Capítulo 8

MOMENTO CRÍTICO

Mientras cabalgaban en busca de la guardia dejada Ben-Zuf en torno del dirigible, Mateo se había colocado al lado del germano, interrogándolo con la mirada.

— Te comprendo -le dijo éste-. Pero quédate tranquilo, que he ideado una estratagema para librarnos de esta guijuela.

— ¿Lo llevarás con nosotros sobre el “Germania”?

— No podemos hacer de otra forma.

— ¿Y después?

— Verás lo que sucederá luego. Te aseguro que nos divertiremos.

A medida que el sultán se acercaba al dirigible daba mayores muestras de estupor. En vano se esforzaba en encontrar el pico, las alas y las garras de ese pájaro mecánico.

— ¡Estos blancos son verdaderos magos! -exclamaba la sincera admiración-. ¿Obedecerá dócilmente esta bestia?

— Como obedece el caballo que montáis.

— ¡Es maravilloso! … ¿Iremos muy alto?

— Hasta cerca de la luna si lo deseáis.

— Una noche podremos robarla del cielo y llevarla a pueblo, donde nos servirá de linterna.

— Si lo queréis, podremos robarla -contestó el griego, que apenas podía contener la risa.

Al llegar junto al “Germania”, el sultán desmontó junto con nuestros amigos, mientras los guerreros, con las armas listas, formaban un círculo alrededor.

— ¿No tendréis temor de subir por esa escala de cuerdas? -preguntó el germano al sultán.

— No -respondió éste resueltamente.

— Cuando estemos arriba daréis orden a vuestros hombres de que suelten el ancla, que está enganchada en las ramas de ese sicomoro.

— Me gustaría, sin embargo, que Ben-Zuf subiera con nosotros.

— No es posible -respondió de inmediato el germano-. Mi pájaro sólo puede llevar seis personas.

— Deja en tierra alguno de los negros.

— Los necesito para manejar la máquina.

— ¿No podría reemplazarlos Ben-Zuf?

— No porque desconoce el manejo, que es bastante complicado.

— Tienes razón -respondió el monarca.

El sultán ordenó a dos de sus guerreros que se subieran al sicomoro para poner en libertad el ancla cuando se les diera la señal; luego, sin demostrar el menor temor, comenzó el ascenso por la escala de cuerdas. Tras él, subieron nuestros amigos.

— Mateo -dijo el germano en vez baja al griego-. Prepárate para arrojar un quintal de lastre.

— ¿Será suficiente para ponernos fuera del alcance de las descargas?

— Sí -respondió el germano-. El gas está muy dilatado.

— ¡Larguen el ancla! -gritó el sultán a los negros subidos sobre el sicomoro.

Liberado de sus amarras, el “Germania” se elevó majestuosamente en medio de los gritos de estupor de la escolta.

— ¡Arroja el lastre! -ordenó Otto.

Heggia y Sokol tomaron una bolsa llena de arena y la arrojaron sobre la borda, con tanta suerte que cayó sobre la cabeza de los guerreros que contemplaban la partida, mientras el dirigible, aligerado de peso, subió de golpe hasta alcanzar alrededor de los cuatrocientos metros.

El sultán, al verse lejos ele sus guerreros, que vistos desde lo alto parecían cada vez más pequeños, se volvió hacia los europeos; había perdido toda su arrogancia y los miraba con un poco de temor.

— Vamos a ver el Ugogo -dijo Otto con maravillosa sangre fría, al tiempo que, empuñando su revólver, apuntaba hacia el pecho del monarca exclamando:

— ¡Déjate atar sin oponer resistencia o te hará arrojar por la borda!

El pobre sultán, terriblemente asustado, se dejó caer sobre unos cajones al tiempo que decía con voz temblorosa:

— Me habéis traicionado. Tenía razón Altarik al decirme que érais aliados de los Ruga-Ruga.

— No deseamos hacerte ningún mal -contestó Otto, mientras los dos negros ataban cuidadosamente al monarca y lo despojaban de sus dos pistolas y de la cimitarra-. Te haremos hacer un pequeño viaje y luego te llevaremos a tierra. Dentro de tres horas podrás estar nuevamente en tu palacio.

— ¿No me entregarán a los Ruga-Ruga?

— Altarik te ha mentido. Nosotros no somos amigos de Niungu.

— ¿No me matarán?

— Ya te hemos dicho que dentro de poco estarás en tierra. Quédate tranquilo que no te pasará nada malo. “Mateo, sírvele un vaso de ginebra al sultán” -pidió el germano.

Pero El-Kabir, sabiendo lo borracho que era el monarca, ordenó que le entregaran una botella entera, ya que con un vaso apenas si le alcanzaría para mojarse la garganta.

Mientras el monarca, bebiendo a grandes sorbos el contenido de la botella se consolaba de la mala pasada que le había jugado el destino, el dirigible sobrevolaba la población, empujado por un viento favorable.

La población entera estaba congregada en la plaza del mercado, aclamando al monarca y a sus amigos, pero el “Germania” avanzaba tan velozmente que al poco rato el poblado había desaparecido por completo y en su lugar se veían frondosos bosques.

— Descendamos -dijo el germano-. No quiero asustar demasiado a este pobre hombre que, por otra parte, ya debe estar casi borracho.

— La botella está casi vacía.

— ¡Qué borrachín! No sé cómo resiste con toda la ginebra que tiene en el cuerpo.

— Todavía nos pide más.

— Le regalaremos un par de botellas para que beba junto a sus ministros.

Como habían arrojado lastre, fue necesario dejar escapar un poco de gas para que el dirigible descendiera hasta unos cincuenta metros de altura, que era el largo de la escala de cuerdas.

Al poco tiempo el “Germania” comenzaba a descender sobre una pradera, salpicada cada tanto de pequeños bosquecillos de palmeras silvestres.

El lugar parecía desierto, y no era de temer ninguna sorpresa, ya que el poblado quedaba bastante lejos, alrededor de unas quince millas.

Arrojada el ancla, se enganchó entre las ramas de una euforbia.

— Puedes descender -dijo el germano al sultán.

El monarca, al que ya se le habían quitado las ataduras, se levantó trastabillando.

— Este viaje era delicioso, y me hubiera gustado llegar hasta el Kassongo -dijo.

— ¿No estás más enojado con nosotros? -preguntó riendo El-Kabir.

— No -respondió el sultán.

— ¿Sabrás retornar a tu palacio?

— Conozco mi país.

— Te devolveremos la cimitarra y un par de botellas para que las bebas mientras retornas a tu palacio.

— ¿Y mis pistolas?

— Por ahora no podemos devolvértelas; en un momento de mal humor podrías descargarlas sobre nosotros.

— Hacen mal en dudar de mí.

— Te las devolveremos a nuestro regreso.

— ¿Volverán?

— Te lo prometemos.

El sultán, que parecía no guardarles rencor, tomó la cimitarra y las dos botellas e inició el descenso por la escala de cuerdas, seguido de Sokol, que debía desprender el ancla.

Nuestros amigos, apoyados sobre la barandilla, los seguían con la mirada.

A1 descender a tierra, el monarca hizo un saludo con las manos y se alejó algunos pasos; sin embargo, retrocedió de improviso y, esgrimiendo la cimitarra, cortó de un solo golpe la cuerda del ancla y luego quiso atacar al negro, que le daba la espalda.

— ¡Cuidado, Sokol! -gritó el árabe, mientras los europeos tomaban rápidamente sus fusiles.

Al sentir los gritos, el negro se dio vuelta y, viendo al sultán con la cimitarra alzada, pegó un poderoso salto que le permitió esquivar el golpe y aferrar al mismo tiempo la escala de cuerda que comenzaba a elevarse, ya que el dirigible, libre de sus amarras, ascendía rápidamente.

El monarca, que parecía haber enloquecido de repente, quiso repetir su ataque, pero afortunadamente llegó tarde; Sokol, afirmado en la escala, estaba ya fuera de su alcance.

— ¡Miserable! -gritó Mateo apuntando con su fusil al sultán, que había emprendido una fuga precipitada.

Ya estaba por hacer fuego cuando vio, horrorizado, que de unos matorrales cercanos salía una fiera que de un solo salto cayó sobre el monarca.

Era un gran leopardo, la bestia salvaje más común del África Central. Bajo el peso del animal, la víctima cayó al suelo, mientras la fiera le desgarraba el pecho y la garganta.

Al ver este espectáculo, nuestros amigos dispararon contra el leopardo que, herido de muerte, cayó fulminado sobre el cuerpo de su víctima.

— ¡Descendamos! -gritó Mateo.

— Es inútil -contestó Otto, que observaba con el largavista-. Ambos están muertos.

— Por lo menos deberíamos asegurarnos.

— Para descender sería necesario sacrificar más gas, y es demasiado precioso para derrocharlo.

— ¡Qué fin tan trágico ha tenido ese pobre sultán!

— No importa. Nombrarán otro en seguida -dijo filosóficamente El-Kabir.

Sokol, mientras tanto, había llegado hasta la plataforma. El negro estaba aún asustado, más por el ataque del sultán que por su subida de la escala, colgado en el vacío a una altura tan extraordinaria.

Sin embargo, un buen vaso de ginebra le permitió recuperarse rápidamente de los momentos pasados.

El “Germania”, luego de haber alcanzado una altura de trescientos metros, continuó su viaje, atravesando sobre exuberantes selvas tropicales.

Habían dejado atrás la región de Usghera y atravesaban el Usagara, uno de los más vastos distritos de la costa oriental africana, y de los más fértiles aunque, desgraciadamente, muy poco habitado.

Desde esa altura los aeronautas podían ver el Muscendo, uno de los ríos más importantes de la región, y también algunos poblados, escalonados sobre los flancos de una cadena de cerros.

Fuera de esas pequeñas poblaciones, el país que atravesaban parecía completamente desierto, sin que apareciera ni una sola cabaña, ni campos cultivados por el hombre.

Al mediodía, mientras se preparaban para almorzar, el dirigible se encontraba atravesando algunas pequeñas colinas, tras de las cuales se extienden las vastas praderas que ocupan gran parte del Usagara.

En medio de aquellas opulentas llanuras, interrumpidas cada tanto por grupos aislados de bananos y de sicomoros, se veían pastar tranquilamente numerosos animales.

Tropas de cebras y bandadas de jirafas galopaban airosamente por los pastizales.

Tampoco faltaban los antílopes, los búfalos, terribles animales estos últimos, ya que no temen a los cazadores, son más vigorosos que nuestros toros y están armados de cuernos terribles.

Al ver pasar tantos animales el germano no pudo contenerse y les efectuó varios disparos, los que no dieron en el blanco dada la gran velocidad que desarrollaba el dirigible.

— ¡Éste es el paraíso de los cazadores! -exclamó-. Esta noche descenderemos en algún lugar apropiado y aprovecharemos para hacer una buena cacería.

— Tendremos que detenernos cerca de algún río -dijo el árabe-. Después de la puesta del sol los animales se acercan al agua.

— ¿Hay algún río cerca? -preguntó Mateo.

— Sí, un afluente del Wami, muy largo y de orillas boscosas.

— ¿Estará muy lejos?

— ¿Qué velocidad llevamos actualmente?

— Unas veinticinco millas por hora.

— Entonces llegaremos dentro de tres o cuatro horas.

— ¿Encontraremos buena caza?

— Sí, especialmente elefantes y jirafas.

— ¡Mi sueño dorado, poder cazar elefantes! -exclamó Otto.

— Te prometo que cazaremos alguno.

Una hora más tarde comenzaron a verse algunas cabañas aisladas, cada vez más numerosas, hasta que por fin apareció un poblado importante; era Kondu, una de las principales poblaciones del Usagara, donde aún se hacía un activo comercio de esclavos, los que no llegaban hasta Zanzíbar por la activa vigilancia de la flota inglesa.

Al llegar las siete de la tarde recorrían nuevamente una zona de aspecto salvaje; alternaban las llanuras cubiertas de pastizales con los bosques de sicomoros gigantescos.

Media hora más tarde Otto, que observaba atentamente el horizonte, les indicó un largo río que se veía hacia el Norte.

— ¿Es ése el que buscamos? -preguntó.

— Sí -respondió el árabe-. Allí podremos descender. Las orillas de ese río estaban cubiertas de gigantescos baobabs, cada uno de los cuales formaba por sí solo un pequeño monte, bajo el cual encontraban seguro refugio numerosos animales.

Otto, que estaba impaciente por tomar su fusil e iniciar la cacería, abrió las válvulas para que saliera un poco de gas, lo que facilitó el descenso del dirigible.

El “Germania” comenzó a descender bastante rápido, y pronto se encontró sobre el río, que tenía unos trescientos metros de ancho y estaba cubierto de islas llenas de helechos arborescentes y bambúes gigantescos.

Sokol había arrojado el ancla pero, como calculara mal la distancia, ésta se había sumergido en el agua.

— El ancla se clavará en el lecho del río -dijo el griego. El negro estaba por recoger nuevamente la soga del ancla, cuando el dirigible pegó una tremenda sacudida, al tiempo que se sentía un sordo rugido que procedía del río.

— ¿Qué ha pasado? -preguntó Otto con inquietud-. ¿Habremos anclado sobre el lecho del río?

— Me parece más fácil que lo hayamos hecho sobre el cuerpo de algún animal -contestó el árabe-. Me pareció sentir el rugido de un hipopótamo.

Todos se habían inclinado sobre la barandilla, mientras el dirigible sufría unos terribles tirones, sin avanzar un solo metro.

La cuerda del ancla estaba sumamente tensa y en el lugar donde ésta se sumergía el agua se agitaba terriblemente y comenzaba a teñirse de rojo.

Se escuchaban una serie de rugidos cada vez más rabiosos; parecía que una tropa de toros se encontrase debajo del río.

— ¡Hemos arrojado el ancla sobre un hipopótamo!

— ¿Cómo haremos ahora para desembarazarnos de este animal?

— Esperaremos a que aparezca sobre la superficie del río y entonces lo mataremos a tiros.

Una vez seguros de su muerte mandaremos dos hombres a soltar el ancla. -¿Y si cortáramos la cuerda?

— No -dijo el germano-. Nuestras anclas son demasiado preciosas para perderlas.

Preparemos nuestras armas para fusilar a ese monstruo.

— No será cosa fácil, porque tiene la piel muy gruesa. Es necesario pegarle en la frente, entre los ojos.

El hipopótamo continuaba debatiéndose debajo del agua, lanzando espuma sanguinolenta y dando rabiosos mugidos. El ancla había penetrado profundamente en su cuerpo, causándole dolores atroces: en vista de la inutilidad de sus esfuerzos para desprenderse de ese objeto, el animal se dirigió a un islote que se veía en el medio del río, lo que logró en unos minutos.

La fiera, que salió rápidamente del agua, era un verdadero coloso. Como se sabe, este anfibio es el animal más grande después del elefante; sus piernas son cortas y macizas y su cuerpo tiene formas intermedias entre un cerdo y un toro gigantesco, sin cuernos.

El cuerpo, que alcanza entre cuatro y cinco metros de largo, es sumamente grueso; está revestido por una enorme capa de grasa, mientras la piel es tan resistente que no puede ser atravesada por las balas de los fusiles.

La cabeza es enorme, y las mandíbulas poseen dientes de hasta medio metro de largo, revestidos de un marfil cuya dureza supera a la de los colmillos del elefante.

Comúnmente vive en el agua, donde es frecuente verlo sacando fuera de la superficie sólo las narices; pero al atardecer regresa a tierra, en busca de las raíces que le sirven de alimento, ya que es exclusivamente vegetariano.

Cuando el animal estuvo en tierra, los viajeros pudieron ver que el ancla se le había clavado debajo del vientre, produciéndole una profunda herida de la cual manaba la sangre en abundancia.

— ¡Disparémosle! -gritó el germano.

— No te ilusiones de matarlo al primer tiro -dijo el árabe.

— ¿Debo apuntarle a la cabeza?

— Sí, entre los ojos.

El germano disparó, pero la bala pegó en el cuello del animal.

— Es un proyectil perdido -dijo el árabe-. Se ha enterrado en medio de la capa de grasa.

— El dirigible se mueve tanto que es difícil hacer puntería -exclamó Mateo-. Nos dará mucho trabajo matar esta bestia.

El-Kabir disparó a su vez, pero la bala, al dar en la espalda del animal, rebotó como si fuera de goma.

— ¡Qué piel tan dura!

— ¡Hagámosle fuego graneado!

Los tres cazadores, decididos a desembarazarse de la bestia, comenzaron a disparar sin tregua.

Sin embargo, pese a los continuos disparos, los resultados eran nulos; la fiera continuaba dando saltos, que a vez hacían temblar el dirigible.

Por fin el germano consiguió acertarle un tiro en el derecho, que le causó una grave herida, haciéndolo caer de rodillas; sin embargo, pese a eso el animal continuaba viviendo.

— Será necesario otro disparo certero para que muera -dijo el árabe.

Por fin, un disparo de El-Kabir dio en el lugar adecuado; la bestia dio un rabioso rugido, abrió su enorme boca aspirando afanosamente el aire y luego se desplomó el suelo.

— ¡Por fin ha muerto!

— ¡Arrojen la escala! -ordenó el germano. Sokol obedeció.

— Bajaré yo -dijo Mateo, preparándose a iniciar el descenso.

— Lleva tu fusil.

— Está muerto; nos será más útil un hacha.

— Conviene estar precavido. Nunca se sabe lo que puede suceder.

El griego tomó su máuser y comenzó el descenso, seguido por el germano y Sokol, que llevaba una pesada hacha.

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