24. EL NUEVO MAHARAJÁ

Mientras el maharajá se ponía cobardemente en salvo, abandonando sus tropas a su suerte, Juan Baret y sus dos columnas combatían, ferozmente para forzar la plaza y tomar por asalto el palacio real, donde creían se escondía aún el tirano.

Los candianos, aunque infinitamente inferiores a los rebeldes, y ya desmoralizados, oponían, sin embargo, tenaz resistencia.

Con carros volcados, con troncos de teck, con muebles y con piedras habían barricado las bocacalles de la plaza, armando aquellas barricadas con buen número de espingardas sacadas de las terrazas y los almacenes del palacio real, y después habían incendiado todas las casas vecinas para desembarazar el terreno e impedir que los insurrectos las ocuparan.

Eran aún seiscientos y se les habían reunido todos los criados del maharajá, los lacayos, los escuderos, los conductores de elefantes, convertidos en combatientes.

Algunos habían ocupado las azoteas del palacio y por último el terradillo de la cúpula, abriendo un vivísimo fuego de mosquetería contra los insurrectos que aparecían en todas las bocacalles.

Juan Baret, que no había sido herido todavía, aunque había combatido siempre en primera fila, comprendió que la toma del palacio no era tan fácil como había creído.

Los candianos, bien apoyados en sus barricadas disparaban terriblemente, abatiendo infinito número de enemigos, que debían luchar contra las llamas y las armas de fuego.

Llamó a Durga y al hermano de Binda y celebró un breve consejo de guerra en una casa respetada por el incendio.

—Si seguimos así, no lograremos nada —dijo el francés—. Nuestros hombres caen como moscas y no conseguirán hacer ningún daño al palacio. Antes de lanzarnos al asalto hay que derribar las barricadas.

—Tenemos espingardas, señor —dijo el hermano del capitán Binda.

—No sirven para esto —dijo Juan Baret, encogiéndose de hombros—. Se necesitarían cañones para abrir brechas en las barricadas.

—No los tenemos, señor. Ni siquiera el maharajá los ha poseído nunca.

—Sí, ya sé.

—Lo que debe haber aquí señor son muchos elefantes —dijo Durga.

—¿Y qué queréis hacer con ellos?

—¿Tenéis aún aquel veneno que los enfurece?

—.¡Bravo, Durga! —exclamó Juan Baret—. ¡Soy un asno! ¡No se me había ocurrido!

¿Quién resistirá una carga de esos colosos? Tenemos la victoria asegurada.

—¿Cuántos se necesitan? —preguntó el hermano del capitán.

—Doce lo menos.

—Los tendréis dentro de diez minutos.

—Entretanto, Durga, hagamos retirar nuestras columnas para dejar expeditas las calles.

Aquella orden era superflua. Los cingaleses, a pesar de sus cargas desesperadas, se habían visto obligados a retroceder por tercera vez ante la obstinada resistencia de los candianos, dejando en tierra gran número de muertos.

Las columnas que operaban en las otras calles no alcanzaban mejor fortuna y la plaza estaba siempre ocupada por los mercenarios del maharajá.

—Veremos si resistirán a los elefantes —dijo Juan Baret—. Esos colosos, enfurecidos con mi veneno, lo derribarán todo y entraremos en la plaza detrás de ellos.

—¿No se revolverán después contra nosotros? —preguntó Durga—, Si continúan su carrera harán también estragos entre los nuestros.

—Les mataremos pronto, aunque sea a espingardazos.

Mientras las dos columnas, completamente desorganizadas, se retiraban, el hermano del capitán había hecho conducir doce enormes elefantes guiados por sus mahuts.

Oyendo el tronar de las espingardas y el estrépito de la fusilería, y viendo arder las casas y las cabañas, los paquidermos comenzaron a retroceder, tanto más cuanto les alcanzaban algunas balas.

Juan Baret les hizo formar en dos filas; sacó la botellita y la lanceta, les pinchó rápidamente, y enseguida mando a los mahuts que se retiraran. Los colosos seguían retrocediendo ante el fuego creciente de los candianos y estaban ya por volver grupas y arrojarse entre las dos columnas formadas en la calle.

El peligro era terrible.

—¡Disparad contra los elefantes, por detrás, y arrojadles antorchas! —dijo Juan Baret.

Ardían dos casas, a corta distancia, algo detrás de los paquidermos. Cincuenta hombres cogieron vigas y cañas encendidas y las lanzaron detrás de los colosos, los cuales sintiéndose quemar las patas traseras, partieron galope, con las trompas levantadas.

El misterioso veneno empezó a sentir su efecto y les hizo entrar en furor. Ya no les asustaba la fusilería de los candianos.

Precipitaron su carrera, chocando unos contra otros en el camino; lanzábanse, barritando, con la trompa devastadora, sobre la barricada que en un momento se vino abajo, dispersa, destruida, y penetraban en plaza, comenzando el estrago.

Los candianos, asustados por aquel asalto, que ninguna fuerza humana era capaz de contener, huyeron en todas direcciones, abandonando las demás barricadas, que al momento ocupaban los rebeldes. Juan Baret hizo dar vuelta a las espingardas, gritando:

—¡Matad los elefantes! ¡Ya nos entenderemos luego con los candianos!

Catorce bocas de fuego, que antes defendían las barricadas, tronaron contra los colosos, que recorrían la plaza en desenfrenada carrera, recibiendo en sus cuerpos balas de dos y tres libras, que les rompían costillas y cráneos.

Bastaron cinco minutos para que todos cayesen, muertos o moribundos.

Los candianos, viendo a los elefantes cesar en la persecución y morir entre convulsiones sobre las losas de la plaza, recobraron ánimo, intentando cerrar el paso a los rebeldes, ahora ya triunfantes.

Delante del palacio del maharajá empeñóse el último combate. Juan Baret con sus batallones se lanzó a la carga, rompió las líneas de los mercenarios y llegó al portal del palacio que los criados no habían tenido tiempo de cerrar.

La resistencia, cesó de pronto. Los últimos combatientes de la guardia real se rindieron para salvar la vida, entregando las armas, mientras el pueblo, victorioso por doquier, y dueño de la capital entera, aclamaba al joven Maduri, maharajá de Yafnapatam.

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