12. LAS CACERÍAS DEL MAHARAJÁ

Un estruendo de tambores, tam-tam, trompas, aullidos y gritos despertó al día siguiente a Juan Baret, a Durga y al capitán.

Su alteza, impaciente por descubrir los tigres, había dado orden de levantar el campo antes de que hubiese salido el sol.

Los seis monstruosos elefantes que debían afrontar a las fieras estaban prontos a entrar en la jungla, precedidos por batallones de perros y seguidos de soldados, ojeadores y esclavos, todos armados de picas para rechazar a los tigres si éstos hubiesen intentado forzar la línea de los cazadores y refugiarse en los bosques.

El maharajá estaba sentado sobre uno de los más robustos paquidermos, juntamente con el niño y dos capitanes de armas; llevaba una magnífica carabina inglesa y lanzaba imprecaciones contra los que se retardaban, injuriando sin distinción a ministros y dignatarios.

Juan Baret, Durga y el capitán de guardias, sabiendo que era peligros andarse con bromas con aquel tirano, subieron apresuradamente sobre su elefante, reuniéndose con los del maharajá, los cuales, puestos ya e marcha, derribaban las masas de vegetación que obstruían la jungla.

El monarca, viéndoles pasar, levantó los ojos y se dignó saludar a Juan Baret con la mano, indicándole luego el puesto que debía ocupar, o sea a la izquierda de su elefante.

—Quiere ver cómo tira —dijo el francés—. Ya te lo enseñaré, querido.

—Sin embargo, cuenta con vuestra protección, -—dijo el capitán—. Se siente más seguro a vuestro lado.

—Pues si adivinase mis pensamientos se apresuraría a hacerme retroceder —dijo Juan Baret.

Los elefantes, barritando estrepitosamente, habían comenzado a apartar a los perros, para que ocupasen su puesto los batidores. Estos iban a los lados, haciendo un ruido ensordecedor con los tambores y los tam-tam para hacer saltar fuera a los tigres, que debían hallarse ocultos en aquel caos de vegetación.

Los perros, desatraillados, olfateaban en todas direcciones, ladrando y brincando como endemoniados, pero prontos a refugiarse entre las patas de los elefantes a la primera aparición, de las sanguinarias fieras.

Los cazadores, de pie sobre sus torres, vigilaban los contornos, teniendo las, armas a su alcance.

—No deben estar lejos los tigres —dijo Juan Baret al capitán—. Yo atacaré a los que están ya levantados y huyen delante de nosotros, pisoteando las plantas.

—No podrán salir de la jungla porque a la otra parte hay doscientos hombres —-

respondió Binda.

—¡Oh! no se retirarán sin darnos batalla, tenedlo por seguro. ¡Son animales valerosos

que no temen, ni a los hombres ni a los elefantes! ¡Atención! ¡He ahí uno que viene hacia nosotros!

En el mismo momento oyóse un terrible rugido. Aquel aullido produjo en todos, menos en el francés, una indecible sensación. También los elefantes habían comenzado a estremecerse y a resoplar de una manera inquietante, mientras azotaban el aire con sus trompas. Continuaban los rugidos y no hacia una sola parte. Evidentemente había más de un enemigo a quien enfrentar.

—-No perdáis la serenidad —dijo Juan, Baret a sus dos compañeros—, y sobre todo no hagáis fuego sin tener la seguridad de hacer blanco.

—¿Lo habéis visto?

—Todavía no, pero os puedo asegurar que está próximo. Mirad cómo se agitan. los perros hacia aquel sitio. Los tigres están preparando un asalto por diversos puntos.

—No perdáis de vista al niño.

—-No le quito los ojos de encima y os prometo que ningún tigre llegará hasta él.

De repente vióse aparecer entre los perros, como un rayo, un tigre de talla enorme. A cada salto que lanzaba ganaba un espacio de ocho o diez metros. Desaparecía entre la jungla y volvía a salir para meterse de nuevo en la espesura y esto con tanta rapidez que no daba tiempo a los cazadores para mirarlo.

—Parece que vuela —dijo Juan Baret, que había apuntado ya varias veces la carabina

—. Pronto se detendrá y entonces haremos fuego.

El tigre continuaba en sus evoluciones, sin que disminuyera la arrancada, hasta que, con un repentino salto llegó casi a veinte metros de la línea de los elefantes.

Los batidores se habían retirado ya detrás de los paquidermos sin dejar de aullar.

—¡Azuzad los perros! —gritó en aquel momento el maharajá.

Aquellos valientes animales se habían lanzado intrépidamente hacia adelante, ladrando con furor. Eran, más de ciento y llevaban todos collares de hierro erizados de púas.

En un momento rodearon al tigre, ladrándole. La fiera se había detenido mirando a aquellos numerosos adversarios. Habríase dicho que examinaba con aire de profundo desprecio a aquellos animales que no se atrevían a acercársele y que a cada movimiento suyo retrocedían, escondiéndose prudentemente entre las cañas o bajo las trompas de los elefantes.

—¡Hola! ¡No se mueve! —exclamó Juan Baret—. Ahora te hago saltar yo.

Estaba apuntando su carabina cuando el maharajá y sus compañeros hicieron una descarga que no produjo ningún efecto, porque el tigre no se movió.

Las manos reales no eran bastante firmes y menos aún las de los ministros y otros altos dignatarios.

—¡Qué tiradores! —murmuró el francés.

Levantó la carabina y aprovechando un momento en que el elefante estaba quietó,

disparó.

La fiera no dio ni siquiera un salto. Se agachó de pronto, tendiéndose sobre la hierba.

—¡Bravo, hombre blanco! —gritó el maharajá entusiasmado—. Mis hombres son unos cobardones comparados contigo.

Como si aquel tiro hubiese sido la señal, lanzáronse otros tigres contra los perros, lanzando rugidos tremendos.

Un estremecimiento de horror recorrió los miembros de todos; levantáronse clamores de espanto de entre los batidores, que huyeron por todas partes.

El elefante que montaba el francés se apoyó sobre sus patas delanteras, con la cabeza baja y la trompa recogida, de modo que quedaran prominentes sus colmillos, y esperó valerosamente el asalto.

Los otros, en cambio, comenzaron a chocar entre sí confusamente, y algunos volvieron grupas a pesar de los -gritos de los cornacs y de los cazadores.

Los tigres no se lanzaron al asalto enseguida. Antes dieron muchos rodeos, tratando de pasar por entre los elefantes y de escurrirse contra los batidores, soldados y esclavos.

Juan Baret, viendo acercarse un tigre, mandó hacer fuego.

La fiera no quedó herida mortalmente y su furor no hizo más que aumentar; con los ojos encendidos, el pelo erizado, la boca desmesuradamente abierta, lanzóse contra las patas del elefante tratando de encaramarse hasta los cazadores.

Con, un brusco movimiento de espaldas y de cuello, el paquidermo, lo rechazó a diez pasos de distancia, pero, con agilidad asombrosa, la fiera volvió al asalto.

El valiente coloso trató aun de rechazarlo y arrolló prontamente si trompa que no quería abandonar a los dientes crueles del adversario.

Ya Juan Baret veía erguida la monstruosa cabeza de la fiera y oía rechinar sus formidables mandíbulas armadas de dientes triangulares cuando el capitán y el segundo de Amali dispararon a boca de jarro, enviando a rodar por la jungla al peligroso agresor.

Entretanto los otros cazadores, con repetidas descargas, habían logrado poner fuera de combate, a otro tigre.

Tampoco el maharajá había dejado de hacer fuego, haciéndose cargar la carabina por el joven. Maduri. No había aún, sin embargo, logrado rechazar a un enorme tigre que por dos veces se había lanzado contra el elefante.

Juan Baret lo advirtió y temiendo, no ya por el maharajá, a quien, hubiese deseado de buena gana ver muerto, sino por el niño, disparó contra la fiera, pero sin lograr más que herirle en una pata.

Esto no obstante, vióse de repente al tigre volver por tercera vez al ataque. De un brinco inmenso se lanzó sobre los lomos del elefante, despanzurrando al cornac y echó la zarpa en la torre en el momento en que el maharajá se encontraba con la carabina descargada.

Oyóse levantarse un aullido de terror entre los otros elefantes. Todos los cazadores habían visto el peligro, pero ninguno se había atrevido a hacer fuego, temiendo herir al

príncipe o a sus compañeros.

Juan Baret estaba bien seguro de su puntería. Viendo al tigre alargar una pata hacia Maduri, hizo fuego precipitadamente.

El tigre, herido en el cráneo, se desprendió del elefante. Era el último, porque los otros habían sido ya muertos, los unos por los cazadores, los otros por los soldados.

El maharajá salvado a tiempo de una muerte segura, miró a su alrededor y preguntó:

—¿Quién ha hecho fuego?

—-El hombre blanco—habían respondido todos.

El príncipe levantó los ojos hacia Juan Baret que tenía en la mano la carabina humeante todavía y le hizo con la mano un gesto amistoso.

Había acabado la cacería. Los batidores habían cargado sobre palanquines los seis tigres y los habían conducido al campamento.

También los elefantes regresaban entre un ensordecedor ruido de tambores y de tam-tam. Todos celebraban el feliz éxito de aquella batida, que no tenía precedentes.

-Señor Baret —dijo el capitán—; sois el héroe de la jornada y el maharajá os concederá ciertamente alguna recompensa por haberle salvado la vida.

—He defendido la del niño y no la suya —respondió Baret—. Si Maduri no se hubiese encontrado sobre el mismo elefante no habría hecho fuego; al contrario, habría tratado de azuzar al tigre para que le devorase más pronto.

—Si el maharajá os manda llamar, no os neguéis a presentaros. Podéis ganar mucho. Es capaz de nombraros su montero mayor.

—Bonito empleo, pero que no puedo aceptar por habérmelo ofrecido ya otro.

—¿Quién es?

—Amali —dijo Baret.

—Silencio, sed prudente. Es un nombre demasiado peligroso para ser mencionado aquí.

Apenas llegaron al campamento cuando un ayudante del maharajá se presentó en su tienda, rogando a Juan Baret que le siguiera.

—Es para la recompensa —le dijo al oído el capitán.

—Sabré aprovecharme —respondió Juan Baret.

Salió de su tienda y se dirigió hacia la de su alteza.

El príncipe le esperaba fuera, sentado sobre un escabel de terciopelo, rodeado de sus ministros, los altos dignatarios y los capitanes.

Delante de él estaban alineados los seis tigres, cubiertos de hojas y de flores; seis bestias enormes, de rara belleza, sobre la mayor de las cuales estaba sentado el sobrino de Amali.

Juan Baret se quitó cortésmente el sombrero y, con una leve inclinación, dijo con

desenfado:

—¿Qué desea de mí Vuestra Alteza?

—Ante todo, daros las gracias —contestó el maharajá después de devolverle el saludo

—-. Sin vuestra carabina y vuestra destreza no sé si Yafnapatam contaría aún con su príncipe. Si hubiese debido fiar solamente en el valor de mis ministros y mis cortesanos, el tigre se habría hartado de mi carne. A su tiempo recibirá cada cual su merecido.

—Alteza —respondió el francés, mientras los ministros y los cortesanos se miraban unos a otros con espanto—, si hubiesen hecho fuego, habrían tenido noventa probabilidades por ciento de heriros también a vos. Sus elefantes se agitaban horriblemente y no permitían disparar con seguridad.

—Mis capitanes de armas juzgarán de su conducta —dijo el maharajá con voz amenazadora—. Señor, ¿cómo puedo recompensaros el haberme salvado? Pedid lo que deseáis y os aseguro que quedará satisfecho.

Juan Baret fijó sus miradas en, Maduri, el cual, por su parte, le contemplaba con curiosidad.

—Alteza —dijo de pronto—, sólo una cosa desearía.

—Hablad, y os será concedida.

—Este bellísimo muchacho —dijo Juan Baret, con toda audacia.

El maharajá k miró con profundo estupor.

—¿Qué queréis hacer de él?

—Es uno de los más bellos tipos de la raza cingalesa y quisiera que fuese mi paje.

—¡Qué extraño capricho! Si queréis mancebos, os los puedo dar a centenares, pero no ése. Me es demasiado querido y muy necesario. Pedidme otra cosa.

El francés se mordió los labios.

—Puesto que Vuestra Alteza no puede cedérmelo, me contentare con uno de esos tigres. Conservaré la piel en recuerdo de esta grandiosa caza.

—Ahora pedís demasiado poco, señor. Cuando estemos en Yafnapatam, pienso recompensaros como os merecéis.

—Vuestra Alteza hará lo que mejor le plazca, aun cuando mi mérito ha sido harto modesto: una simple bala que ha hecho blanco a tiempo y nada más.

—Y que yo pagaré en mil libras esterlinas, sin contar un espléndido regalo, señor —

respondió el maharajá—. Decidme: ¿habéis asistido alguna cacería de cocodrilos?

—No, Alteza; he matado mas de uno, pero yo solo.

—Entonces os haré asistir a un espectáculo soberbio. Vamos a partir ahora para una laguna que está infestada de ellos y queremos purgarla de esos inmundos reptiles.

—Mucho me alegrare de acompañaros.

—Volved a vuestro elefante; vamos a marchar enseguida. Tendió su mano al francés,

estrechando fuertemente la de éste, y volvió a entrar en su tienda, junto con Maduri.

Juan Baret saludó a los ministros y dignatarios y se fue, alta la frente, despertando la más viva admiración entre los soldados, esclavos y batidores que se inclinaron hasta el suelo a su paso.

—¡Pardiez! —murmuró Juan Baret—, estoy por convertirme en, algún pez gordo de Yafnapatam. Me aprovecharé de mi elevada posición para echarle mano al joven Maduri, Aquella bala te va a costar algo caro, mi querido, príncipe, porque te va a hacer perder la corona.

Habiendo recibido Durga y el capitán orden de ponerse en marcha, habían hecho ya desmontar la tienda y se habían subido sobre el elefante.

—¡Vivo!, ¡Vamos a la laguna! —dijo Binda cuando divisó al francés.

—Ya lo sé —respondió Juan Baret—. Me lo ha dicho el maharajá. Subió sobre el elefante, e informó a sus dos compañeros de la acogida que le había dispensado el príncipe y del coloquio habido.

—Desde ahora podéis contar con la protección del maharajá —dijo el capitán de guardias—, y consideraros como su huésped.

—¿De manera que podré acercarme libremente a la tienda del príncipe?

—Nadie osará oponerse.

—¡Magnífico! —exclamó Juan Baret—. ¡Era lo que yo deseaba! ¡Oh, los elefantes!,

¡qué hermosas bestias!, ¿verdad, Durga?

—Admirables, señor.

El cortejo se había puesto en marcha bordeando la jungla y avanzaba con rapidez, queriendo el príncipe comenzar aquel mismo día la batida de los cocodrilos.

No habiendo que recorrer más que ocho o diez millas, distancia que los elefantes podían salvar en poco más de una hora, la cosa era muy posible.

Mientras viajaban, el francés y sus dos compañeros se pusieron a almorzar, sin molestarles en lo más mínimo los sacudimientos del elefante ni la batahola de los cazadores que seguían corriendo a toda velocidad.

De vez en cuando los soldados hacían alguna descarga contra los jabalíes, ciervos, gamos y antílopes que huían en todas direcciones, espantados con aquel barullo y los barritos de los elefantes.

A las dos de la tarde estaban a la vista de la laguna. El cortejo, por suerte, había llegado a un lugar pantanoso que no debía hallarse cerca de donde estaba oculto el «Bangalore>>.

Habíase detenido en las márgenes de un canalillo donde se veían sumergidos tantos cocodrilos que era imposible calcular su número.

Juan Baret y Durga, apenas descendieron del elefante, se dirigieron hacia el lago, temiendo que desde aquella playa se pudiese descubrir la nave, del rey de los pescadores de perlas, pero no vieron, absolutamente nada.

—Amali se habrá escondido bien —dijo Durga—. Es un hombre valeroso, pero

también prudente. Se habrá retirado hacia la última isla y desmontado la arboladura.

—Debes ir a verlo y enterarle de nuestros proyectos —dijo Juan Baret—. Yo intentaré el golpe esta noche.

—¿Tan pronto?

—No sabemos sí el maharajá piensa detenerse mucho tiempo aquí. Debe ser hombre caprichoso y haremos bien en obrar pronto.

—¿Qué debo decirle al rey de los pescadores de perlas?

—Que venga esta noche con la canoa y se esconda cerca de aquel cañaveral que ves allá abajo, a nuestra derecha. Si todo va bien, nos reuniremos con él, con el niño.

—¿Debo volver aquí?

—Sí, después de la puesta del sol, cuando nadie pueda verte.

—¿Y haréis enfurecer a los elefantes?.

—Estoy resuelto a hacerlo.

—¿Quién os ayudará?

—El capitán, que está decidido a seguirme para ponerse al frente de los pescadores de perlas.

—Señor, voy, pues, en busca de Amali. Fingiré que voy a cazar aves acuáticas para no infundir sospechas.

—Hasta esta noche.

—Estaré ahí abajo, cerca del cañaveral, con el patrón y un puñado de pescadores.

El francés retrocedió tarareando una canción, mientras Durga disparaba algunos tiros, siguiendo por la orilla.

—¿Ha partido? —preguntó el capitán de guardias cuando le vio volver solo.

—Sí; esta noche Amali estará aquí.

—Tiemblo por el rey de los pescadores de perlas. ¡Si el maharajá sospechase algo!

—Menester sería que fuese zahorí o brujo, y no le creo dotado de semejante facultad —

respondió Juan Baret—. ¿Estáis decidido a uniros a Amali y a dejar al maharajá?

—Hace diez años que suspiro porque llegue el momento —respondió Binda—. No podéis imaginaros el odio que alimento contra ese príncipe que asesinó a mi mejor amigo, el hermano, de Amali.

—Mañana estaremos en el «Bangalore» del futuro maharajá de Yafnapatam. Asistamos a la batida de los cocodrilos y esperemos la noche. Veréis qué sorpresa les preparo a toda esta gente.

El maharajá impaciente por comenzar la caza, había dado las órdenes oportunas para que comenzara luego la batida.

Los cuatrocientos hombres, divididos en escuadras de veinticinco cada una y armados

todos de picas, se habían escalonado en las orillas del pantano, dejando entre grupo y grupo un espacio de diez o doce metros.

Aquel cenagoso canal no tenía más que tres o cuatro pies de profundidad y el agua tenía un color como si fuese de café o tinta.

No parecía que los cocodrilos se encontrasen mal en aquellas aguas muertas, porque se podían ver a centenares, algunos casi sumergidos, otros tendidos sobre islotes arenosos, durmiendo al sol.

A una señal dada por los tambores todos aquellos hombres se metieron en el agua removida del fondo cenagoso.

Avanzaban lentamente plantando cada uno su pica delante de los pies y cruzándola con la de su vecino, para impedir que algún, cocodrilo cogiese bajo el agua las piernas de los cazadores.

El maharajá y sus cortesanos, desde lo alto de los elefantes, asistían a aquel espectáculo, animando a los cazadores con aullidos salvajes. Juan Baret y el capitán, a su vez, se habían colocado sobre un promontorio, carabina en mano, prontos a matar los reptiles que hubiesen conseguido pasar a través de las líneas.

A medida que los cingaleses avanzaban en columna cada vez más cerrada, moviéndose por ambas orillas del pantano, siempre sumergiendo sus picas, los cocodrilos, naturalmente se refugiaban en el centro.

Aquellos monstruos, caimanes o cocodrilos, ya que a corta diferencia son lo mismo, emprendían su retirada de una manera muy hábil, volviendo bruscamente la cola por la parte de los asaltantes para cubrirse en caso de necesidad.

Casi todos efectuaban esta maniobra al huir, pero algunos había que desconcertados, sea por los feroces aullidos de sus enemigos, sea por los redoblados golpes de las picas, y finalmente por la agitación del agua turbia y fangosa, daban un cambio de frente tomando mala dirección, y se precipitaban sobre los cingaleses cuyas líneas debían atravesar bajo una continua tempestad de golpes.

Estos incidentes constituían la parte más interesante del espectáculo.

Los soldados y batidores se disponían de pronto en círculo y en dos filas alrededor del reptil tan temerario que quisiera forzar la barrera.

A fuerza de golpes de pica, el pobre cocodrilo acababa por hundirse en el fango y entonces los cazadores lo remataban, de un modo tan feroz que hacía estremecer hasta al mismo Juan Baret.

Los cingaleses continuaban redoblando su vigor, esfuerzos y aullidos a medida que las filas se acercaban al centro del pantano, y la batahola se hizo espantosa cuando estuvieron a cincuenta pasos unos de otros.

En aquel instante todo el centro del pantano estaba ocupado por más de un centenar de saurios que se agitaban presa de las más extrañas contorsiones, ora nadando bajo el agua, ora mostrando sus espantosas mandíbulas erizadas de dientes agudísimos, y tal vez, en su desesperación, se lanzaban locamente contra los cingaleses.

Entonces conseguían derribar a media docena de cazadores, obligándoles a soltar sus picas o rompiéndolas, cosa que divertía grandemente al maharajá y sobre todo a los compañeros de los desarmados que habían sido bastante diestros y fuertes para resistir a aquellos furiosos asaltos.

Otros soldados, ocupando la reserva, se precipitaban entonces en su socorro y formaban en línea de batalla, llenando los huecos.

Por fortuna, si algunos habían resultado con lesiones más o menos graves, pocos quedaban heridos de muerte.

Algunos cocodrilos, sin embargo, a pesar de la vigilancia de sus enemigos, lograban, pasar entre las líneas y llegar a la orilla, pero no conseguían ir mucho más lejos, pues el maharajá, los capitanes y Juan Baret hacían un fuego infernal contra ellos, tumbándolos muy pronto exánimes en el suelo.

Otras veces eran perseguidos por los soldados, a golpes de pica, hasta dejarlos casi muertos, y después, levantados sobre las puntas, eran llevados triunfalmente ante el príncipe, que se apresuraba a descargar contra los pobres saurios el golpe de gracia.

Cuando las dos líneas se hubieron reunido formando un vasto círculo, los cocodrilos en medio, intentaron una carga suprema para romper las líneas, agitando desesperadamente las colas.

La lucha se hizo entonces espantosa porque los cingaleses no querían-ceder. Los golpes de pica menudeaban cayendo como granizada en los flancos y las bocas abiertas de los reptiles haciendo correr torrentes de sangre.

Era el punto culminante del espectáculo. El maharajá, entusiasmado, batía palmas y animaba a sus hombres a acabar.

Fue una horrible matanza que duró más de media hora. Hombres y animales estaban, cubiertos de sangre y las mismas aguas, de negruzcas-se habían vuelto rojas.

Finalmente, cayeron los últimos reptiles bajo los golpes de los cazadores, hundiéndose en la laguna y forcejeando entre las últimas convulsiones de la agonía.

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