19. A LA CONQUISTA DE UN REINO

Tan numerosa era la flota reunida por los pescadores de perlas que sorprendió al mismo Amali, el cual no creía contar con tantos partidarios, diseminados en los bancos de Manaar.

Componíase de mil doscientas barcas de más o menos porte, montadas por dieciséis mil pescadores, en parte cingaleses o indios del Maharajá y del Coromandel, magníficamente armados y bien organizados.

Ya la noticia de que su rey estaba a punto de declarar la guerra al feroz maharajá de Yafnapatam para reconquistar el trono de sus abuelos, se había esparcido entre ellos, y se habían apresurado a armarse para estar prontos a la menor señal.

Al oír tronar las espingardas en el arrecife se imaginaron que el maharajá había intentado un golpe de mano contra el temido rival y habían abandonado sin más ni más los bancos, para volar en defensa de su señor y de su roca.

Como hemos visto, habían llegado en buena ocasión, cuando ya los cingaleses de Yafnapatam habían podido sentar el pie en la roca, hasta entonces inaccesible, amenazando con subir hasta arriba y aplastar con su número el de sus pocos defensores.

Amali había enviado a Durga a la caverna, después de haber hecho armar una de las chalupas que tenía de reserva en el corredor, para invitar a los principales jefes de los pescadores a subir, para darles a conocer sus proyectos, y había ordenado sepultar los numerosos cadáveres que yacían en el arrecife.

Un cuarto de hora después, recibía en el gran salón del piso principal de su palacio a los más influyentes jefes de los pescadores, hombres de valor a toda prueba, y que, antes que los otros, habían abrazado su partido.

—Amigos —dijo Amali—; os agradezco ante todo vuestro inesperado auxilio, que me ha permitido rechazar la invasión, cuando ya la pérdida de mi roca parecía casi segura.

—-No hemos hecho más que cumplir con nuestro deber —contestó el más viejo de los jefes—. Apenas oímos el cañoneo partimos sin dilación, sin exceptuar a nadie, para defender a nuestro rey. Os pido ahora en nombre de mis compañeros, que obréis sin pérdida de tiempo y aprovechemos la derrota de la escuadra para realizar nuestros proyectos.

—Es lo que haremos —declaró Amali—. Ya ahora no hay ningún obstáculo que nos impida declarar la guerra al maharajá, porque Maduri está en mis manos.

—Lo supimos por algunos cingaleses del maharajá. ¿Cuándo partimos?

—He dado ya orden a Durga de que prepare mi «Bangalore». Os precederé, con buen grupo de gente mía, y desembarcaremos en Abaltor, esperando vuestra llegada. ¿Vais armados todos?

—Cada uno tiene su carabina y su cimitarra; además, tenemos doscientas barcas cargadas de municiones.

—¿Estabais advertidos de hallaros prontos?

—Sí, por tus emisarios, que llegaron ayer por la mañana.

—¿Y los ingleses?

—El nuevo estacionario, viéndonos abandonar los bancos e imaginándose que partíamos para la guerra, procuró entretenernos, pero viéndonos resueltos y casi amenazadores nos ha dejado el paso libre. Si hubiese insistido le habríamos abordado y echado a pique —dijo el jefe de pescadores—. Señaladnos ahora un punto de concentración y nos reuniremos.

—Os he dicho que en Abaltor.

—Dentro de cuarenta y ocho horas estaremos todos allí. Auguramos la victoria a nuestro rey en espera de proclamarlo maharajá de Yafnapatam.

Los tres jefes se entretuvieron todavía un rato en discurrir acerca de sus futuros proyectos, trazando juntamente con Amali, el capitán Binda y Juan Baret un plan sumario de invasión, y luego se despidieron bajando a la caverna.

Poco después toda la flota de los pescadores se alejaba, saludando con agudos gritos a Amali, que había salido a la batería de las espingardas gruesas para verlos partir.

—¿Qué decís de esos hombres? —preguntó a Juan Baret, cuando los gritos se perdieron en la distancia.

—Digo que darán hilo a torcer a las tropas del maharajá —respondió el francés—. Son todos robustos mozos, bien equipados y llenos de entusiasmo.

—Les veréis cuando estén a prueba.

—No dudo de su valor.

—Vamos a saludar a Mysora y enseguida marcharemos. Nos adelantaremos a los pescadores y prepararemos el lugar de desembarco.

—¿Dejaréis aquí a la joven?

—Y a Maduri también; serían para nosotros harto embarazo.

—Maduri es joven, pero no un chiquillo, y haríais bien en indicarle en las cosas de la guerra. No; llevadlo con vos, Amali.

—Puesto que lo deseáis, que venga.

Entraron en el palacio y se hicieron anunciar a Mysora. La encontraron algo triste y preocupada. Ciertamente no había asistido con alegre ánimo a la derrota de los cingaleses, que, al fin y a la postre, eran en parte también, sus súbditos. Con todo, sonrió al francés, y le recibió con mucha cordialidad.

—Vamos a partir, Mysora —anunció Amali.

—¿Para conquistar el trono? —preguntó ella con melancólico acento.

—Es el destino que me impulsa.

—¿Y contra quién? Contra mi hermano; no, no lo niegues, Amali.

—Hace doscientos años que los míos viven, en, el destierro, añorando el perdido poderío.

—¿Y cómo podré ser yo la esposa del hombre que habrá destronado a mi familia?

Tengo miedo, Amali, y rehúso la corona que me habías ofrecido. Pesaría demasiado sobre mi cabeza y costaría demasiada sangre.

—¿Te arrepentirías, Mysora, de cuanto me tienes prometido?

—Te amo, Amali, por haberte conocido leal, generoso y caballeresco, pero no podría ser tuya ciñendo tú la corona de mi hermano.

—Recuerda que sólo tú, siendo mía, podrás calmar el abismo de sangre que separa al rey de los pescadores de perlas del maharajá. Perdida tú, sería implacable en mi venganza.

Mysora guardó silencio. Había visto, sin embargo, brillar en los ojos de Amali un relámpago tan terrible, que toda ella se estremeció.

—Sería la muerte para mi hermano —murmuró al, cabo de algunos momentos—. Lo leo en tus miradas.

—No haría más que ejercer un derecho incontestable —dijo Amali.

—No lo niego.

—¿Y la corona que te he ofrecido te espanta?

—Sí, me da miedo. Dirían que me he declarado a favor de los enemigos de mi hermano y despreciarían a la futura reina de Yafnapatam.

—Me alegro de esta renuncia —dijo Amali.

Mysora, y también Juan Baret lo miraron con sorpresa.

—Mi hermano era el primogénito de la familia —explicó Amali— Y como tal la sucesión le correspondía a él. Ha muerto y me ha dejado un hijo al que quiero entrañablemente, y también tú, Mysora, le quieres. Pues bien; para demostrarte el inmenso amor que por ti siento, le daré a él la corona, reservándome para mí la regencia. Ni yo seré maharajá ni tú reina. ¿Lo quieres, Mysora?

—Sí, Amali —respondió la joven sin vacilar—. Sacrifico también yo con alegría mi ambición.

—Júrame que serás mi esposa.

—Te lo juro por Buda y de todo corazón, porque mi mano salvará la vida del maharajá.

—El maharajá, aunque pierda el poder, vivirá rodeado de todos los esplendores de la vida, pequeño príncipe de un Estado que le concederemos bajo nuestra soberanía. No más crueldades. Bastantes ha cometida hasta ahora y quisiera que sus súbditos pudiesen vivir felices sin temblar. Tu mano, Mysora.

—Ahí la tienes, Amali.

El rey de los pescadores de perlas se quitó del dedo un anillo de oro con una soberbia perla negra, de inestimable valor, y se lo dio a la princesa, diciéndole:

—He ahí las arras. Sólo por la muerte se podrá faltar a la palabra. Juan Baret, partamos.

Los pescadores de perlas están ya en camino para Ceilán.

Mysora había entregado su mano al rey de los pescadores de perlas. Estaba conmovida y tenía húmedos los ojos.

—¿No harás demasiados estragos? —le dijo.

—Seré generoso, te lo prometo.

—¡Triste destino!

—¡Estaba escrito! —dijo Amali.

—Mi hermano…

—Te lo traeré aquí, salvo. Adiós, y ruega a Buda que la suerte de la guerra respete a aquel que te hará feliz.

El rey de los pescadores, más emocionado de lo que quería demostrar, salió rápidamente seguido de Juan Baret, y se dirigió a la galería.

El «Bangalore» estaba atracado junto a la escala y su cubierta estaba atestada de marineros.

Durga le esperaba al pie de la escala.

—¿Cuántos somos? —preguntó Amali.

—Ochenta, patrón.

—¿Cuántos has dejado de guardia en la roca?

—Cuarenta,

—Son suficientes; la flota no volverá por aquí, pues harto trabajo tendrá en defender las costas de Yafnapatam.

El «Bangalore» levó anclas y salió de la caverna, izada en el palo de mesana la antigua bandera de maharajá: tres perlas azules en campo blanco.

Cruzó fácilmente por entre los escollos y salió al mar, saludado por una salva por los hombres que habían quedado de guardia en la roca.

Apenas fuera, Amali levantó los ojos hacia su palacio y apareció Mysora en una de las barandas.

—¡Pobre niña! —dijo—. ¡Cómo sufre pensando que voy a la destrucción de su reino!

Pero se me ocurre una duda atroz.

—¿Qué es? —preguntó Juan Baret.

—Que haya consentido en ser mi esposa, no ya por amor, sino para salvar la vida de su hermano.

—No lo creo —respondió el francés—. No dudo que sufra mucho al pensar en lo que vamos a emprender, pero no estoy convencido de que os ame. Esa muchacha debe ser leal.

—Así quiero pensarlo, porque la herida sería muy terrible y entonces no respondería ya

de la vida del maharajá.

—¿Y renunciaréis al trono sin pesar?

—Sí, Juan Baret. Mi ideal era reconquistar la corona de mis abuelos no para mí, sino para Maduri, que es el heredero legítimo. Yo gobernaré en su nombre hasta que haya llegado a la mayoría de edad, y entonces le entregaré el poder.

—¿Y al maharajá le daréis alguna provincia que gobernar?

—Sí, una de las menores, pero también muy cercana para vigilarlo estrechamente, aun cuando no pueda contar con muchos parciales ni sea de la madera de un guerrero.

—¿Encontraremos mucha resistencia?

—Lo espero. El maharajá cuenta entre sus tropas a muchos candianos, mercenarios que le son adictos y, por otra parte, se muestran bastante valerosos.

—Contamos con dieciséis mil hombres, fuerza respetable y que no retrocederá fácilmente —dijo Juan Baret.

—¡Oh! ¡Tengo completa confianza en mis pescadores de perlas! —añadió Amali—.

Esos no cederán al ímpetu de los candianos y los súbditos del maharajá.

—¿Fondearemos en Abaltor?

—Sí; antes de medianoche.

—¿Encontraremos obstáculos?

—Es una aldea indefensa. Solamente dentro de tierra existe un fuerte de madera de teck que ocuparemos enseguida y nos servirá de base de operaciones. Lo asaltaremos esta misma noche, si el tiempo lo permite.

—¡El tiempo! —exclamó el francés.

—Sí; parece que quería cambiar —dijo Amali, que miraba hacía levante, donde se delineaba una nube de color oscuro.

—¿Va a desatarse algún huracán?

—En esta estación son frecuentes, a menudo terribles. Sin embargo, nos acercaremos por eso y aun nos aprovecharemos para sorprender el fuerte y adueñarnos de él. Ahora vamos a almorzar; el combate nos ha impedido probar bocado. Binda, Maduri, seguidme a mi cámara.

Cuando regresaron, a cubierta el cielo presentaba un aspecto amenazador. La nube oscura, ya señalada por Amali, se había elevado bastante y avanzaba impelida por un fuerte viento que se hacía cada vez más impetuoso.

También se había alterado el mar, y se formaban aquí y allá gruesas olas, que asaltaban poderosamente el «Bangalore», el cual cabeceaba vivamente.

—Se prepara una tormenta —dijo Juan Baret a Amali, que miraba siempre la nube negra, iluminada de vez en cuando por la luz de los relámpagos.

—Se está formando hacia poniente —agregó el rey de los pescadores de perlas—. Esta

noche tendremos la mar alborotada.

—-Los pescadores de perlas van a encontrar un gran peligro.

—Sus barcas, aunque no grandes, son fuertes y no temen las olas. Lo que hay es que tal vez lleguen con retardo.

—¿Y les esperaremos?

—Sí; en el fuerte.

—¿Queréis capturarlo?

—Persisto en mi idea.

—Lo tomaremos —dijo Juan Baret con su acostumbrada tranquilidad.

A las seis de la tarde el aspecto del mar era poco tranquilizador. Las olas se sucedían con ímpetu creciente, sacudiendo fuertemente al «Bangalore», mientras comenzaba a diluviar.

La costa de Ceilán no se hallaba entonces muy lejana y la nave, impelida por aquel fuerte viento corría con velocidad creciente.

Amali había empuñado el timón para dirigirla en persona.

A las diez, un punto luminoso que brillaba netamente entre aquellas espesas tinieblas le advirtió que estaba a la vista de la villa de Abaltor.

—Llegaremos antes de que estalle el huracán —dijo a Juan Baret q empezaba a sentirse inquieto por el furor de las olas.

—¿Dormirán todos en el pueblo?

—Sí; y eso valdrá más para nosotros. Podremos desembarcar sin vistos y marchar sobre el fuerte, sin que nadie dé la alarma.

—¿Y aquella luz?

—Es un faro para guiar a los pescadores que vienen de Mannar.

—¿Es seguro el puerto?

—Enteramente defendido de las olas.

—Así, nuestro «Bangalore» no tendrá nada que temer.

—Estará a cubierto de todo peligro.

—Deberemos, sin embargo, dejarle una tripulación numerosa para mantener a raya a la población de la villa.

—No será necesario, pues los habitantes son poco numerosos y casi carecen de armas.

Serán bastantes diez hombres y las espingardas. Lo otros vendrán, con nosotros a asaltar el fuerte.

El «Bangalore», impulsado por las olas y por el viento, se acercaba; a la costa, guiándose por el faro para embocar en el puerto.

Amali, que conocía aquella playa por haberla visitado muchas veces guiaba la nave con

mano segura.

Antes de entrar en la bahía hizo dar dos bordadas al «Bangalore» para evitar ciertos bancos que se prolongaban delante de la costa, y luego, no obstante el ímpetu tremendo de las olas movióse hacia el faro, dando la vuelta a una pequeña península rocosa contra la cual se estrellaban las olas.

—¡Echad las anclas y recoged las velas! —mandó.

Detrás de aquel reparo reinaba cierta calma porque las olas no podían llegar hasta allí.

Fueron echadas las anclas y retiradas las velas sobre cubierta en menos de medio minuto.

Amali se dirigió a proa para mirar el pueblo, compuesto por algunos grupos de cabañas y de tiendas.

—Todos duermen —dijo a Juan Baret—. No se ve ninguna luz.

—¿Desembarcamos enseguida? —preguntó el francés.

—Aprovechemos la oscuridad y la tormenta para atravesar el pueblo sin despertar alarmas.

Llamó a uno de los más viejos pescadores y le dio algunas instrucciones respecto a la nave, recomendándole no se dejase sorprender por las galeazas del maharajá que pudiesen comparecer ante la costa, y enviar a los pescadores de perlas al fuerte en cuanto llegasen, y dio enseguida orden de desembarcar.

Los setenta hombres designados para la expedición saltaron en la playa aprovechándose de un banco que se prolongaba hasta casi debajo de la proa del «Bangalore». Amali, Juan Baret, el capitán y Maduri bajaron los últimos.

La violencia del huracán iba en aumento.

Un primer rayo iluminó con lívida luz las demás nubes acumuladas en el cielo, alumbrando por algunos segundos la villeja, y siguió después un trueno horrísono, compuesto de fragores extraños y terribles.

Se estremeció la tierra, los árboles de la playa oscilaron bajo una ráfaga tremenda y la irresistible descarga del fluido, y luego todo volvió a quedar en silencio.

Fue un intervalo muy fugaz, sin embargo, pues aquellos fragores redoblaron pronto con un estruendo ensordecedor. Aquella formidable sinfonía de los rayos que parecía

:

instrumentada de una manera especial por el genio de las tempestades, por espacio de otros cinco minutos vibró, tronó, rugió, desencadenándose furiosa sobre el mar y el bosque, y luego, después de aquel salvaje preludio volvió por segunda vez el silencio.

—Aprovechemos estos momentos de calma para avanzar —dijo Amali.

Atravesaron el pueblo y se habían escondido en medio de los bosques, precedidos por un marinero que había vivido muchos años en aquellos lugares cuando Juan Baret cogió a Amali por un brazo y le dijo:

—¿Algún animal?

—No; era un hombre.

—¿Alguno de los pescadores del pueblo?

—Lo sospecho porque ninguno de los nuestros ha abandonado las filas.

—¿Dónde corría?

—Delante de nosotros.

—Tal vez sea algún guerrero del fuerte —dijo Amali—. Me pesaría no poder sorprender la guarnición. ¿Ha huido a través del bosque?

—Sí, Amali —respondió Juan Baret.

—Yo también le he visto —dijo Durga, que había oído las palabras del francés.

—Apresuremos la marcha: trataremos de darle alcance antes de llegue al fuerte.

La columna partió a la carrera, desfilando bajo aquellos inmensos árboles que la borrasca hacía doblar, retorciéndose y esparciendo, ramas.

En veinte minutos recorrieron dos millas, luchando con el vendaval, y enseguida el hombre que guiaba se detuvo bruscamente y dijo a Amali:

—El hombre blanco tenía razón al decirte que alguien nos precedido.

—¿Por qué?

—Veo hombres emboscados.

—Debe ser la guarnición del fuerte que nos sale al paso.

—Los atacaremos igualmente —añadió Juan Baret—. También nosotros formamos número.

—¿Son muchos? -—preguntó Amali.,

—No lo sé -—respondió el marinero.

—Haremos lo posible para envolverlos.

Mientras los pescadores de perlas se disponían a dar batalla, la tempestad volvía a enfurecerse.

A la luz de un relámpago, Amali y Juan Baret habían divisado en medio de los árboles un grupo compacto de hombres semidesnudos, una especie de muralla viviente, formando un círculo amenazador y erizado de lanzas llameantes bajo los relámpagos.

Estaba allí en espera, pronto a lanzarse al ataque.

Los pescadores de perlas habían cargado precipitadamente sus carabinas, disponiéndose en dos columnas.

Siguió un momento de calma, como una pausa entre dos rayos y bramido ensordecedor de los truenos, durante los cuales los pescadores y los cingaleses permanecieron compactos, con las armas apuntadas, y seguida hicieron inesperadamente una descarga, acompañada de espantosos rugidos y seguida de imprecaciones de rabia, de angustia y de desesperación, que contrastaban extrañamente con la voz formidable de tempestad.

Pescadores y cingaleses se habían, lanzado unos contra otros, atacándose con las

lanzas, las cimitarras y los fusiles.

En medio del huracán y de la oscuridad de la noche, y bajo el agua que caía a torrentes, luchaban con furor.

Pero aquello era una lucha de pigmeos en comparación con la batalla que se libraba en las nubes entre rayos y truenos. ¿Qué analogía establece entre aquellos seres infinitamente pequeños y la indescriptible convulsión de la naturaleza?

De vez en cuando, cuando la gran voz de los rayos callaba, cuando cesaba el centellear de las nubes, cruzaban las tinieblas surcos de luz sucedían disparos al rugido del huracán.

Eran las carabinas de los pescadores de perlas que lanzaban como una nota de fósforo en medio de los fragores de una orquesta de colores: Amali y Juan Baret, a la cabeza de su gente, combatían con rabia extrema. Se habían lanzado primeramente contra la muralla humana formad por los cingaleses, y luego habían penetrado en ella como una cuña en el árbol, derribándolo todo a su paso.

Los pescadores les habían seguido, disparando sobre ellos a quemarropa, dispersando las filas, y luego habían empuñado las cimitarras, entablando una lucha cuerpo a cuerpo.

Aquella lucha entre el desencadenamiento de los elementos, a la luz de los relámpagos, en medio de aquel diluvio de agua, tenía algo de horrible, de infernal.

No duró más que diez minutos; después la muralla humana cedió en varios puntos, y por fin se rompió bajo el impetuoso ataque de los pescadores de perlas.

Un clamor ensordecedor, salvaje, que competía con los truenos, retumbó por el sombrío bosque. Era un clamor de victoria.

Los cingaleses huían velozmente por en medio de los charcos, dispersándose por el bosque como una manada de ciervos espantados, dejando en pos de sí numerosos cadáveres y heridos.

Los pescadores, enardecidos por la resistencia opuesta y por las pérdidas experimentadas, estaban para arrojarse sobre los últimos y rematarlos, pero Amali, siempre generoso, había mandado con voz amenazadora:

—¡Ay del que toque a ningún herido! ¡Dejadles que se retiren, como puedan, al poblado!

—¡Qué batida! —dijo Juan Baret, que había salido de la brega sólo con algunos ligeros rasguños—. Es horrible la batalla de día, pero de noche, en medio de huracán, es cien veces más espantosa. ¿Cuántos hombres hemos perdido?

—Dieciséis, señor —respondió Durga, que había pasado lista rápidamente.

—Quedan bastantes para asaltar el fuerte —dijo Amali—. No hallaremos mucha resistencia ahora, pues la guarnición ha sufrido ya la primera derrota.

—¿Vamos a atacar enseguida?

—Sí, Juan Baret. Aprovechemos el entusiasmo de nuestros hombres y el pánico que reinará entre los cingaleses.

—¡Adelante! —mandó el francés—. ¡A la otra batalla ahora!

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