquel momento apareció sobre la superficie del agua una enorme cabeza, provista de dos grandes mandíbulas bordeadas de agudos dientes, las que se abrían y cerraban con un sordo rumor.

— ¡Pescamos un cocodrilo!

En efecto, el animal, creyendo que se trataba de algo comestible, se había tragado el ancla, la que, al clavársele en la garganta, lo mantenía prisionero.

El enorme saurio, loco de dolor, había subido a la superficie, debatiéndose desesperadamente. Su cuerpo medía más de cuatro metros y estaba recubierto de placas óseas tan duras que desafiaban las balas de los mejores fusiles.

— ¿Cómo nos desembarazaremos de este intruso?

— Esperemos que muera.

— La espera será larga. Estos animales tienen una vitalidad extraordinaria.

— ¿Y si le disparamos con nuestros fusiles?

— Sería inútil. El único punto vulnerable que tienen es el vientre.

— Cortemos la soga del ancla -dijo Mateo.

— ¡De ninguna manera! -contestó rápidamente Otto-. Es la única que nos queda.

— Me parece que encontré la solución -exclamó el griego de pronto-. ¿Cuánto crees que pese ese animal?

— Alrededor de los doscientos kilos.

— Arrojemos el cajón que tiene el alambre de cobre, y pesa más o menos lo mismo. Eso nos permitirá elevarnos, levantando al mismo tiempo el cocodrilo.

— ¡Excelente idea! ¡Pongamos manos a la obra!

Mientras Heggia vigilaba la cuerda del ancla, los tres amigos levantaron el pesado cajón, arrojándolo por la borda.

El “Germania”, desembarazado de ese peso considerable, se elevó lentamente, levantando por el aire al cocodrilo.

El animal, al sentirse elevar, se debatió furiosamente, retorciéndose como una serpiente y dando fuertes tirones a la soga.

A todo esto, el dirigible había logrado ascender penosamente unos treinta metros, dejándose arrastrar por la débil corriente de aire que lo conducía hacia la isla.

— Tratemos de matarlo ahora -dijo Otto.

Los aeronautas tomaron sus fusiles y comenzaron a disparar contra la garganta del animal.

A cada disparo que recibía, la fiera redoblaba sus contorsiones, hasta que, finalmente, al séptimo tiro, que le penetró por la boca, quedó rígido.

— ¿Lo habremos matado? -preguntó el griego.

— Eso lo sabremos cuando lleguemos a tierra -le contestó el árabe-. Personalmente, tengo mis dudas.

Al llegar a la isla el cocodrilo, que continuaba colgando de la soga del ancla, rozó los

pajonales con su cola. Ante ese contacto, y como si hubiera recobrado nuevamente su vigor, el animal comenzó a retorcerse de nuevo.

Afortunadamente, el germano, que contemplaba la escena con el rifle listo, le disparó el tiro de gracia.

El cuerpo inmóvil del animal, atrapado entre unos arbustos, reemplazó al ancla, y el dirigible se detuvo, balanceándose suavemente.

Rápidamente fue arrojada la escala y Otto y Mateo descendieron con precaución, aproximándose a los árboles donde estaba el cocodrilo.

Ataron sólidamente la extremidad de la escala al tronco de un árbol y luego, con un hacha, despedazaron la garganta del animal para recuperar el ancla, que acomodaron fuertemente entre las ramas de un árbol.

Una vez asegurados de que el dirigible estaba fuerte- ; mente amarrado, invitaron a descender al árabe y al negro.

— Me parece un lugar deshabitado y adecuado para inflar los globos de nuestro dirigible -

dijo Otto.

— ¿Tendremos que hacerlo descender a tierra?

— Sí. Es absolutamente necesario.

— ¿Cómo vamos a hacer?

— En este lugar hay muchas piedras. Cargaremos con ellas la plataforma, y con el peso el

“Germania” descenderá.

— Me parece una excelente idea. ¡Manos a la obra! Todos se pusieron a trabajar en seguida, ascendiendo la escala con grandes piedras, y media hora después el dirigible comenzaba a descender lentamente. A cada nueva piedra que se le cargaba el aparato descendía unos tres o cuatro metros.

A mediodía la plataforma tocaba el suelo, aplastando con su peso los matorrales que se encontraban debajo. El germano, a pesar de ello, les hizo cargar unos quinientos kilos de más, para que les sirvieran de lastre, y luego, ayudado por sus compañeros, quitó la tela que envolvía el esqueleto del aparato, con lo que los globos quedaron a la vista.

De inmediato pudieron ver que tres de los globos estaban completamente desinflados; uno de ellos todavía tenía clavadas dos flechas, mientras que sobre los otros se veían grandes desgarraduras producidas seguramente por las lanzas de los indígenas.

— Éstos vamos a sacarlos -dijo Otto-. Así nos evitaremos llevar un peso inútil.

— ¿Serán suficientes los otros? -preguntó Mateo con inquietud.

— Alcanzarán para cargar todavía unos setecientos kilos y todo el lastre que llevamos -

aclaró tranquilizadoramente el germano.

Como lo había dicho, Otto eliminó los tres globos, ya enteramente inútiles, y, colocando la manguera de goma a uno de los cilindros, comenzó a llenar los otros.

Todos los restantes tenían en la parte inferior una serie de pliegues, que indicaban que

se había perdido una cantidad considerable de gas. Afortunadamente estos pliegues desaparecían de inmediato, al cargarlos nuevamente.

Al cabo de cuatro horas de ardua labor la tarea estaba terminada y el dirigible, así reforzado, se encontraba en condiciones de volar directamente hasta el Kassongo, a una altura considerable, y llevando asimismo media tonelada de lastre.

— ¿Nos queda aún hidrógeno? -preguntó Mateo.

— Tenemos todavía un cilindro completamente lleno que conservaremos para el regreso -

dijo Otto. -Comamos un poco y luego partiremos.

— ¿Sin visitar la isla?

— No tenemos tiempo que perder -aconsejó el árabe-. Altarik ya atravesó el lago y debe encontrarse bastante lejos.

Los aeronautas, que estaban hambrientos, se tiraron sobre la hierba e hicieron los honores a una suculenta porción de cabra asada que había preparado Heggia, que completaron luego con bananas y dátiles frescos.

Habían encendido ya sus pipas cuando les llamó la atención el hecho de que los pájaros abandonaban rápidamente la costa del lago.

— ¿Qué es lo que puede haber asustado así a los pájaros? -dijo el germano.

— ¿No será que ha desembarcado alguna partida de negros? -preguntó El-Kabir.

Ante esa suposición, todos se levantaron ele repente, tomando sus fusiles.

— No te expongas -dijo el árabe viendo que el germano se disponía a marchar hacia la orilla por medio de los cañaverales-. Los negros de esta región son muy astutos y además tienen muy buenas armas de fuego.

En ese momento se escuchó una aguda gritería proveniente de la orilla, acompañada por el monótono tam-tam de los tambores.

— Vayamos a ver -dijo Otto que no podía quedarse tranquilo-. El dirigible está escondido entre las plantas, y nosotros tenemos nuestros fusiles con abundantes municiones.

Atravesando con cuidado los cañaverales, se acercaron hasta la orilla, y al llegar pudieron ver un curioso espectáculo.

A unos cien metros de distancia se encontraba varada en la costa una gran canoa rústica, hecha con el tronco excavado de un árbol gigantesco.

Sentados sobre ella, treinta indígenas cantaban a voz en cuello, llevando al mismo tiempo el compás mediante golpes dados con las manos en la embarcación.

Delante de ellos, un negro que parecía un sacerdote, bailaba una danza macabra, moviéndose como si estuviera enloquecido.

— ¿Qué es lo que hacen? -preguntó el germano asombrado.

— Saludan a la tierra -le contestó El-Kabir.

— No comprendo.

— Saludan a la tierra, es decir gritan y saltan para llamar la atención de los habitantes.

— Patrón -dijo Heggia en ese momento-. Veo otras canoas que se acercan a la costa.

— ¿No tendrán intenciones de atacarnos? -dijo Mateo-. No me fío mucho de estos indígenas.

— Conviene que nos vayamos y pronto -dijo entonces el germano, ya convencido.

Rápidamente retornaron al campamento y se pusieron a descargar las piedras que habían cargado de más en reemplazo de su propio peso.

Una vez levantada el ancla, el “Germania” comenzó a elevarse lentamente, atravesando la cortina de árboles que lo ocultaban.

En ese instante se sintió una terrible gritería. Sobre la orilla del lago, los tripulantes de cinco canoas, que los habían visto, gritaban desaforadamente, al tiempo que disparaban sus mosquetes y sus flechas.

Pero era tarde; el dirigible, que fue aliviado de casi cien kilos de lastre, se elevaba rápidamente, alejándose hacia el Oeste.

Los indígenas no se desanimaron, y se lanzaron a las canoas para perseguirlos, pero lógicamente sin ningún resultado, ya que la velocidad del aparato aéreo era muy superior.

— Nos buscaban a nosotros -dijo el germano al cabo de un rato, cuando ya hubo pasado por completo el peligro.

— Posiblemente nos hayan visto descender, y trataron de asaltarnos antes de que pudiéramos levantar vuelo nuevamente -contestó el árabe.

Considerando que por el momento no había mayores inconvenientes, nuestros amigos se dispusieron a descansar tranquilamente.

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