25. EL ÚLTIMO GOLPE DE AMALI

Juan Baret, con los vestidos destrozados, el rostro ennegrecido por la pólvora y el sable ensangrentado, se lanzó hacia la escalera del palacio, seguido de Durga, el hermano de Binda y de un pelotón de soldados, en busca del maharajá, para intimarle la rendición y ponerle preso, a fin de sustraerlo a las iras del pueblo.

Los servidores no se atrevieron ya a oponer resistencia y aun los candianos que combatían desde las ventanas y las terrazas arrojaron las armas pidiendo gracia.

Fueron registradas las salas, después las galerías, los aposentos altos, los desvanes, la cúpula; pero en ninguna parte aparecieron ni el maharajá ni sus ministros.

Juan Baret, no pudiendo creer que hubiese logrado escapar, estaba para proceder a un nuevo y más minucioso registro cuando vio a algunos soldados que arrastraban a un hombre flaco, lívido, que lanzaba algunos gemidas, implorando la piedad de los vencedores.

—Señor —dijo un hombre empujando al preso—; ahí tenéis al primer ministro del maharajá que hemos sorprendido en los jardines del palacio al disponerse a bajar a un subterráneo. Este hombre podrá deciros dónde se ha escondido su amo.

El primer ministro, viendo al francés, cayó de rodillas ante él, balbuceando:

—¡Perdón, hombre blanco! ¡No me matéis!

—No demuestras ser muy valeroso para el cargo que ocupabas —dijo Juan Baret despectivamente.

—¡Perdón, señor hombre blanco! —repitió el preso, golpeando el suelo con su frente.

—¡Basta de humillaciones ridículas! —gritó el francés, asqueado— Levántate y responde a cuanto le pregunte.

—¿No me matarán?

—No vale la pena de retorcerle el cuello.

—Soy un desgraciado, señor.

—Acaba y responde. ¿Dónde está tu amo?

—No está aquí.

—¿Se halla oculto en algún sitio?

—No, señor; lo juro.

—¿Dónde ha ido?

—Ha huido hace una hora, mientras los candianos defendían la plaza del palacio.

—¿Con quién?

—Con sus tres ministros y doce cortesanos.

—¡Eso no puede ser verdad! —gritó Juan Baret—. Las calles estaban llenas de

insurrectos y le habrían reconocido.

—Se cortó la barba y se despojó de sus vestidos y atavíos. Te puedo jurar que no le vio nadie.

—¿Dónde se ha dirigido?

—A la costa, para reunirse con su flota.

—¡La escuadra! —exclamó el francés, puesto sobre aviso con aquellas palabras—.

¿Dónde piensa dirigirse? El ministro vaciló en contestar:

—Habla, o te mando arrojar por la ventana y te hago estrellar el cráneo contra las piedras de la plaza.

—Ha dicho que quería herir a Amali en el corazón.

—No te comprendo.

—Ha hablado de Mysora.

Esta vez fue Juan Baret quien palideció.

—¡Miserable! —exclamó—. ¡Quiere asaltar la roca de Amali aprovechando la ausencia de los pescadores de perlas! ¡Durga! ¡Durga!

—¡Señor! —respondió el segundo de Amali.

—Has ensillar veinte caballos de los más veloces y escoge una escolta de hombres a toda prueba.

—¿Vais a partir?

—Sin perder un instante. Se trata de salvar a Mysora, ¿comprendes? Si cayese en manos del maharajá quedaría perdida por siempre para Amali, y aun tal vez sería asesinada.

—¿Debemos seguir al maharajá?

—Le alcanzaremos antes de que se embarque.

Durga se había precipitado ya por la escalera como un huracán, corriendo hacia las caballerizas reales.

Juan Baret se volvió hacia el hermano de Binda.

—Tendréis preso a este hombre hasta mi regreso —le dijo—. Si ha mentido le haremos morir entre los más horribles tormentos.

—Juro haber dicho la verdad —dijo el ministro. -Ya veremos.

Cuando salió, los veinte caballos, todos ellos hermosos animales de estaban, prontos.

Habían montado dieciocho hombres armados de carabinas, cimitarras y pistolas.

Maduri, enterado de la inmediata partida del francés, acudió para seguirle.

—No —dijo Baret-—. Vuestro puesto ahora está aquí, porque sois, el maharajá de Yafnapatam. Todos los habitantes de la capital os han proclamado señor del reino.

—Quisiera ver a mi tío —dijo el mozo.

—Os prometo que os lo traeré pronto. Adiós, maharajá; contad conmigo.

Le estrechó la mano y montó a caballo. El piquete atravesó las calles de la ciudad a escape, dirigiéndose a las murallas.

El pueblo, que se agolpaba por todas partes, festejando con bailes y música la caída del tirano y el triunfo de la insurrección, aclamaba con entusiasmo al francés, en cuanto le veía, gritando:

—¡Viva el hombre blanco! ¡Viva nuestro general! ¡Que Buda le conceda larga vida!

Una vez fuera de la ciudad, los jinetes emprendieron el camino de los bosques dirigiéndose hacia Abaltor, donde esperaban encontrar a Amali y a sus pescadores de perlas.

Por la mañana el tiempo había abonanzado y cesado de soplar el viento, por lo cual era de esperar que los pescadores hubiesen desembarcado ya, salvo habérselo impedido alguna circunstancia imprevista.

—¿Qué camino habrá tomado el maharajá? —preguntó de pronto Juan Baret a Durga

—. ¿Te has informado de dónde se encuentra la escuadra?

—Me han dicho que, después de la derrota sufrida en la roca, había anclado en una bahía que se llama Chánil.

—¿Estará muy lejos de la que nos sirvió para desembarcar?

—Veinte o veinticinco millas al Sur.

—¡Dos horas de galope! Aun llegaremos a tiempo de impedir al maharajá que se embarque.

—¿Y si llegásemos tarde?

—Daremos caza a la flota con los pescadores de perlas. Tienen barcas de sobra y luego tenemos también el «Bangalore».

—¡Si encontrásemos pronto a Amali!

—No se habrá movido aún de la aldea —dijo Juan Baret—. Le encontraremos ocupado en organizar a sus pescadores. Trataremos de ganar camino y no pensemos en otra cosa, por ahora. ¿Cuándo llegaremos a Abaltor?

—Si los caballos conservan este galope, antes de tres horas sabremos si…

—¿Qué querías decir?

—Si está libre el camino.

—¿Qué tropas quieres hallar?

—Las que han sitiado el fuerte, señor…

—Habrán huido antes los pescadores. ¡Mil contra catorce o quince mil! Ni siquiera habrán resistido cinco minutos.

—¿Qué dirá Amali cuando sepa que Maduri es ya maharajá de Yafnapatam?

—Será una sorpresa colosal — dijo Juan Baret—. Nos creerá muertos, mientras volvemos triunfantes y más vivos que nunca. ¡Espolea, Durga! Estoy impaciente por darle la buena noticia.

Los veinte caballos, continuamente excitados, devoraban, el espacio; galopando por en medio de las selvas que se extendían entre la capital y la costa.

El camino que seguían era bueno y bastante ancho para dar paso a cuatro jinetes de frente.

A mediodía los viajeros llegaban al lugar donde se levantaba el fuerte, del cual sólo quedaban en pie algunas estacas medio carbonizadas y algunas trincheras de tierra.

Juan Baret, temiendo que los candianos se encontrasen ahora por aquellos contornos, había recomendado avanzar con prudencia, enviando al mismo tiempo a Durga como explorador, para no caer en alguna emboscada.

Al cabo de media hora el segundo de Amali volvió diciendo que no había encontrado a nadie.

—¿Habrán levantado el campo para refugiarse en alguna ciudad? —preguntó el francés

— O bien, ¿habrá llegado el maharajá antes que nosotros y se los habrá llevado?

—Pienso de otra manera —dijo Durga.

—Explícate.

—De esta precipitada retirada deduzco que los pescadores de perlas han desembarcado ya. Los candianos, viéndose en la imposibilidad de presentar batalla deben haberse refugiado en los bosques y replegado hacia el fondeadero de la flota.

—Vamos a Abaltor —dijo el francés—. Si los pescadores han desembarcado, allí encontraremos a Amali y al capitán Binda.

Concedieron a sus cabalgaduras un rato de descanso y luego, volvieron a emprender el camino al trote largo, enviando delante a cuatro exploradores para estar seguros de que el camino estaba despejado.

Desde el fuerte a la bahía la distancia era cortísima. Bastaba atravesar bosque que sólo tenía seis millas de extensión.

Habían llegado a la mitad del camino cuando oyeron a lo lejos gritos be parecían lanzados por un número enorme de gente.

Juan Baret, impaciente por llegar al poblado, espoleó enérgicamente su caballo, y apenas pasado el último trozo de bosque, ante las miradas estupefactas de su gente apareció la playa llena de gente y la bahía cubierta por centenares de chalupas y barcas de todo porte.

—¡Los pescadores de perlas! —gritó.

Un momento después se precipitaba como una tromba en medio de la muchedumbre y caía en brazos de Amali.

Es inútil describir el estupor y la alegría del valiente cingalés al saber aquellas prodigiosas noticias.

—¡Maduri maharajá! —repetía, creyendo haber entendido mal—. ¡Yafnapatam tomado! ¡La revolución! ¡Y yo que estaba llorando creyéndoos caidos en, la brega! ¡Es imposible! ¡Me parece un sueño demasiado dulce!

—El despertar, sin embargo, puede ser fatal para vos, Amali —dijo Baret—. El maharajá, el hermano de Mysora, anda fugitivo y trata vengarse.

—¿De qué manera? Ahora somos quince mil y pronto daremos cuenta de las pocas tropas que le permanecen fieles.

—¿Cuántos habéis dejado en la roca? —preguntó Juan Baret.

—Mi escollo no necesita muchos soldados para ser custodiado. ¿No somos vencedores?

—Sí, pero no por mar, y he de deciros que el maharajá se dispone a asaltar vuestro refugio y arrebataros a Mysora.

—¡Mysora en peligro! ¡Mysora amenazada! —gritó el rey de los pescadores con voz terrible—. ¡Ah, miserable maharajá! ¡Sería capaz de matarla para impedir que fuese mi esposa!

Se lanzó fuera de su tienda como un loco, sin escuchar más, gritando:

—¡Al mar!, ¡Al mar! ¡Embarcaos todos! ¡A mi roca! ¡A mi roca! Los pescadores, aun cuando no hubiesen comprendido nada en aquella orden imprevista, viendo a su rey tan agitado, con el rostro convulso y los ojos encendidos, se habían precipitado hacia la orilla, embarcándose en sus chalupas.

También el «Bangalore» se había, acercado a la ribera para embarcar a su amo.

Juan Baret y Durga habían seguido a Amali que, con voz angustiada, daba explicaciones a los patrones sobre el motivo de aquella precipitada partida.

—Tranquilizaos —dijo el francés que se había reunido en su nave al rey de los pescadores—. El maharajá sólo nos lleva algunas horas de ventaja, y por lo tanto no debéis tomarlo con tanto calor, Y aun dudo que haya podido reunirse a su flota.

—¿Y si hubiese partido ya? —preguntó Amali con angustia.

—Vuestra roca, aún defendida por algunos hombres no se toma en diez minutos.

—Es verdad —declaró el rey de los pescadores que, poco a poco, había ido recobrando la calma—. ¡Cuánto agradecimiento os debo, Juan Baret! ¡Sin vos habría perdido ciertamente a Mysora, porque jamás hubiera podido imaginar tamaña perfidia en aquel hombre!

—No me concedáis demasiado mérito. Si el ministro del maharajá no me lo hubiese dicho, nadie habría sabido palabra.

—¿Habéis partido en, seguida?

—Sin pérdida de tiempo.

—¡Y yo que os creía muerto!

—¿Matado por los candianos?

—Sí, Juan Baret.

—¿Y a Maduri también?

—También él.

—Habíais decidido, sin embargo, proseguir la empresa.

—Y vengaros —respondió Amali.

—¿Y cómo pudisteis escapar de los candianos?

—No sé. Mi pelotón, logró romper sus líneas, aun mal cerradas, y pasó. Huimos a bordo del «Bangalore» para no caer prisioneros, y en el mismo momento llegaban las primeras barcas de los pescadores de perlas, que habían, buscado refugio en una bahía poco distante de ésta.

—¿Y los candianos?

—Han huido apenas han visto llegar aquellos refuerzos.

—¿Dónde habrán ido?

—No sé, ni me importa saberlo. Después, si no deponen las armas les perseguiremos y batiremos. Ahora nuestras fuerzas son imponentes y nadie se atreverá a oponer resistencia.

Ya veréis cómo mañana todas las demás ciudades del Estado reconocerán a Maduri como maharajá.

—¿Y vos?

—Seré su primer ministro y empuñaré las riendas del poder hasta que haya llegado a la mayoría de edad. Y de vos, querido Juan Baret. ¿Qué vamos a hacer?

—Me contentaré con el cargo de montero mayor de Maduri.

—No, sería muy poco. Vos, que habéis hecho triunfar la revolución, seréis nuestro general. Ningún otro os podría igualar por el valor y la habilidad guerrera.

—Dejemos eso —dijo el francés riendo—. Ya hablaremos después, y luego, que no contáis con la aprobación del nuevo maharajá.

—Maduri os debe principalmente a vos el trono, y luego, el mozo hará lo que quiera su primer ministro, a lo menos hasta que haya llegado a la edad necesaria para reinar bien.

.La inmensa escuadra de los pescadores de perlas, precedida por el «Bangalore» había ya salido de la bahía, dispuesta en dos interminables columnas y se había dirigido al Sur, maniobrando precipitadamente con sus remos.

La noticia de que su rey iba a librar la última batalla con el ex maharajá para impedirle que fuese a destruir la roca y apoderarse de Mysora se había esparcido entre ellos rápidamente, y aquellos bravos marineros que hasta entonces no habían tenido ocasión de mostrar su valor, estaban ansiosos de llegar a las manos.

Querían ellos también tener su parte en la insurrección que había derribado al tirano para restablecer en el trono al descendiente de la antigua dinastía.

Habiéndose el mar puesto tranquilo, la navegación era facilísima. Las dos columnas

esperaban llegar en menos de cuatro horas a la bahía en que estaba fondeada la escuadra y sorprender al maharajá antes de que abandonase la costa.

Amali y Juan Baret, a proa del «Bangalore», escrutaban el horizonte y la costa para ver si comparecían las galeazas; ambos estaban nerviosos e impacientes y se sentían un tanto preocupados.

A las cuatro de la tarde, mientras doblaban un cabo que cubría la bahía en que debía hallarse la flota, aparecieron varias barcas que se disponían a internarse en alta mar.

—¡Las galeazas! ¡Las galeazas! —gritaron los marineros del «Bangalore», empuñando las armas.

Alzábase un vocerío ensordecedor de las chalupas de los pescadores de perlas.

—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Ahí está el enemigo!

Las galazas, unas treinta en suma, tripuladas por numerosos marineros, se habían dividido en dos escuadras al descubrir al enemigo. Mientras la una se disponía en línea de batalla para cerrar el paso a los pescadores, la otra se daba a la fuga, lanzándose a alta mar.

Esta iba precedida por una barca de gran porte, ricamente decorada con dorados, de más de veinte metros de largo y armada con cuatro espingardas. Veinticinco remeros la impelían y otros tantos guerreros se hallaban agrupados a popa y a proa.

—¡La galeaza del maharajá! —gritó Amali—. ¡Caigámosle encima antes de que huya!

Mientras una columna corría contra la primera escuadra con rapidez fulmínea, asaltándola a tiros de carabina y espingarda y rodeándola, la otra, precedida por el

«Bangalore», atacaba la segunda, empeñando un sangriento combate, que, dado el número enorme de los pescadores de perlas debía acabar de mala manera para los cingaleses.

Amali, viendo que la galeaza real continuaba la, fuga, fue en su persecución, lanzándole recias andanadas.

Los hombres del maharajá, sin embargo continuando siempre en retirada, respondían, con mucho ánimo para defender a su señor que corría serio peligro de ser capturado.

No estaban, sin embargo, en condiciones para esquivar la persecución a causa de la extraordinaria velocidad del «Bangalore», que estrechaba de cerca a la nave enemiga.

El duelo de artillería duró diez minutos, intenso por ambas parles, y causando grandes estragos, hasta que el «Bangalore» abordó a la galera cerca de la popa.

Amali llevaba sesenta hombres; el maharajá cincuenta, pero unos y otros eran guerreros escogidos, de valor extraordinario e iban armados de carabinas, pistolas y cimitarras.

Amali y Juan Baret, los primeros, se habían, lanzado sobre la cubierta de la galera, empuñando tremendas hachas de combate.

Los guerreros de Yafnapatam se habían reconcentrado alrededor del maharajá, formando una barrera erizada de armas y absolutamente compacta.

—¡Rendios! —había gritado Amali—. ¡Vuestras escuadras han sido ya destrozadas!

Pero los cingaleses habían respondido con alaridos de guerra y de muerte, y se preparaban a rechazar el abordaje.

Los pescadores, entretanto, acudían en socorro de sus jefes, atacando con cimitarras y pistolas, resueltos a apoderarse de la galera y del maharajá.

Combatíase por ambas partes con gran valor, con verdadero encarnizamiento, descargando tajos por doquier y disparando las pistolas.

Por tres veces Amali y Juan Baret habían tratado de romper las líneas enemigas y otras tantas habían sido rechazados con gravísimas pérdidas.

—¡Tirad con las espingardas a bulto! —gritó Juan Baret.

Durga hizo dar vuelta a una espingarda, la cargó de metralla y habiendo hecho avanzar el «Bangalore» de manera que no diese contra sus compañeros, adelantó la nave hasta casi el lado de estribor de la galera e hizo fuego a boca de jarro.

Aquel cañoneo que derribó a más de quince hombres, fue fatal para los cingaleses.

Desesperando ya desde entonces de vencer y viendo a las otras barcas acudir en auxilio del «Bangalore», arrojaron las armas, cayendo de rodillas e implorando merced.

Sólo el maharajá, pálido, con el rostro convulso, había permanecido en pie, mirando a Amali y a Baret con ojos crueles.

El rey de los pescadores de perlas se abrió paso entre los cingaleses y poniendo su mano sobre el hombro del maharajá, le dijo:

—¡Eres mi prisionero!

—Mátame, ya que me has vencido y destronado —respondió el otro con voz sorda.

—Yo no mato al que mañana será mi cuñado.

—¡Yo pariente tuyo!

—Mysora será mí mujer.

—¡Miserable mujerzuela!

—Debes estar reconocido. Ha consentido en casarse con el rey de los pescadores de perlas a condición de que salvase la vida a su hermano.

El maharajá bajó la cabeza.

—¿Qué vais a hacer conmigo? —preguntó, al cabo de algunos momentos de silencio.

—Te daré un pequeño principado que gobernar, el de Serán.

—¿Y no vengarás la muerte de tu hermano?

—Te he perdonado.

—Eres generoso mientras yo siempre he sido malo —murmuró el maharajá—. La lección ha sido dura, pero la tenía merecida.

—¿Consientes en ser mi cuñado?

—Mi hermana es tuya —respondió el destronado príncipe—; te la has ganado y nadie es más digno de ella que tú.

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