21. EL ATAQUE DE LOS CINGALESES

Los pescadores se habían puesto a la tarea con grande energía para reparar los estragos producidos por la mina, que eran graves, pues la explosión derribó veinte metros de empalizada.

Mientras algunos hacían fuego con las espingardas, respondiendo a los tiros de fusil de los sitiadores, los otros habían retirado las fajinas, y luego habían cavado un segundo foso para levantar las estacas abatidas.

Por la mañana el fuerte había recobrado su primer aspecto y se encontraba en condiciones de rechazar un asalto.

Los cingaleses, por su parte, no habían perdido inútilmente el tiempo. Habían cavado numerosas zanjas y levantado trincheras alrededor del fuerte, resueltos, a lo que parecía, a estrechar el sitio e impedir que efectuasen salidas para aprovisionarse o regresar a la costa.

Eran un millar por lo menos, parte armados de fusiles y parte de armas blancas; número harto enorme para decidir a los pescadores de perlas a intentar abrirse paso.

—Esto se pone feo —dijo Juan Baret, que vigilaba a los artilleros de las espingardas—, Mejor hubiéramos hecho en quedarnos en el poblado; pero ya que es demasiado tarde para remediarlo, tratemos de resistir hasta que lleguen los pescadores de perlas. Este huracán no durará un mes.

Los marineros del «Bangalore» no escatimaban las municiones. Cuando veían aparecer algún grupo de cingaleses, disparaban espingardazos y tiros de carabina con tal prodigalidad que obligaron al prudente francés a refrenarlos.

—Si seguimos así, vamos a quedarnos sin municiones —dijo—. Dejemos que disparen los cingaleses; nuestro recinto es bastante para defendernos.

Durante aquella primera jornada, nada hicieron los sitiadores para adueñarse del fuerte.

Probablemente habían sabido por algún fugitivo que las cabañas estaban vacías de víveres y esperaban que el hambre debilitase a la guarnición, antes de dar el asalto.

Todos estaban preocupados en el fuerte, especialmente Amali y. Baret, porque el viento huracanado soplaba aún con tal furia que derribaba los árboles.

El mar debía estar agitadísimo, haciendo imposible el desembarco los pescadores de perlas.

Aquel día, la desdichada hueste de Amali se alimentó con un poco de harina de sagú encontrada dentro de una olla y amasada con agua apenas dos bocados por cabeza. Cinco panes encontrados en una cabaña fueron, reservados para Maduri, aun cuando éste los hubiese rehusado resueltamente.

Por la noche fueron colocados numerosos centinelas en la mural temiéndose una sorpresa por parte de los sitiadores; éstos, a su vez mantenían en la mayor calma, y apenas dispararon alguno que otro tiro.

—Creen que nos podrán coger sin perder un solo hombre —de Juan Baret a Amali—.

¡El hambre será suficiente!

—No nos rendiremos nunca —contestaba Amali con resolución—. Prefiero pegar fuego al fuerte y caer envuelto entre las ruinas.

—Es un fin muy feo, que no anhelo. ¡No soy en modo alguno una salamandra!

—Intentaremos una salida.

—¡Abrirse paso entre mil hombres! Son demasiados para nosotros.

—¿Qué hacer, pues?

—Aguardar.

—¿Y el hambre?

—Comeremos las hojas de plátano que cubren los techos de las cabañas, si no tenemos otra cosa que llevar a la boca. ¿Eh? ¿Qué mameluco es ese que avanza? ¡Córcholis! ¡Nos envían un parlamentario!

Un cingalés, que llevaba en la cabeza un penacho de plumas de pavo real, salió del bosque, ondeando en la punta de su lanza una faja de blanca.

—Vienen a intimarnos la rendición —dijo Juan Baret.

—Pierden el tiempo —respondió Amali.

—Sin embargo, recibámosle —propuso el francés—. Oiremos las condiciones.

El cingalés, agitando siempre su faja blanca por temor a recibir algún tiro, por no serle reconocida su condición de parlamentario, se detuvo al borde del foso, en espera de que le echasen algún puente.

Amali hizo bajar un madero de que se servía antes la guarnición y le hizo seña de que se aproximase.

—¿Qué deseas y quién te envía? —preguntó el rey de los pescadores de perlas cuando lo tuvo delante.

—Vengo en nombre del jefe de la partida a intimaros la rendición —dijo el cingalés.

—¿Y por qué quieres que nos rindamos?

—Porque somos diez veces más que vosotros.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo hemos sabido por algunos cingaleses que han huido de vuestro asalto.

—-Pues te engañas, amigo; tengo gente de sobra y aguardo tanta que no podréis oponer un hombre contra veinte.

—¿Y por dónde deben venir? —preguntó el cingalés con voz irónica.

—Eres demasiado preguntón —respondió Amali—. Ya los verás cuando os caigan encima y os hagan correr.

—Está por saberse si entonces estaréis vivos.

—Asaltadnos, si os atrevéis.

—No es necesario; el hambre se encargará de venceros, ya que sabemos que no habéis encontrado víveres en el fuerte.

—Si tienes hambre, podemos ofrecerte galletas tan sabrosas como no has comido en tu vida.

—Guardadlas para vosotros —dijo el emisario, riendo—. Os harán más provecho.

—Pues ya que no quieres almorzar con nosotros, vuélvete por donde has venido.

—¿El rey de los pescadores de-perlas rehúsa rendirse?

—¡Hola! ¿Me has reconocido?

—Así es.

—Dirás a tu comandante que no cederemos el fuerte mientras nos quede un gramo de pólvora y fuerza para empuñar una espada o un puñal.

—Oigamos —-dijo Juan Baret, interviniendo—. ¿Cuáles serían las condiciones de la rendición?

—Entrega del fuerte y de las armas.

—¿Y después?

—Dejaros conducir a Yafnapatam, donde el maharajá decidirá de vuestra suerte —

respondió el cingalés—. Es bueno, y ama a los valientes.

—Sí, ya lo hemos comprobado —dijo Juan Baret—. Pero como su bondad es de pésima ley, y ninguno de nosotros tiene ganas de hacerse devorar por los cocodrilos, dirás a tu jefe que, si quiere, venga a cogernos. Y ahora, puedes irte cuando quieras.

—Amali —dijo Juan Baret cuando se hallaron solos—. No nos queda más que intentar un golpe desesperado. El viento no lleva trazas de amainar, los pescadores se hallan tal vez muy lejos y carecemos de víveres. Sólo podemos intentar una cosa.

—Hablad, Juan Baret.

—Hacer esta noche una salida inesperada, atacar al enemigo y abrirnos paso.

—Sí —dijo Amali—; ésta es la única posibilidad de salvación que nos queda. Pero hay alguien que nos causará grave embarazo.

—¿Quién?

—Maduri —contestó el rey de los pescadores de perlas—. Quizá ese niño caería derribado en la carga.

—Construiremos un palanquín que confiaremos a cuatro de los hombres más robustos, y nos agolparemos a su alrededor para defenderlo. Él es el más precioso de todos.

—Apruebo la idea.

—Por otra parte, yo iré á retaguardia para protegerlo por la espalda.

—Y yo abriré paso con Durga y el capitán. Daremos una carga tremenda.

—Esperemos a que los cingaleses se hayan dormido. La empresa será menos difícil.

—¡Mientras el «Bangalore» permanezca anclado aun delante de la aldea!

—¿Quién podrá haberlo asaltado? Las galeazas del maharajá no han de haberse atrevido a desafiar el mar, dadas sus pésimas condiciones.

—Hagamos nuestros preparativos —dijo Juan Baret—. Detrás de nosotros dejaremos incendiado el fuerte.

El resto de la jornada la ocuparon en dictar todas las disposiciones necesarias para la salida que debía efectuarse a las dos de la madruga o sea la hora en que el sueño se apodera mayormente de las personas.

Amali y el capitán, seguidos de veinte pescadores, escogidos entre los más robustos, debían dar la primera embestida.

Otros tantos debían escoltar a Maduri, y Juan Baret y Durga protegerían la retirada con los otros diez y dos pequeñas espingardas que podían llevarse sin demasiada dificultad.

Para engañar mejor a los sitiadores y también para atacarlos mejor, hizo que a las diez de la noche los marineros continuaran disparando violentamente, poniendo fuera de combate a buen número de enemigos y consumiendo casi todas las municiones halladas en el fuerte.

Después cesaron, fingiendo retirarse a las cabañas para descansar, apagando por fin las hogueras que habían tenido encendidas toda la noche anterior para no dejarse sorprender.

A la una de la mañana fue levantada la palanca y quedó formada la columna.

Maduri, después de viva insistencia, se había decidido a dejarse conducir en palanquín.

Amali se vio obligado a hacer uso de toda su autoridad; porque al valiente muchacho le repugnaba no exponerse a los mismos peligros que estaban afrontando los otros.

—Adelante, y no hagáis el menor ruido —mandó Amali a los hombres.

Mientras los primeros grupos salían sigilosamente, Juan Baret y Durga , se habían llevado toda la pólvora que había quedado dentro de un barracón, poniendo una larga mecha.

—Estas barracas arderán como yesca —dijo el francés—. Dentro de una hora no quedará nada de este fuerte.

—Así no se verán obligados a tomarlo por asalto por segunda vez —respondió Durga, encendiendo la mecha.

—Despachemos; los otros ya van adelante.

—¿Y las espingardas?

—Las llevan dos de nuestros hombres más robustos. Si nos embarazan, las abandonaremos.

Alcanzaron prontamente el grupo que les aguardaba al otro lado del foso. Antes de alejarse, Juan Baret miró hacia el barrancón y vio que salían algunas chispas.

—Ya empieza a arder —dijo—; todo va bien.

Amali y los suyos habían atravesado ya la explanada, seguidos del segundo grupo, que escoltaba a Maduri. Hasta aquel momento los cingaleses no habían advertido la salida de la guarnición.

Por otra parte, la oscuridad era siempre profunda, estando aún el cielo cargado de nubarrones que, de vez en cuando, arrojaban torrentes de agua. Y luego el viento, torciendo las ramas y tronchando los troncos, aullando, sofocaba todo rumor.

Estaba por estallar otro huracán más violento que el primero. La atmósfera estaba saturada de electricidad por completo.

De pronto resonó un grito, después otro y luego un tercero retumbaron bajo los árboles.

—¡A las armas!

Los cingaleses habían descubierto aquellas numerosas sombras que se deslizaban entre los árboles, y poniéndose en pie empuñaron las armas.

La voz de Amali se dejó oír, cubriendo los clamores de los asaltantes:

—¡Adelante!

Los pescadores de perlas avanzaron, descargando las carabinas en la muchedumbre de enemigos, después empuñaron las carabinas y se lanzaron como fieras desencadenadas, abriendo un surco sangriento entre los enemigos sorprendidos aún por aquel inesperado ataque.

El primero y segundo grupo pasaron, como una tromba, pero el tercero, el más pequeño, destinado a proteger la retirada, se halló, de pronto rodeado por centenares de enemigos procedentes de todas partes.

Juan Baret hizo descargar las dos espingardas, esperando poder lograr también abrirse paso.

En la otra parte de aquella oleada humana que intentaban atravesar, oyó gritos de alegría y disparos que se alejaban en dirección al poblado, y luego alaridos de triunfo.

—Están salvados, y nosotros perdidos —murmuró—. Vendamos caro el pellejo.

Se puso a la cabeza de un grupo y atacó con ímpetu al enemigo, que aumentaba a cada momento.

¡Vanos esfuerzos! Aquella pared humana no cedía, antes se estrechaba cada vez más.

Las lanzas y los golpes de maza llovían de todas partes y los hombres caían uno en pos de otro.

Un candiano, de un culatazo, aturdió al pobre francés, que cayó desvanecido.

Sus esfuerzos habían resultado inútiles.

Mientras duraba la lucha, y se defendía como un titán tratando de arrollar a sus enemigos, pensaba en la suerte que podían haber corrido sus compañeros.

Generoso como nadie, se olvidaba del propio peligro, para acordarse únicamente de Amali y Maduri.

—¿Qué sería de ellos si eran hechos prisioneros y conducidos ante el maharajá?

Él ya sabía lo que le aguardaba.

Jamás podría perdonarle el rapto del joven príncipe, ¿pero sería capaz de sacrificar al joven y librarse por este medio de un enemigo mayor?

Moriría Mysora, pero eso a él le importaba poco.

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