15. LA FUGA DE JUAN BARET

Amali, Juan Baret y el capitán, salieron precipitadamente de la pagoda, armados y vieron a Durga y los marineros arrodillados detrás de una esfinge que se levantaba en medio de una explanada.

—Patrón —dijo Durga—; los cingaleses han descubierto nuestro escondite.

—¿Los has visto?

—He oído un ladrido ahogado.

—¿Dónde?

—Ha partido de aquel grupo de bambúes que ves delante de nosotros. Allí debe haber hombres escondidos.

—Que vengan.

—Hay más aún.

—¿Qué hay?

—He oído a lo lejos nuevos ladridos.

—Eso significa que otros hombres han cruzado la jungla —dijo el francés—. Amali,

¿qué os parece si abandonásemos este templo ahora que Maduri no nos sirve ya de estorbo?

—Creo que sería peor, teniendo que combatir con tantos hombres que pueden atacarnos, por todas partes.

—Pero si nos sitian, será peor —dijo Juan Baret—. Si huimos podemos esperar llegar a la laguna.

—¿Y Maduri?

—Lo vendremos a buscar después. Poniendo tiempo por en medio alejaremos el peligro de que pueda ser descubierto. Decidid, antes de que los cingaleses nos asalten. La oscuridad es profunda y la jungla muy espesa Deslizándonos entre la vegetación podremos escapar a la caza que nos van a dar.

—Si, tenéis razón, Juan Baret —respondió Amali—. ¿Estamos todos?

—Todos.

—Durga, ponte al frente; los marineros a retaguardia.

Bajaron cautelosamente la escalera, deslizándose a lo largo de los muros, y ocultándose entre los escombros, llegaron detrás de la pagoda.

—Si pudiéramos encontrar la reja y avisar a Maduri —dijo Amali.

—No perdamos tiempo —dijo Juan Baret—. Los cingaleses están más: cerca de lo que creemos. Ya pensaremos mañana en el muchacho.

Lanzáronse en la jungla, deslizándose cautelosamente entre los bambúes y las cañas

espinosas, con el dedo en el gatillo de la carabina, y atento el oído para recoger el más ligero rumor.

Un ladrido ahogado les advirtió que los cingaleses se hallaban a corta distancia.

—Ya vienen —dijo Juan Baret.

Un coro de agudos aullidos rompió el silencio. Los cingaleses se lanzaban al asalto de la pagoda, creyendo que los fugitivos se hallaban aún allí.

—Si tardamos algunos minutos más caemos prisioneros —dijo el francés—. Mientras nos buscan, pongamos pies en polvorosa.

—Tiemblo por Maduri —dijo Amali con angustia.

—No pueden dar con él, y aun descubriendo la piedra nadie podrá bajar. So encuentra más seguro que nosotros.

Continuaban los aullidos, acompañados de tiros. Los cingaleses batallaban contra las paredes del templo y contra la estatua de Buda.

—¡Bella sorpresa! —dijo Juan Baret, riendo.

De repente cesaron los gritos y la mosquetería. Los cingaleses debían haber entrado.

—Sí, podéis buscar —murmuró Durga—, Perdéis el tiempo que nosotros aprovechamos.

Huían precipitadamente, ansiosos de llegar a la laguna y encontrar el «Bangalore», ya en el cual hubieran podido desafiar a todas las fuerzas del maharajá.

De vez en cuando les detenían los cañaverales obligándoles a dar funestos rodeos, siendo en su mayoría espinosos. Para colmo de males el suelo se volvía sumamente húmedo y dificultaba su marcha.

En algún, momento cedía bajo su peso y se hundían hasta las rodillas.

Corrían hacía veinte minutos cuando oyeron ladridos en pos de sí.

—Firmes —dijo Durga—, Viene una columna contra nosotros.

—Aprontad las armas —mandó Amali, fríamente.

Formaron un círculo, apuntando las carabinas en, todas direcciones y esperaron intrépidamente el ataque.

Apenas se habían preparado cuando vieron saltar hacia ellos cuatro o cinco perros, que se pusieron a ladrar furiosamente.

Juan Baret, con la culata del fusil, remató uno, obligando a los otros a retroceder.

—He ahí a los cingaleses —gritó Amali.

Por todas partes acudían hombres aullando. Eran treinta, cuarenta, tal vez más.

Los seis fugitivos hicieron fuego casi a quemarropa, y luego, empuñando las carabinas por el cañón, se lanzaron sobre los asaltantes, rompiendo cráneos y hundiendo pechos.

Fue una defensa que apenas duró seis segundos. Un alud de cingaleses se precipitó

sobre ellos, estrechándoles por todas partes y en un momento les derribaron, cubriéndoles literalmente.

Por algunos instantes aquella montaña de cuerpos humanos se sobresaltó, hasta que por fin los seis desdichados fugitivos, casi asfixiados, cesaron de oponer toda resistencia.

Aullidos de triunfo saludaron aquella inesperada captura. Veinte manos cogieron a Juan Baret, que se encontró de pronto tan bien atado que no podía ejecutar el menor movimiento.

—¡El hombre blanco!, ¡El hombre blanco! —gritaban todos—. ¡Le tenemos cogido!

—¿Os habéis mellado las uñas? —preguntó el francés irónicamente—, veinte contra uno! ¡Brava hazaña a fe mía, canallas!

Miró a su alrededor y vio igualmente atados a sus compañeros. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¡Pobre Amali! —murmuró—. ¡Si a lo menos pudiésemos salvar a Maduri! El chico es fuerte y enérgico y tal vez logrará salir de apuros. En cuanto a nosotros, ¡se acabó!

Los cingaleses habían hecho adelantar algunos esclavos que llevaban bayartes formados por telas extendidas sobre dos largas pértigas y que suelen emplear aquellos insulares para el transporte de sus víveres.

El francés fue arrojado sobre uno de aquellos bayartes y cubierto después con otra tela para impedir que hiciese el más ligero movimiento, después de lo cual lo levantaron cuatro hombres y partieron, lanzándose a una desenfrenada carrera, a través de la jungla.

—Tienen prisa por llevarme ante el maharajá —murmuró el pobre cazador—. ¿Qué hará conmigo aquel caníbal? ¿Me hará destrozar por los elefantes? ¿Si pudiese escabullirme? Probemos a aflojar las ligaduras.

Trató de alargar las cuerdas, haciendo esfuerzos poderosos, y debió convencerse de que toda tentativa resultaría vana.

—Es inútil —dijo—. Resignémonos a ver al maharajá y a morir. Ya sin la intervención de Amali, los salvajes me habrían hecho jigote; puedo, por lo tanto, desafiar la muerte.

Estaba escrito que Ceilán debía serme fatal. Y sin embargo, ¡si pudiese huir…! ¿Eh?

Al revolverse había sentido un objeto que le había magullado el vientre.

—Se han olvidado de quitarme el puñal —exclamó—. No han advertido en la oscuridad, que lo llevaba en la faja. ¡Si pudiese cogerlo! Estos hombres corren como demonios y no advertirían de pronto que se aligerase el bayarte.

Reanimado con la esperanza de poder reconquistar su libertad, Juan Baret renovó sus esfuerzos. Si conseguía desprender de sus ligaduras brazo y coger el puñal, podía intentar la salvación.

Las cuerdas le magullaban las carnes, ocasionándole agudos dolores pero con todo continuaba haciendo esfuerzos hercúleos para ensancharlas Desde hacía algún tiempo sentía que el brazo izquierdo, poco a poco se deslizaba entre los nudos. Redobló las tracciones y finalmente logró sacar libre la muñeca. Ya era algo.

Torciendo la mano hasta casi dislocársela, la acercó a la faja y logró coger el puñal. A duras penas pudo ahogar un grito de alegría.

Los porteadores, que corrían, siempre como locos y sólo se preocupaban por evitar las cañas espinosas, no habían advertido nada. Además de que, como hemos dicho, el prisionero estaba cubierto por una segunda tela.

Juan Baret cortó una primera cuerda, después una segunda y así poco a poco, sin sacudidas, libertó todo su cuerpo.

—Ahora, cortaré la tela de debajo y me dejaré caer. Un pensamiento lo detuvo.

—¿Y si detrás de esos conductores van los otros? Prestó oído y no le pareció notar que siguiese nadie detrás.

—Perdido por perdido, probemos —dijo.

Cortó, sin hacer ruido, la tela, en toda su extensión, y luego, aprovechándose de un salto que dieron los conductores para evitar algún hoyo; o alguna raíz se dejó caer al suelo sin soltar el puñal.

Por una suerte inaudita fue a caer precisamente en una zanja que los conductores estaban saltando, y por lo mismo no cayó entre las piernas de los que venían detrás.

Los cingaleses, que corrían como liebres, habían seguido su camino, sin fijarse en manera alguna en aquel improvisado aligeramiento del bayarte. Pero no debían ir muy lejos.

Juan Baret se levantó precipitadamente y no viendo a nadie se deslizó entre los bambúes a toda la velocidad de que era capaz.

Había recorrido dos o trescientos pasos cuando oyó gritar a los conductores como energúmenos.

—Lo han advertido —dijo Juan Baret, redoblando su carrera—. ¡Echadme un galgo ahora! Tengo mejores piernas que vosotros.

El francés, que era realmente un buen corredor, corría desenfrenadamente, mientras los porteadores, sorprendidos con aquella misteriosa desaparición, que tenía para ellos algo de sobrenatural, perdían el tiempo discutiendo y arrancándose los cabellos, previendo quizá temible castigo por parte de su feroz príncipe.

Juan Baret prosiguió su carrera por espacio de más de media hora, hasta que se vio fuera de la jungla.

Delante de él se extendía el bosque, más espeso aún que la jungla, con matorrales tan tupidos que los perros no habían de descubrirle.

—Debe bajar hacía la laguna —dijo Juan Baret, respirando a plenos pulmones—-. Si consigo encontrar el «Bangalore», Amali puede abrigar aún alguna esperanza de salvar el pellejo sin perder a Mysora. ¡Mysora!

—Con esa muchacha tiene una buena carta y podrá jugársela. Vamos a buscar el barco y luego a libertad a Maduri. ¡Pobre niño! ¡Cuánto se habrá asustado al oír aquellos gritos y aquella fusilería! Puede creer que todos estamos muertos.

Viendo plátanos maduros comió un par para mitigar la sed y emprendió de nuevo la carrera, mirando detrás para ver si le perseguían los porteadores del bayarte.

Por la parte de la jungla no se oía ya ningún rumor. Los cingaleses debían haberlo abandonado, llevándose los prisioneros.

—Ha sido una suerte que haya quedado atrás —dijo Juan Baret—. Se ve que les corría prisa conducirme antes que nadie ante el maharajá y no han reconocido a Amali. Más vale así, pues de otra suerte mi plan no hubiera resultado. He ahí una brisita que anuncia la proximidad del lago. Otro golpe y me planto en la orilla.

Animado por el silencio que reinaba en aquellos contornos y convencido de que los cingaleses habían tomado otro camino, el francés reanudó su carrera, menos desenfrenada, no queriendo llegar a la laguna enteramente derrengado.

La travesía de aquel último trecho de bosque fue realizada felizmente, aun cuando vio pasar un tigre que, por fortuna, ni siquiera le miró.

A las tres de la mañana, Juan Baret se detenía a orillas de la laguna y precisamente casi enfrente de las tres islas.

Apenas lanzó una ojeada cuando vio al «Bangalore» que estaba en aquel momento dando la vuelta a la tercera isla, dirigiéndose hacia el pantano.

—¡Qué inaudita fortuna! —exclamó el francés, que casi no podía creer lo que estaba viendo—. ¡Alguien hay que me protege!

La nave pasaba tan sólo a cuatrocientos o quinientos metros de la orilla.

Juan Baret, convencido de que no tenía ya nada que temer, hizo una bocina con las manos y gritó:

—¡A tierra! ¡Soy el cazador francés, el amigo de Amali!

Vio agitarse en la nave formas humanas, oyó voces y advirtió que las velas cambiaban de sitio.

—¡Me han reconocido! —exclamó—. Estoy salvado.

No era así, sin, embargo, pues en el mismo momento oyó una voz que gritaba en cingalés:

— ¡Aquí está! ¡Ya le tenemos!

Juan Baret se volvió, puñal en mano.

Habían salido del bosque cuatro hombres y corrían hacia él. Él enseguida reconoció a los conductores del bayarte.

—¡Amigos! —gritó a los marineros del «Bangalore»—. ¡Pronto, que me matan!

Un cingalés, que debía ser más ágil que los demás, se arrojó hacia él, puñal en mano.

El francés, con un rápido movimiento, se sustrajo al ataque, y enseguida, dando una vuelta sobre sí mismo le asestó tal puñalada que le hizo caer en tierra, sin que lanzara un grito.

—¡He ahí uno que ya no chistará! —dijo.

Después saltó sobre el segundo, mientras de la nave partían algunos tiros que derribaron a los otros.

El francés y el cingalés se cogieron por el cuerpo, luchando vigorosamente y tratando de echarse al suelo.

El isleño, que era alto y fuerte, resistía tenazmente enarbolando su cuchillo, pero Juan Baret estaba al quite.

Oíase gritar a los marineros desde el «Bangalore»:

—Resistid un momento, señor; corremos a socorreros. Y Juan Baret se sostenía firme, estrechando cada vez más a su adversario para impedirle que se sirviese del cuchillo.

Viendo sin embargo que le iba a derribar, le echó la zancadilla, y luego, en el momento en que iba a perder el equilibrio, le clavó la hoja del puñal en la garganta, partiéndole la carótida.

El «Bangalore» llegó a orilla y algunos hombres armados de fusiles corrieron en socorro del francés.

—Es inútil —les dijo—. Todos han, caído muertos, mis caros amigos.

—¿No estáis herido? —preguntó un viejo pescador que parecía un cabo.

—Ni un arañazo.

—¿Y el patrón?

—Ha sido preso por el maharajá.

—¡El patrón prisionero! —exclamaron los marineros con terror.

—Señor —dijo el viejo pescador—, ¿cuándo ha caído prisionero?

—Hace tres horas.

—¿Y Durga?

—También ha caído en manos del maharajá como los dos marineros.

—¡Todos están, perdidos! ¡Oh, qué desgracia! ¡Qué desgracia!

—¿Eres tú quien manda a bordo en ausencia de Amali y de Durga? —preguntó Juan Bareí.

—Sí, señor.

—¿Por qué no habéis venido al pantano?

—No ha sido culpa, mía —respondió el viejo, casi llorando—. La marea nos había dejado en seco, y cuando tratábamos de hacernos a la vela, la nave no podía moverse.

Nadie presumía que el agua bajase tanto.

—Vuestro retardo nos ha sido fatal. Habíamos raptado ya al joven Maduri, y si hubiese llegado la nave estábamos todos salvos.

—¿Y también lo han cogido?

—No; habrá que ir a buscarlo.

—¿Dónde?

—Está oculto en una pagoda que se encuentra en medio de la jungla.

—Señor: ¿no podremos rescatar al patrón? Todos estamos a vuestra disposición y os obedeceremos como si fueseis el rey de los pescadores de perlas.

—¿Estáis prontos a dar vuestra vida por Amali?

—Sí, todos —respondieron los pescadores a una voz.

—La empresa será difícil, pero aun conservo alguna esperanza —dijo Juan Baret como hablando consigo mismo—. Mientras el maharajá no vuelva de repente a Yafnapatam, pues entonces todo quedaría perdido.

Llamó a todos los pescadores y les refirió brevemente lo ocurrido aquella noche.

Cuando hubo acabado, se volvió hacia el viejo, diciéndole:

—En mi lugar, ¿qué harías ante todo?

—Iría a libertad a Maduri, señor. El pobre niño debe estar muy inquieto y aun hasta espantado.

—Vamos enseguida. ¿Y luego?

—Enviaría algunos hombres a espiar qué ocurre en el campamento del maharajá, para concertar algún plan que tenga probabilidades de éxito.

—Esta era también, mi idea —-dijo Juan Baret—. El maharajá no tomará ninguna decisión sobre los prisioneros antes de mañana. ¿Tienes dos hombres fidelísimos y astutos?

—Todos lo son.

—Les enviaremos al pantano. Con tanta gente como hay allá, podrán entrar en el campamento sin llamar la atención, y recoger preciosos informes. Según lo que averigüen, veremos lo que hemos de hacer para libertar a Amali y sus compañeros. Ahora, dame diez hombres que me acompañen a la pagoda. A estas horas los cingaleses habrán abandonado ya la jungla.

—¿Y yo, señor?

—Permanecerás de guardia en el «Bangalore» con los otros y te ocultarás en medio de aquellas islas, teniendo cargadas las espingardas. Cuando oigan un disparo, acude para embarcarnos. ¡Adelante los diez hombres que deben acompañarme a la pagoda!

Diez pescadores, armados de carabinas, pistolas y cimitarras, avanzaron colocándose detrás del francés.

—Sólidos y ágiles -—dijo Baret—. Amali sabe escoger su gente.

—Buena suerte, señor, y regresad pronto —exclamó el viejo pescador.

—Envía enseguida a espiar el campamento.

—Ya están prontos.

—Partamos —dijo Juan Baret a sus hombres-—. Hubiera deseado descansar algo, después de la carrera que me he dado, pero lo haré después si me queda alguna hora libre y los acontecimientos no se oponen. Haremos lo que podamos para arrancar a Amali de manos del maharajá, y en caso de que quisiera retenerlo prisionero me pondré al frente de los pescadores de perlas y le haremos la guerra.

Algo consolado con aquella idea, se puso en camino a buen paso, a través del bosque.

Comenzaba a alborear, pero el sol no debía salir hasta mucho después. Los animales, viendo clarear, huían por doquier, para refugiarse en sus madrigueras, mientras los calaos de enorme piro se despertaban dejando oír su cra-cra monótono.

Pasaron el bosque y apareció la jungla con su caos de vegetación.

Formando pendiente, como formaba, podían ver de pronto si había hombres en marcha.

El francés, antes de ocultarse entre las cañas y los bambúes, miró largo tiempo, e interrogó a sus hombres, que, como todos los marinos debían tener buen oído y buena vista.

—No se ve nada —dijeron—. Los cingaleses han abandonado la jungla, harto contentos con conducir los prisioneros al maharajá.

En lo alto aparecería el templo, con sus paredes casi negras y agrietadas, escondido por algunos plátanos de opulento follaje. Tampoco descubría a nadie por allí.

—Se han marchado —exclamó Juan Baret—. ¿Se habrán llevado también a Maduri?

A este pensamiento, aquel valiente se sintió como herido en el corazón.

—No —se dijo enseguida—-; no es posible. Estaba demasiado bien escondido y la abertura era demasiado estrecha. Maduri no se habrá traicionado.

Entró en la jungla y comenzó a subir, precedido por cuatro hombre y flanqueado por los otros seis, carabina en mano.

Tampoco en medio de aquella vegetación había nadie. Sólo algún ciervo o algún antílope, sorprendidos en su sueño, huían, a todas piernas hundiendo impetuosamente los jarales o saltando por ellos con agilidad extraordinaria.

Cuando estuvieron cerca de la pagoda, Juan Baret, que, era tan animoso como prudente, hizo detener a sus hombres, queriendo antes asegurarse de que no había nadie.

Corrió hacia la estatua de Buda y se cercioró con alegría de que la piedra no había sido tocada.

-—Maduri debe hallarse aún aquí abajo, si no ha forzado la reja.

Cogió el anillo y tiró de él, levantando la piedra.

—¡Maduri! ¡Maduri! —llamó.

Una voz que reconoció enseguida y que le hizo acelerar los latidos del corazón, le respondió:

—¿Sois vos, señor?.

—Sí, soy yo, Juan Baret. El niño apareció bajo la abertura. El francés le cogió en brazos y lo alzó arriba,

—¿Y mi tío? —preguntó el niño, no viéndole entre los hombres que le rodeaban.

—¡Qué desgracia, mi buen Maduri, qué desgracia! Tu tío, Durga el capitán y dos marineros, han sido hechos prisioneros por los cingaleses.

Dos gruesas lágrimas aparecieron en los párpados del niño.

—¡Mi tío prisionero del maharajá! —exclamó gimiendo, mientras se difundía por su rostro una palidez cadavérica—. ¡Oh, gran Buda! ¡Estoy perdido! Señor, ¿creéis que volviendo yo a entregarme al maharajá podría salvarlo? Hablad; estoy pronto a hacerlo.

—¿Para que luego os tenga a los dos? No, valeroso niño; tu permanecerás conmigo y con buena escolta.

—¿Y mi tío?

—Le salvaremos; no lo dudes.

El niño meneó la cabeza, mientras corrían por sus mejillas dos nuevas lágrimas.

—El maharajá es malo y lo matará.

—Y nosotros, ¿no nos tienes en cuenta?

—¿Lo salvaréis?

—Lo intentaremos.

—El maharajá es poderoso, señor, mientras vos no tenéis más que diez hombres.

—Que valen por cien cingaleses; y además hay otros en la laguna y tenemos aún un barco bien armado, el de tu tío.

—Siempre seréis pocos.

—Hoy, tal vez sí; dentro de pocos días seremos diez mil o el doble, porque todos los pescadores de perlas obedecen a tu tío. Si es menester, los reuniremos y los lanzaremos contra Yafnapatam. ¿Quién podrá resistir a tanta gente, decidida a todo? Ven, Maduri; volvamos a la laguna y esperemos los acontecimientos. Te aseguro que pronto volverás a ver a tu tío.

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