20. LA CONQUISTA DEL FUERTE

El huracán había ido amainando, porque si en aquellas regiones ecuatoriales las tempestades adquieren una terrible intensidad, de que no tenemos la más remota idea, en cambio son de muy corta duración.

Pero seguía soplando el viento con extremada violencia; retorcía las copas de los árboles y aullaba siniestramente, causando no pocas inquietudes a Amali y a Juan Baret, al pensar en los pescadores de perlas debían reunirse en el poblado.

—Con la borrasca que reina en el mar, no podrán acercarse, —dijo el francés—. Este viento debe levantar olas monstruosas.

—Habrán ido a refugiarse en alguna bahía de la costa -—respondió Amali—. Sus barcas no podrían resistir a tanta furia,

—Peor sería aún que la flota se hubiese dispersado.

—Todos conocen la bahía de Abaltor, y quien antes, quien después todos arribarán.

—¿Y si tardasen mucho, y entretanto nos asaltasen las tropas del maharajá?

—No tenemos que temerlas una vez dentro del fuerte —respondió el rey de los pescadores de perlas—. Sé que es sólido y posee espingardas

—Las van a emplear contra nosotros.

—De noche se dispara mal, Juan Baret, y además, se me ocurre una idea.

—¿Cuál?

—Abrir una brecha con una buena mina. He hecho traer por hombres cuarenta libras de pólvora inglesa.

—-¡Pero si yo entiendo mucho en minas! —dijo el francés—. Yo seré quien las prepare.

—Veamos antes si habrá necesidad —respondió Amali—. Tal vez cingaleses capitulen sin resistencia.

—¿Serán cingaleses? Han resistido mucho.

—No: deben ser candianos.

—Entonces es otra cosa, y será necesaria la mina.

Entretanto los pescadores de perlas, precedidos siempre por el guía avanzaban a través del bosque, llevando la llave de las carabinas encendida bajo la faja para que no se humedeciesen los pistones.

Aquellos hombres, tan impetuoso en el ataque, avanzaban con prudencia temiendo una nueva sorpresa en la oscuridad de la noche.

Descubierto un, sendero que supusieron conducía al fuerte, se adentraron por él, marchando de dos en dos, entre dos murallas de verde que no permitían desviarse.

No se habían engañado en sus previsiones, porque al cabo de oí milla se encontraron casi de manos a boca delante de un recinto formado por troncos de teck y rodeado de un profundo foso lleno de plantas espinosas, obstáculo casi insuperable para los pies desnudos de los isleños.

Levantábase sobre una explanada, y en ella, sobre una especie de terraplén, de manera que podía dominar todo el bosque que le rodeaba Además, en el interior se veían algunas construcciones, cabañas o chozas unas al lado de otras.

—El fuerte es más sólido de lo que yo suponía —dijo Juan Baret, que lo había visto todo, a la luz de un relámpago—. Trabajo nos va costar derribar esos troncos tan duros que resisten aún a los cañonazos

—Sí; es sólido y está bien situado -—añadió Amali—: ¿Habéis visto centinelas en los adarves?

—Dos hombres armados de lanzas y una espingarda. ¿Queréis tomarlo por asalto?

Vuestros hombres no lograrán pasar el foso sin herirse cruelmente los pies.

—Y sin embargo, tenemos que tomarlo antes de que lleguen refuerzos de Yafnapatam.

—Si esa es vuestra opinión, querido Amali, estoy pronto a dar el asalto. Voy bien calzado.

—Alguien habrá sido enviado a avisar al maharajá de nuestro desembarco, y pronto llegarán tropas de Yafnapatam. Si no nos encuentran en el fuerte, nos buscarán por mar, antes tal vez de que lleguen los pescadores de perlas.

—Tratemos de avanzar.

—Cuidado, Juan Baret. He visto muchos hombres en el adarve. Ya han advertido que vamos a asaltarles.

Apenas acababa Amali de pronunciar estas palabras, cuando brilló una llamarada sobre un terraplén, seguida de un disparo.

Oyóse en los aires un sordo rumor, y luego pasó una bala entre los pescadores de perlas, derribando a uno.

No era ya posible engañarse ante la demostración belicosa de los hombres que ocupaban, el fuerte. Aunque hubiesen sufrido una sangrienta derrota, se proponían continuar la lucha, contando con la solidez del recinto.

Aquella fortaleza, que no hubiera resistido dos horas a la artillería de los europeos, era un obstáculo asaz duro para los pescadores de perlas, que no disponían de ninguna boca de fuego de regular calibre.

—Hemos hecho mal en no traernos las espingardas del «Bangalore» -—dijo Juan Baret-—. Esto nos hubiera proporcionado alguna ventaja.

—Son muy necesarias para la defensa de nuestra nave —respondió Amali—. ¿Cómo podrían nuestros marineros rechazar el ataque de las galeazas del maharajá?

—Esos fosos me inquietan.

—Pasaremos sobre los espinos —dijo Amali.

—¿De qué manera?

—Cubriéndolos con leña; aquí no faltan ramas, y el viento ha derribado tantas que no será necesario cortarlas.

—¿Y la brecha?

—La abriremos con, una mina.

—Dame veinte libras de pólvora y respondo de todo.

—Dejad que os acompañen algunos de mis hombres. Os podrían matar.

—¿Con esta oscuridad? ¡Ah! ¡Bah!

El francés, que era terco como una mula, a despecho de las exhortaciones de Amali le hizo entregar un saco de pólvora y una mecha bastante larga, y echándose en el suelo desapareció en dirección al fuerte.

Los pescadores de perlas, mientras tanto, protegidos por los enormes troncos del bosque, recogían, ramas, que luego fueron atadas en forma de fajinas, para sufrir los espinos del foso.

Los cingaleses, de vez en cuando, disparaban un espingardazo, derribando algún árbol, y daban la señal de alarma.

No había transcurrido media hora cuando Amali vio regresar a Baret, lleno de fango hasta la cabeza.

—La mecha arde —dijo—. He excavado la mina en el foso, cerca de la empalizada, sin que los sitiados lo hayan advertido.

—Gracias, Juan Baret.

—Silencio, preparémonos para el asalto.

—¿Cederá el recinto?

—¡Con aquella mina! Volará, y tendremos una brecha de muchos metros.

Apenas los pescadores de perlas habían formado en columna, llevando una fajina cada uno, cuando un vivido relámpago rasgó las tinieblas acompañado del estruendo de una explosión y de gritos de espanto.

—¡Al asalto! —gritaron Amali, Juan Baret, Durga y el capitán Binda Estrecharon en medio a Maduri, que había empuñado una cimitarra y se lanzaron a la muralla.

Los pescadores de perlas salvaron el foso en un abrir y cerrar de ojos, y luego, viendo ante sí una brecha de muchos metros de ancho, se arrojaron dentro con una arrancada formidable.

Nada pudo resistir a su ímpetu. Los cingaleses opusieron una breve resistencia, y huyendo hacia las cabañas y bajo las tiendas se arrojaron por la muralla, buscando la salvación en el bosque.

Los pescadores de perlas les persiguieron encarnizadamente, matándoles a golpes de

cimitarra o a culatazos, antes de que Amali hubiera podido detenerlos.

El estrago fue completo. Los que no habían tenido tiempo de huir caían degollados por las anchas facas de los pescadores.

Juan Baret estaba por arrojarse entre aquellos demonios para salvar aún a algún sitiado, cuando resonaron en medio de los bosques feroces aullidos, acompañados de disparos.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡Nos asaltan ahora a nosotros! —gritó Amali—. ¡Reparar enseguida la brecha!. A las espingardas los artilleros!

Una terrible horda de cingaleses, atraída tal vez por los disparos o avisada por algunos emisarios del desembarco de los pescadores, avanzaban a la carrera, lanzando espantosos aullidos.

Los sitiadores, convertidos de pronto en sitiados, apenas habían tenido tiempo de correr hacia los terraplenes y agolparse detrás de la brecha.

Una nutrida descarga detuvo de pronto la embestida de los asaltantes que, vueltos más circunspectos después de aquella brutal acogida, se separaron prontamente bajo el bosque, sin cesar de aullar y de hacer fuego

—¡No me esperaba ésta! —exclamó Juan Baret, que no podía volver de su sorpresa.

—¡Tomar por asalto un fuerte y quedar luego sitiado! ¡Esto es gordo!

—Rigores de la guerra —respondió Amali, que trataba de evaluar el número de los asaltantes.

—¿Y nos dejaremos bloquear?

—Hasta que lleguen los pescadores de perlas. Me parece que la partida es muy numerosa, mientras que la nuestra, en estos dos combates ha quedado bastante mermada.

Durga me ha dicho que hemos perdido otros doce hombres y hay otros tantos heridos.

—Así, no somos más que unos cincuenta.

—Si llegan, Juan Baret.

—¡Lindo negocio! Reparemos pronto la brecha y arreglemos las fajinas antes de que los asaltantes adviertan que pueden pasar.

—Ya mis hombres han puesto manos a la obra —respondió Amali.

—Veamos ahora de cuántas bocas de fuego disponían los cingaleses, y si han dejado víveres.

—Cuatro espingardas; en cuanto a municiones de boca, nada; ni siquiera un plátano. Se ve que estos días el fuerte no había sido aprovisionado.

—Si el asedio debiese prolongarse, nos encontraríamos en situación crítica —dijo el francés—. ¡Y no cesa el huracán!

—Este viento es el que me da que pensar —dijo Amali—. Si el mar no se calma, los pescadores de perlas no dejarán sus refugios.

—Hagamos callar al estómago entretanto, y armémonos de paciencia —concluyó el francés.

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