16. DOS ENEMIGOS FORMIDABLES

En tanto que el francés, más afortunado que todos, lograba huir. Amali, el capitán, Durga y los dos marineros, fuertemente atados, eran conducidos por otros caminos al campamento del maharajá.

Amali, convencido de que era inútil toda resistencia y toda tentativa de fuga se había resignado a su suerte.

Por otra parte, esperaba escapar con vida de manos de su enemigo contando con Mysora. Le parecía posible un canje, aun cuando le sangrase el corazón al pensar que debería restituir a la doncella amada.

Cierto era que una vez libre, con. Maduri, ya no prisionero del maharajá, podía más adelante reconquistarla, invadiendo el Estado y tomando por asalto a Yafnapatam, pero habría preferido conservarla en su inaccesible asilo.

Nacía el nuevo día cuando los cinco prisioneros, escoltados por cincuenta cingaleses, llegaban al campamento del maharajá, acogidos con carcajadas sarcásticas y aullidos de alegría.

Fueron sacados de los palanquines, librados de las cuerdas que les sujetaban y conducidos a una pequeña tienda situada frente a la del príncipe, y rodeada por numerosos guerreros bien armados.

Amali, al notar la ausencia de Juan Baret, sintió viva inquietud.

—¿Quién ha visto al francés? —preguntó a sus hombres—. ¿Lo habrán matado en la refriega?

—No, patrón —dijo Durga—. He visto que le colocaban en. un bayarte, y luego le llevaban cuatro conductores en desenfrenada carrera. Debe haber llegado mucho antes que nosotros.

—¿Estás seguro?

—También lo he visto yo —dijo Binda—; estaba impasible.

—¿Y por qué deben haberle llevado antes que nosotros?

—Les interesaba más el hombre blanco —respondió el capitán—. Creerían que fuese el prisionero más importante, no habiéndonos reconocido aún.

—El maharajá me reconocerá al momento.

—Demasiado lo sé, mi pobre amigo, y entonces, ¿qué va a ser de ti?

—Más me preocupo por Maduri —contestó Amali—. ¿Qué hará el niño abandonado a sí mismo? ¡Si fuese capaz de llegar hasta el mar y entregarse a los pescadores de perlas!

—Maduri es joven, pero ya se las sabrá componer —dijo Binda-—. Es inteligentísimo y tiene valor para vencer. Un día le vi desafiar a una de las panteras del maharajá que se había escapado de la jaula.

—¡Que nadie revele dónde está!

—¡No lo diremos ni aunque nos sujeten a los más atroces tormentos! —dijeron a una voz el capitán, Durga y los dos marineros.

—Y ahora esperemos tranquilos a que el maharajá nos mande llama

—¿Tienes alguna esperanza? —preguntó el capitán—. Yo por mi parte no abrigo ninguna; he hecho traición y pagaré con mi vida.

—No, amigo: si quiere a Mysora deberá darnos la libertad a todos.

—Para la mía se negará.

—Entonces. Mysora permanecerá prisionera.

—Piensa en salvarte tú, Amali; más larde me vengarás.

—O todos libres, o todos muertos —respondió el rey de los pescadores de perlas con acento inflexible.

En aquel momento entraron dos capitanes.

—¿Quién es el cabecilla? —preguntaron.

—Yo —respondió Amali al momento.

—El maharajá te espera para pronunciar tu sentencia.

—Estoy pronto a seguiros.

Los dos capitanes lo registraron para ver si llevaba escondida alguna arma, y enseguida, cogiéndole fuertemente por los brazos, lo sacaron fuera.

El maharajá, como el día que había recibido al francés para darle las gracias por haberle salvado la vida, estaba sentado delante de la tienda sobre un almohadón de terciopelo, rodeado de sus ministros, cortesanos y comandantes.

Apenas hubo lanzado una mirada sobre Amali, se levantó de un salto, palidísimo por la emoción, gritando con voz ronca por la ira:

—¡Tú! ¡Tú! ¡Amali!

—Sí; yo soy, el rey de los pescadores de perlas, el descendiente de los antiguos monarcas de Yafnapatam, el hermano del que asesinaste.

—Peco, ¿es posible? ¿No me engaño?

—¡No! Yo soy Amali,

-—¡Amali! —exclamaron los ministros y cortesanos.

El rey de los pescadores de perlas sostenía impávido todas aquellas miradas, teniendo los brazos cruzados sobre el pecho en actitud de reto.

El maharajá permaneció silencioso por algunos instantes, con el rostro congestionado, como si una rabia tremenda le hubiese paralizado la lengua.

De repente exclamó, rugiendo:

—¡Miserable! ¿Qué has hecho de mi hermana Mysora?

—Está en mi poder, en lugar seguro —respondió Amali.

—Encerrada en algún horrible calabozo donde la habrás hecho martirizar.

—No, porque se aloja en los mejores aposentos de mi palacio, y mis hombres la respetan cual si fuera yo mismo. No es mi prisionera, puedo decir, sino mi huésped.

—¿Voluntaria?

—-¡Oh, no! Después… podría ser.

—Si fuese tu huésped habría regresado aquí.

—Por ahora no le he concedido tanta libertad.

—¡Mientes, pirata de mujeres!

—Te la he raptado para recobrar a mi sobrino.

—¡Ah! ¡Sí! Maduri … ¿Dónde está ese niño? ¿Dónde lo has ocultado? Dímelo, o te haré pedazos —rugió el maharajá, furioso.

—¡Cuidado! ¡La vida de Mysora responde de la mía!

—¿Te atreverías a tanto?

—Yo no, porque me hallo en tus manos, pero sí mis hombres.

—Muy poderosos se creen tus hombres para que mi brazo no llegue hasta ellos, pero te aseguro que se engañan y que dentro de pocos días tu roca será tomada por asalto y destruida.

Asomó a los labios de Amali una sonrisa de ironía.

—No conoces tú mi isla —dijo—. Ni tú, ni el príncipe de Manaar, ni siquiera los ingleses, son capaces de tomarla. Es demasiado sólida y está harto bien armada y guardada para que yo abrigue el menor cuidado.

—¡Ah! ¡El príncipe de Manaar, mi aliado! ¿Qué has hecho de él?

—Es mi prisionero.

—¿Vivo aún?

—No acostumbro asesinar a la gente que cae en mi poder. Así, le he salvado dos veces la vida.

—¡Oh! ¡Eres muy generoso! —dijo el maharajá haciendo una mueca de ironía—.

Dime, ¿dónde está Maduri?

—Está en lugar seguro.

—Me lo entregarás, juntamente con aquel traidor hombre blanco.

Amali le miró con asombro.

—El hombre blanco, el francés, ¿no es tu prisionero?

—Ese perro desapareció después de haber matado a sus guardianes; pero lo encontraré,

no lo dudes.

«Si ha huido, no se dejará coger», pensó Amali. «¿Cómo habrá hecho para salvarse de sus guardianes? ¿No será el francés algún espíritu infernal?»

—¡Habla! ¿Dónde está Maduri? ¡Lo quiero!

—Búscalo.

—Y quiero también a Mysora.

—Ve a tomarla.

—¿Te burlas de mí?

—Contesto a tus preguntas.

—¿Y no tiemblas?

—¿Por qué? —preguntó Amali con voz tranquila.

—Por la muerte que te espera.

—¿Y tú no tiemblas?

—¿Yo? —exclamó el maharajá—. ¿Por qué habría de temblar?

—Por Mysora.

—La libertaré y exterminaré a todos tus bandidos.

—¡Todos! Hay veinte mil prontos a tomar las armas para vengarme. El maharajá rompió en una risotada.

—¡Tú, veinte mil hombres!.

—Los verás el día que caigan sobre tu Estado y entren a sangre y fuego en Yafnapatam.

—¡Fanfarronadas! Si crees con eso atemorizarme y alejar de ti la muerte que te espera, te engañas. No soy tan majadero que vaya a creerte.

—Bueno, maharajá. Si en algo tienes la vida de Mysora no nos toques ni un cabello ni a mí, ni a Binda, ni a mis hombres. El peligro que corro lo corre también tu hermana, y no quiero que muera la más hermosa doncella de Ceilán, ¿entiendes?

—¿Te disgustaría?

—Mucho.

—¡Oh, qué generoso! —dijo con mofa el maharajá—. Le ha proclamado el paladín de las bellezas cingalesas. ¿Y Binda? ¿Quieres también la libertad de ese traidor? Sufrirá la misma suerte que te está reservada a ti. ¡Ah! ¿Conque te has atrevido a venir aquí para robarme a Maduri Está bien, recibiréis el castigo a que os habéis hecho acreedores; así cortaré de un solo golpe las esperanzas de tus pocos secuaces, que confiaba verte maharajá de Yafnapatam.

—Piensa primero que la vida de tu hermana corre más peligro de lo que tú crees.

—Ya te he dicho que la pondré en libertad.

—Antes de que tus hombres lleguen a la vista de mi roca y disparen un solo tiro, ya estará muerta.

El maharajá se encogió de hombros.

—Al fin y al cabo, no es más que una mujer —dijo con feroz frialdad—. La vengaré, y se acabó.

—¡Y dejarás morir la más bella niña de Ceilán! —exclamó Amali, palideciendo.

—No es la reina de Yafnapatam.

—¡Eres tan cruel como vil!

—¡Capitanes, llevad a ese miserable, a su tienda! —gritó el maharajá—. ¡Aun osa ofenderme!

—¿Podré saber a lo menos a qué muerte me has condenado?

—Los cocodrilos de la laguna tienen, hambre —respondió el maharajá con cínica sonrisa—. Esta tarde, al ponerse el sol, les daremos una copiosa cena, a menos que…

—¿Qué quieres decir?

—Que me devuelvas a Maduri y Mysora juntos.

—Podría restituirte a tu hermana; a Maduri, jamás.

—Te hace falta el muchacho.

—Lo mismo que a ti.

—¡Ah! Ya adivino.

—¡Y yo también, maharajá! Con Maduri en rehenes estarías seguro contra toda tentativa por mi parte para vengar a mi hermano y reconquistar el trono de mis abuelos, y esto es lo que yo no quiero.

—Cuando hayas muerto, ya no serás peligroso para mí.

—Es verdad, pero llegará día en que Maduri pensará en vengarme, lo mismo que a su padre, y te hará temblar. El francés está con él, y lo guiará.

—¡Maldito europeo! —gritó su alteza—. ¡No sé lo que daría por tenerlo en mis manos!

Preparaos a morir.

—El rey de los pescadores de perlas no teme la muerte y la desafiará valerosamente —

dijo Amali con fiereza.

—¡Lleváoslo pronto! ¡Veo una nube de sangre!

Cuatro capitanes se apoderaron de Amali y lo condujeron a la tienda que servía de prisión. Al volver la cabeza hacia la multitud que se agolpaba en el espacio comprendido entre las dos tiendas, el rey de los pescadores vio a un hombre a quien reconoció enseguida.

—Es uno de mis marineros—murmuró—. ¿Cómo está aquí? ¿Cómo ha sabido la tripulación del «Bangalore» que hemos caído prisioneros?

Cuando entró en la tienda, Durga, el capitán y los dos pescadores le rodearon, interrogándole ansiosamente con las miradas.

—Estamos perdidos —dijo Amali-—. El rapto de Mysora no es bastante para salvarnos.

—Lo sospechaba —respondió el capitán, resignado—. ¿Cuándo nos envían a la muerte?

—Esta tarde, a la puesta del sol.

—¿Nos harán aplastar por los elefantes?

—No; ha reservado para nosotros un suplicio más espantoso, que sólo podía nacer en la mente de un tirano sanguinario. ¡Nos hará devorar vivos por los cocodrilos de la laguna!

—¡Pobre Amali mío!

—Sin embargo, no he perdido aún todas las esperanzas. ¿Sabéis que Juan Baret ha conseguido huir?

—¡El francés!

—Sí, Binda.

—¿Y cómo lo ha hecho?

—No sé; he oído decir que había matado a sus guardianes. Si ese hombre está en libertad, es capaz de intentar cualquier desesperado golpe para salvarnos.

—Pero, ¿qué podrá hacer por sí solo?

—¡Solo! ¿Y quién nos dice que no se haya reunido con el «Bangalore»? ¿Sabéis que entre la muchedumbre he visto a uno de mis marineros?

—¡Será posible!

—A pocos pasos de esta tienda.

—¿Cómo pueden haber sabido tus hombres que estábamos presos?

—Por esto veo yo aquí la mano de Juan Baret. Debe haber encontrado en alguna parte al «Bangalore» y enviar alguien aquí para descubrir intenciones del maharajá respecto a nosotros. Ya verás, Binda como esta tarde habrá novedades y los cocodrilos se quedarán sin cenar.

—¿Y Maduri?

—Si el francés está libre habrá ido a buscarlo. No tengo ninguna inquietud por ese caro niño.

—Pero, ¿cómo habrá hecho para encontrar al «Bangalore»? —preguntó Durga—. ¿Se hallaría aún el barco cerca de las tres islas?

—Vuelvo siempre a mi primera idea —respondió Amali.

—¿A cuál?

—Que el barco quedó encallado.

—Pues fue una suerte para el francés.

—Para él, sí, pero no para nosotros, porque si el barco hubiese estado en disposición de acudir no habríamos caído prisioneros.

—¿Y suponéis, mi capitán, que Juan Baret, en el momento oportuno va a dar fe de vida?

—Sí, Durga —respondió Amali—. De otra suerte no hubiese enviada a uno de nuestros hombres a espiar el campamento.

La conversación quedó interrumpida por la entrada de dos criados que traían hogazas de arroz, pescado, frutas y una botella de vino de palmera

—Os lo envía el maharajá —dijeron, dejando los cestos en el suelo.

—¿No estarán, envenenados estos manjares? -—preguntó Durga.

—No; sería una muerte demasiado rápida —dijo Amali—, Además, el maharajá gusta de los espectáculos sangrientos y no nos enviará al paraíso de Buda sin divertirse con nuestro pellejo. Podemos comer con perfecta tranquilidad.

—Se ve que nos quiere ofrecer a los cocodrilos bien cebados. ¡Es muy cruel ese príncipe!

Si bien todos, más o menos, se sintiesen algo aterrados por la suerte que les esperaba, se pusieron a comer, no queriendo aparecer débiles en el momento terrible del espantoso suplicio.

Durante el día fueron a visitar a Amali algunos capitanes y cortesanos, tratando de inducirle a que les revelara dónde había ocultado a Maduri prometiéndole en cambio la vida salva, pero el rey de los pescadores de perlas se mostró inflexible.

Por otra parte, no tenía la menor confianza en la palabra del maharajá.

—Si entregase al niño, no por eso salvaría la vida —dijo a sus compañeros—. Y luego, prefiero perderla antes que ver de nuevo a Maduri como rehén, en poder de ese hombre cruel.

A. cosa de las siete, en el momento en que el sol descendía en el horizonte, entraron en la tienda cuatro capitanes seguidos de veinte guerreros armados de carabinas y lanzas, e hicieron salir a los prisioneros.

El maharajá y su numeroso séquito habían abandonado ya el campamento para dirigirse a orillas de la laguna.

—Vamos —dijo Amali con voz triste—. Demostraremos que somos hombres.

Colocáronse en medio de la escolta y partieron con la cabeza erguida, sin dar la menor señal de temor o de flaqueza.

Al cabo de un cuarto de hora llegaban a orillas de la laguna, frente a un islote cubierto por un inmenso cañaveral.

El maharajá había hecho levantar allí su tienda y sentándose delante, sobre un ligero relieve del terreno que le permitía dominar una vasta extensión de agua.

Amali, apenas llegado, había mirado hacia la laguna, deteniendo sus ojos en el islote, que no distaba más de doscientos pasos.

—¿Ves algo? —preguntó el capitán.

—No, pero hay allí esas cañas, y son tan altas que bien podrían ocultar la arboladura de mi nave.

—¿Estará Juan Baret escondido ahí detrás?

—-No lo sé, pero mi corazón está tranquilo.

—-¿Tienes esperanzas, pues?

—Sí, Binda.

—Pues yo creo que dentro de pocos minutos todo estará terminado. Mira lo que están haciendo los cingaleses.

—Miró Amali y vio a diez hombres que estaban uniendo con cuerdas dos gruesos de árbol que acababan de derribar.

—¿Nos atarán a esos troncos? —dijo Amali—. ¡Infames!

El maharajá, que estaba sentado plácidamente sobre su almohadón de terciopelo, fumando el narguile de agua perfumada, hizo seña a Amali de que se acercara.

—¿Qué quieres? —preguntó el rey de los pescadores de perlas, mirándole con fiero ceño.

—Quiero hacer una última tentativa.

—Habla.

—¿Quieres decirme dónele has escondido a Maduri?

—¡Nunca!

—Si me lo entregas y me devuelves a Mysora, te concedo, si no la libertad, a lo menos la vida.

—Sería una vida que no duraría más que algunas semanas. Me harías envenenar. Yo también quiero hacer la última tentativa.

—¿Cuál?

—Tu hermana habrá muerto dentro de muy poco tiempo si no nos devuelves la libertad.

—Quedo yo para gobernar Yafnapatam, y basta.

—¡Eres cruel!

El maharajá se encogió de hombros, haciendo un gesto de enfado.

—Advierto que me has hablado mucho de Mysora —exclamó—. Se diría que te ha flechado.

—¿Y si así fuese?

—Os reuniréis en el paraíso o en el infierno de Buda. Ya me habían dicho que la

amabas en secreto.

—¡Cuidado, maharajá! Mi muerte, y también la suya, serán vengadas algún día —gritó Amali.

—Ese día está muy lejos para que me preocupe. Capitanes, cumplid con vuestro deber.

Ya me ha desacatado bastante ese hombre.

—¡Mi sombra y la de mi hermano te perseguirán hasta en tus orgías tirano!

—Las haré echar por mis esclavos.

—Hizo una seña. Cuatro hombres se apoderaron de Amali y lo condujeron hacia los dos troncos de árbol, que habían sido llevados ha la orilla y en los cuales se encontraban ya atados Durga, el capitán y los dos pescadores.

—¡Amigos! —dijo Amali emocionado—. Cerrad los ojos y no miréis los cocodrilos.

La muerte será pronta y sufriremos poco.

Veinte hombres levantaron los dos troncos y los arrojaron a la laguna con sordo ruido, levantando un montón de espuma.

—¡Adiós, amigos! —gritó Amali viendo emerger a corta distancia quince o veinte cabezas.

Los cocodrilos, al oír el ruido, habían salido de las profundidades de la laguna, mostrando sus enormes fauces abiertas. Acudían desde varios puntos, nadando apresuradamente, dando coletazos, ansiosos de tomar parte en aquel inesperado banquete.

Todos los soldados y esclavos del maharajá se habían agolpado en orilla para gozar de aquel cruel espectáculo.

De pronto retumbaron dos cañonazos de espingarda hacía el islote, una descarga de metralla barrió la superficie de la laguna, acribillando a los terribles reptiles; después otras dos sembraron el estrago en la orilla derribando al suelo a muchos guerreros del maharajá.

De pronto apareció una nave a un lado del islote.

Era el «Bangalore», que avanzaba presurosamente, al empuje de diez remos vigorosamente impelidos.

A proa, Juan Baret, rodeado de algunos pescadores, disparaba sin tregua contra los cingaleses, mientras tornaban a tronar las espingardas, ametrallando a diestro y siniestro.

Aquel asalto resultó tan inesperado, que los hombres del maharajá no pensaron siquiera en hacer uso de las armas. Huían a todo correr, en todas direcciones, aullando e imprecando.

Sólo los capitanes, los cortesanos y los ministros se habían colocado delante del maharajá para escudarle con sus cuerpos.

El «Bangalore», que había puesto ya en fuga a los cocodrilos con su dos primeros disparos de espingarda, llegaba como un rayo junto a los dos troncos de árbol, que flotaban a veinte metros de la playa.

Dos hombres saltaron al agua, cortaron las cuerdas de los presos, y volvieron a bordo,

mientras proseguían incesante el fuego, haciendo estragos entre los fugitivos.

Amali, de un salto, se encontró a bordo de su nave, en brazos de Juan Baret.

—¡Gracias, amigo! —gritó—. ¡Os esperaba!

—¡Huyamos! —respondió el francés-—. Veo que los cingaleses se reúnen.

—¡A las velas! —gritó Durga.

El «Bangalore», que tenía viento favorable, viró en redondo y huyó saludando a los cingaleses, que corrían finalmente al rescate, con una última descarga.

—¡Ya cenarán otro día los cocodrilos! —aulló Durga—. ¡Así pudieran comerse la cabeza del maharajá!

Los cingaleses hicieron fuego sin orden ni concierto, gritando ferozmente y amenazando sin ningún resultado satisfactorio.

El «Bangalore», que avanzaba velozmente, pasó por detrás del islote desapareció en el Este, en dirección al canal que comunicaba con el mar.

—Como veis, Amali, ha sido una cosa sencillísima —dijo Juan Baret—. Un poco de pólvora, un poco de hierro, y hemos dejado al maharajá con un palmo de narices.

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