13. EL RESCATE DE MADURI

La cacería había finalizado hacía ya dos horas y el campamento estaba sumido en la oscuridad cuando Juan Baret y el capitán de guardia dejaban, sin ser notados, aquel lugar para dirigirse hacia la laguna.

Habían dicho a los criados que salían a cazar, por los canalizos, ánades nocturnos y que regresarían a medianoche, para que se lo advirtiesen al maharajá si preguntaba por ellos.

Atravesando el campamento, iluminado ahora por inmensas hogueras para preparar la cena, el francés y el capitán bordearon el pantano donde había tenido lugar la batida de cocodrilos y enseguida se internaron por los matorrales, dirigiéndose hacia la laguna, que no distaba más allá de mil pasos.

La noche era muy oscura, pero Juan Baret que había visitado de día aquellos lugares estaba segurísimo de no extraviarse y hallar el cañaveral que había indicado a Durga.

—¿Hemos llegado ya? —preguntó el capitán.

—Lo encontraremos —respondió el francés—. Amali, suceda lo que quiera, no faltará a una cita, especialmente ahora que se trata de sus intereses.

—Me tiembla el corazón al pensar en el peligro a que se expone.

—Pues yo estoy muy tranquilo.

—¿Y sí alguien hubiese descubierto su chalupa?

—Los soldados y los ojeadores están demasiado ocupados para pensar en vigilar las orillas de la laguna, y luego no sospechan nada de lo que estamos preparando. ¿Habéis reparado dónde está el niño?

—Siempre próximo a la tienda del maharajá.

—Y los elefantes, ¿están a corta distancia?

—Detrás de la tienda del príncipe.

—Perfectamente; todo marcha a pedir de boca. Dentro de dos horas el niño estará en nuestro poder.

—¿Y dónde huiremos luego?

—A la laguna, si no nos cortan el camino. Cuando hayamos llegados al «Bangalore», bajaremos por el canal y luego nos iremos derecho a los escollos.

—Me han dicho que aquella roca es inexpugnable y que desde allí podremos desafiar las iras del maharajá y de todos los habitantes de Yafnapatam.

El francés caminaba por la orilla mirando dónde ponía los pies; pues no era improbable que hubiese caimanes escondidos entre las plantas acuáticas, y divisó a cincuenta metros el cañaveral que había indicado al segundo del rey de los pescadores de perlas.

—Si es allí, debe estar escondido dentro —dijo.

Acercó dos dedos a los labios y lanzó un silbido que podía confundirse con el de las

ocas silvestres silbantes o el de una serpiente de cascabel.

Al momento se vio una forma negra y larga salir de entre las cañas y dirigirse hacia la orilla. Era una barca tripulada por cuatro hombres armados de fusiles.

—¿Eres tú, Durga? —preguntó el francés.

—Sí, señor —respondió el segundo—, y viene conmigo el patrón.

—Amali —exclamó el capitán, profundamente emocionado a la idea de poder abrazar a su amigo al cabo de tantos años de separación.

Poco después, la barca había salvado la distancia y atracaba en la orilla.

Un hombre, vestido de cingalés, saltó en tierra, estrechó la mano del francés y enseguida se arrojó en los brazos, ya abiertos, del capitán de guardias, exclamando:

—¡Finalmente, puedo volverte a ver, mi bravo Binda!

—¡Amali! —exclamó el capitán—. ¡Mi futuro señor! ¡Es éste el día más feliz de mi vida!

—Otros veremos mejores, amigo —respondió el rey de los pescadores de perlas—.

Todos estamos prontos. Señor Juan Baret, ¿cómo podré recompensaros? Durga me lo ha contado todo, y apruebo plenamente vuestro-plan, único que puede tener buen resultado.

—Estoy satisfechísimo en poder seros útil -—contestó e francés—. Sí el diablo no se mete por en medio, dentro de poco el niño Maduri será vuestro y el obstáculo que os impide obrar habrá desaparecido.

—¿Tan sólo habéis traído dos hombres con vos?

—La canoa es pequeña y debía pensar en Binda y en mi sobrino.

—Habéis hecho bien. ¿Dónde está el «Bangalore»?

—A dos millas de aquí, escondido entre tres islotes que lo ocultan por completo. Mis hombres están ahora levantando los palos que hice bajar.

—¿Les habéis encargado que estén prontos?

—Ninguno dormirá, y al primer tiro, vendrán a recogernos.

El francés sacó el reloj y lo acercó a sus ojos.

—Son las diez —dijo—. El maharajá y toda su gente están entregados a una orgía para celebrar el feliz éxito de la caza. Bueno es el momento para desencadenar los elefantes.

Vamos.

—¿Debo entrar también yo en el campamento? —preguntó Amali—Voy vestido de cingalés, pero aun así, todavía podrían reconocerme.

—No; vos permaneceréis fuera —dijo el francés—. Obraremos nosotros.

Pusiéronse en marcha en medio de un profundo silencio. A lo lejos, cerca de las orillas del pantano, veíanse arder las hogueras del campamento y se oían gritos, redobles de tambores y toques de tam-tam.

—Se divierten —dijo el francés—. Dentro de poco estos gritos de alegría se tornarán aullidos de espanto.

—¿Cómo haréis para inyectar vuestro líquido a los elefantes? —preguntó Amali, que iba a su lado.

—Con una pequeña lanceta acalada. Picaré en la trompa.

—¿Se pondrán furiosos enseguida?

—Al cabo de un minuto.

—¿Respondéis del éxito?

—Estoy seguro de la potencia de mí líquido. Eran las diez y cuarto cuando el grupo llegó a corta distancia del campamento.

Los soldados, esclavos y ojeadores se divertían alegremente alrededor de las hogueras, tocando y bailando, mientras bajo la tienda del maharajá; se oían entonar cantos salvajes.

—Ahí está mi enemigo —dijo Amali con voz sorda—. ¡Si pudiese sorprenderlo y matarlo en medio de la orgía!

—¿Y Mysora? —murmuró a su oído Juan Baret.

—¡Ah, sí! Tenéis razón —suspiró el rey de los pescadores de perlas.

—Por esta noche, contentaos con tener al niño. Vale más que el maharajá, porque os despejará el camino para llegar al trono. Permaneceréis oculto en medio de este matorral con vuestros dos hombres y esperaréis aquí. Apenas ganada la partida huiremos hacia la laguna y nos embarcaremos. En la confusión, nadie reparará en nosotros.

—Obrar con prudencia.

—Fiad en mí.

Entró en el campamento seguido de Durga y el capitán, saludado con deferencia por la guardia, y se dirigió hacia la tienda del maharajá, donde la barahúnda era ensordecedora.

El príncipe, sus cortesanos y sus ministros estaban borrachos. Veíaseles reír, disputar, cantar en medio del chocar de las copas.

Fuera, unos treinta músicos tocaban los tam-tam y los tambores, aumentando la batahola.

Juan Baret dio la vuelta a la tienda, pasando junto a los músicos y cerca de las hogueras a cuyo alrededor bailaban esclavos y soldados. Después se encaminó hacia la tiendecilla ocupada por Maduri, guardada por ocho guerreros. Finalmente se aproximó a los elefantes que estaban alineados unos cerca de otros, sobre un montón de hojas de palmera.

Fatigados de la marcha hecha por la mañana en la jungla, dormían, roncando fragorosamente.

—Entretened a los dos guardianes —dijo el francés a Durga y al capitán—. Pronto despacharé.

Mientras los dos compañeros se ponían a charlar con los mahuts, interrogándoles sobre

la edad de los elefantes y sus caracteres, el francés había sacado de la faltriquera una botellita de cristal que contenía un líquido rojizo, y una lanceta, acanalada, finísima, con la punta muy aguzada.

Después de haberse asegurado de que nadie se fijaba en él se acercó al elefante de mayor talla, y fingiendo acariciarle la trompa, le pinchó ligeramente.

El coloso movió las orejas, como sí hubiese querido sacudirse una mosca impertinente y continuó roncando.

Juan Baret, si bien impresionado e inquieto, pasó a otro y continuó hasta llegar al último.

Cuando terminó se reunió con Durga y el capitán, y dijo con voz alterada:

—Vamos a oír un poco de música en la tienda del maharajá. Los cingaleses tocan bien.

Se los llevó lejos y murmuró:

—¡Ojo con el niño! ¡Está dado el golpe!

Un momento después, retumbaba un espantoso barrito detrás de la tienda del maharajá, seguido de otros no menos formidables.

—Helos ahí que montan en furor —dijo el francés, acercándose a la tienda del niño.

Los cornacs, o conductores, al oír aquellos barritos se lanzaron hacia los elefantes para calmarlos, pero hubieron de retroceder, espantados.

Los seis colosos movían amenazadoramente las trompas, demostrando la mayor agitación. Sus corpachones se movían estremecidos; agitaban desordenadamente las orejas, resoplaban, y pateaban pesadamente el suelo con sus formidables remos.

Un cornac, más valeroso que los otros, se acercó al paquidermo de mayor talla, llamándolo por su nombre. La respuesta fue una terrible coz que le despedazó el cráneo.

Fue como una señal; los seis colosos, sobrecogidos de súbita locura, rompieron las cadenas y se precipitaron a través del campamento, derribando hombres y tiendas.

Gritos de espanto y de dolor se levantaban por doquier. Soldados, esclavos, ojeadores y monteros, sorprendidos por aquel inesperado ataque, huían a todo correr ante los monstruosos animales que les seguían al galope.

El maharajá, prontamente advertido, había abandonado precipitadamente la tienda, seguido de los cortesanos, los ministros, los capitanes y las guardias que velaban ante la tienda de Maduri.

Era el momento propicio para obrar; la confusión llegaba a su colmo en el campamento.

El francés y Durga, en dos saltos, se lanzaron, dentro de la tienda. El joven Maduri, despertado por aquel gran tumulto, se había incorporado apenas, y llamaba en alta voz a los guardias.

—¡Venid! —gritó Juan Baret, cogiéndolo en brazos—. Los elefantes han enloquecido y amenazan con aplastarnos a todos.

Sin esperar la respuesta del muchacho se lanzó fuera de la tienda huyendo desesperadamente por la parte opuesta. Durga y el capitán le seguían, carabina en mano.

Los seis elefantes, enfurecidos, continuaban su loca carrera, sembrando el terror por doquier, sin asustarse de los tiros que disparaban algunos soldados.

Juan Baret, viendo el campo libre ante sí, se precipitó por en medio de las tiendas derribadas, apretando en su carrera. Afortunadamente, los elefantes se habían lanzado detrás de los fugitivos, que se atropellaban en la otra parte del pantano.

En dos minutos llegaron cerca del jaral, en medio del cual se halla escondido Amali con sus dos pescadores.

—¡Helo ahí! —gritó el francés.

—¡Maduri! —exclamó el rey de los pescadores de perlas—, ¿Me reconoces?

—¡Mi tío! —balbuceó el niño—. ¡Te conozco sí!

—¡Ven! ¡Huyamos! ¡Eres libre!

Iban a emprender la carrera cuando se oyó un grito:

—¡Se llevan al rehén! ¡Traición! ¡Traición!

Así gritaba un cortesano del maharajá que, al huir, se había dirigid hacia aquella parte.

Juan Baret, que había empuñado la carabina, se volvió y, viéndolo acercarse cimitarra en mano, le disparó a quemarropa haciéndole cae de rodillas.

Pera desgraciadamente, el grito del cortesano no había pasado inadvertido. Otros que se dirigían también hacia aquella parte del pantano lo habían oído y habían visto cómo el francés hacía fuego.

Prorrumpieron en agudos alaridos:

—¡Roban a Maduri! ¡A las armas! ¡Traición! ¡Guardias, a nosotros!

Aun cuando los elefantes siguieron galopando, derribando y barriendo a cuantas personas podían alcanzar, algunos soldados se habían lanzada en pos de los fugitivos.

—¡A la laguna! —gritó Juan Baret—, ¡Nos han descubierto!

En un momento cruzaron el canalillo y se lanzaron hacia el bosque, esperando hacer desaparecer sus huellas.

Amali llevaba siempre a cuestas al niño y parecía que ni siquiera sintiese aquel peso, pues corría delante de todos.

Juan Baret, en cambio, iba a retaguardia, para desembarazarse de cualquiera que se presentase.

Continuaban los gritos. Todos los cingaleses se habían lanzado en pos de los fugitivos, sin cuidarse de los elefantes.

El maharajá probablemente debía estar con ellos para estimularlos.

—No nos dejarán ya —murmuraba Juan Baret—. Fea se presenta la cosa antes de que lleguemos a la laguna. Los cingaleses corren como gamos.

Les sentía aproximarse. Los más rápidos no debían hallarse más que a trescientos o cuatrocientos metros de distancia,

Amali se había dado cuenta también y redoblaba sus esfuerzos, recomendando a Maduri que se agarrase bien a su cuello.

Al cabo de otros diez minutos de desenfrenada carrera, llegaron a la laguna. Quince o veinte cingaleses les iban ya a los alcances y habían comenzado a disparar algunos tiros.

La canoa estaba allí, varada en la arena.

Durga, de una sacudida, la hizo volver al agua, mientras Juan Baret hacia dos disparos contra los perseguidores, tumbando a los más próximos.

Embarcáronse corriendo, cogieron los remos y se alejaron rápidamente, dirigiéndose hacía la isla. Amali y el francés habían requerido las carabinas, rompiendo un fuego vivísimo.

También tiraban los cingaleses y su número aumentaba a cada momento. Llovían balas en torno de la barca.

En aquel instante una bala, mejor dirigida, horadó la tabla de la chalupa, abriendo un boquete por donde comenzó a entrar agua. Otros dos proyectiles abrieron nuevos boquetes.

—Patrón —dijo Durga—, hacemos agua.

—Dirige la barca hacia la orilla que se extiende a la otra parte del pantano —respondió el rey de los pescadores de perlas haciendo fuego sin descanso—. Nos salvaremos en los bosques.

—¿Y el «Bangalore»? —preguntó el francés.

—Está haciéndose a la vela —respondió Amali—. No podrá hallarse aquí antes de media hora.

—La barca se hunde.

—Tomaremos tierra en la orilla.

La barca avanzaba a trompicones, bajo el empuje de los cuatro remos, dirigiéndose hacia la orilla más próxima, separada del pantano por un ancho y profundo canal que los cingaleses no podían atravesar, por estar infestado de cocodrilos.

Había cesado el fuego a causa de la distancia, pero continuaban los aullidos y las amenazas. Los soldados del maharajá lanzaban furiosos alaridos intimando a los fugitivos que volviesen atrás y entregasen al niño.

—Esperaos —respondía Juan Baret, el cual, dejando la carabina, se ingeniaba con su ancho sombrero en achicar la barca, recogiendo el agua que entraba en gran cantidad—.

Venid a buscarlo en el «Bangalore», si os damos tiempo.

Amali, de pie en la proa, miraba hacia la isla para ver si aparecía la nave.

—¿Se ve? —preguntó el capitán.

—Aún no.

—¿Estará encallada? —preguntó Juan Baret.

—Es lo que estaba yo pensando —respondió Amali—. Estas islas están llenas de arena y fango.

—Mal negocio si no llegase antes de que los cingaleses consigan atravesar este canal.

—¿Tienen barcas?

—No las hemos visto.

—En tal caso, no se atreverán a desafiar las quijadas de los cocodrilos —dijo Amali.

—Pueden construir balsas.

—Esto requiere tiempo y estamos ya a dos brazas de la orilla.

La chalupa, aun cuando estuviese casi llena de agua, se encontraba ya próxima a los primeros cañaverales. Durga y dos marineros, con pocos y poderosos golpes de mano, la vararon para impedir que se hundiera, y desembarcaron todos.

Habían tomado tierra a dos kilómetros del lugar donde habían tenia que detenerse los cingaleses y por lo tanto ningún peligro les amenazaba de pronto.

Veíanse, sin embargo, unas luces que bordeaban el lago, y desaparecían luego entre los árboles.

—Amali —dijo Juan Baret—, os digo que están derribando árboles para construir balsas.

—Sí —murmuró el rey de los pescadores de perlas—. Nos perseguirán.

—¿Queréis esperar aquí vuestro barco?

—No lo veo aún. ¿Qué puede haberles sucedido?

—La bajamar lo habrá dejado en seco. Sé que se dejan sentir bastante en esta laguna.

—Amali —dijo el capitán—, no nos detengamos mucho aquí. Ya que tenemos tiempo, refugiémonos en los bosques. Más adelante ya pensaremos en alcanzar tu nave. Conozco un escondite donde podremos espera a que las gentes del maharajá se cansen de buscarnos.

—¿Está lejos? —-preguntó Juan Baret.

—Se encuentra en medio de una jungla espesísima.

—¿Qué refugio es ése?

—Un templo dedicado a Buda,

—¿Tardaremos mucho en llegar?

—Dos o tres horas.

—¿Dominaremos la laguna?

—Sí, porque se encuentra en un alto.

—Vayamos, pues —dijo Amali—. Mi nave debe haber encallado; de no ser así, estaría

aquí, porque mi gente es fiel a toda prueba. Ya la encontraremos en otro momento.

—¿No dejarán la laguna? —preguntó Juan Baret.

—¿Sin mí? ¡Oh, nunca! Aguardarán mi regreso, aunque mi ausencia debiese prolongarse un mes.

—Venid —dijo el capitán—. Los cingaleses se hallan a orillas del canal y habrán empezado ya a construir balsas.

—Guiadnos —repuso Amali, después de haber lanzado una postrera mirada sobre la laguna.

—Un momento —dijo Juan Baret—. ¿Dónde se encuentra vuestra nave?

—En el mismo Jugar donde la dejé.

—¿Cerca de la orilla?

—Hay una palanca echada sobre la playa.

—Pues andando.

—¿Por qué me habéis preguntado eso? —interrogó Amali.

—Suponed que, para huir mejor de la persecución, tuviésemos que separamos.

Sabiendo dónde está el barco sería más fácil la reunión.

—Sois prudente —dijo Amali.

Habían, dejado atrás la laguna, alejándose apresuradamente, Durga y el capitán, abrían la marcha; seguían Amali, el francés y Maduri, y cerraban el pelotón los dos marineros.

La oscuridad era profunda en aquellos bosques y la marcha dificilísima a causa de los troncos, raíces y bejucos que ocupaban el terreno, pero con todo avanzaban sin detenerse un instante, espoleados por el miedo.

Temían que los cingaleses hubiesen cruzado ya el canal y les dieran caza acompañados de los perros.

De vez en cuando Amali cogía en brazos al niño, lo llevaba, a pesar de sus protestas, asegurando que no estaba cansado y que era un buen andarín.

—¿Estás contento al verte libre? —le preguntaba Amali, acariciándolo.

—¡Oh, sí, tío, y cuántos años hace suspiraba par el instante de poder huir del maharajá!

Aquel hombre me daba miedo y temblaba cada vez que clavaba en mí los ojos. Siempre me parecía que quería matarme, como mató a mí padre.

—No le volverás a ver, mi querido Maduri. Estás bajo mi protección y te llevaré a un lugar seguro donde podremos desafiar a todos los guerreros del maharajá. Pero, dime, ¿te daba miedo también Mysora?

—No, tío; ella era buena conmigo y siempre me regalaba golosinas. Y cuando veía borracho al maharajá, me hacía esconder, porque también ella temía que me hiciera matar.

—Así, ¿no odias a Mysora?

—No; la quería como a una hermana.

—¿Sabes dónde está ahora?

—Me han dicho que los piratas la robaron y mataron.

—No es verdad, Maduri. Esos piratas eran mis marineros y Mysora es hoy mi prisionera.

—No le habréis causado ningún daño.

—¡Oh, no! Todo lo contrario.

—Ya me llevarás a ella.

—Sí, cuando hayamos encontrado mi barco, iremos a buscarla, ¿Te habló alguna, vez de mí?

—Sí, varias. Decía que te había visto en las pesquerías de perlas.

—¿Manifestaba odio al hablar?

—No, tío, antes te compadecía, pero te temía.

—¿Por qué?

—No sé; quizá por temer que vengases la muerte miserable de mi padre.

—Y la vengaremos, Maduri, te lo juro.

—¿De qué modo, tío? También yo quiero vengarla —dijo el rapaz con energía.

—Pues la vengarás, el día aquel en que reduzca a polvo al maharajá.

—Y a Mysora, ¿no le harás nada?

—No, porque se ha portado bien contigo.

—Empieza la jungla —dijo el capitán—. Preparad las carabinas; aquí hay fieras.

—Está con nosotros Juan Baret —dijo Amali.

—Es famoso cazador, patrón —añadió Durga—. Le he visto puesto a prueba, y el mismo maharajá se entusiasmó con él.

—Si pudiese tenerme en su mano, su entusiasmo no me salvaría lamente —dijo el francés.

—Aun no os ha cogido —dijo Amali.

—Y deseo que no llegue jamás este momento, aunque esté convencido de que le salvé la vida.

—Silencio —dijo el capitán—. Procuremos pasar inadvertidos.

La jungla era aún más espesa que el bosque, erizada de cañas espinosas altísimas que apenas permitían el paso.

En medio de aquella vegetación oíanse misteriosos rumores que ora aumentaban, ora cesaban bruscamente, a medida que el grupo avanzaba Veíanse también saltar de improviso algunas sombras entre las caña y desaparecer luego rápidamente.

Caminaban desde hacía un rato, fatigándose no poco para abrirse pasa cuando el capitán, hizo señal a Amali, que le seguía de cerca, que se detuviesen.

—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja el rey de los pescadores de perlas.

—Alguien avanza.

—Serán ciervos o jabalíes.

—No, debe ser un animal mayor. Ocultémonos y dejémosle pasar.

Todos se arrodillaron entre las cañas, que en aquel lugar eran altísimas, y permanecieron en silencio, con el dedo en el gatillo de la carabina.

Un animal trataba de abrirse camino entre la vegetación; se oía resoplar, mugir y sacudir vigorosamente los bambúes, que se retorcían a derecha e izquierda, chirriando.

—¿Que será? —preguntó Juan Baret a Amali, que estaba cerca de él.

—Creo que debe ser algún rinoceronte —dijo el rey de los pescadores de perlas.

—Fea bestia. —Y peligrosa.

—¿La dejaremos que se vaya?

—Sí, si no advierte nuestra presencia. Al hacer fuego, revelaríamos a los cingaleses nuestra posición.

—¡Ah! Ya se me había olvidado que nos persiguen. Estamos en un mal paso.

—Si se trata de un rinoceronte, tenemos muchas probabilidades de que no nos ataque.

Estas bestias ven poco y no tienen el olfato fino.

—Ya viene —dijo Durga.

Una masa enorme, que tenía en el hocico un largo cuerno plantado verticalmente, se había abierto paso entre la vegetación, resoplando fuertemente.

Sea que hubiese notado algo sospechoso, o que estuviese fatigado o temiese alguna sorpresa, se detuvo un momento mirando a través de las cañas y olfateando el aire, después de lo cual prosiguió su marcha, pasando a cuatro pasos de distancia apenas del grupo emboscado.

—Es un rinoceronte —dijo Amali cuando no se oyó ya el cimbrear de las cañas—. Si llega a advertir nuestra presencia nos hace trizas a todos; nuestras balas no hubieran bastado a detenerle de pronto.

—Tienen una piel extraordinariamente gruesa —dijo Juan Baret—. Un día, para matar uno, tuve que dispararle doce veces.

—Continuemos —aconsejó el capitán.

—¿No se oye ya a los cingaleses? —dijo el francés.

—Nos buscarán sin meter ruido —respondió Amali—. También a ellos les conviene que no les oigamos.

—¿Llegarán, a descubrir nuestras huellas?

—Tienen los perros —dijo el capitán—. Pero antes de que las descubran se requiere tiempo, y luego, la jungla es espesa y húmeda.

—Y esa vieja pagoda, ¿se ve ya? —preguntó Durga.

—Pronto llegaremos —respondió Binda.

Continuaron avanzando, llevando siempre al niño para sustraerlo a los pinchazos de las espinas, y doblando las ramas que obstruían el paso.

Debieron detenerse otras dos veces, por haber oído pasar a corta distancia enormes animales, búfalos o jabalíes, y después el capitán se detuvo anunciando:

—Ya estamos.

—No veo nada —dijo el francés.

—Aguardad a que hayamos pasado por entre estos inmensos bambúes.

—¿Hay algún espacio libre alrededor del templo?

—Sí

—De esta suerte estaremos en condiciones de ver si se adelantan, los cingaleses.

El capitán se internó por en medio de la vegetación, apartándola violentamente para abrirse paso, y llegó a un espacio casi descubierto en, medio del cual se elevaba un informe edificio, rematado por una cúpula piramidal perforada por infinito número de ventanas.

—He ahí la pagoda —dijo—. Por esta noche, estaremos a cubierto.

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