Capítulo 5

LA CARAVANA

Tres horas después el “Germania” llegaba a las costas africanas. El viento lo había desviado un poco al norte de Bagamoyo, cosa que en su fuero íntimo los amigos lamentaron, por cuanto éste era una de las más interesantes ciudades de la costa oriental de África.

El sol había recalentado el gas del dirigible, que navegaba ahora a una altura de seiscientos metros, lo que les permitía divisar una enorme porción del territorio.

En aquel lugar la costa aparecía deshabitada, pero se divisaban en cambio inmensas llanuras verdes, alternadas con frondosos bosques. Hacia el Oeste se alcanzaba a ver el Wami, un río muy largo, que tiene sus fuentes en el Usagara y desemboca en el océano, mediante dos brazos muy profundos, casi frente a la isla de Zanzíbar.

— Este territorio que se extiende ante nosotros es la provincia de Ussengua, muy bella y fértil; antiguamente pertenecía al sultán, pero ahora es un protectorado alemán.

— ¿Es peligrosa para recorrer?

— No -contestó el árabe-; yo he estado muchas veces durante mi juventud y nunca tuve problemas. Los peligros los encontraremos más adelante, en el país de los Ruga-Ruga.

— ¿Quiénes son ésos?

— Bandidos audaces y de suma ferocidad, que se dedican a asaltar las caravanas que atraviesan su territorio.

Gozan de cierta impunidad porque son protegidos de Nurambo.

— ¿Qué poder ejerce Nurambo?

— En su juventud fue un guía al servicio de las caravanas, y ahora es uno de los monarcas más poderosos de África, al punto que se hace llamar el “Napoleón Africano”.

— ¡Casi nada!

— Es un gran conquistador, que ha sometido y maneja un reino de varios millones de negros.

— ¿Será amigo de Altarik?

— Así se dice.

— Entonces es un enemigo poderoso.

— En efecto, pero gracias a nuestro dirigible nos causará pocas molestias y podremos desafiar impunemente a sus huestes.

— Sin embargo, alguna vez tendremos que descender a tierra -dijo Mateo.

— Lo haremos casi todas las tardes, para aprovisionarnos de agua y de combustible para nuestros motores. Desde luego que elegiremos lugares desiertos, alejados de las ciudades y de la ruta de las caravanas.

— También alguna vez podremos darnos el lujo de procurarnos carne fresca. Me han dicho que el Usagara es muy bueno para cazar.

— Existen animales de todas clases.

— ¿También leones y elefantes?

— En efecto.

— Quizá tengamos la suerte de cazar alguno.

— Heggia fue en un tiempo un famoso cazador de elefantes.

— Entonces pondremos a prueba sus habilidades. Mientras tanto el dirigible había penetrado en el continente, atravesando llanuras, bosques y campos cultivados, a una velocidad de treinta a treinta y cinco millas por hora.

De tanto en tanto se observaban algunos campos de cultivo, donde los negros se encontraban ocupados en la cosecha del mijo y la mandioca. Al ver el inmenso monstruo que cruzaba los aires, abandonaban precipitadamente sus tareas y huían lanzando gritos desesperados.

Lo más notable ocurría cuando el dirigible volaba sobre algún poblado. Apenas era divisada la sombra gigantesca que la nave proyectaba sobre el suelo, un estupor indescriptible se apoderaba de los habitantes. Interrumpiendo sus conversaciones, miraban hacia arriba y al observar al dirigible se dispersaban corriendo como desesperados.

Alaridos, llantos y chillidos de mujeres y niños se escuchaban por doquier, como si aquel terrible monstruo fuera a caer sobre el poblado y hacerlo desaparecer de un bocado junto con sus habitantes.

A veces, sin embargo, se encontraban algunos negros más valerosos, que armaban sus arcos y disparaban algunas flechas al monstruo, las que, claro está, resultaban completamente inofensivas.

Nuestros amigos se divertían en grande al ver aquellas escenas cómicas y, cuando el susto llegaba al máximo, para recompensar de alguna manera a aquellos pobres diablos, dejaban caer latas con víveres, o collares con perlas de fantasía.

Mientras conversaban y reían, el “Germania” continuaba su trayectoria, manteniendo una dirección constante, si bien se habían parado las hélices por no ser necesario su empuje adicional.

En ese momento los arrastraba la gran corriente de los vientos Alisos que sopla constantemente del Este hacia el Oeste, de manera que no había que efectuar ninguna maniobra con el dirigible.

El territorio que atravesaban aparecía siempre como de una feracidad prodigiosa, si bien los poblados eran cada vez más raros y rarísimas las cabañas aisladas.

En cambio, eran cada vez más frecuentes los bosques majestuosos, que desde lo alto se veían como masas de color verde oscuro, formadas por las especies más heterogéneas.

Se apreciaban perfectamente los macizos de caña bambú, prolongados hacia arriba por sus largos penachos encorvados y oscilantes, de un color verde claro; los fantásticos

helechos arborescentes, las palmeras salvajes, y miles de otras especies desconocidas para nuestros amigos.

De vez en cuando se alzaba solitaria en medio de la llanura una inmensa cúpula vegetal, constituida por la llamada “Higuera de las Pagodas”, cuyas ramas poseen la característica de emitir raíces adventicias, que al llegar a tierra se transforman en otros tantos troncos.

De esta forma, una sola planta puede constituir un bosque entero. Como es lógico, ninguna otra especie puede crecer a la sombra de estos gigantes, capaces de servir de refugio a una tribu íntegra.

Gracias a sus largavistas, nuestros amigos podían apreciar bandadas de gacelas y de antílopes, excelente caza para 1-os europeos. También se divisaban tropas de jirafas, de largo cuello y piernas veloces, y algunas especies de cebras, parecidas a asnos, pero con la piel curiosamente pigmentada a rayas blancas y negras.

— ¡Cómo me gustaría encontrarme en medio de esa selva! -dijo el germano, que era un cazador apasionado-. Me tienta la vista de tantos animales.

— ¿Qué te impide ir a cazarlos?

— Podría hacerlo soltando gas de los globos.

— ¿Sería riesgoso hacerlo?

— Tengo una reserva igual en los cilindros, pero de todas maneras ese gas es demasiado precioso para una expedición que va muy lejos, hacia el corazón de África, y luego debe regresar hasta la costa.

— ¿Cómo harás entonces para descender?

— Hay que esperar que desaparezca el sol. En esas condiciones, al enfriarse el aire, el gas se condensa y el dirigible desciende. Cuando esto ocurre es posible arrojar un ancla que sujete al dirigible, que es forzado después a bajar a tierra mediante el empleo de aparejos.

— ¿Cuándo lo harás?

— No me atrevo a descender de día. Los negros podrían atacarnos y averiar el dirigible.

— Tienes razón. La prudencia es una cosa muy buena en este país. ¿Bajaremos esta noche?

— Será necesario. Tenemos que renovar la provisión de agua para consumo y para los motores.

— Cazaremos a la luz de la luna. Aquí estamos todavía en una región tranquila -dijo el árabe-. Cuando lleguemos a la zona de Ugogo será otra cosa, y todas las precauciones serán pocas.

Al mediodía almorzaron cuando pasaban sobre el Wami, tortuoso río al que cruzaban por tercera vez.

Se encontraban saboreando una sabrosa taza de café preparada por Heggia, cuando sintieron que Sokol, el otro negro, los llamaba.

— ¡Se ve una caravana atravesando el río! Nuestros amigos se asomaron a la barandilla.

Quinientos metros más abajo, una larga caravana de árabes, fácilmente reconocibles por

sus albornoces, y unos cincuenta cargadores negros de los que es fácil contratar en Zanzíbar, estaba cruzando el río sobre un rústico puente colgante construido con cañas de bambú entrelazadas y atadas entre sí por medio de lianas. Ambos extremos de este conjunto estaban amarrados en las barrancas de las orillas a los troncos de gigantescos sicomoros.

Al ver al dirigible los árabes se habían detenido blandiendo sus fusiles, mientras los negros más supersticiosos se arrojaban al agua, abandonando sus cargas sobre el puente.

— Están por atacarnos con los fusiles -dijo el griego.

— No nos harán nada. Sus armas son pésimas.

— ¿Será alguna de las caravanas de Altarik? -preguntó el germano que por precaución había puesto en marcha los motores, dirigiendo el aparato hacia un bosque cercano.

— Es posible. Altarik manda numerosas caravanas hasta Taborah, y a veces más lejos aún.

En ese momento, justo cuando el dirigible volaba sobre un grupo de árabes, un objeto cayó desde la plataforma del aparato, sumergiéndose rápidamente en el río.

— ¿Qué es lo que ha caído? -preguntó El-Kabir dándose vuelta rápidamente.

— Se me cayó la botella de ginebra -dijo Sokol, retrocediendo asustado.

— No, la botella de ginebra está aquí -dijo Heggia. -Entonces debió ser una botella llena de ron -contestó Sokol turbadísimo.

— Tienes que ser más prudente. Podría haber originado una descarga por parte de los árabes -lo retó El-Kabir.

Afortunadamente el dirigible pudo pasar sin inconvenientes. Toda la atención de los árabes se había concentrado en la botella, e incluso algunos se arrojaron al agua para recogerla.

— Que se la beban a nuestra salud -dijo simplemente Mateo-. Nosotros tenemos aún una buena reserva. Pocos instantes después el “Germania” dejaba atrás el río; pasando sobre bosques inmensos y pantanos llenos de pájaros.

Algunas águilas, viendo pasar el dirigible, alzaron vuelo y comenzaron a volar alrededor de la plataforma, mostrando un aspecto muy belicoso.

Afortunadamente un tiro certero disparado por el griego mató a una y decidió a las demás a emprender una veloz retirada.

Al atardecer, el “Germania” llegaba a los confines del Useoma, marcados por una cadena de colinas y una serie de afluentes del río Wami.

Viendo que el lugar estaba desierto, y que se aproximaba la puesta del sol, el germano les propuso descender a tierra.

— Cerca de aquí veo un río que aprovecharemos para renovar nuestra provisión de agua.

— Aún estamos muy alto -dijo el griego.

— Volamos a unos doscientos cincuenta metros.

— El gas no ha comenzado aún a condensarse.

— Probaremos a descender forzando las hélices. Larga un ancla, Mateo.

— ¿Tendremos cuerda suficiente?

— La del ancla mide trescientos metros.

— Arrojémosla -dijo el árabe.

Los dos negros arrojaron el ancla y comenzaron a desenrollar rápidamente la soga de la misma, hasta que ésta tocó el suelo.

En ese momento el dirigible atravesaba una inmensa llanura, salpicada cada tanto por pequeños grupos de árboles.

— ¡Cuidado con el tirón! -dijo el germano.

El ancla resbalaba por el suelo, hasta que, de pronto, al tropezar con unas raíces, se enterró profundamente. El dirigible, frenado de golpe, se sacudió con violencia, girando sobre sí mismo; luego permaneció inmóvil, meciéndose suavemente por la acción del viento.

Pronto las hélices, que eran de paso reversible, comenzaron a funcionar, y esta maniobra tuvo un éxito inesperado. Pronto el dirigible comenzó a descender lentamente, mientras los negros recogían la cuerda del ancla.

Al cabo de diez minutos el “Germania” se encontraba a unos cuarenta metros del suelo, y cuando nuestros amigos arrojaron la escala de cuerdas la extremidad de ésta quedó arrastrando por la pradera.

— Listo -dijo el germano parando los motores-. Ya podemos descender.

— ¿Dejaremos a Sokol de guardia en el dirigible? -preguntó el griego.

— Preferiría que fuera Heggia -contestó el árabe-. Tengo mayor confianza en él.

— ¿Iremos de cacería?

— ¿Desdeñarías tú un buen trozo de antílope asado?

— Confieso que se me hace agua la boca. -Entonces vamos a cazarlo.

— ¿Y la provisión de agua?

— Será lo primero que haremos.

— Tú permanecerás aquí -dijo el árabe a Heggia-. Cualquiera que aparezca y trate de dañar al dirigible, avísanos disparando tres tiros seguidos de fusil.

— De acuerdo, patrón -respondió el negro.

— Tú, Sokol, toma un barrilito y sígueme -ordenó Otto.

Nuestros amigos se armaron de fusiles y de machetes e iniciaron el descenso por la larga escala de cuerdas, llegando felizmente a tierra.

Habían aterrizado sobre una pradera ligeramente ondulada, interrumpida cada tanto por pequeños grupos de datileros salvajes. Bellísimas flores silvestres formaban matas

multicolores.

Primero que nada decidieron dirigirse al río que corría a unos ciento cincuenta metros del lugar del descenso, bordeando un frondoso bosque. Su paso por la pradera hacía levantar vuelo a bandadas de pájaros que huían gritando asustados.

Sin embargo nuestros cazadores desdeñaron esas piezas pequeñas. Estaban ilusionados por conseguir una presa grande, que les permitiera preparar un pantagruélico asado.

Al llegar a las márgenes del río llenaron el barril y ordenaron al negro que regresara con él hasta la escala y, mientras los esperaba, preparase una gran hoguera para asar la presa que confiaban cazar.

— ¿Hacia dónde vamos? -preguntó el griego.

— Yo aconsejaría que nos escondiéramos entre los matorrales que bordean el río -dijo el árabe-. Al anochecer las fieras se acercan a estos sitios para beber.

— ¿Vendrán algunos antílopes? -dijo el germano, que se había propuesto cazar uno de esos animales.

— Sí, y probablemente también gacelas, cuya carne es más delicada.

— ¿Y leones? -preguntó Mateo haciendo una mueca.

— No me asombraría mucho si apareciera alguno.

— Sería un buen principio -dijo Otto-. Por mi parte haré lo posible para que no se escape.

— ¡No nos metamos con esos animales! -exclamó el árabe-. En mi juventud he matado unos cuantos y sé lo peligrosos que son. Una vez me dieron un zarpazo que me arrancó media espalda.

— Tienes que contarnos esa historia, El-Kabir.

— Primero busquemos un escondite seguro.

Costeando las márgenes del río durante unos doscientos metros, llegaron a un bosque sombrío, formado por una enorme “Higuera de las Pagodas”, cuyos innumerables troncos parecían las columnas de una inmensa catedral.

El árabe, que además de prudente era un hábil cazador, recorrió primeramente los alrededores y luego condujo a sus amigos hacia el tronco principal, cuyas raíces, al sobresalir del terreno, formaban unos cómodos asientos.

— Quedémonos aquí -dijo-. Desde este lugar podemos vigilar la selva y las márgenes del río.

— ¡Qué silencio!

— ¡Y qué frescura deliciosa!

— Esta tranquilidad no durará mucho -dijo El-Kabir-. Dentro de poco la selva se llenará de aullidos y ruidos extraños.

— Por ahora todo está tranquilo.

— Es que todavía hay un poco de luz. La función no comenzará hasta que reine la

oscuridad.

— ¿Tendremos que esperar mucho?

— Algunas horas.

— El tiempo necesario para que nos cuentes tu aventura -dijo Mateo.

— ¿Tienes interés en conocerla?

— Quizá pueda servirnos de experiencia.

— Sí, así sabréis cómo me he hecho triturar tontamente la espalda.

— Con los leones no hay que bromear. ¡Lo has dicho tú!

— Cierto, pero a veces el ardor juvenil y el placer de la aventura superan la voz de la prudencia, y uno comete tonterías.

— Bien. Comienza tu historia.

— Déjenme encender primero la pipa.

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