Capítulo 9

EL ASALTO DE LOS CHIMPANCÉS

La fiera estaba muerta; siete de las balas no le habían causado más que heridas insignificantes, pero dos que le atravesaron el ojo derecho, penetrando en el cerebro, eran las que habían puesto fin a su existencia.

Los cazadores miraban asombrados aquella enorme masa de carne, suficiente para alimentar más de trescientos hombres. Caminando a su alrededor, contemplaron asombrados los grandes dientes, y la boca, capaz de engullir un hombre de un solo bocado.

— ¿Qué haremos con tanta carne? Es un pecado dejarla podrir.

— Me han dicho que es muy buena -dijo el germano.

— Es parecida a la de los bueyes.

— Nos daremos un banquete.

— Podemos llevar algo para la comida de mañana.

— Sokol, comienza a trabajar.

El negro, en lugar de obedecer, miraba el agua de la orilla.

— ¿Qué es lo que buscas? -preguntó el árabe.

— ¡Corran! -gritó Sokol, huyendo hacia el centro del islote.

Los dos europeos, sin saber de qué se trataba, lo imitaron sin tener tiempo de trepar por la escala de cuerdas, que se encontraba del otro lado del hipopótamo.

Unos instantes después dos grandes cocodrilos, con las fauces provistas de agudos dientes, salían del agua y se aproximaban al animal.

— ¡Cocodrilos! -exclamaron sobresaltados nuestros amigos.

— Por poco les comen las piernas -dijo Sokol-. Se estaban acercando silenciosamente para atacarlos por sorpresa.

— ¿Qué buscarán por aquí?

— Reclaman su parte del hipopótamo -dijo el negro-. No los dejen acercar porque son ferocísimos. -¡Cuidado con los cocodrilos! -gritó en ese momento el árabe, que los observaba desde la plataforma del dirigible.

— No te preocupes, no dejaremos el islote.

— ¿No pueden alcanzar la escala?

— Está muy lejos.

— ¿Si cortara la cuerda del ancla y tratara de acercarme?

— ¡No lo hagas! -gritó el germano asustado-. El dirigible se elevaría de golpe y sería arrastrado por el viento.

— ¿Qué es lo que puedo hacer entonces?

— Por el momento nada.

Los cocodrilos se habían detenido a cierta distancia, mirando con sus ojos amarillentos a ese grupo de hombres, al tiempo que abrían y cerraban sus mandíbulas provistas de agudísimos dientes.

La actitud resuelta de los tres aeronautas, y el brillo de sus armas, habían desconcertado a los dos animales.

— Parecemos gladiadores midiéndonos con la mirada antes de comenzar la lucha -dijo Mateo.

— Me parece que ya los hemos mirado bastante y que ya ha llegado el momento de luchar

— dijo el germano-. Yo me encargaré del cocodrilo de la derecha y tú del de la izquierda.

— Apúntale a la garganta. Estos animales están acorazados.

Los europeos levantaron sus armas, dispuestos a tomar puntería y hacer fuego, cuando los cocodrilos, de común acuerdo, se sumergieron en el agua, sin dejar fuera más que los orificios para poder respirar.

— No creía que fueran tan astutos.

— Ya aparecerán de nuevo.

— Probemos a dispararles a la extremidad de las trompas.

— Gastarás balas inútilmente.

— De todas maneras lo probaré. A lo mejor se espantan y emprenden la fuga.

El germano tomó cuidadosamente puntería y disparó. El animal, herido justo en la extremidad de la trompa, pegó un salto fuera del agua dejando al descubierto su vientre amarillento.

El griego, que se encontraba a la expectativa, le disparó un tiro que lo hirió en pleno pecho.

El animal cayó sobre el hipopótamo, dando terribles coletazos y abriendo y cerrando las mandíbulas como si estuviera enloquecido.

Los cazadores, que en el ínterin habían recargado sus armas, aprovecharon la oportunidad para meterle otras dos balas en los flancos.

El cocodrilo quedó tendido a lo largo; su cuerpo fue recorrido por un temblor convulsivo, abrió por última vez sus mandíbulas y luego se puso rígido. Estaba muerto.

Su compañero, asustado, se había sumergido en el agua, alejándose hacia un banco de arena que se encontraba unos cincuenta metros más adelante.

— Ya nos desembarazamos de esos dos inoportunos -dijo el germano flemáticamente-.

Pensemos ahora en nuestro hipopótamo.

— ¿Cuál es la parte mejor?

— La de las piernas. -Encárgate tú de ese trabajo, Sokol.

El negro, trabajando con el hacha, separó un trozo de carne de casi unos diez kilos.

Luego extrajo los dientes del animal, cuyo valor era muy elevado.

— Llévalos al dirigible -ordenó el germano.

Cuando vieron que el negro había llegado a la plataforma, los dos amigos se sujetaron fuertemente de la cuerda del ancla y con hábiles golpes de hacha cortaron parte de la carne del hipopótamo para que ésta quedara en libertad.

El “Germania”, libre de sus amarras, empujado por la suave brisa que soplaba hacia el Oeste, cruzó el río sin necesidad de ninguna maniobra.

Al llegar a la otra orilla, los dos europeos, sin soltarse de la soga, aseguraron

fuertemente el ancla entre las raíces de un inmenso tamarindo.

— Acamparemos aquí -dijo el germano-. El lugar me parece desierto.

El árabe y los dos negros descendieran del dirigible, trayendo botellas, bizcochos, la carne del hipopótamo, algunas latas de conserva y los cubiertos.

— ¿Dormiremos en tierra? -preguntó el árabe.

— Creo que no ha de haber inconvenientes -contestó el germano-. El “Germania” está fuertemente amarrado. -Entonces podríamos aprovechar la noche para hacer una cacería. ‘

— Completamente de acuerdo. Ya saben que la caza es mi pasión.

A continuación los negros encendieron un buen fuego y pusieron a asar la carne del hipopótamo.

Mientras los sirvientes estaban ocupados en esa tarea, los amigos se deslizaron entre los árboles para explorar los contornos.

Árboles enormes se extendían a todo lo largo de las orillas del río, mientras una gran variedad de pájaros de brillantes colores anidaban en sus ramas.

— Creo que podemos acampar sin ningún temor. Este lugar está deshabitado.

Los restantes monos atacaron al árabe y a los negros; el mercader, de un tiro mató a un chimpancé, que cayó en el río con el pecho perforado.

Los negros, en cambio, asustados, corrieron a refugiarse detrás del enorme tronco del tamarindo.

Los dos monos restantes se lanzaron detrás de ellos, dando grandes saltos para alcanzarlos.

Al ver el peligro que corrían los negros, Mateo y el germano cargaron sus armas, y de la primera descarga derribaron a uno de los simios; el otro, pensó en principio hacer frente a sus enemigos, pero luego pudo más en él el temor y, dando un gran salto, desapareció en medio de la vegetación.

— ¡Qué lucha! -exclamó Mateo-. No creí que pudiéramos triunfar tan fácilmente.

— Aún no hemos triunfado -dijo el germano-. Hay tres monos refugiados en la plataforma del dirigible.

— Esas bestias tienen dientes muy fuertes y son capaces de cortar la soga del ancla o la escala de cuerdas. Son capaces de tirarnos a la cabeza las cajas que hay sobre la plataforma; estos animales son muy inteligentes.

— De todas maneras tendremos que sacarlos de allí -dijo el germano-. No podemos quedarnos aquí sin hacer nada.

En ese momento cayó cerca de ellos una botella de ginebra, arrojada desde el dirigible.

— ¡Los monos han abierto una botella de ginebra y están emborrachándose!

— ¿Y si tratáramos de sorprenderlos? -sugirió Mateo-. Como están tan ocupados con las

botellas a lo mejor descuidan la escala.

— Yo, por mi parte, no me arriesgaré -dijo el germano-. Son capaces de tirarnos cualquier cosa por la cabeza y hacernos caer desde cincuenta metros de altura.

— Yo, sin embargo, voy a probar -exclamó el árabe-. Veremos qué hacen esos monos.

— Yo también creo lo mismo.

Llegaron al campamento justo en el momento en que los negros colocaban el asado sobre una hoja de banano.

— ¡Qué aroma más exquisito! -exclamó el árabe-. Éstas son comidas inolvidables.

Terminado el almuerzo, blancos y negros se tendieron sobre la hierba y se durmieron plácidamente bajo la fresca sombra del colosal tamarindo.

Habrían descansado alrededor de un par de horas cuando fueron despertados bruscamente por unos rugidos cercanos.

Los cinco se levantaron al instante, tomando sus armas; ocho enormes monos, de aspecto feroz, rodeaban la escala que pendía del dirigible.

El árabe los reconoció en seguida: eran chimpancés, monos dotados de una fuerza extraordinaria que no se asustan de los cazadores.

Tres de ellos habían comenzado a trepar por la escala de cuerdas, mientras los restantes, rugiendo amenazadoramente, se dirigieron hacia los viajeros.

— ¡Huyamos! -gritó el árabe.

— ¡Nunca! -le contestó el germano-. Yo no tengo miedo de los monos.

— Son cinco contra nosotros, y cada uno de ellos puede vencer fácilmente a dos hombres.

— Con una descarga emparejaremos el número.

El germano levantó resueltamente su fusil y lo descargó sobre el animal más próximo, que cayó con la frente atravesada, emitiendo al morir quejidos que parecían humanos.

Los cuatro monos restantes, en lugar de huir atacaron resueltamente a los aeronautas.

Uno de ellos se abalanzó sobre el germano, al que arrojó al suelo del primer golpe, y ya se disponía a desgarrarle la espalda cuando cayó fulminado por un certero disparo del griego.

El-Kabir empuñó el revólver que tenía en la cintura y comenzó a ascender por la escala de cuerdas, mientras sus compañeros tenían los fusiles listos para defenderlo en caso necesario.

Aperas había iniciado la ascensión el árabe cuando los monos comenzaron a rugir espantosamente; doblados sobre la barandilla del aparato mostraban los puños al imprudente que osaba molestarlos.

El-Kabir había logrado subir unos diez metros cuando una botella rota cayó sobre sus espaldas.

— ¡Desciende rápido! -gritaron los europeos.

Los monos, viendo que el intruso persistía en subir, comenzaron a descargar sobre su cabeza las cacerolas, las botellas y cuanto proyectil menudo encontraron a mano.

El árabe, asustado ante semejante ataque, descendió con rapidez.

Apenas se había refugiado junto a sus compañeros, cuando un barril lleno de bizcochos cayó desde lo alto haciéndose pedazos en el suelo.

— ¡Estas bestias nos van a arruinar! -exclamó Mateo. Uno de los monos se asomó sobre la barandilla, dispuesto a arrojar un cajón que contenía cincuenta kilos de latas de conserva, y esto puso tan furioso al germano, que tomó puntería y, aun a riesgo de perforar uno de los globos del dirigible, hizo fuego.

El animal, herido en el vientre, pegó un alarido espantoso y, luego, perdido el equilibrio cayó por encima de la barandilla estrellándose en el suelo.

Sus compañeros, al verlo caer al suelo, comenzaron a reír a carcajadas.

— Están completamente borrachos.

— No resistirán mucho. La ginebra no tardará en hacerles efecto.

La risa y los rugidos de las fieras se hicieron cada vez más débiles, hasta que al fin cesaron por completo.

— Creo que ha llegado el momento de que asaltemos nuestro dirigible.

— Yo subiré primero -dijo el griego-. No me parece prudente que nos expongamos los tres a recibir algún cajón sobre la cabeza.

— Nosotros te seguiremos en seguida.

— Tengan listos los fusiles.

Con el revólver en la mano, el griego comenzó lentamente la ascensión, procurando no agitar demasiado la escala.

Cuando estuvo a pocos metros del dirigible sintió unos sonoros ronquidos.

— Duermen -dijo-. No hay ningún peligro. Silenciosamente trepó por la barandilla y, empuñando el revólver, avanzó por la plataforma.

Los dos monos, completamente borrachos, dormían tirados sobre los cajones; tenían un terrible olor a ginebra, ya que este líquido les había chorreado a lo largo del cuerpo.

— ¡Qué borrachera! -exclamó el griego riéndose. Acercándose a los animales los mató con un tiro en la sien a cada uno.

La muerte de las bestias fue instantánea.

— ¡Cuidado! -gritó Mateo acercándose a la barandilla. Tomando a los animales, de a uno por vez, los acercó hasta la barandilla, y luego los arrojó al vacío.

Pocos minutos después, reparado el desorden que había en la plataforma, el “Germania”

reiniciaba su travesía.

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