Capítulo 6

CACERÍA DE LEONES

Una vez cargados los fusiles, nuestros amigos se sentaron cómodamente, y el árabe, encendida la pipa, tomó la palabra.

— La aventura que voy a contarles ocurrió doce años atrás, y por lo tanto no es muy vieja, al punto que hay días en que mi pobre espalda me duele todavía como si las zarpas de la fiera estuvieran aún triturándomela. Regresaba de Taborah conduciendo una caravana compuesta de unos cincuenta negros cargadores y unos veinte asnos. En esos momentos atravesábamos el Ugogo, que es el paraíso de los cazadores. Varias veces habíamos tropezado con jirafas, cebras, antílopes y búfalos, pero siempre lograban escapar sin que pudiéramos cazar ninguno.

“Como estábamos escasos de víveres -prosiguió el narrador-, un día decidí dar un poco de descanso a la caravana y dedicarme a la caza. Formaban la partida, además. Heggia y dos negros zanzibareses, de un coraje indomable. Como habíamos rastreado algunos animales hasta un monte boscoso, decidí internarme en él con mis servidores.

Alegremente iniciamos la marcha al amanecer, atravesando los bosques que cubrían las laderas del mismo, y llegamos hasta la cima. Ya nos disponíamos a descender por el lado opuesto cuando Heggia me señaló una cueva que se abría sobre una enorme roca.

— Es posible que allí esté refugiado algún animal -me dijo-. ¿Quiere que vaya a ver?

— No -respondí-; ese riesgo quiero afrontarlo yo-. Ordenando a Heggia que se colocara detrás mío, y a los otros dos negros que se escondieran entre las rocas, penetré

resueltamente en la cueva.

“Había avanzado apenas unos pocos pasos cuando observé en el suelo una masa oscura que por la penumbra no distinguí bien al principio, pero que no tardé en reconocer: era un enorme león que descansaba tranquilamente en su cueva. No había un momento que perder; se trataba de actuar prontamente o de abandonar la piel, y a la mía yo todavía le tenía cariño. La fiera se agazapó; con los músculos en tensión, la cabeza erguida y la melena erizada, lista para abalanzarse sobre mí.

“Yo permanecí inmóvil -siguió contando el árabe-, pero no por valentía sino debido a que mis piernas estaban paralizadas por el temor. Afortunadamente el miedo me duró sólo unos instantes, y en seguida, dándome cuenta de lo desesperante de la situación, avancé un paso, levantando el fusil. El león se irguió un poco sobre sus patas y lanzó un terrible rugido, amplificado por la sonoridad de la cueva. La fiera se encontraba a unos seis o siete metros, lista para saltar y matar. Instintivamente adopté una resolución desesperada: descargué mi fusil y, aprovechando la nube de humo que me cubría, salí corriendo al exterior al tiempo que gritaba a mis hombres:

— ¡Cuidado!… -Sentí un rugido terrible que me hizo helar la sangre en las venas, seguido de un grito humano. El león se había arrojado sobre Heggia, que sin tiempo para huir había quedado aterrado. El negro era valeroso; viendo que la fiera se le venía encima, arrojó el fusil, que de poco le servía en esa ocasión, y empuñó su cuchillo.

— La situación era desesperada -prosiguió Al-Kabir-. Los otros dos negros hablan fugado, de manera que quedaba yo solo, pero viendo a mi pobre sirviente en las garras del león no quise abandonarlo a su triste suerte. Cargué mi arma y apunté a la fiera, sin tomar la precaución de refugiarme detrás de una roca. El animal, al ver mi actitud, dejó a Heggia y con un salto terrible se me abalanzó. Yo hice fuego, alcanzando a herirlo en el aire, pero el impacto de la bala no lo detuvo; cayó sobre mí y de un solo zarpazo me desgarró la espalda. El dolor que sentí fue tan intenso que perdí el sentido en el mismo momento que Heggia, que había tenido la suerte de salir casi ileso, mataba a la fiera de un balazo en la cabeza. Cuando…

— Continúa -dijo el griego al ver que el árabe había interrumpido su narración.

— Me pareció sentir un ruido -contestó El-Kabir levantándose y tomando su fusil.

— ¿Qué es lo que escuchas? -preguntó Otto.

— Miren lo que se acerca hacia nosotros, camino del río. -Parece un buey gigantesco.

— Capaz de atravesarnos a los tres juntos con su cuerno -les advirtió el árabe-. ¡En lugar de gacelas y antílopes tendremos que luchar contra un rinoceronte!

— Son bestias sanguinarias y de piel durísima.

— Pongámonos en guardia. Tengo la impresión de que viene a atacarnos.

— Subámonos sobre estas raíces. Allí estaremos fuera del alcance de su cuerno.

La propuesta era buena, de manera que la aceptaron en seguida. Los tres cazadores treparon sobre las raíces, las que no sólo eran muy gruesas sino que también tenían bastante altura, al punto de que casi tocaban las primeras hojas del árbol.

En ese momento salió la luna, lo que permitió ver perfectamente al animal. Era una bestia de casi cuatro metros de largo, de formas pesadas y macizas, cubierta de una piel seca y rugosa, que formaba grandes repliegues a los costados.

La piel de estos animales es tan gruesa que no puede ser atravesada por los puñales y las lanzas; aun las balas de las armas de modelo antiguo son inofensivas para ellos y se estrellan inútilmente contra esta especie de coraza.

Sus únicos puntos vulnerables son el vientre y los ojos, de manera que los cazadores, si desean tener alguna probabilidad de matarlo, tienen que esperar el momento en que muestran su flanco.

Los rinocerontes tienen fama de ser estúpidos, brutales y sumamente feroces. Cuando están irritados no se detienen ante nada y cargan enloquecidos, con la cabeza baja y el cuerno hacia adelante.

Su cuerno, sumamente peligroso, llega a medir hasta ochenta centímetros y es de un marfil tan duro que resiste a cualquier proyectil. Algunos animales llegan a tener un segundo cuerno, pero éste es muy chico y no sirve para el ataque.

El-Kabir, que conocía bien a estos animales, sabía que una vez irritados no se detienen ante nada. Por ello recomendó a sus amigos no hacer fuego más que en último caso y cuando existiera alguna posibilidad de éxito.

— Aún matándolo no ganaríamos nada -dijo-. Su carne es durísima y no sirve para comer.

Nos conviene más dejar que se vaya.

Sin embargo la fiera no pensaba así; había visto a los cazadores y estaba dispuesta a aproximarse para verlos de cerca. Aún lo retenía un poco de desconfianza, pero ésta no duraría mucho en un animal de tanto coraje y de fuerza apenas un poco inferior a la del elefante.

Ya comenzaba a mostrar síntomas de impaciencia, moviendo la cabeza y golpeando el suelo con sus patas delanteras.

— Ya está por iniciar su ataque -les avisó el árabe-. Avanzará como enloquecido y causará bastantes destrozos en el árbol.

p-Lo detendremos con nuestras armas -dijo el germano-. Nuestros fusiles son muy poderosos y sus balas perforarán la piel del animal, cualquiera sea su espesor. El animal ya bajaba la cabeza, listo para iniciar su ataque, cuando un rugido formidable que partió de unos matorrales próximos lo frenó de golpe.

— ¡Un león! -exclamó El-Kabir.

— Pues sí que estamos en buena compañía.

— ¿Lucharán entre ellos?

— Asistiremos a una pelea tremenda.

Al oír el rugido, el rinoceronte se había dado vuelta con una velocidad sorprendente para su peso, dispuesto a enfrentar a su nuevo enemigo.

— ¿Lo atacará el león?

— No es un animal cobarde y aceptará el combate.

— ¿Quién resultará ganador?

— Es posible que ni uno ni otro; el león es demasiado ágil para dejarse atravesar por el cuerno, y la piel del rinoceronte demasiado dura para ser desgarrada por las zarpas del león.

De repente se sintió un segundo rugido, y una forma confusa, atravesó velozmente el espacio, cayendo sobre la grupa del rinoceronte.

— ¡Buen salto! -dijo el germano.

— No quisiera encontrarme yo en la piel de ese coloso -contestó Mateo.

El rinoceronte había lanzado un aullido de rabia y de dolor. El león había caído sobre sus espaldas, y del primer zarpazo le había destrozado una de las orejas y parte del hocico.

La bestia herida realizaba toda clase de esfuerzos para desprenderse de su enemigo, pero éstos eran vanos; el león continuaba encaramado sobre sus espaldas y con sus garras le estaba destrozando un lado de la cabeza.

De repente adoptó una resolución desesperada, y se arrojó bruscamente al suelo, tratando de aplastar a su enemigo, pero éste, con un magnífico salto, se desprendió a tiempo del rinoceronte, perdiéndose al instante entre la maleza.

— ¡Qué maniobra! -exclamó el germano entusiasmado.

— Veremos ahora cómo el rinoceronte trata de tomarse la revancha.

— No lo dejará en paz. Comenzará por destrozar el matorral, hasta que el león tenga que combatir nuevamente. La lucha apenas ha comenzado.

— Con tal que el vencedor no la emprenda luego con nosotros.

— No tienen tiempo para ocuparse de los hombres.

El rinoceronte gruñía como un endemoniado y saltaba como si el dolor de las heridas lo hubiera enloquecido; por último, con la velocidad de un tren expreso, arremetió contra los matorrales donde estaba escondido su enemigo.

El león, sorprendido por ese asalto imprevisto, pudo subir sin embargo por segunda vez a la grupa del rinoceronte que, con él a cuestas, emprendió una fuga desesperada. En pocos segundos ambos se habían perdido de vista, pero, durante largo tiempo, se sintieron, a la distancia, los rugidos de esta pelea.

— Por suerte se fueron.

— ¿No regresarán?

— Es difícil, a esta hora deben estar ya muy lejos.

— Y nosotros no hemos podido disparar aún un tiro.

— Recién comienza la noche; pronto vendrán los animales a beber.

— ¿Sintieron la risa de una hiena?

— Sí -dijo Mateo-, y me pareció que estaba muy cerca.

— Detrás de ella vendrán los antílopes y las gacelas. No tengan miedo que la cena nos la ganaremos.

— Silencio -ordenó el griego-. Siento un leve ruido entre la hojarasca.

— ¿Será el león que vuelve?

— Difícil, no creo que se haya detenido tan cerca.

Al cabo de unos instantes el árabe bajó lentamente a tierra, y tomando su fusil les dijo:

— Es la caza que esperábamos, no la dejemos escapar.

— ¿Es un antílope? -preguntó el griego.

— Sí, y tiene una carne muy rica para comer.

— Excelente noticia.

Los tres amigos comenzaron a deslizarse entre los troncos, tratando de hacer el menor ruido posible.

El animal venía de las orillas del río, donde había ido para beber; pero al sentir la risa de la hiena había cambiado su rumbo, buscando esconderse en la selva.

Los tres cazadores con una hábil maniobra le cerraron el paso, y cuando lo tuvieron a cincuenta metros le hicieron una descarga cerrada.

La pobre bestia, herida en varias partes, cayó al suelo.

— ¡Es nuestra! -gritó el germano corriendo hacia ella. Era un pequeño antílope de poco más de sesenta centímetros de altura, piel de un color dorado pálido y garganta blanca. Su cabeza estaba armada con dos pequeños cuernos negros.

— Bueno, ya que tenemos la cena, regresaremos al lado del “Germania”.

— Los sirvientes estarán inquietos por nuestra tardanza.

— Al escuchar nuestros disparos habrán invocado a sus dioses arrojando nueve ramitas secas al fuego -dijo El-Kabir.

El germano, que era el más robusto, cargó el antílope sobre sus espaldas, y todos iniciaron el regreso al campamento.

Durante la vuelta no tuvieron ningún inconveniente, y en seguida descubrieron la hoguera que habían preparado los sirvientes.

El “Germania” continuaba amarrado, y como el frío no había provocado aún la condensación de parte del gas, ejercía una fuerte presión sobre la soga del ancla. Sobre la plataforma iluminada por la luna se veía a Heggia que vigilaba fusil en mano, mientras al pie de la escala Sokol se encargaba de avivar el fuego.

— ¿Ninguna novedad? -preguntó el árabe al negro.

— Ninguna, patrón -respondió éste-. Sólo que vimos pasar a un rinoceronte que huía con un león sobre su grupa.

— Encárgate de desollar y asar este antílope.

Los tres amigos se tendieron a descansar sobre las hierbas perfumadas de la pradera, mientras Heggia descendía del dirigible para ayudar a su compañero.

La noche era bellísima; la luna brillaba en todo su esplendor en un cielo sin nubes, en el que centelleaban millares de estrellas.

Una suave y fresca brisa, impregnada del perfume de las flores silvestres, atemperaba el calor que todavía se desprendía del suelo.

Un silencio profundo reinaba sobre la llanura, interrumpido de tanto en tanto por los gritos del chacal o la risa de una hiena que se aproximaba al sentir el olor del asado.

Los amigos conversaban tranquilamente, observando encima de ellos al dirigible que se mecía suavemente ante el empuje de la brisa.

— Qué calma reina aquí -dijo el griego-. Parece imposible que estemos en África.

— Desconfíen de la calma africana -respondió El-Kabir-. El continente negro es el más peligroso de los lugares. Mientras nosotros estamos aquí conversando en la mayor tranquilidad, puede estar acechándonos un grave peligro entre las sombras de la noche.

Las fieras sanguinarias abundan -continuó-, y sus habitantes no son menos peligrosos que ellas. Esta tranquilidad puede ser interrumpida de golpe por gritos de guerra y de muerte.

— Por otra parte -siguió diciendo el árabe-, cuando lleguemos a la zona del Ugogo debemos efectuar una rigurosa vigilancia.

— ¿Por qué?

— Han llegado a Zanzíbar versiones de que Nurambo Niungu se han aliado para derrotar a Karema y apoderarse de la región del Tanganyka.

— ¿Quién es Niungu?

— El jefe supremo de los Ruga-Ruga, ladrones feroces que viven del saqueo. Habitan los bosques del Migonda-Naoli y de cuando en cuando abandonan su refugio para invadir los estados vecinos, donde causan terribles tragos.

— ¿Y Karema?

— Es un poderoso jefe que domina las tierras situadas sur del lago Tanganyka, muy amigo de los europeos. Para nosotros no es de temer, pero en cambio, deberemos estar en guardia contra Nurambo y Niungu.

— Bueno -los interrumpió el germano-. Por ahora vámonos a dormir, y mañana al alba reiniciaremos nuestro viaje, atravesando la zona del Ngura.

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