18. LA ROCA CINGALESA

Amali, muy emocionado, permaneció absorto un largo instante antes de golpear la lámina de bronce colgada cerca de la puerta.

La vibración del metal no había cesado aún, cuando sé oyó la voz de Mysora, que le invitaba a entrar.

La hermosa cingalesa, que no debía haberse acostado aún, o se había levantado entonces, estaba en pie en medio del gabinete, bajo la lámpara, en actitud altiva y soberbia, casi desdeñosa, creyendo probablemente ver entrar algún centinela.

Llevaba el cuello y los brazos desnudos, sin ceñirse con la ancha faja, y los cabellos sueltos sobre los hombros, ligeramente bronceados y exquisitamente moldeados.

Al ver a Amali hizo un ademán de sorpresa y su rostro se serenó prontamente, mientras sus ojos negros y profundos se endulzaban.

—¡Tú! ¡El rey de los pescadores! —exclamó. ¡Tú! ¿Cómo has podido llegar? ¿De dónde vienes?

—Vengo de Yafnapatam, Mysora —dijo Amali.

—¡No puede ser!

—¿Por qué dices esto, Mysora?

—Porque no habrías vuelto vivo.

—¿Quieres una prueba? Maduri está en mi habitación.

—¿Has libertado al niño? ¿Y mi hermano?

—Se ha quedado sin rehenes.

Mysora guardó silencio durante un momento, mirando al rey de los pescadores de perlas con creciente sorpresa. Le parecía increíble, inadmisible lo que había dicho.

—¿Y cuándo has llegado? —preguntó finalmente.

—En este momento.

—¿Sabes que han sitiado tu isla?

—Amali pasa por donde quiere y no teme a sus enemigos. Mi «Bangalore» está ya escondido en la caverna.

—Pero, ¿qué hombre eres tú?, ¿Qué audacia y qué valor posees?, ¿Quien podrá igualar jamás tu valor?

—Llevo en mis venas sangre de conquistadores y de reyes —respondió Amali—. La historia de mis abuelos está escrita con la punta de las espadas arrebatadas a los enemigos.

—¿Y Maduri está aquí?

—Sí; mañana le verás. El pobre niño está cansado por dos noches insomnio y le he hecho acostar.

—Entonces mi hermano ha aceptado el canje y me veré libre para volver a Yafnapatam.

—¿Te urge marcharte, Mysora? —preguntó Amali con dolor.

—Esta no es mi patria —respondió la joven, bajando la mirada con cierto embarazo—.

Aquí soy extranjera y también prisionera.

—Una prisión muy dulce, que muchos te envidiarían.

—No digo que sea dura, sino al contrario. ¿Cuándo podré marcharme?

—No te he dicho aún que estés libre —respondió Amali.

—¿Osaría el rey de los pescadores de perlas faltar a la palabra dada a mi hermano? —

preguntó Mysora, levantando vivamente la cabeza y frunciendo su hermosa frente.

—Yo no he empeñado palabra alguna.

—¿No has obtenido a Maduri a cambio de mi libertad?

—No, Mysora, porque tu hermano se ha negado a aceptar el pacto.

—¡Me ha abandonado!

—Peor aún, porque cuando le he dicho que corrías a una muerte cierta en manos de mis hombres, me ha contestado que ya te vengaría y nada más.

Brilló un relámpago de ira en la mirada de Mysora.

—¡Cruel! —exclamó—. ¡No se preocupa por mi muerte!

—Así es —dijo Amali—, puesto que tú no eres la reina de Yafnapatam.

—¡Qué hombre mi hermano! —exclamó Mysora con un estremecimiento—. ¿Cómo habéis hecho para rescatar a Maduri?

—Con la astucia.

—¿Sin desafiar a mi hermano?

—He sido diez horas su prisionero.

—¿Y no te ha matado?

—Me había hecho ya arrojar a los cocodrilos para que me devorasen vivo cuando mis hombres, guiados por un valeroso europeo, llegaron a tiempo para salvarme.

—¡A qué atroz suplicio te había condenado! —exclamó la joven horrorizada.

—Y sin embargo, como ves, he vuelto vivo.

—Pero estás sitiado.

—¿Qué me importa? Mi roca es inexpugnable y destrozaré a mis sitiadores.

—¿Eres, pues, invencible?

—No temo a mis adversarios.

Mysora le miraba con admiración. Hubo entre ellos un corto silencio, y enseguida la joven repuso:

—Así, ¿continuaré siendo tu prisionera?

—Sí.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que haya labrado tu felicidad.

—¡Mi felicidad!

—Sin duda, aunque debiese entrar, a sangre y fuego en toda la isla de Ceilán y llevar la guerra hasta el Candy.

—¿Qué lenguaje es éste?

—El de un hombre que está dispuesto a echarlo todo a rodar para darle una corona a la más hermosa doncella de Ceilán —dijo Amali con ardiente pasión.

—¿Y quién es esa doncella? —-inquirió Mysora, mientras toda ella se estremecía.

—¡Tú!

—¿Yo, Amali?

—Hace dos años, Mysora, que el rey de los pescadores de perlas, el hombre que tu hermano lanzó a la proscripción de las tierras que un día pertenecieron a sus mayores, piensa en ti constantemente y te ve todas las noches en sueños. El día que por vez primera apareciste en los bancos de Manaar, más bella que las perlas que se esconden bajo el agua, mi corazón recibió tal herida que no se ha vuelto a curar. Por ti olvidé el odio feroz que alimentaba contra tu familia; por ti he impuesto silencio al grito de venganza en que prorrumpía mi ánimo; por ti he colmado el abismo sangriento que nos separaba. Yo no soy, en el día de hoy, más que el rey de los pescadores de perlas, sin corona y sin Estado; mañana, en cambio, seré tan poderoso que haré estremecer toda la isla de Ceilán porque están a mí lado, dispuestos a vencer o morir, veinte mil hombres, los más bravos y valerosos corredores de los mares. Mías serán las costas cingalesas, mías las fabulosas riquezas sepultadas bajo los bancos de Manaar, mías las minas de oro y de diamantes de la isla, mío el mar que baña aquella tierra bendecida por Buda. Tendré un trono, súbditos, esclavos, poseeré riqueza, poder.. . y todo se lo rendiré a la más hermosa niña que haya nacido en el suelo cingalés. ¿Me has oído, Mysora?

La joven princesa, aturdida con aquel torbellino de promesas pronunciadas por un hombre que sabía que era capaz de mantenerlas y lleva a cabo, quedó triste, mirándole con creciente admiración.

—¡Un trono para mí! —dijo finalmente—. Pero yo no te he dicho nunca que te amara.

—No, pero lo he adivinado en tus miradas. Un día puedes haberme odiado, más aún, despreciado como un pirata, como un aventurero sediento de odio; hoy, ya no me odias.

Dímelo, Mysora.

Un profundo suspiro fue la respuesta.

—Si yo te diese un trono, ¿lo aceptarías?

—Veo en tus ojos una triste llama, Amali. Piensas en la venganza.

—¿En cuál?

—No perdonarás nunca a mi hermano haber hecho matar al tuyo.

—He preguntado si el corazón de Mysora palpita por mí o por otro. Había entre los dos el príncipe de Manaar.

—No le amé nunca —respondió la joven—. Le había concedido amistad, pero nada más.

Amali no pudo reprimir un grito de alegría.

—Ahora estoy cierto de que me amas —dijo.

—No te lo he dicho aún.

—Te has descubierto tú misma.

—Está aún abierto el abismo entre nosotros y no se cerrará hasta que hayas matado a mi hermano.

—La venganza puede ser menos cruel de lo que tú supones —dijo Amali

—Entonces, ¿cuál es el reino que quieres conquistar?

—Te lo diré el día que pueda poner a tus pies la corona.

—¿El de tus abuelos?

—Ceilán es grande —dijo Amali evasivamente.

Mysora se acercó al rey de los pescadores de perlas y colocándole sus menudas manos sobre los hombros, le dijo con voz dulce:

—-Un día te odié, después te compadecí, finalmente te he admirado por tu valor y por tu generosidad, y ahora, ¡te amo!

—¡Ah, Mysora!

—Pero debes hacerme un juramento.

—El rey de los pescadores de perlas no puede rehusar nada a la dueña de su corazón.

—Yo no sé qué reino es el que vayas a conquistar, y sin embargo, tengo miedo de adivinarlo. Suceda lo que suceda, júrame por la memoria de tu hermano que respetarás la vida del mío. Me ha abandonado, mientras habría podido devolverme la libertad entregándote a Maduri, dando con ello una prueba de crueldad que horroriza, porque sabía que me amenazaba la muerte. Pero, yo soy siempre su hermana.

—Te lo juro, Mysora.

—He aquí un poderío que pagaré caro. Causará la destrucción del poderío de mis padres. Muy triste será el día en que sea arriada por siempre la bandera de mi familia que hace doscientos años se alzaba en las murallas de Yafnapatam, Rodaron dos lágrimas por las mejillas de la joven.

—Mysora —dijo Amali—; esa bandera ondeará siempre al lado de otra, que por espacio de cuatrocientos años mostró sus colores al sol y al viento.

—La tuya.

Un estruendo ensordecedor, que conmovió las macizas murallas del palacio sofocó su voz.

Amali se acercó a la ventana desde la cual se dominaba vasta extensión de mar.

Había alboreado y las galeazas de Manaar y de Yafnapatam habían empezado el bombardeo de la isla, haciendo fuego con las espingardas.

Todos los hombres de Amali habían acudido a sus puestos, decididos a responder vigorosamente.

—Se aprestan para el asalto —dijo el rey de los pescadores de perlas.

—¿Conseguirán apoderarse de tu roca? —preguntó Mysora con ansiedad.

—No hay ningún peligro.

—No seas cruel con los hombres de mi raza.

—No, porque lo son también de la mía: pero debo defenderme, y lo haré.

—¿Qué quieren? ¿Nos buscan a ti o a mí?

—A los dos; a ti, para devolverte a Yafnapatam, a mí, para matarme y llevarle mi cabeza a tu hermano.

—¡Oh, no! ¡No! ¡Matarte! ¡No ahora!

—No tendrán ni el uno ni el otro. Adiós Mysora; voy a guiar a mis hombres.

Los espingardazos se sucedían sin interrupción. Desde el mar y desde el escollo respondían con supremo vigor, sin economizar proyectiles.

Amali, viendo a Juan Baret detrás de un terraplén en el cual estaban emplazadas cuatro de las más gruesas espingardas, se aproximó a él, y le dijo:

—Compartiremos valerosamente, amigo mío, porque ya desde ahora creo asegurada mi felicidad. Pronto caerá en mis manos un trono y juntamente con él la mujer más hermosa de Ceilán. ¿Qué podía desear más el rey de los pescadores de perlas?

—¿Conque Mysora…? —preguntó el francés.

—Será un día mi esposa -—dijo Amali radiante.

-—¿Y cómo resolveréis la cuestión de su hermano? ¡Castigarle a él y casarse con su hermana! La cosa resulta algo difícil, ya que supongo le quitaréis la vida para vengar la muerte de vuestro hermano.

—¿No os parece que arrebatarle el poder y reducirlo a polvo es un castigo suficiente para un hombre que antes era tan poderoso que se hacía obedecer por doscientos mil súbditos con un solo gesto?

—¿Le perdonaréis la vida?

—Sí, por Mysora.

—Más vale así; mostrándoos generoso, ganaréis, y obtendréis la admiración aun de sus

propios partidarios.

—¡Oh! ¡Tiene pocos! Su crueldad le ha hecho perder todas las simpatías. ¿Cómo va el asalto?

—Me parece que los cingaleses no tienen ninguna intención de marcharse. Dan muestras de un valor insólito.

—Se les obliga.

—¿Por qué, Amali?

—He sabido que el maharajá ha jurado hacer degollar a todos capitanes de las galeazas si no regresan vencedores.

—No se anda con, bromas el maharajá.

—Mantendrá su palabra, Juan Baret. Conozco la crueldad de ese hombre.

—Se romperán, inútilmente la cabeza contra estos escollos. Son diez veces más numerosos que nuestros hombres, y sin embargo, no lograrán asentar su planta en el arrecife. Es una roca verdaderamente inaccesible.

—Y bien, armada.

—Y vuestros hombres tiran bien, mi querido Amali. Ya han echado a pique otra galeaza, al hacer la primera descarga. Vamos a tirar nosotros. Conozco las espingardas y sé manejarlas.

—¿Qué es lo que no sabéis hacer?

—Un aventurero debe saber manejar todas las armas de fuego —contestó Juan Baret—.

Disparemos algunos cañonazos también nosotros.

Las galeazas del maharajá de Yafnapatam y las del príncipe de Manaar respondían vigorosamente a las espingardas del rey de los pescadores de perlas, derribando las obras de defensa y tratando de lanzar balas contra el palacio.

Habían rodeado el arrecife, en los sitios que ofrecían menos blanco y disparaban bravamente para poder batir todos los terraplenes. Algunas, como sí adivinaran que detrás de los escollos debía haber alguna abertura o algún aproche se habían adelantado en aquella dirección, desembarcando marineros en medio de los bancos.

Eran las galeazas de mayor porte y mejor armadas, provistas cada una de dos espingardas y tripuladas por cuarenta marineros.

—Tratan de descubrir la caverna —dijo Amali, que seguía atentamente sus movimientos.

—¿Y si la encuentran?

—No me importaría mucho —respondió Amali—. La abertura que lleva a la galería está cerrada por una puerta de enorme espesor y, además, ya ha sido retirada la escala.

—Podrían encontrar el «Bangalore».

—Está muy bien oculto en una caverna lateral, y además, Durga ha cerrado la entrada

con una empalizada de madera de teck, que ninguna espingarda es capaz de derribar.

—¿Y las minas?

—¡Las minas! ¡Es verdad! ¡No había pensado en ello!

—Vamos a desembarazarnos de esos marineros antes de que consigan descubrir la entrada de la gruta.

Hizo sonar un silbato y a esta señal acudieron cuarenta o cincuenta hombres a quienes dio orden de bajar hasta donde lo permitieran las paredes rapidísimas del -arrecife, y atacasen a los hombres que habían desembarcado.

Entretanto, las cuatro gruesas espingardas del terraplén hacían fuego sin cesar contra las galeazas, que respondían golpe por golpe, disparando especialmente contra los pescadores de perlas que descendían por las rocas.

Otras galeazas fueron llamadas por los capitanes de aquellas que intentaban internarse por los escollos.

Amali, en vista del peligro, llamó nuevos refuerzos e hizo traer otras espingardas a fin de que su batería no fuese desmontada.

Ya se habían reunido diez galeazas y seguían desembarcando combatientes que cambiaban balazos con los de Amali, parapetados detrás de las rocas y en las numerosas hendeduras de aquella parte del escollo.

—Intentaban el asalto —dijo Juan Baret a Amali—. Y en verdad, debajo de nosotros las rocas bajan con menos rapidez y hombres ágiles y resueltos podrían escalarlas.

—La subida será dura y costará mucha sangre a. los cingaleses —respondió Amali—.

No tengo ninguna inquietud.

Las tripulaciones desembarcaban con rapidez, agolpándose sobre los escollos. Pasando de barco en barco, no obstante el incesante fuego de las espingardas y de las carabinas de los pescadores, llegaron delante de las rocas, pero como habían varado a babor, no habían descubierto aún la entrada de la caverna.

Viendo que los cingaleses empezaban a encaramarse, acudieron todos los hombres disponibles de Amali, arrojando sobre los asaltantes enormes peñascos, las cuales saltando y resbalando, causaban terribles estragos.

La batalla se hacía horrible, sangrienta. Los enemigos, con valor insólito, resistían tenazmente, tratando de llegar a las primeras mesetas, pero sólo conseguían ganar algunos metros con pérdidas enormes.

Numerosos cadáveres caían pesadamente sobre los escollos, y muchos heridos bajaban,, gritando espantosamente.

Por todas partes acudían las galeazas para sostener el ataque. Caía una granizada de balas sobre las rocas, matando a muchos pescadores.

Amali, y Juan Baret, que no habían abandonado el terraplén, animaban a la gente con sus voces; habían empuñado las carabinas y disparaban sin descanso, derribando a cada tiro a un adversario.

Nuevos socorros acudían para sostener a los asaltantes, que parecían incrustados en las rocas. Todos los escollos y bancos estaban llenos, pues de las galeazas continuaban desembarcando hombres, resueltos a intentar un supremo esfuerzo.

Había ya quinientos o seiscientos reunidos al pie del arrecife y el número iba en constante aumento.

—Eso es una marea —dijo Juan Baret.

—Que sólo avanza con gran precaución —añadió Amali, el cual conservaba una serenidad que el mismo francés envidiaba.

—Pero que aumenta siempre.

—¡Oh! No me arrebatarán a Mysora, aunque deba hacer volar el palacio, con ella y conmigo.

— ¡No han saltado aún los cingaleses! —Tampoco desespero de rechazarlos. Antes de que consigan llegar aquí, habremos hecho una espantosa mataza. ¡Ánimo! ¡Valor, pescadores! ¡Demostrémosles que somos invencibles!

Los hombres de Amali, aventureros prestos a todo, crecidos entre los peligros y las batallas, no se descorazonaban; parecían infatigables. Disparadas las espingardas, tiraban con fusiles, enseguida despeñaban rocas volvían luego a hacer fuego, y corrían allí donde parecía mayor el peligro, desafiando impávidos las balas de los enemigos.

También éstos resistan con admirable tenacidad. Habiéndose encaramado hasta algunas grietas, se habían metido dentro para trepar más segura y rápidamente, pero cada peñasco que se precipitaba desde arriba abría un surco sangriento y caían en gran número muertos y heridos en los escollos de abajo.

A todo esto, el peligro que corrían los pescadores de Amali era grave teniendo que luchar con fuerzas diez veces superiores y contra doble número de bocas de fuego, que causaban pérdidas gravísimas entre los defensores.

La batalla había llegado a su punto culminante cuando Amali, mirando al mar, divisó en lontananza gran número de puntos negros que al parecer se dirigían hacia la roca. Eran tantos que aparecía cubierto por ellos un inmenso espacio de mar.

—¡Juan Baret! —exclamó—. ¿Veis?

—Sí, veo —respondió el francés—, Son barcas o galeazas que avanzan. ¿Quién puede haber reunido una flota tan numerosa? ¿Habrá el maharajá de Yafnapatam concertado alianza con algún otro príncipe?

—No son galeazas; son barcas.

—Que irán tripuladas por amigos o por enemigos.

—Me parece que vienen de los bancos de Manaar.

—¿Entonces son… ?

—¡Los pescadores de perlas que acuden en defensa de su rey! —gritó Amali—. Han oído el cañoneo y han dejado los bancos.

—¡Son millares de barcas!

—Sí, Juan Baret. ¡Han acudido todos! ¡Valor, mis leales! ¡Vuestros compañeros van a llegar! ¡La victoria es segura!

Inmediatamente corrió la voz entre los sitiados. Viendo aquellos puntos negros agrandarse rápidamente habían recobrado valor y aliento, rechazando furiosamente a los cingaleses que estaban ya para sentar el pie en los primeros peldaños del islote.

También lo habían advertido los sitiadores y se habían notado una viva agitación en las galeazas.

Los capitanes discutían animadamente no sabiendo si las barcas estaban tripuladas por enemigos o por amigos enviados por el maharajá.

Los cingaleses que habían desembarcado, en la duda de hallarse entre dos fuegos, habían cesado en el ataque, mirando temeroso hacia el mar.

Entretanto, se acercaban las barcas a fuerza de remos. Oíanse los clamores guerreros de los pescadores.

—¿Cuántos eran? Muchos, sin duda; millares, porque las barcas parecían que aumentaban siempre, y cada una se veía llena de hombres.

Cuando las primeras llegaron al alcance de la voz, se levantó un grito altísimo entre las tripulaciones.

—¡Viva el rey de los pescadores de perlas!

En, seguida resonaron nutridas descargas de mosquetería, enfilando a las galeazas del maharajá y del adjunto príncipe de Manaar, mientras los hombres de Amali redoblaban el fuego de las espingardas.

Los cingaleses, viéndose cogidos entre dos fuegos, bajaron precipitadamente de las rocas y se arrojaron sin concierto sobre los bancos, agolpándose alrededor de las galeazas.

—¡Alto el fuego! —gritó Amali—-. ¡No quiero tirar sobre mis futuros súbditos!

—¡Siempre generoso este hombre! —murmuró Juan Baret, que sentía aumentar su admiración hacia aquel valiente.

Las espingardas cesaron de tronar y ya no fueron precipitadas más rocas, pero los pescadores continuaban disparando como locos, entre clamores feroces y ensordecedores.

Los cingaleses se aprovecharon de aquella tregua concedida por los defensores del islote para embarcarse apresuradamente.

Alejáronse de los escollos, protegiendo su retirada con algunos espingardazos, que echaron a pique algunas barcas, y huyeron rápidamente hacia la costa cingalesa, harto contentos por no haberse dejado exterminar.

Los pescadores de perlas no se tomaron siquiera la molestia de perseguirles. Fondearon alrededor de los escollos y lanzaron tres gritos formidables:

—¡Viva el rey de los pescadores de perlas!

—¡Viva nuestro soberano!

—¡Viva!

Share on Twitter Share on Facebook