17. LAS GALEAZAS DEL MAHARAJÁ

Un cuarto de hora más tarde, cuando ya el «Bangalore» navegaba por en medio de la laguna, muy lejos de la orilla ocupada por los cingaleses, Amali, Juan. Baret y el capitán se hallaban reunidos en, la cámara de popa. El francés, en pocas palabras, refirió a sus amigos las dramáticas peripecias de su afortunada fuga y el inesperado encuentro de la nave, de la cual había obtenido tan valiosa ayuda en el momento en, que iban a darle alcance los cuatro porteadores del bayarte.

—Hay, sin embargo, una cosa que no he comprendido —dijo Amali, mientras tomaban algunas copas de arrak—, ¿Cómo habéis sabido que debíamos ser devorados por los cocodrilos?

—Lo supe por dos de vuestros hombres que envíe al campamento del maharajá; debéis de haber visto a uno, porque le estuvisteis mirando mucho tiempo.

—Es verdad.

—Estos dos valientes, confundidos entre la muchedumbre, asistieron vuestro interrogatorio y también a la sentencia pronunciada por aquel príncipe cruel. Advertido de repente, crucé el lago aprovechando una brisa, favorable, y oculté la nave detrás de aquel islote. Estaba casi seguro de que el suplicio se efectuaría cerca de aquella playa, y como veis, no me engañé. Unos disparos de espingarda contra los cocodrilos, otros contra a gente del maharajá, y la cosa quedó lista.

—Si queréis que os diga la verdad, no dudábamos de que de un momento a otro os reuniríais con nosotros.

—¿Cómo queríais que os abandonase? ¡Oh! ¡Jamás! Aunque hubiese tenido que empeñar una lucha desesperada. Juan Baret no abandona a sus amigos en peligro sin intentar a lo menos salvarlos.

—Gracias en nombre de todos nosotros; os debemos la libertad y la vida.

—¡Bah! Lo que he hecho es muy poca cosa. No vale la pena de darme las gracias. ¿Y

ese feroz maharajá, con tal de veros muerto, sacrificaba a su hermana?

—Y sin sentir el menor remordimiento —dijo Amali.

—Ese hombre tiene un corazón de piedra.

—Más vale así, Juan Baret, porque cuando Mysora sepa el aprecio que de ella hace su hermano, le odiará o por lo menos no procurará salvarlo.

—¿Cuándo veremos a esa joven? Soy muy curioso, mi querido Amali.

—Si no encontramos ningún obstáculo, dentro de seis horas llegaremos a mi isla.

—¡Si no encontramos obstáculos! ¿Qué teméis?

—Encontrar la flota del maharajá unida a la del príncipe de Manaar. Están aliados.

—¿Para proceder contra vos?

—Quieren intentar apoderarse de mi roca.

—¿Tenéis gente suficiente para defenderla?

—Ciento cincuenta hombres y doce espingardas. Además las playas son inaccesibles —dijo Amali—. No hay más que una caverna que permite subir y está llena de tiburones que no reconocen más que a mis hombres. Que prueben a asaltar mi cueva, si se atreven.

-—Y ahora, ¿qué haréis? Mysora es vuestra prisionera, el niño está e nuestro poder y ya no existe ningún obstáculo para declarar la guerra ¿Están prontos vuestros pescadores de perlas?

—Sólo esperan, una orden mía para abandonar los bancos y empuñar las armas.

—Puesto que las cosas se hallan en este punto, podemos obrar.

—Sí, cuando hayamos llegado a mi roca enviaré emisarios a los bancos a fin de que adviertan a los jefes de los pescadores.

—¿De cuántos hombres puede disponer el maharajá? —preguntó Juan Baret.

—Todo lo más podrá poner sobre las armas a cinco o seis mil guerreros.

—¿Y vos?

—De quince a veinte mil.

—Victoria segura. El maharajá pagará cara su crueldad.

—Sí; le destronaremos —dijo, brillando un relámpago en sus ojos.

El «Bangalore» había cruzado ya la laguna y estaba para entrar al canalizo.

Amali, advertido, había subido a cubierta, queriendo asegurarse de si se veían enemigos.

—Sabed —dijo a Juan Baret— que no me fío. El maharajá puede haber destacado parte de su flotilla para capturar mi nave.

—¿Sabe que poséis el «Bangalore»?

—Sí, y también lo conoce perfectamente, por haber hecho muchas correrías por sus playas.

—En este caso, le urgirá capturarlo.

—Lo ha intentado varias veces —dijo Amali—. No posee, sin embargo, ninguna galeza que pueda competir con mi barco, que es el más veloz que existe en el estrecho de Ceilán y también el mejor armado.

Anochecía rápidamente cuando el «Bangalore», conducido por Amali, comenzó a internarse en el canal.

Juan Baret y Durga, a proa, miraban hacia poniente para ver si descubrían las chalupas de los salvajes que les habían atacado dos días antes o la flotilla del maharajá.

Los árboles que cubrían, las dos orillas, casi todos inmensos, proyectaban una sombra tan profunda que hubiera sido menester tener ojos de gato para distinguir algo.

—Me parece que no hay nadie en este canal —dijo el francés—. ¿Ves tú algo?

—No, señor.

—El maharajá ha hecho una amenaza vana.

—No hemos ganado aún el mar libre, señor —respondió el segundo, moviendo la cabeza.

—¿Crees tú… ?

—Me temo que nos ocurra algo antes de que podamos llegar a nuestra roca.

—¿Están cargadas las espingardas?

—Y también las carabinas, señor.

—Pasaremos por encima de nuestros enemigos si intentan cerrarnos. el paso —dijo el francés con su acostumbrada tranquilidad.

—¡Hola!, ¡hola!

—¿Qué hay, Durga?

—He visto una luz.

—Será una hoguera que habrá encendido algún pobre isleño.

—No habita nadie en estas orillas.

—¿Dónde las has visto brillar?

—En el mar.

—Me disgustaría que la flotilla del maharajá hubiese bloqueado el canal —dijo Juan Baret—. Aun los mismos combates llegan a cansar.

—El maharajá habrá sospechado que Amali llegaría con el «Bangalore» y enviaría correos a la costa.

—Ya que no podemos evitar el encuentro, nos batiremos y echaremos a pique cuantas barcas podamos; será facilísimo.

—Vos todo lo encontráis fácil, señor —respondió Durga riendo—. Aun cuando se trataba de librarnos de los cocodrilos os parecía una cosa sencillísima.

—¡Pues ya lo has visto!

—Cualquier otro hubiera encontrado la cosa, si no imposible, dificilísima… ¡He visto otra luz!

—¿Dónde?

—Algo más lejos que la primera.

—Eso quiere decir que están allí las galeazas aguardándonos. Avisa a Amali y que haga armar a la gente. Veremos si podemos sorprender a. nuestros enemigos.

—Juan Baret fue a coger su carabina y se sentó en la proa, junto al capitán, que se les había reunido.

En medio de aquella profunda oscuridad veíanse centellear dos luminosos, que ora parecían alejarse, ora se agrandaban.

—Son los faroles de las naves —dijo el francés—. ¿Conocéis este canal, capitán?

—Sí —dijo Binda.

—¿Es muy ancho en, la boca? Yo sólo lo pasé una vez y no me acuerdo.

—Quinientos pasos.

—Entonces dispondremos de espacio suficiente para maniobrar.

—Y también para pasar por en medio de las galeras del manaré sí están ancladas en las dos orillas —dijo el capitán.

Amali había dejado el timón a Durga y se había reunido con ellos.

—Ya suponía que nos esperarían —exclamó dirigiéndose a Juan Baret—. El maharajá se habrá figurado que saldríamos por este canal.

—¿Cómo habéis colocado a vuestra gente?

—Ocho a babor, ocho a estribor y los otros en las espingardas. Pasaremos lanzando andanadas por los dos costados.

—¿Es sólido vuestro barco?

—Es todo de teck, una madera que resiste las balas de los cañones.

—Así, si alguna galeaza trata de cerrarnos el paso…

—Podemos embestirla y echarla a pique sin que nuestra proa se rompa.

—Esto quiere decir que nosotros somos los más fuertes. ¡Adelante sin, temor!

El «Bangalore» se encontraba a la sazón a quinientos o seiscientos metros de la boca del canal que servía de desaguadero a la laguna.

Aunque la noche era oscura. Amali y Juan Baret divisaron en las dos orillas seis galeazas, con la proa y la popa muy elevadas, pero sin arboladura. Cuatro se hallaban cerca de los cañaverales, las otras dos en medio del canal, para impedir la salida a cualquier buque que se hubiere dirigido al mar.

—Vamos a tener que embestir, si nos estrechan —dijo Juan Baret que observaba atentamente la situación.

—¡Preparémonos! —gritó Amali, cogiendo la carabina.

En aquel momento se oyó partir desde una de las galeazas una voz que mandaba:

—¡A las armas!

—Han advertido que nos acercábamos —dijo Juan Baret.

Dejóse oír la misma voz.

—¡Alto! ¿Quién vive?

—Somos gente del maharajá de Yafnapatam.

—No es verdad; en la laguna no había ninguna galeaza.

—Entonces, venid a detenemos, ¡A las armas, a las armas, fuego, a babor y estribor!

—-mandó Amali con voz terrible.

Las dos galeazas se habían puesto en movimiento y corrían hacia el «Bangalore» a fuerza de remos, mientras las otras cuatro abandonaban precipitadamente las orillas para ayudarlas.

Las cuatro espingardas del rey de los pescadores de perlas tronaron a la vez, lanzando sobre las cubiertas de las galeazas un huracán de metralla, mientras los marineros hacían fuego con, las carabinas.

Con todo, los cingaleses, aun cuando hubiesen sufrido pérdidas enormes seguían avanzando y hacían fuego a su vez.

—También las otras cuatro, que estaban armadas con una espingarda cada una, disparaban aunque las balas no perforasen el casco durísimo del «Bangalore».

Amali, empuñando una hacha y seguido de Juan Baret, de Durga, del capitán y de algunos valientes se habían lanzado a proa, donde una de las galeazas estaba a punto de abordarlo.

Con, su acostumbrado valor, se lanzó en medio de los cingaleses que trataban de saltar sobre su nave y les arrojó al canal a hachazos, mientras Juan Baret y el capitán hacían fuego con sus pistolas.

Una andanada de espingardas echó a pique la galeaza, que se sumergió rápidamente, con el costado roto.

El «Bangalore» embistió la segunda, destrozándola, y enseguida salió al mar, disparando contra las otras cuatro que no había llegado aún al centro del canal.

—¡Ya hemos pasado! —gritó Juan Baret, con voz triunfante.

—Ahora nos perseguirán —respondió Amali.

—Les dejaremos detrás. La brisa es muy fresca y volaremos como gaviotas.

Las cuatro galeazas se habían lanzado en persecución de los fugitivos a fuerza de remos, y continuaban disparando con ruido ensordecedor.

El «Bangalore» era demasiado buen velero para dejarse alcanzar. Hinchadas las velas, hasta casi reventar, volaba como una golondrina, huyendo a lo largo de la costa para tratar de hacer varar las galeazas.

Juan Baret y Amali habían echado una larga ojeada sobre el mar, temiendo ver otras naves enemigas.

—Estamos solos —dijo el rey de los pescadores de perlas—, y sin embargo, tengo la seguridad de que las flotas del maharajá y del príncipe de Manaar se habrán reunido para intentar el rescate de Mysora.

—Pero, ¿habrán atacado ya vuestro arrecife?

—Eso lo dudo.

—¿Y cómo vamos a hacer para recalar en él si las flotas enemigas lo tienen sitiado.

—La noche será oscura y trataremos de engañarlos.

—¿Son fuertes por mar el maharajá y el príncipe de Manaar?

—Pueden disponer de unas veinte galeazas.

—¿Cuántos hombres las tripulan?

—Veinticuatro o treinta y seis; la mitad, remeros y el resto combatientes.

—Todos juntos forman un bonito número —dijo Juan Baret—. Si notan nuestra presencia nos van a hacer bailar una divertida zarabanda.

—Nos acercaremos con cautela y huiremos de pronto hacia la caverna de los tiburones.

—¿No nos seguirán?

—Lo intentaremos y tal vez lo consigamos.

—Y entonces se apoderarán de nuestro «Bangalore».

—Hay escondrijos en la caverna, que sólo conocemos nosotros, los cingaleses no se atreverán a registrar. Centenares de ferocísimos tiburones tienen allí sus madrigueras y como las galeazas son muy bajas las tripulaciones se hallarían expuestas a ser devoradas.

—¿Y no os atacan a vosotros esos animales?

—Están familiarizados con mis gentes, y no nos hacen ningún daño pues nos conocen por ser sus proveedores. Todos los días mis hombres les dan de comer, y han conseguido ser reconocidos.

—¡Es curioso eso! ¡Tiburones amaestrados!

—Es tal como os digo, Juan Baret en, y os convenceréis de ello al entrar en la caverna.

—Así, vuestro escollo es inexpugnable.

—Hasta desafiar los ataques de los europeos.

—Estoy ansioso por verlo.

—¿Habéis oído?

—Un lejano disparo, de cañón o de espingarda.

—¿Quién habrá disparado?, ¿Las galeazas que nos dan caza?

—No; venía del Sur.

—¿En dirección de vuestro arrecife?

—Sí, Juan Baret —exclamó Amali con ansiedad.

—¿Lo asaltarán las galeazas?

—Eso temo.

—¿No veis nada?

—Estamos muy lejos aún; lo menos veinte millas.

—Preparémonos para un nuevo combate —dijo el francés.

—Ya os he dicho que trataremos de pasar inadvertidos.

—Probaremos.

El «Bangalore», impelido siempre por un viento muy fuerte, se había separado de la costa y corría hacia los bancos en que se había estrellado el crucero inglés.

Las cuatro galeazas del maharajá se habían dispersado, no pudiendo solamente con los remos rivalizar con aquella esbelta nave que era la más rápida que surcaba las aguas del estrecho de Ceilán y las costas de la India meridional.

Ningún peligro amenazaba por la espalda a los fugitivos. En el mar no se veía ningún punto blanco o negro que indicase un velero o barca. Corrían a veces por el estrecho grandes olas que se rompían fragor contra los cayos, donde el casco del barco inglés acababa de despedazarse.

A la una de la madrugada Amali indicó a Juan Baret una masa negruzca que se erguía en el mar.

—Es mi roca —dijo—. Hemos andado con una velocidad que ninguna nave podría igualar.

—Veo luces —respondió el francés—. Mirad: describen como semicírculo alrededor de vuestro islote.

—Las veo —dijo Amali con calma—.Las flotas aliadas asedian mi refugio. Tiempo perdido y fatiga absolutamente inútil.

—¿Podremos pasar por sorpresa?

—Me parece que esas luces no se extienden por delante de la caverna —respondió Amali, que observaba con viva atención.

—¿Nos podremos acercar sin que reparen en nosotros?

—No llevamos ningún farol encendido, y es de esperar que nadie nos haya visto.

—Pero, ¿no nos tomarán vuestros hombres por enemigos?

—Tenemos una señal que sólo conocemos nosotros.

El «Bangalore» se acercaba silenciosamente, con parte de su velamen recogido, tratando de ocultarse en medio de los escollos que protegían la caverna.

Todos los hombres, por su parte, estaban dispuestos a entrar en batalla. Habían sido cargadas de nuevo las espingardas, y colocadas en las amuras numerosas carabinas y pistolas con que romper un fuego acelerado.

Las galeazas de los enemigos estaban dispersas alrededor de los escollos, manteniéndose lejos de la caverna, para evitar los numerosos bancos arena y las rocas coralíferas contra las cuales podían lanzarles las olas y destrozarlas.

—Pasaremos —dijo Amali a Juan Baret—. No han descubierto el canal que conduce a la caverna.

—No nos dejemos ver. Veo que las galeazas se mueven.

—Exploran la costa.

—¡Si supiesen que nos encontramos aquí! ¡Qué bonita sorpresa cuando mañana se encuentren con que vos dirigís la defensa! ¡Ah! ¡Una idea!

—Decid, Juan, Baret.

—¿Si avisáramos a los pescadores de perlas que estamos sitiados?

—No es necesario; ya lo sabrán. No puede haberse ocultado a su vista una escuadra tan numerosa, y ya veréis que comparecerán cuando menos esperemos. Por otra parte, están ya advertidos de que estén prontos y preparen las armas. He ahí el canal, y los sitiadores no han advertido nada todavía.

El «Bangalore» se había deslizado prontamente entre los escollos y se acercaba a la caverna, cuya inmensa boca se comenzaba a divisar. Amali cogió la barra del timón, dio algunas órdenes a la gente, y enseguida guió con su consumada habilidad la nave, haciéndola describir curvas atrevidísimas, para evitar los múltiples obstáculos que la amenazaban de todas partes, y puso la proa a la amplia caverna, despertando a los tiburones dormían a flor de agua.

—¡Una linterna! —ordenó—. Ya ahora éstos no pueden, venir de fuera.

—¡Afortunada maniobra! —exclamó el francés, fijándose en las fauces fosforescentes de los tiburones—. ¿Quién, podrá imaginarse que está escondida una nave aquí dentro?

—Esperad que señale mi presencia -—respondió Amali.

Se quitó un pito de la faja y lanzó tres notas moduladas.

Acto seguido, encima mismo del «Bangalore» se oyó un rumor sordo como si hubiesen hecho correr algún enorme tablón, y cayó una escalera de cuerda, mientras una voz preguntaba:

—¿Quiénes sois? Responded o hago fuego.

—Soy el capitán —respondió Amali.

—¡Justo Buda! ¡El rey de los pescadores de perlas! ¿Debo dar la alarma, señor?

—No.

Enseguida, volviéndose hacia Juan Baret y al capitán, que llevaba a Maduri de la mano, añadió:

—Seguidme; estáis en mi casa.

—¡Esta caverna es maravillosa! —exclamó el francés, cada vez ni asombrado por lo que veía—. ¿Quién es capaz de tomar por asalto es escollo? Los cingaleses perderán el tiempo inútilmente.

Cuando llegaron a la galería alta encontraron a un grupo de ocho marineros, mandados por un cabo.

—Señor —dijo éste—, ¿cómo habéis conseguido pasar por en medio de la flota sin

dejaros sorprender?

—Pues ha sido una cosa sencillísima —dijo Amali—-. Hemos apagado los faroles y hemos entrado tranquilamente en la caverna. ¿Quiénes son sitiadores?

—Hombres del maharajá de Yafnapatam y del príncipe de Manaar.

—¿Cuántas galeazas?

—Dieciocho, señor porque hemos echado dos a pique.

—¿Cuándo han aparecido?

—En la mañana de ayer.

—¿Han causado algún daño?

—Un gasto enorme de pólvora y balas sin ningún resultado. Sin embargo, dicen que esta mañana van a tratar de dar el asalto a esta roca.

—¡Ah! ¡Ya lo veremos! ¿Y Mysora?

—Continúa donde la dejaste.

—¿Y el príncipe de Manaar?

El cabo esta vez no respondió y bajó la cabeza.

—Habla —dijo Amali.

—Señor…, ha muerto.

—¿A consecuencia de las heridas?

—No; lo han devorado los tiburones.

—¿Qué noticia me das? ¿Cómo ha sido eso?

—Pues la verdad, señor —dijo el cabo—. Aprovechando el momento que le dejamos solo para rechazar las galeazas de los enemigos, intentó huir, aun hallándose tan débil.

Cuando lo advertimos, se hallaba ya en esta galería.

—¿Y se arrojó a la caverna? —dijo el francés.

—Sí, señor; esperaría reunirse a las naves y dirigir el ataque.

—Y los tiburones lo han devorado.

—Así ha sido.

—Pésame que ese bravo muchacho haya tenido un fin tan desastroso —dijo Amali—.

Los hombres que tenían encargo de vigilarlo y lo han dejado escapar recibirán el castigo merecido. Mysora sería capaz de guardarme rencor por la muerte del príncipe.

—Un rival menos —dijo Juan Baret—. Vuestro prisionero podía convertirse en un hombre inoportuno.

—Era un príncipe leal y valeroso.

—Debía quedarse en su habitación y no tratar de huir. Dejemos al príncipe y pensemos en organizar la defensa.

—Todo está pronto, señor —dijo el cabo—. Hemos colocado las espingardas detrás de los parapetos, y amontonado enorme cantidad de rocas para arrojar sobre las galeazas.

—Juan Baret —dijo Amali—, ¿queréis visitar nuestras defensas?

—¿Y vos?

—Me urge verla —contestó Amali en voz baja.

—Y sobre todo, hablarla.

—Sí, Juan Baret.

—¿Cuándo me presentaréis a ella?

—Mañana.

—Os auguro que os hará muy buena acogida.

—Gracias, Juan Baret —respondió Amali suspirando.

Se internó rápidamente por la galería y subió al palacio. Por doquier velaban sus hombres en torno a las espingardas, espiando los movimientos de las galeazas. En el palacio sólo habían, quedado los cuatro centinelas que vigilaban a Mysora.

Amali se dio a conocer y entró, cerrando tras de sí la puerta que conducía a la estancia de la princesa cingalesa.

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