Capítulo 4

LA COSTA AFRICA

Cinco minutos después El-Kabir llegaba a la plataforma, ayudado por Heggia y otro negro de formas atlética:. El árabe desconfiaba de las diabólicas invenciones de los europeos, y al verse suspendido entre el cielo y la tierra sintió que se le paralizaban las piernas.

Todo su coraje -que no era mucho- lo había abandonado, y sus facciones estaban casi blancas de miedo. -Siento que me da vueltas la cabeza -dijo apoyándose sobre sus sirvientes que, por otra parte, no se sentían mejor que el patrón.

— Ten coraje, amigo -le dijo Mateo, haciéndolo sentar sobre un cajón-. Tu conmoción es natural y pasará en seguida.

— No tengas ningún temor, El-Kabir -dijo el germano-. Ya verás cómo manejo mi dirigible.

— Les creo, sólo que me parece que de un momento a otro nos vamos a caer.

Mientras conversaban, Mateo había levantado la escale: de cuerdas.

— ¿Estamos listos?

— Sí.

Las dos hélices se pusieron en movimiento y el dirigible reinició su marcha, pero esta vez a una velocidad mucho mayor, por cuanto tenía el viento a su favor.

En menos de tres minutos atravesaron la ciudad de Zanzíbar, v el “Germania” comenzó a volar sobre el mar.

El árabe comenzó a recobrar su sangre fría, una vez que se le fue pasando el susto del primer momento. Había dado grandes muestras de coraje durante sus aventuras en el centro de África, de manera que el temor no podía durarle mucho tiempo.

Al cabo de un rato se levantó como si estuviera avergonzado de haber dado muestras de temor, y comenzó a observar el dirigible.

— Permíteme que te felicite -le dijo al germano-. Estoy muy contento de que estés asociado a mi empresa.

— Yo estoy contento de ver que ya estás tranquilo.

— Vuestro dirigible es un prodigio.

— ¿Ya se te ha pasado el temor?

— Sí -respondió el árabe sonriendo-. Al principio no me sentía seguro, pero ahora estoy tan tranquilo como si estuviera en mi casa. ¡Qué linda sorpresa para los espías de Altarik!

— ¿Vigilaban vuestra casa?

— Había ocho hombres.

— ¿Vieron el dirigible?

— Sí, y al ver que semejante monstruo se acercaba a mi casa se asustaron tanto que salieron corriendo como enloquecidos.

— Mañana se comentará en Zanzíbar que un terrible monstruo ha aparecido sobre la ciudad.

— Con seguridad que el sultán movilizará todas sus guardias para darle caza.

— Durante mucho tiempo se hablará del misterioso monstruo que ha raptado a El-Kabir.

— A lo mejor me considerarán un santo -dijo el árabe-. Pero no creo que estas leyendas convenzan a Altarik.

— ¿Crees que pueda sospechar algo?

— Más de una vez ha estado en Europa, e imaginará de qué se trata. Por otra parte, sus espías no dejarán de darle un informe detallado.

— Pero si él está ya en el continente…

— Sus correos lo alcanzarán. No debe estar mucho más allá de Bagamoyo.

— El viento nos lleva hacia esa ciudad -dijo el germano.

— Seria preferible evitarlo.

— ¿Por qué?

— Es una plaza fortificada con cañones, y los árabes podrían dispararlos contra nosotros creyendo atacar realmente a un monstruo.

— En ese caso nos mantendremos lejos de esa ciudad.

— Veamos si aún se distingue el velero.

Los tres hombres se dirigieron a proa y comenzaron a vigilar el horizonte.

El “Germania” volaba sobre el mar, a una altura de aproximadamente doscientos metros. En aquellos momentos el estrecho de Zanzíbar estaba desierto. Cerca de la isla se veían sin embargo dos débiles luces, que indicaban que una embarcación iniciaba la travesía. De la misma se desprendían de tanto en tanto señales luminosas, que volvían a caer al mar, después de describir una larga parábola.

— Debe ser el velero de Altarik.

— Sí. Tiene la esperanza de poder seguirnos, y mientras tanto hace señales a sus compañeros; pero no importa, perderá el tiempo inútilmente.

— ¡Qué constancia tienen!

— Se dan cuenta de que hemos iniciado la expedición a pesar de todas sus precauciones.

La vigilancia que establecieron en torno a mi casa les ha valido de poco. -¿Sabes una cosa, Otto?

— ¿Qué?

— Tengo un apetito extraordinario.

— Como el tiempo está tranquilo, y la brisa es suave, podríamos aprovechar para comer algo. Trae unas latas de carne conservada, bizcochos y una botella de ginebra.

— El Profeta prohíbe las bebidas fermentadas -dijo el árabe.

— Te perdonará en vista de las circunstancias especiales. Lo ha prohibido a los hombres que viven sobre la tierra, pero no a aquellos que vuelan.

— Cierto. El Corán no habla de hombres que vuelen.

— Como ves, puedes gustar nuestro licor.

— Tú eres el más fuerte. Me someto y cumplo tus órdenes.

Los dos negros habían colocado un cajón en el centro de la plataforma, lo cubrieron con un mantel y pusieron encima las provisiones, mientras Mateo abría las latas y destapaba la botella.

Todos comieron con mucho apetito, e incluso el árabe gustó mucho de la ginebra, a pesar de los preceptos del Corán.

Terminaron de comer al alba. A medida que el sol aparecía sobre el horizonte, se diluían las tinieblas y se apagaban las estrellas, mientras el mar comenzaba a brillar con reflejos dorados.

La isla de Zanzíbar había desaparecido cubierta por la niebla matutina, mientras comenzaba a delinearse la costa africana que ya estaba muy próxima.

Los pájaros marinos volaban en torno al dirigible, saludando su paso con gritos estridentes, y tratando en vano de seguirlo en su rápida marcha.

Nuestros amigos, a los que la comida había puesto de buen humor, se disponían a encender las pipas cuando de entre la niebla que cubría el mar vieron surgir una nave a vapor que se dirigía hacia Zanzíbar. Era un barco de dos mástiles, de vieja apariencia, en cuyo tope flameaba la bandera del sultán.

Al ver al dirigible la nave se detuvo; sobre su cubierta la tripulación contemplaba con estupor y miedo aquel monstruo misterioso que volaba junto a los pájaros marinos.

— ¡Allah! ¡Allah! -se sentía gritar.

En su ignorancia, esos hombres supersticiosos rogaban a su dios que los librase de ese monstruo extraordinario, que se les ocurría pronto a arrojarse sobre la nave para hundirla.

Mientras tanto el “Germania”, empujado por la brisa matutina, pasó rápidamente, continuando su derrotero hacia la costa africana.

— ¡Qué susto se llevaron! -exclamó el griego riendo a carcajadas-. ¡Las historias que contarán cuando lleguen a Zanzíbar!

— Dirán que combatieron contra un monstruo marino. ¿No sintieron los cañonazos?

— ¿Constituye este barco toda la flota del sultán?

— En efecto, y su majestad está orgulloso de poseerlo. Es una nave que ha costado muy cara, casi tanto como uno de vuestros cruceros.

— ¿A qué se debe eso?

— ¿Es que no conocéis la historia? La voy a contar, porque es graciosa e interesante.

El árabe se sentó sobre un cajón, tomó otro vasito de ginebra, encendió la pipa e inició su relato.

— Cuando el sultán llegó al trono estaba obsesionado por la idea de poseer un barco a vapor. Se sentía sumamente afectado en su orgullo al ver que los barcos europeos llegaban hasta su estado, mientras que él no poseía más que míseras naves a vela, incapaces de luchar hasta con una simple cañonera. Decidido a procurarse una de esas rápidas naves, un día llamó a uno de sus más fieles ministros, Assim Abdellah, diciéndole:

— He hecho marchar a tu hijo a Francia para que estudie todas las brujerías de los blancos y las maravillas de los infieles. Yo deseo tener un barco a vapor para surcar el mar como ellos.

— Eso os costará caro -observó el ministro.

— Pondré mis tesoros a tu disposición, pero exijo que guardes el secreto.

— El hijo del ministro -continuó el árabe- había estudiado ingeniería en París por encargo del sultán y, como era de suponer, accedió al instante al deseo de su patrón, partiendo en seguida para Europa, portador de cuantiosas sumas para efectuar esa adquisición.

Desgraciadamente era muy joven y amante del lujo y los placeres, de manera que, en lugar de concretarse a cumplir al instante su cometido, regresó a París, iniciando una vida desorbitada.

“Como era de esperar -dijo sonriendo el narrador-, en menos de tres meses habían desaparecido los fondos destinados a la compra del barco. Mientras tanto, el pobre sultán, confinado en su isla, soñaba imaginando la llegada de su nave. Cada vez que el vigía anunciaba la llegada de una embarcación corría hacia la terraza de su palacio para ver si era la suya, sufriendo como es de suponer amargas desilusiones. Pero, como todo se sabe, un día recibió la noticia de que el barco tanto tiempo esperado había desaparecido en las orgías parisinas de su delegado, y que éste regresaba a Zanzíbar en una nave inglesa, solicitando de antemano el perdón del sultán.”

— Lo habrá hecho empalar en seguida.

— Al principio pensó hacerlo; luego, teniendo en cuenta los fieles servicios prestados por el padre, proyectó desterrarlo para siempre, y por último terminó perdonándolo y enviándolo nuevamente a Europa con fondos para comprar la dichosa embarcación.

— Ese sultán era muy bueno. Yo lo hubiera hecho decapitar.

— E1 joven Mohamed partió nuevamente, recibiendo en el momento de partir una buena filípica. Sin embargo la dura lección recibida no había sido suficiente y, en su fuero interno, ya había decidido que la segunda nave de su majestad debía consumirse también en la vida alegre de París. Pero sus planes sufrieron una modificación: al llegar a Adén encontró una de sus antiguas conocidas de Francia y la pareja partió alegremente para El Cairo, consumiendo en alegres francachelas el dinero del sultán.

“Cuando el joven se encontró nuevamente sin fondos -prosiguió el árabe- no se animó a regresar a Zanzíbar, donde era indudable que lo esperaba la muerte, y cuando estaba desesperado, sin saber qué rumbo tomar, lo salvó una idea genial. Vestido con sus ropas más espléndidas se apersonó a un rico armador de Alejandría, y presentándose como enviado del sultán compró una soberbia nave que debía pagarse en Zanzíbar. Mientras tanto ya habían llegado a esa isla las noticias de que la segunda nave de su majestad había naufragado a la vista de las pirámides.

“Como podéis imaginar -siguió diciendo-, la cólera del sultán fue terrible, y ordenó apresar a su delegado apenas pisara la isla, con instrucciones de decapitarlo en seguida.

Podéis imaginaros entonces cuál sería su asombro al divisar un día, desde su terraza, la llegada de un soberbio barco en cuyos mástiles flameaba airosamente la bandera de su casa. Quedó como fulminado; al principio creyó haberse engañado, pero no, la nave llevaba verdaderamente los colores de Zanzíbar: fondo rosa con una media luna de plata, y además, sobre el puente de mando, con un brillante uniforme de almirante, se distinguía al joven Mohamed.

“El sultán estuvo a punto de volverse loco -continuó el narrador-. Corrió precipitadamente al puerto como enloquecido, abrazó al hijo de su fiel ministro, y no sólo lo perdonó nuevamente sino que, después de pagar por tercera vez la nave, nombró al joven gran almirante de la flota de Zanzíbar.”

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