22. LA INSURRECCIÓN

Cuando Juan Baret volvió en sí. se encontró atado al tronco de un árbol y custodiado por cuatro guerreros. Cerca de él se hallaba otro prisionero al que reconoció enseguida.

—¿Tu también, Durga? —exclamó.

—Sí, señor; me han capturado vivo —respondió el lugarteniente Amali.

—¿Y los otros?

—Casi les envidio. Morir con las armas en la mano es preferible a acabar entre los dientes de los cocodrilos; esta vez, se acabó para mí.

—¿Se ha salvado Amali?

—Lo espero; pero debe haber algún otro prisionero además de nosotros.

—¿Quién será? ¿Binda?

—No sé, señor.

—Le compadezco sinceramente. ¿Nos matarán pronto?

—Nos llevarán al maharajá; he visto que construían tres palanquines.

—¡Habría deseado no volver a ver a aquel hombre! Debe odiarme más que a la peste.

¿Y el fuerte?

—Completamente destruido.

Manifestóse un vivo movimiento entre los cingaleses que rodeaban a los prisioneros y se abrieron sus filas para dejar paso a un viejo guerrero que se pavoneaba con un ancho manto de seda roja.

—¿Es el jefe de esos bandidos? —preguntó Juan Baret.

—Es su general —respondió Durga estremeciéndose.

—¡Vaya una cara de mono viejo! Veamos qué desea.

Detúvose ante el francés mirándole con curiosidad, y en seguida le preguntó:

—¿Eres tú el hombre blanco que un día salvó la vida al maharajá?

—Yo soy.

—¿Y que después libraste al rey de los pescadores de los dientes de los cocodrilos?

—Yo fui.

—Has hecho mal en dejarte prender.

—No siempre se puede ser afortunado.

—¡Lástima! Porque eres un valiente al que admiraba todo el pueblo de Yafnapatam.

—Esto no me salvará del odio del maharajá.

—¡Harto lo sé!

—Si te pesa, déjame huir.

—No podría; pagaría con mi cabeza tu huida.

—Entonces envíame a Yafnapatam.

—Es lo que haré, aunque con mucho sentimiento.

—¿Se ha salvado Amali?

—Ha huido con el primer grupo.

—¿Y el segundo?

—Le hemos dado alcance y destruido.

—¡Destruido! —exclamó Juan Baret palideciendo—. ¿Y Maduri?.

—Ha caído vivo en nuestro poder.

El francés sintió que le bañaba la frente un sudor helado.

—¡Maduri preso! —exclamó—. Entonces todo ha terminado. ¡Pobre Amali! ¡No ha tenido suerte!

—Señor —dijo Durga, que parecía aniquilado por aquella inesperada noticia—.

Podemos darnos por muertos.

Juan Baret no contestó; no sabía qué palabras encontrar. Aquel golpe le había dejado enteramente aterrado.

Entretanto habían traído tres palanquines y estaba ocupado ya uno de ellos, cubierto por una espesa tela, por lo cual no se podía ver quién iba dentro, aunque se adivinaba.

—¿Será Maduri? —balbuceó el francés.

—¡Si pudiese adivinarlo! Y si…

No pudo terminar la frase. Dos hombres lo levantaron, le aprisionaron estrechamente dentro de una red de mallas espesas y solidísimas y lo arrojaron sobre un palanquín, cubriéndolo con una espesa tela que le impedía hacer el menor movimiento.

Lo levantaron cuatro hombres y partieron a la carrera, seguidos de los otros dos palanquines en que iban Durga y Maduri y de una escolta de cien hombres.

El huracán comenzaba a recrudecer en aquel momento; preparábanse torrentes de agua a través de las ramas de los árboles y ensordecían los truenos. Cegaban los vivísimos relámpagos que de vez en cuando rasgaban las tinieblas.

Juan Baret, llevado como un fardo, con una velocidad vertiginosa, se agitaba como un desesperado intentando ensanchar algún tanto las mallas que le aprisionaban.

—¡Si pudiese repetir el juego de la otra vez! —murmuraba—. Pero no, no me saldría bien. Entonces tenía un cuchillo y los conductores no eran, más que cuatro, mientras ahora voy bajo escolta. ¡Cien hombres! Los he conocido bien, antes de que me echasen encima esta manta que me ahoga. Esta vez, se acabó. Esta isla debía ser mi última etapa y en ella perderé la vida. ¿Qué hará Amali? ¿Renunciará a sus designios ahora que vuelve Maduri a

convertirse en obstáculo, o bien irá derecho a su fin? ¡Ah! ¡Si pudiese yo escapar y reunirme con él!

Continuaba rugiendo el huracán y la marcha de los conductores en vez de retardar aumentaba cada vez más: en cuanto cesaban los truenos oía Juan Baret la respiración anhelosa y la carrera de la escolta.

De vez en cuando sufría un brusco sobresalto y se sentía como lanzado hacia adelante; era un hombre de refresco que reemplazaba al que se hallaba jadeante por aquella desenfrenada carrera.

—Esta vez tienen mucha prisa por llevarme al maharajá —murmuró Juan Baret—.

¡Qué piernas tienen esos hombres! Pueden desafiar a los caballos. ¡Si a lo menos alguno se las rompiese! Pero, ¿no intentaré nada? Mis dientes son buenos todavía; trataré de roer las cuerdas.

El francés, como ya hemos dicho, era robustísimo y poseía una agilidad extraordinaria.

Desde su primera juventud había cultivado con ardor todos los ejercicios corporales y sabía desarticular como un gimnasta y adoptar todas las actitudes que parecían absolutamente incompatibles la organización humana.

Puso en obra su idea, aun cuando tuviese pocas esperanzas de lograr su intención a causa de lo recio de las redes, de la falta de un arma cortante y de la escolta.

Durante un cuarto de hora se estiró, se acurrucó, forcejeó haciendo mil esfuerzos musculares, pero se declaró vencido.

La red no había cedido, y menos aún las ataduras que lo sujetaban.

—Todo es inútil —murmuró resignado—. Para mí se acabó todo tendré que volver a echarme a la cara al antipático maharajá, este tirano que envía a sus enemigos al otro mundo, sin decirles siquiera: ¡agua va!

Mientras así monologaba, los conductores continuaban galopando como potros, reemplazándose a cada mil pasos. Tronaba y llovía siempre, pero no se detenían en ningún momento.

Aquella carrera duró cuatro horas largas que al francés le parecieren eternas, hasta que cesó bruscamente. A través de la espesa tela se filtraba un poco de luz.

Debía haber amanecido.

—¿Habremos llegado? —se dijo Juan Baret.

Estaba por preguntárselo a los conductores cuando le pareció oír a lejos gritos y descargas de fusilería que aumentaban en intensidad.

—En algún sitio se combate —dijo—. ¿Habrá encontrado Amali e; la aldea a los pescadores y le habrán seguido éstos? No; es imposible que haya organizado tan pronto la cacería. Y sin embargo, eso son descargas.

En aquel momento quitaron la manta que cubría el palanquín y vio; la escolta que rodeaba los tres vehículos, con las armas en la mano.

—¿Dónde estamos? —preguntó a uno de los conductores.

—Cerca de Yafnapatam —respondió el cingalés.

—¿Luchan en la calle de la capital?

—Algo grave sucede. Vemos salir humo y se oyen descargas.

—¿Habrá estallado alguna revolución?

—No sabemos nada.

Los jefes de la escolta, reunidos delante de los palanquines conferenciaban con animación. Juan Baret les oyó exclamar repetidas veces:

—¡Insurrección! ¡Insurrección!

Aquella detención duró cinco minutos, y enseguida emprendióse de nuevo el camino después de haber vuelto a cubrir los palanquines con las mantas.

Aumentaba la gritería y las descargas resonaban cada vez más cerca. Algún, gran acontecimiento debía tener lugar en Yafnapatam.

Los conductores avanzaron por espacio de veinte minutos y se detuvieron de nuevo, oyéndose a su alrededor voces roncas y amenazadoras.

—¡Alto!

—¿Qué lleváis?

—¿Qué prisioneros son éstos?

—¡El que oponga resistencia, es hombre muerto!

—¡Paso! —respondió una voz-—. ¡Vamos al palacio del maharajá!

Levantóse por doquier un furioso clamoreo.

—¡Abajo el maharajá! ¡Muera el tirano! ¡Entregadnos los prisioneros!

Veinte manos desgarraron la manta que ocultaba a Juan Baret y éste se vio rodeado por una muchedumbre de cingaleses armados de carabinas que no eran los de la escolta.

Cien bocas prorrumpieron en un grito de alegría y de estupor.

—¡El hombre blanco! ¡El salvador de Amali! ¡Viva el francés!

Juan Baret se vio libre de las redes y levantado en, andas. Vio por doquier gente armada que se arremolinaba en una gran plaza y palmoteaba frenéticamente, saludando con entusiasmo. Por un momento creyó soñar.

Un hombre que llevaba en la cabeza un enorme plumero de pavo real y vestía una soberbia camisa de seda azul recamada de plata, se abrió paso, hizo bajar en tierra al francés, aun asombrado, y le estrechó la mano diciendo:

—Soy el hermano del capitán Binda y sé que le salvasteis de los dientes de los cocodrilos. ¿Queréis poneros a nuestro frente? La revolución triunfa por doquier.

—No comprendo —respondió Juan Baret, que no sabía explicarse aquella calurosa acogida.

—Hemos sabido que Amali ha desembarcado con sus pescadores de perlas para

reconquistar el trono y vengar a su hermano, y toda la población se ha insurreccionado contra el maharajá. Estamos cansados de este tirano que ayer arrojó a los cocodrilos a su primer ministro y a dos capitanes que se permitieron contradecirle. La ciudad está ardiendo y se combate en todas partes para asaltar el palacio real defendido por los candianos. Hemos proclamado maharajá a Amali.

—Amali ha renunciado al trono aun, antes de conquistarlo —dijo Juan Baret—, pero ahí está su sucesor.

—¿Sois vos?

—No, Maduri, el hijo del asesinado general, el legítimo heredero del trono de Yafnapatam.

—¿Dónde está?

—Ahí le tenéis.

Juan Baret se acercó a la segunda litera, levantó la tela, arrancó la red y mostró a Maduri al pueblo estupefacto. Estalló un grito salido de mil bocas.

—¡Viva Maduri! ¡Viva nuestro maharajá!

Diez brazos levantaron el palanquín y llevaron en triunfo al mancebo. El entusiasmo llegó al colmo; un verdadero delirio se apoderó de los insurrectos.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Juan Baret al hermano del capitán,

—Marcharemos al palacio real para apoderarnos de él.

—¿Quién lo defiende?

—Los candianos.

—¿Son muchos?

—Un millar, y nosotros somos diez mil,

—¿Queréis matar al maharajá?

—Por ahora le pondremos preso. Amali y Maduri decidirán di suerte.

—Estoy con vosotros.

—Os nombramos nuestro general; no rehuséis.

—Acepto —respondió Juan Baret.

—¿Y cuándo llegará Amali?

—Aguarda a dieciséis mil pescadores para invadir el Estado.

—¿Pensará en batir a las partidas de candianos que recorren el territorio y que quizá se están dirigiendo hacia la capital a marchas forzadas?. El maharajá, sospechando la insurrección les ha hecho llamar.

—¿Cuántos soldados tenéis con vosotros?

—Seiscientos, los otros son paisanos.

—Adelante los guerreros; los otros nos prestarán auxilio, si es necesario.

El hermano del capitán Binda lanzó dos fuertes silbidos e hizo tocar algunas trompas.

En menos de diez minutos dos columnas de trescientos hombres cada una, perfectamente equipadas, formaban en medio de la plaza, rechazando a la muchedumbre.

—La tropa es sólida —dijo Juan Baret a Durga—; yo tomo el mando de la primera columna y tú el de la segunda. Te confío la defensa del futuro maharajá de Yafnapatam.

—Esta vez no me lo quitará nadie, señor —-respondió el segundo de Amali.

—¡Adelante! —gritó el francés con voz tonante—. ¡Preparen armas!

Las dos columnas se pusieron en movimiento, seguidas por un inmenso tropel de paisanos armados de espadas, lanzas, mazas, arcos, flechas y aun simples palos. Era una turba desordenada, exaltada, que podía servir para dar la última sacudida al vacilante trono del maharajá.

Luchábase en todas las calles. Juan Baret oía a derecha e izquierda aullidos salvajes, disparos y veía levantarse llamas y torbellinos de humo. Eran los candianos mercenarios que trataban de sofocar aun la insurrección y se batían con el pueblo. Los combatientes, divididos en dos columnas avanzaban impávidos, con la carabina bajo el brazo y penetraron en una ancha calle donde se oían gritos, injurias, imprecaciones, espingardazos y tiros de fusil.

Desde las ventanas y las azoteas llovían piedras, muebles, cacharros y proyectiles de armas de fuego.

—Aquí vienen los partidarios del maharajá —le dijo a Baret el hermano del capitán Binda que iba a su lado—. Tendremos combate; veo en l fondo a los candianos.

—¡Estrechad las filas! —mandó el francés.

Los cingaleses se estrecharon y apresuraron el paso, mientras de lo alto continuaban lloviendo sobre sus cabezas toda suerte de objetos pesados, y silbaban las balas.

Cayeron algunos soldados. Los candianos habían roto el fuego para impedir que las dos columnas llegasen al palacio real, y los partidarios del maharajá les ayudasen lo mejor que podían.

—¡Vamos a divertirnos! —exclamó Juan Baret—. Ya que no queréis dejar vía libre al nuevo maharajá la abriremos por fuerza. Adelante todos, detrás de mí. ¡Preparen!

Los trescientos soldados que habían abrazado la causa de los insurrectos levantaron las carabinas y se oyó un precipitado crujido.

—¡Fuego! —ordenó el francés.

Resonó por todas partes una descarga irregular, abajo y arriba.

Los partidarios del maharajá, pocos, sin duda, pero no menos resueltos que los candianos a defender a su príncipe, disparaban sobre la tropa, descargando sus pistolones de pedernal, los viejos trabucos importados doscientos años antes por los portugueses, sus primeros dominadores, y mosqueteros de mecha, trabajosamente sostenidos por tres hombres.

Enorme era el consumo que hacían de pólvora y de proyectiles, pero era mayor el estruendo que el daño ocasionado.

Los cingaleses cambiaron muy pronto el cariz de las cosas. Su columna se abrió en dos y de los cañones de las carabinas indias salió una larga estela de fuego y humo.

Agudas detonaciones hicieron estremecer las casas que flanqueaban la calle. Los cingaleses disparaban contra las ventanas, contra las azoteas, contra los techos, contra todo sitio en que veían aparecer a un combatiente.

Los partidarios del maharajá, espantados, huían saltando por las ventanas y caían acribillados, fusilados a quemarropa. Las casas eran incendiadas, y se levantaban a derecha e izquierda lenguas de fuego entre torbellinos de humo y nubes de centellas.

Los candianos que ocupaban el otro extremo de la calle, viendo lanzarse aquellas dos columnas en desenfrenada carrera, y no sintiéndose ya apoyados, huyeron replegándose desordenadamente hacia el palacio real.

—Será cosa fácil derrocar al tirano -—murmuró Juan Baret, satisfecho—. Si estos soldados aguantan firme, antes de la noche Maduri ocupará el trono de sus abuelos, sin auxilio de los pescadores de perlas. ¡Esto se llama tener suerte!

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