23. LA FUGA DEL MAHARAJÁ

En tanto los insurrectos, victoriosos por todas partes, a pesar de la obstinada resistencia de los candianos que habían permanecido fieles al tirano, y dueños de casi la ciudad entera, se encaminaban hacia el palacio real para expugnarlo, el maharajá loco de terror y de rabia, miraba desde lo alto de su cúpula dorada, cómo se acercaba aquella muchedumbre que debía arrebatarle el trono.

La insurrección había estallado de una manera tan inesperada que ni sus cortesanos ni sus mercenarios habían tenido tiempo de prevenirse.

El pueblo, apenas advertido del desembarco de Amali, hacia quien había sentido siempre ocultamente vivas y profundas simpatías, primero por ser descendiente de la antigua estirpe que había dado, doscientos años antes, tanto esplendor y tanto poderío al reino, y después porque le había conocido leal, generoso y caballeresco, se había insurreccionado de golpe, proclamando el destronamiento del tirano que desde hacía tanto tiempo le tenía sujeto bajo un yugo de hierro y de terror.

El maharajá había expedido correos a todas las ciudades de su territorio para que acudieran sus mercenarios y advertir a la flota que aún le permanecía fiel, creyendo poder sofocar fácilmente en sangre los primeros movimientos; pero en vez de suceder así, los progresos alcanzados por los rebeldes habían sido tan rápidos que le tenían asustado.

Su guardia había sido rechazada en todas partes y después de sangrientos combates se había replegado en el palacio real para intentar una postrera y desesperada resistencia.

El maharajá, después de haber hecho levantar barricadas en todas las calles que conducían a su palacio y ocupar las bocacalles de la plaza había subido a la cúpula para darse cuenta de la situación y de los avances de los rebeldes.

Presa de la mayor agitación y de una profunda amargura, había oído primero los gritos que aclamaban a Amali como maharajá de Yafnapatam; y después, con profundo estupor, los que proclamaban, a Maduri.

Un ímpetu de ira tremenda le sobrecogió.

—¡Maduri maharajá! —había exclamado, volviéndose hacía sus ministros y cortesanos

—. ¡Ese muchacho ocupar mi puesto! ¡Ah, no! ¡Eso, nunca!

—Alteza —dijo su nuevo primer ministro, que había ocupado el puesto de aquel que el día antes había hecho devorar por los cocodrilos de la laguna—, dicen que Maduri se halla a la cabeza de los insurrectos.

—¡Embustero! ¿No había huido con Amali?

—No sé, Alteza.

—Enviad a alguien a que se entere.

Algunos cortesanos se disponían a bajar de la cúpula para enviar emisarios, cuando un capitán de la guardia, cubierto de pólvora y de sangre, con el rostro partido por una cuchillada, penetró en el terradillo que daba vuelta a la cúpula y dijo:

—Alteza, vuestras tropas han sido rechazadas en todas partes.

—¡Sois unos cobardes! —aulló el maharajá—. Unos miserables, buenos tan sólo para, carneros.

—Hemos peleado desesperadamente, Alteza, y la mitad de vuestros hombres yacen sin vida en las calles de la capital. Se nos echan encima por todos lados y son más de veinte mil porque los cingaleses se han pasado a los rebeldes.

—Les haré matar a todos, hasta el último. ¿Es cierto que Maduri se baila entre los rebeldes?

—Sí, Alteza.

—¿Y cómo se encuentra ahí?

—Una partida nuestra le había hecho prisionero y se le iba a poner en vuestras manos, cuando los rebeldes lo han puesto en libertad.

—Les haréis arrojar a todos a la laguna, para que los devoren los cocodrilos.

¡Miserables! ¡Traidores! ¡Viles!

—Todos han muerto ya.

—¡Y tenían en sus manos al muchacho! ¡Canallas! ¡Debían traérmelo aquí, o a lo menos matarlo!

—También está con los rebeldes el hombre blanco, Alteza.

—¡El francés! —exclamó el maharajá, tornándose lívido.

—Es el que está al frente de todos, porque también él ha sido libertado.

—¿Tú le has visto?

—Sí, Alteza.

—¿Y no le has matado?

—Estaba rodeado de centenares de insurrectos.

—¿Y te has atrevido a presentarte ante mi vista? ¡Muere, perro!

El maharajá, que parecía vuelto loco, sacó una pistola y disparó a quemarropa sobre el capitán, que cayó al suelo, exánime.

—¡Así se castiga a los viles! —gritó.

Los ministros y cortesanos, horrorizados y espantados no se atrevían a resollar, y no habían hecho el menor movimiento para impedir aquel nuevo asesinato.

El maharajá echó a andar por el terradillo de la cúpula como una fiera, haciendo gestos de loco.

Ya en las calles continuaban los disparos y ei vocerío con un crescendo espantoso, mientras ardían barrios enteros, enviando al aire nubes de humo y lenguas de fuego.

Los candianos, al retirarse, habían incendiado las casas, creyendo impedir así el avance de los rebeldes, pero aquella táctica había fracasado, porque, mientras parte de la

población apagaba el fuego, la otra se lanzaba valientemente por en medio del humo y de las llamas estrechando a los mercenarios y abrazándoles con las espingardas sacadas de las murallas y los baluartes, con las carabinas, los fusiles, a trabucazos y a pedradas.

De repente el maharajá, que veía a sus candianos replegarse precipitadamente en. la plaza, se detuvo delante de su primer ministro preguntándole:

—¿Llegarán a tiempo las tropas que hemos mandado llamar? Si tienes en algo la vida y no quieres acabar como tu antecesor, habla sin vacilar.

—Alteza, lo dudo. Los pescadores de perlas deben haber desembarcado ya y sé que son muchísimos, miles y miles.

—Entonces, todo terminó para mí —dijo el tirano, rechinando los dientes.

—Aun os queda la flota y tenéis más de cuatro mil candianos esparcidos por el reino.

Con semejante fuerza se puede disputar largamente la victoria y lograr tal vez dominar a los rebeldes.

—Si me quedo aquí, me cogerán.

—Quisiera daros un consejo, si me lo permitierais.

—¡Imbécil! Es lo que espero de ti, pues por algo te he nombrado mi primer ministro.

—Abandonad el palacio, mientras los candianos despejan las calles de los rebeldes que las obstruyen y huid hacia la costa.

El maharajá le miró con los ojos inyectados en sangre.

—¿Para apoderarse del mando? —gritó.

—No, Alteza —respondió el ministro con voz temblorosa y teniendo los ojos fijos en la diestra de su amo que se apoyaba en la empuñadura de la cimitarra—. No, por que yo os seguiré en vuestra fuga.

—¿Llegaré a tiempo?

—Sí, si cambiáis vuestros vestidos, para que no os reconozcan.

—¿Y adonde huiremos?

—A reunirnos con la flota.

El maharajá se detuvo, como si se le hubiera ocurrido una repentina idea.

—¡Amali ama a Mysora! —exclamó.

—Y dicen que vuestra hermana está decidida a casarse con él.

—¡Miserable manceba! ¿Continuará en la roca?

—Se cree así.

—¡Voy a herirte, Amali, en el corazón! Si todos los pescadores están aquí, la roca debe hallarse casi desguarnecida de defensores. ¡Oh, qué hermosa idea! Perderé el trono, pero Amali perderá el corazón. Preparadme un vestido de cingalés. Nos fingiremos rebeldes y dispararemos contra nuestras tropas. ¡Mueran todos esos viles que no saben defender a su príncipe!

Bajó de la cúpula precipitadamente y entró en sus habitaciones, donde ya algunos servidores habían traído muchos vestidos de gente del pueblo.

El maharajá, de algunos tijeretazos, hizo caer su larga barba negra, se quitó los aretes de oro, las sortijas, los preciosos collares de perlas, arrojándolo todo con rabia, se desgarró la larga camisa de seda blanca recamada de oro, la faja y las sandalias y se vistió una blusa de tela grosera y unos calzones de tela blanca.

Sus cuatro ministros y doce cortesanos le imitaron.

—Coged fusiles y cimitarras, colocaos a mi alrededor para defenderme y vámonos.

¿Han invadido la plaza los rebeldes?

—Aun no —respondió el primer ministro.

—Ordenad a los candianos de que nos dejen pasar y no respondan nuestro fuego.

—Alteza —dijo el primer ministro—, ¿no aprovecharemos el corredor secreto?

—¿Adónde conduce?

—A la pagoda de Buda, Desde allí podemos salir sin que nadie lo advierta y mezclarnos con los rebeldes.

—¿Y mis tesoros?, ¿Deberé dejarlos caer en manos de mis enemigos?

—Fueron enterrados ya los últimos de esta semana en los jardines del palacio.

—¡Ay del que los toque!

Bajaron, a un salón de la planta baja. El ministro abrió una puerta secreta escondida bajo los tapices y guió al maharajá a través de un, oscuro corredor, iluminando el camino con una antorcha.

Los otros ministros y cortesanos le habían seguido.

Durante media hora recorrieron galerías humedísimas, y después el ministro apretó un resorte escondido en una hornacina, encontrándose los fugitivos en un templo cuya puerta había quedado franca.

Oíanse, fuera, salvajes aullidos y disparos.

—¿Dónde estamos? —preguntó el maharajá, que se había puesto palidísimo.

—Cerca de las murallas —respondió el primer ministro.

—¿Me reconocerán los rebeldes?

—Estáis muy transfigurado, alteza.

—Temo que me maten.

—Aquí estamos nosotros para defenderos, y luego, nadie habrá advertido vuestra desaparición. Adelante, alteza, no son éstos momentos para vacilar.

Él maharajá, que había comenzado a temblar, se decidió por fin a salir del templo.

Las calles estaban inundadas de gente y ardían las casas, mientras en lo alto se oían silbar las balas.

Los rebeldes estaban rechazando una columna de candianos que había intentado abrirse paso para salir de la ciudad.

El primer ministro dejó salir a todos, después cerró bruscamente la puerta detrás de los fugitivos y retrocedió por el corredor secreto diciendo:

—Mientras tú huyes, voy a apoderarme de tus riquezas; ya ahora ha acabado tu poder.

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