Capítulo 7

EL SULTÁN DE MHONDA

Nuestros amigos pasaron una noche relativamente tranquila, sin que apareciera ningún indígena. En cambio las fieras, especialmente hienas y chacales, se juntaron cerca del dirigible, haciendo un concierto ensordecedor que despertó muchas veces a los europeos, poco acostumbrados a dormir en esas condiciones.

Al salir el sol, Heggia soltó el ancla y el dirigible reinició su marcha hacia el Oeste, con sus hélices a toda velocidad, por cuanto el viento era muy débil e irregular.

Atravesando el río, en cuyas márgenes se observaban ahora numerosos animales, especialmente antílopes y gacelas, el “Germania” se dirigió hacia una cadena de colinas que aparecía sobre el horizonte.

Las mismas indicaban el comienzo de la zona del Ngura, antiguamente muy próspera y llena de habitantes, pero despoblada en la actualidad por las continuas correrías de los traficantes de esclavos.

Posiblemente los que más habían contribuido a esa ruina eran los árabes de Taborah, grandes traficantes de carne humana, que en bandas numerosas invadieron la región sometiendo o matando a sus pobladores.

Bosques inmensos se extendían bajo el dirigible, interrumpidos de tanto en tanto por pequeñas fracciones de terrenos cultivados con maíz, arroz, mandioca y tabaco.

Algunos negros, viendo pasar al “Germania”, salían corriendo presurosos, mientras otros, más valientes, les disparaban algunas flechas que, como es de suponer, no causaban el menor daño.

De pronto, una bala de fusil se aplastó bajo la plataforma de aluminio; había sido disparada por un cazador de elefantes y fue un verdadero milagro que no hiriera a nadie.

El griego, justamente irritado por esa agresión injustificada, respondió con dos tiros de máuser que hicieron huir rápidamente al atacante.

— De ahora en adelante debemos cuidarnos también de las armas de fuego -dijo el germano.

— Los negros de esta región poseen bastantes fusiles -contestó El-Kabir-. En realidad se trata de armas antiguas, pero las balas son siempre peligrosas.

— ¿Quién ha armado a estos indígenas?

— Los árabes de Taborah pagan los esclavos y las mercaderías que compran con armas y municiones que hacen llegar de Zanzíbar.

— ¿También los Ruga-Ruga están armados?

— Tienen cierta cantidad de fusiles, y Nurambo ha conseguido algunos de los más modernos.

— En ese caso debemos adoptar precauciones para no perder nuestro dirigible.

Al mediodía el “Germania” llegó a una cadena de colinas cuya altura obligó al germano a arrojar doscientos kilos de lastre, con lo que el aparato se elevó a los setecientos cincuenta metros.

Superado ese inconveniente, llegaron a una inmensa llanura cubierta de baobabs, enorme planta que forma por si sola un pequeño bosque, y cuyos troncos alcanzan tal grosor que cuarenta hombres, unidos por las manos, no son suficientes para rodear su perímetro.

En medio de esa llanura se veía un poblado de importancia, constituido por unas trescientas chozas, en el centro de las cuales estaba ubicada una construcción de mayor tamaño, indudablemente la sede del jefe.

— ¿Qué poblado será éste? -preguntó el germano.

— Es Mhonda, un pequeño reino independiente gobernado por un sultán usagaro.

— ¿Es salvaje?

— Todo lo contrario, y además siempre ha sido amigo de los blancos.

— Entonces podríamos hacerle una visita.

— No habría ningún peligro, porque además lo conozco personalmente. Tendremos una buena acogida, y aprovecharemos para pedir informes sobre la caravana de Altarik.

— De acuerdo -dijo Mateo-. ¿Dónde descenderemos?

— Preferiría hacerlo a cierta distancia del pueblo. Dispondremos de más libertad, y en caso de peligro podremos defendernos mejor.

A unos trescientos metros de las primeras chozas se veía un grupo de grandes sicomoros, cuyos gruesos troncos servirían para amarrar el dirigible. En consecuencia, el germano maniobró el aparato para dirigirlo hacia ese lugar.

— ¿Descendemos aquí, patrón? -preguntó Sokol lleno de impaciencia.

— ¿Te interesa? -le contestó El-Kabir sorprendido por su tono.

— Tengo un amigo en ese poblado -respondió el negro cambiando de tono, como si estuviera arrepentido de haber hecho esa pregunta.

— ¿Quién es?

— Un jefe.

— Trataremos de que tengas tiempo para ir a verlo. Mientras el “Germania” efectuaba las maniobras necesarias para el amarre, en el poblado se registraba un movimiento extraordinario.

Los indígenas, habiendo descubierto lo que les parecía un monstruo de nueva especie, se preparaban para organizar la resistencia.

Patrullas armadas con lanzas y viejos mosquetes se aprestaban para dirigirse al encuentro del dirigible. -Despleguemos alguna bandera -dijo el árabe-. Eso los tranquilizará.

— Tengo una de Zanzíbar.

— Reconociendo los colores del sultán se mostrarán menos desconfiados.

La bandera zanzibaresa, de fondo rosado con una media luna plateada, fue desplegada

sobre la plataforma, de manera que pudiera ser vista fácilmente desde abajo.

Momentos después, alrededor de un centenar de indígenas a caballo partían al encuentro del dirigible, que maniobraba para amarrar sobre los sicomoros.

Los indígenas ofrecían un aspecto sumamente pintoresco, al aproximarse gritando, agitando sus armas y disparando salvas al aire.

— Han reconocido la bandera -dijo El-Kabir-. Vienen al encuentro de amigos.

— ¿Nos tomarán por divinidades celestes?

— A lo mejor piensan que somos hijos del sol o de la luna.

— Cuando me vean se convencerán de que somos hombres como ellos -dijo el árabe-.

Conozco al jefe de ese pelotón.

Sokol y su compañero habían arrojado dos anclas, y una de ellas se enganchó entre las ramas de un sicomoro; al instante las hélices comenzaron a trabajar en forma invertida y el dirigible empezó a descender.

Cuando el “Germania” se encontraba a unos treinta metros del suelo llegaron los indígenas: eran todos negros, de torsos robustos y brazos musculosos.

El jefe, un aborigen de gran tamaño que montaba un soberbio caballo de pura raza árabe, se volvió hacia los viajeros gritando:

— ¿Quiénes son ustedes? ¿Hijos del cielo o del infierno?

Respondan en seguida o les haremos fuego, persiguiéndolos a través de todo nuestro territorio.

— ¿Es que Ben-Zuf no conoce más a su amigo El-Kabir? -gritó el árabe asomándose por la barandilla.

— ¡Por Allah nuestro Señor! -dijo el jefe de los recién llegados-. ¿Es realidad lo que veo o estoy soñando? -Ben-Zuf ve y oye bien.

— ¿Eres tú, verdaderamente, El-Kabir? -Tanto como tú eres el propio Ben-Zuf.

— ¿Quiénes son los hombres blancos que te acompañan?

— Europeos amigos míos.

— ¿Qué animal es ése que tú montas?

— No es un animal; es un dirigible, otra de las maravillosas invenciones de los blancos.

¿Cómo está el sultán?

— Muy bien.

— ¿Podremos saludarlo?

— No habrá inconveniente. Ya me había ordenado que llevara a su presencia a los hombres que montaban en esta rara bestia.

— Descendamos, amigos -dijo el árabe-. De este sultán no debemos desconfiar.

— ¿Bajaremos armados?

— Sí, y también con regalos.

— ¿Quién quedará de guardia en el dirigible?

— Dejaremos a nuestros dos negros.

— Patrón -dijo Sokol-. Yo quisiera saludar a un amigo.

— Lo verás más tarde si tenemos tiempo.

— Tengo una comunicación urgente que hacerle de parte de un pariente suyo de Zanzíbar.

— Se la harás en otra oportunidad.

— No, patrón -contestó el negro en tono decidido.

— ¿Qué es lo que dices? -exclamó el árabe alzando la voz-. ¡Esclavo, obedece o te haré comprender que el amo soy yo!

Sokol, viendo que el árabe se disponía a empuñar la pistola, bajó la cabeza y se tornó humilde.

— ¿Me has entendido? -gritó El-Kabir. -Sí, patrón.

— ¿Permanecerás aquí?

— Sí, patrón.

— Si no me obedeces te mataré.

— Déjalo bajar -dijo Mateo.

— No, permanecerá aquí. El patrón soy yo.

— ¡Bajen! -gritó el jefe de los nativos que comenzaba a perder la paciencia.

— En seguida lo haremos.

Los amigos tomaron sus máuseres, se pusieron los revólveres a la cintura y, llevando una caja que contenía regalos para el sultán, comenzaron el descenso.

El jefe de los nativos les dio la bienvenida y luego estrechó la mano de El-Kabir diciéndole:

— Has hecho muy bien en darte a conocer, porque había recibido órdenes de destruir al monstruo volante y matar a los que en él venían. No sé qué clase de pájaro es el que os lleva, pero puedo asegurarte que ha asustado mucho a mi pueblo, que temía ser devorado por esa bestia gigante.

— Ya te he dicho que no es un pájaro; es simplemente un dirigible.

— No sé qué cosa es un dirigible; para mí es un monstruo terrible y nada me hará cambiar de opinión.

— No pretenderé cambiar tus ideas, Ben-Zuf.

— ¿Saben montar tus amigos?

— Sí -respondió Mateo, que entendía el árabe.

El jefe ordenó que se proporcionaran caballos a los recién llegados, y la tropa inició la

marcha de regreso al poblado.

Antes de partir, Otto y Mateo vieron con inquietud que diez hombres quedaban de guardia alrededor de la escala y las amarras del dirigible.

— ¿Qué me dices de esta maniobra sospechosa? -dijo el germano-. No tengo mucha confianza en esta gente, a pesar de que el jefe sea amigo de El-Kabir.

— Hubiera preferido que no dejaran esa guardia.

— ¿Querrán quitarnos el dirigible?

— No confío mucho en esta gente.

— Me arrepiento de haber seguido los consejos de El-Kabir.

— Sin embargo hay una cosa que me tranquiliza.

— ¿Cuál?

— Que estos negros tienen miedo de nuestro dirigible, y lo creen un monstruo voraz.

— Podrían atacarlo a tiros y arruinar los globos -dijo el germano, cuya inquietud crecía a cada instante. -Según la acogida que nos haga el sultán sobremos si podemos estar tranquilos o si, por el contrario, existe algún peligro.

Mientras el griego y el germano sostenían esta conversación, El-Kabir discutía animadamente con el jefe de la escolta, esforzándose para explicarle en qué consistía ese monstruo y los motivos del viaje, cuidando eso sí, de hablarle del tesoro.

— Lo hacemos por simple espíritu de humanidad -decía-. Mis amigos se han propuesto rescatar al pobre explorador y lo conseguirán.

— Yo lo hubiera dejado entre los negros de Kassongo -dijo el jefe-. El explorador debió haberse quedado en su casa.

— Además, no somos los únicos que vamos en su busca.

— ¿Hay más monstruos en viaje?

— No, Ben-Zuf. Se trata de una caravana guiada por un árabe que tú conoces y que debe haber dejado la costa el mes pasado.

— ¿Quién estaba al frente de la misma?

— El árabe Altarik.

— Pasó por aquí hace cerca de tres semanas.

— ¿Estaba Altarik? -Sí.

— ¿Era muy grande la caravana?

— Tenia alrededor de cien hombres.

— ¿Dónde crees que estará en estos momentos?

— Debe encontrarse entre el Usagara y el Ugogo. Esa caravana avanza a marcha forzada, y no hace nada más que breves paradas.

— ¿Escucharon? -preguntó el árabe volviéndose hacia sus amigos, que cabalgaban a su lado.

— Sí -contestó Mateo en francés, lengua que con casi toda seguridad ignoraba Ben-Zuf-.

La ventaja que nos lleva no me importa, porque podemos descontarla fácilmente. Otra cosa es la que me preocupa.

— ¿Cuál?

— Tengo una sospecha.

— Explícate mejor.

— Es posible que Altarik haya azuzado a las poblaciones contra nosotros, o mejor dicho contra ti.

— ¿En qué te basas? -preguntó el árabe sorprendido.

— Por ahora no es más que una sospecha. Tú sabes que ese hombre es capaz de todo.

— Es cierto -respondió pensativamente El-Kabir.

En ese momento llegaron al poblado. Una muchedumbre, en la que predominaban las mujeres y los niños, se había aglomerado para ver a los hombres que volaban como las aves.

El jefe de la escolta los condujo rápidamente hasta “el palacio real”, situado en la plaza principal.

Dicho palacio consistía en una inmensa cabaña de troncos rústicos, revocada internamente con barro. Hacia los lados se prolongaba en una serie de tinglados que servían como depósitos y de dormitorios para los esclavos.

Una empalizada rodeaba esas dependencias, en las que había gran cantidad de ovejas, gallinas y numerosos esclavos casi desnudos, con los torsos recubiertos de aceite de coco y manteca rancia, cuyo olor resultaba muy poco agradable para los europeos.

El sultán recibió a los hombres caídos del cielo en sus propias habitaciones.

Era un negro muy gordo, ya entrado en años; su cabeza estaba cubierta con un casco de bombero, muy deteriorado, pero con los bronces relucientes, y lucía además una levita de almirante inglés, que parece ser el uniforme preferido de los tiranuelos africanos.

No usaba pantalones, pero en cambio lucía cuello y una corbata cuyo color era imposible de definir.

— Bienvenidos a mi reino los hombres que han caído del cielo -les dijo mirándolos con viva curiosidad-. Deben ser muy valientes para haberse atrevido a domar un pájaro tan grande.

— ¿Su alteza no me conoce más? -preguntó el árabe adelantándose.

— ¡El-Kabir! -exclamó el monarca sorprendido.

— En persona, majestad.

— Te esperaba, pero no pensé que vinieses a caballo de esa bestia voladora.

— ¿Quién te había anunciado mi visita?

— Altarik -respondió el sultán con una sonrisa maliciosa.

— Me lo había imaginado.

El sultán los hizo sentar, ordenó que les sirvieran sendos vasos de “pombé”, una especie de cerveza obtenida del sorgo fermentado, sumamente alcohólica, y que embriaga muy fácilmente.

Mientras tanto el árabe, conocedor de la psicología de esos reyezuelos, trató de conquistar la simpatía del monarca y comenzó a extraer los regalos que traía: dos docenas de pañuelos rosados, un bicornio de capitán de marina, lleno de galones; un viejo revólver con algunas docenas de cartuchos, y un surtido de collares de cuentas de vidrio para las esposas del monarca.

El negro, curioso como todos los de su raza, se mostró muy contento con los regalos recibidos, pero rapaz como todos ellos, terminó pidiéndoles tabaco, jabón perfumado, uno de los tres cuchillos de caza que los amigos llevaban a la cintura, sus corbatas, y un pañuelo rosa que el griego tenía en el cuello.

Se puso además muy contento al ver que los viajeros habían tenido la precaución de llenarse los bolsillos con objetos que pidieron al monarca distribuyera entre sus ministros y los jefes del ejército.

A cambio de estos regalos, el sultán hizo traer dos pollos tísicos y un carnero casi moribundo, a lo que agregó luego dos panes de manteca y un vaso de cerveza, pidiendo disculpas por tan pobres obsequios, que eran debidos -dijo- a la miseria que asolaba su reino.

Luego de conversar un rato sobre las características del dirigible, el monarca les preguntó de pronto:

— ¿Por qué queréis ir al Kassongo?

— Para rescatar a un explorador inglés, prisionero de los indígenas.

— Sí, ya lo he escuchado -dijo el sultán mirando fijo al árabe, mientras ostentaba en sus labios una sonrisa maliciosa.

— ¿Por qué dudas de lo que te he contado? -preguntó inquieto El-Kabir.

— Porque sé que te diriges al encuentro de Niungu, el rey de los Ruga-Ruga, para asociarte con él en la empresa de conquistar mi país. Sé también que no has venido como amigo, sino para ver personalmente cuáles son mis fuerzas y cómo están distribuidas.

Ante esa gravísima acusación el árabe quedó sorprendido, mientras los dos europeos palidecían.

— ¿Quién ha podido inventar semejante mentira?

— Me lo ha dicho Altarik.

— ¡Ese miserable te ha engañado!

— ¿Qué pruebas tienes?

— Nosotros nos dirigimos al Kassongo, y no hemos tenido ninguna relación con el feroz rey de los Ruga-Ruga.

— Dame la prueba de que Altarik ha mentido -insistió el monarca.

— ¿Cómo podría demostrártelo?

— Permaneciendo aquí y ayudándome a defender mi tribu contra los Ruga-Ruga.

— ¡Eso es imposible! Hemos prometido al cónsul inglés acreditado ante el sultán de Zanzíbar ir al Kassongo para rescatar a ese explorador.

— Altarik es mi amigo y no me hubiera mentido -dijo el monarca-. Además, ¿para qué hubiera inventado esa historia?

— Porque quiere ser él quien rescate al explorador y cobrar así la recompensa ofrecida.

— El no tiene necesidad de esa recompensa. Además, me ha dicho que se dirigía a Taborah para defenderlo de los Ruga-Ruga.

— En cambio, estoy seguro de que se dirige al Kassongo.

— Bueno, esperaremos su regreso para ver quién tiene razón -dijo el monarca en tono decidido-. Vosotros me sois necesarios para defenderme de esos piratas. Vuestra sola presencia los asustará y los pondrá en fuga.

— Bueno, nosotros aceptamos vuestros deseos -dijo el germano haciendo una rápida seña a sus compañeros. “Si el germano dice eso -pensó para sus adentros Mateo-, es que tiene un plan para salir de esta situación.

— ¿Aceptáis entonces defenderme? -exclamó el monarca.

— No solamente eso, sino que daremos tal escarmiento a los invasores que no aparecerán más por aquí -le contestó Otto-. Ya les haremos ver la terrible potencia del monstruo.

“¿Qué estará por hacer mi amigo?”, se preguntaba el pobre Mateo cada vez más sorprendido.

También el árabe estaba asombrado; el sultán, en cambio, estaba radiante, ya que no había esperado convencer tan fácilmente a los viajeros.

— ¿Lo dicen en serio? -preguntó nuevamente-. ¿Me ayudarán a luchar contra los guerreros de Niungu? -Los haremos pedazos -contestó Otto-. ¿Sabéis si ya se han puesto en marcha?

— Mis espías me lo han confirmado.

— Nosotros verificaremos sus informes.

— ¿De qué modo?

— Con nuestro dirigible podemos ver cualquier parte de África -respondió audazmente el germano.

— ¡Cómo me gustaría ver ese espectáculo! -exclamó el sultán.

— No tenéis más que pedirlo.

— ¿Me harán subir con ustedes?

— Sí -respondieron los amigos.

— ¿Podré ver todo el Usagara?

— También el Ugogo y el lago Tanganyka.

— Desearía ver en seguida ese panorama maravilloso.

— ¿No tendréis miedo?

— Un sultán nunca tiene miedo.

— Vamos entonces -dijo el germano.

El monarca ordenó que trajeran cuatro caballos y prepararan una escolta de cincuenta guerreros.

Pocos momentos más tarde la cabalgata salía del palacio del sultán y se dirigía al lugar donde estaba amarrado el “Germania”.

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