14. LA PERSECUCIÓN DE LOS CINGALESES

En los bosques y las junglas de Ceilán suele suceder que se encuentren antiguos templos; dedicados a Buda, divinidad que se dice habitaba en, aquella isla encantada antes de pasar a la india a predicar la nueva religión.

Aquel en que los fugitivos se disponían a refugiarse era una pagodita formada por una sola cúpula, pero que antiguamente debió haber sido más vasta, porque a su alrededor se veían numerosas ruinas y murallas derrocadas en parte, adornadas con groseras esculturas.

Conducían a la pagoda una escalera de ladrillos, derrumbada en parte y cubierta de musgos.

—Esperad —dijo el francés—. También quiero yo ir a la vanguardia. Si ya no hay bonzos podría haber en cambio tigres o panteras. ¡Terribles sacerdotes a fe mía!

Subieron en silencio la escalera y se detuvieron ante la puerta, mirando alrededor del templo. La oscuridad era tan profunda allí dentro, que no se distinguía absolutamente nada.

—Parece que entramos en una caverna —dijo Juan Baret—. ¿Si encendiéramos alguna rama? Tengo mi eslabón y pajuelas.

—Sería lo mejor —respondió Amali.

—¡Oh! -—exclamó Durga—; ¡veo algo que brilla en las tinieblas!

—¿Habrán resucitado los bonzos sepultados desde siglos? —preguntó Juan Baret, observando.

—Son dos puntos luminosos, señor.

—Entonces no son linternas.

—Serían menos peligrosas.

—¿Será alguna fiera? Encendamos luz, señores no me gusta la oscuridad.

—Id a buscar cañas secas —mandó Amali a los dos marineros.

—Y nosotros tengamos preparadas las armas —dijo el capitán—. Veo moverse aquellos dos puntos fosforescentes; estoy seguro de que son los ojos de una fiera.

Los dos marineros bajaron la escalera y poco después regresaban llevando cada uno un haz de cañas muy secas.

Juan Baret encendió las pajuelas y prendió fuego a dos haces, arrojándolos diestramente dentro de la pagoda, que quedó iluminada en un momento.

Había agazapado un animal cerca de una estatua de Buda que se hallaba en el centro del edificio; a aquella imprevista irrupción de luz brincó, lanzando un inmenso salto y refugiándose en el ángulo más oscuro.

—Es un leopardo —exclamó Juan Baret.

—Y tiene aquí su guarida —dijo Amali—. ¿No veis las osamentas que se encuentran

cerca de la estatua?

—¿Estará solo o andará por ahí algún compañero? —-preguntó Durga.

—No veo más que a él —contestó Juan Baret.

—¿Cómo haremos para desalojarlo? —inquirió el capitán.

—No encuentro otro medio que el de fusilarlo —respondió Juan Baret.

—¿Y los cingaleses? —interpuso Amali.

—¡Ya! ¡No pensaba ya en esos bribones!

—Oirían las detonaciones.

—Y, sin embargo, no podemos continuar en campo abierto.

—Veamos si logramos ahuyentarlo.

—No hay que pensarlo, rey de los pescadores. Los leopardos no son menos feroces que los tigres y a menudo son aún más peligrosos.

—Encendamos otras cañas y avancemos. Todas las fieras temen el fuego.

—Probemos —dijo el francés.

Los dos marineros fueron enviados otra vez a hacer provisión de leña. Volvieron con seis haces y cada uno cogió el suyo, encendiéndolo y arrojándolo al rincón donde se había refugiado el leopardo.

Éste, viendo caer junto a sí aquella lluvia de fuego, dio cuatro o cinco vueltas alrededor de la estatua, lanzando estridentes aullidos, y luego, dando sus últimos saltos, desapareció dentro de un corredor hueco que se abría en el extremo opuesto del templo.

—Ese terco no quiere marcharse —dijo el francés con enfado—. Nos veremos obligados a matarlo si queremos permanecer aquí.

—Ataquémosle en el corredor —aconsejó Amali—. Un tiro disparado allí dentro no se oirá de muy lejos.

—Eso creo yo también —añadió Juan Baret—. Y después, los cingaleses no deben haber descubierto nuestras huellas con esta oscuridad.

—Encendamos antes algunas cañas para ver mejor.

Con las culatas de las carabinas hicieron rodar las cañas hacia el corredor, y llegados cerca de la entrada se detuvieron, tratando de descubrir al animal, que rugía siempre.

No se trataba a la verdad de un corredor: era un antro de apenas seis pasos de largo, estrecho y muy bajo, y en parte obstruido por escombros.

La fiera se había acurrucado en el fondo, en una actitud que hacía prever un inminente asalto.

—¡Detrás el niño! ¡Está por ponerse delante de nosotros! —gritó Juan Baret.

El capitán cogió a Maduri y lo puso detrás, formándole escudo con su propio cuerpo.

—¡Fuego! —gritó el francés.

Resonaron tres tiros. El leopardo, herido, tal vez mortalmente, se alzó sobre las patas traseras, y luego avanzó impetuosamente contra los agresores, que se encontraban con las armas descargadas.

En su arremetida había encontrado a Amali. El rey de los pescadores de perlas, con un, valor de león, sacó rápidamente el puñal y afrontó a la fiera.

Con mano de hierro la cogió por el cuello y con, dos golpes, vibrados con la rapidez del rayo, la arrojó al suelo, partiéndole el vientre.

—¡Qué puños tan sólidos! —exclamó el francés admirado—. Mis felicitaciones, Amali.

Nadie se habría atrevido a imitaros.

—Si no lo llego a matar, causaba alguna víctima —respondió el rey de los pescadores de perlas—. Estaba temblando por Maduri.

—Ya que está muerto tomemos posesión del templo y descansemos. Lástima que nos falte la cena.

—Mañana buscaremos comida —dijo Durga—. En la jungla abundan, siempre ciervos y gamos.

—Preparemos las camas —dijo Juan Baret—. He visto cerca de este templo un plátano que nos proporcionará hojas frescas y perfumadas.

—¿Y podréis dormir? —preguntó Amali.

—¿Por qué no?

—¿Y los cingaleses?

—Por esta noche nos dejarán, tranquilos. Velaremos por turno, por precaución, si teméis algo.

—Mucho temo, Juan Baret. Me preocupan los perros de los cingaleses. Acabarán por descubrir nuestras huellas. ¡Ah! ¡Callad…!

—¿Qué habéis oído?

—Un ladrido lejano.

—Será algún chacal.

—No, aúlla de otra manera.

—Me pesaría bastante que los cingaleses hubieran hallado nuestra pista.

—Escuchemos.

Mientras el capitán y Durga preparaban las yacijas con las hojas traídas por los dos marineros, dirigiéronse hacia la puerta del templo deteniéndose en la escalinata.

La tenebrosa jungla en aquel momento callaba como si todos sus habitantes estuviesen fugitivos. Ni siquiera los grillos cantaban ya. Oíanse en cambio, a favor de la brisa nocturna, ladrar y aullar los perros.

Amali, inclinado al pie de la escalera, con las manos sobre los oídos escuchaba conteniendo el aliento.

En medio de aquel silencio oyóse un ladrido especial que lanzan los perros cuando siguen la pista de una pieza de caza.

—¿Habéis oído? —preguntó Amali.

—Sí —contestó el francés palideciendo—; es un perro que olfatea.

—Una caza con dos piernas.

—Sí; nosotros.

—Ya veis que mi oído no me había engañado.

—Debe hallarse muy lejos.

—No ha llegado aún a la jungla.

—¿Le seguirán los cingaleses?

—Podéis estar seguro de que sí —respondió Amali.

—Entonces, ni aquí estamos seguros.

—No, Juan.

—Vamos a tener que emprender la fuga.

—Aguardaremos antes de abandonar este refugio. Los perros- cazan mal en la jungla y ese perro podría perder nuestra pista en estos terrenos húmedos y obstruidos de hierbas.

—Quisiera encontrarme a bordo del «Bangalore».

—Mañana, si vemos que los cingaleses se han alejado, nos dirigiremos hacía la laguna e iremos a buscarlo.

—¿Y si el maharajá lo descubre?

—Mis hombres tienen espingardas y se defenderán vigorosamente. No abrigo ningún, temor por ellos y luego, pueden alejarse cuando quieran y volver a su fondeadero.

—¿No tiene una flotilla el maharajá?

—Sí; en la costa.

—¿Naves o chalupas?

—Pequeñas galeazas, que no pueden competir con mi «Bangalore» y que no tienen arboladura —respondió Amali.

—¿No podrían embocar el canal y llegar a la laguna?

—Sí, pero esto exigiría tiempo, dos días lo menos. ¿Queréis ir a descansar?

—Ya se me han pasado las ganas. Este perro que continúa ladrando me impediría cerrar los ojos. ¿No os parece que los ladridos se aproximan?

—-Sí, me parece, Juan Baret —respondió Amali, que demostraba hallarse muy preocupado—. Ese perro debe haber llegado ya a la jungla.

—Acabará por dar con nosotros.

—Resistiremos a los hombres que le siguen.

—¿Y si son muchos?

—No lo creo. El maharajá habrá sin duda repartido a sus gentes en numerosos grupos, a fin de hacer más fácil la persecución contra nosotros. Sentémonos y esperemos.

—¡Uf! ¡Esto se pone muy feo! —murmuró Juan Baret, moviendo la cabeza.

Habían, cesado los ladridos desde hacía algunos instantes, pero con todo ni Amali ni el francés estaban tranquilos. Tal vez los cingaleses habían amordazado al perro para impedir que alarmara a los fugitivos, advirtiéndoles su proximidad.

Lo que impresionaba a Amali era el silencio que reinaba en la jungla, porque demostraba que debían, haberla invadido ya seres humanos.

Cuando los animales advierten la presencia de los cazadores enmudecen para no revelar su presencia y permanecen encerrados en sus madrigueras. Aun los mismos ferocísimos tigres interrumpen sus correrías, sabiendo que no van a ganar nada dejando oír sus rugidos.

Amali y el francés, sentados en medio de la escalinata con la carabina entre las rodillas, estaban siempre alertas y dirigían sus miradas en todos sentidos, sin oír ni ver nada sospechoso.

Vigilaban así hacía cerca de una hora, cuando Amali vio moverse ligeramente algunas cañas a cincuenta pasos de la pagoda.

Como la brisa nocturna había cesado, debían suponer que alguien, las había movido.

—¿Habéis notado? —preguntó al francés, que se había puesto en pie.

—Es algún ojeador.

—Nos han descubierto.

—No hay duda alguna —respondió Amali.

—Huyamos.

—Prefiero permanecer aquí donde estamos a cubierto; además, no podemos aceptar combate teniendo a Maduri con nosotros; que me cojan, nada me importa, pero no al niño, pues entonces quedarían completamente burlados mis planes.

—Tratemos de ocultarlo en cualquier parte. Ya vendremos por él después, cuando haya cesado el peligro —dijo Juan Baret.

—Pero, ¿dónde? Ahora no adivinamos.

—Esperad; delante de la estatua de Buda he visto una losa circular que debe cubrir alguna tumba o subterráneo. Vayamos a verlo, Amali.

—Nada se os escapa.

Llamaron a los dos marineros y a Durga, encargándoles que vigilasen por fuera, y entraron, deteniéndose ante la estatua. Veíanse una piedra circular, tan pequeña que apenas, permitía el paso de un hombre provista de un, anillo. Desde muchos años, quizá

desde hacía siglos, no había sido levantada, puesto que las conexiones estaban llenas de tierra muy seca.

El francés y Amali pasaron por el anillo el cañón de una carabina; y después de muchos esfuerzos consiguieron levantar la losa.

Debajo había un hueco redondo, de cerca de dos metros de profundidad. Una corriente de aire que procedía de no se sabía dónde, hizo vacilar la llama de una caña encendida que el francés tenía en la mano.

—¿Dónde conducirá? —dijo Amali—. Tal vez sea un pasadizo secreto que salga al exterior.

—Esta corriente de aire lo hace suponer así —respondió Juan Baret.

—Pero, ¿de qué podría servir con una entrada tan estrecha? Un hombre, por delgado que fuese, no podría pasar.

—Pero bastará para Maduri.

—Si puede bajar —respondió Amali—. El escondrijo será inviolable, pues los cingaleses no llevan niños consigo.

—-No he visto ninguno en su campamento.

—No perdamos tiempo —dijo el capitán—. Despertemos a Maduri y hagámosle explorar este pasadizo.

El niño, que dormía profundamente sobre una yacija de follaje, fue despertado y se le condujo ante el agujero.

—Trabajamos por tu salvación —le dijo Amali—. Aquí hay un escondrijo inaccesible a los hombres, que puede, en caso de peligro, servirte a ti.

—¿Nos vemos amenazados, tío? —preguntó el niño.

—Hasta ahora no… ¿Tendrías miedo de bajar?

—No, tío.

—Toma una caña encendida, y mi puñal, y anda a ver adonde conduce ese pasadizo. Ha sido una gran suerte que Juan Baret haya reparado en ella. Nada se le escapa a mi valiente amigo.

El niño cogió la caña y el puñal, y después de vencidas algunas dificultades por ser estrecho aquel agujero, aun para su cuerpo, se dejó caer, sin la menor vacilación.

—¿Qué ves? —preguntó Amali.

—Un corredor —respondió Maduri.

—¿Dónde conduce?

—Voy a ver.

El niño desapareció, agitando la caña para reavivar la llama. Su ausencia no duró más que un minuto.

—Tío —anunció al volver—, este corredor conduce a una reja que se abre a flor de

tierra, fuera de los muros de la pagoda.

—¿Es largo?

—Cincuenta pasos.

—Así, no falta, pues, el aire.

—Hay hasta demasiado.

—Te alcanzaremos hojas donde puedas echarte en seco y permanecerás ahí hasta que haya pasado el peligro.

—Haré lo que queráis.

—Suceda lo que quiera, no reveles tu presencia; aunque nos prendan a todos, no salgas.

—¿Es fuerte la reja? —preguntó Juan Baret.

—Muy poco; está carcomida por la humedad.

—¿La podrías romper?

—Con el puñal podría levantar los barrotes.

—¿De modo que podrías salir?

—Lo espero.

Amali arrojó en el agujero un montón de hojas de plátano, le entregó sus pistolas al niño y le dijo:

—Duerme, y no te vengas con nosotros, aunque se libre algún combate.

Dicho esto, colocó otra vez en su lugar la losa, y echó a su alrededor un poco de tierra para hacer desaparecer las fisuras.

Acababa de hacer esto cuando entró uno de los marineros diciendo:

—Llegan los cingaleses del maharajá.

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