4. UN NAUFRAGIO DESASTROSO

La chalupa del príncipe de Manaar, que había logrado huir por tres veces a los disparos de espingarda de Durga, acababa de abordar al «Bangalore» en el momento en que Amali llevaba a cabo el rapto de Mysora.

Había llegado ya demasiado tarde, pero quizá aun fuera tiempo para disputar la victoria al rey de los pescadores de perlas.

El joven príncipe se había lanzado al abordaje, seguido de sus doce hombres, que habían saltado sobre la cubierta de la nave, lanzando salvajes aullidos para animarse mutuamente.

Amali, confiando a Durga el cuidado de su cautiva, que había sido llevada bajo cubierta, a la cámara de popa, hacía frente a aquellos nuevos adversarios para cerrarles el paso.

El peligro aumentaba, porque la nave inglesa proseguía su avance para intervenir en la lucha. No se había atrevido aún a hacer uso de su artillería para no destruir a un tiempo a amigos y enemigos; podía hacerlo después y echar a pique el «Bangalore» con algunas vigorosas andanadas.

El príncipe de Manaar, sin pérdida de tiempo, había atacado con mucho ánimo a Amali, mientras sus guerreros luchaban ferozmente con la tripulación de la nave.

Los cingaleses, reducidos ya a la mitad, hasta dichosos con ver aparecer a otros en su defensa, en lugar de empuñar las armas se habían lanzado a los remos, huyendo cobardemente hacia Ceilán.

—¡Deja en libertad a Mysora! —gritó el joven príncipe, levantando amenazadoramente la cimitarra contra Amali.

—La hermana del maharajá es mía —respondió él—, y mientras me quede una gota de sangre no te la devolveré.

—¡Entonces te mato!

—¡Aquí me tienes!

Mientras en torno suyo ardía la lucha, los dos rivales se habían lanzado uno contra otro con igual furor, cruzándose terribles golpes.

Si Amali era un guerrero formidable, también, el príncipe demostraba un valor de león y una pericia nada común en el manejo de la cimitarra.

Aunque joven, era robustísimo y ágil como una pantera. La cimitarra relampagueaba arriba y abajo con una rapidez fulmínea, tratando de herir en el corazón al rey de los pescadores de perlas.

Ora atacaba, ora retrocedía; se levantaba de un salto y se bajaba hacia las tablas de la cubierta para luego erguirse nuevamente.

Amali oponían siempre su hierro a aquellos veloces golpes.

—¡Para ti! —gritaba.

—¡Para este bote, ladrón de mujeres! —respondía el príncipe.

—No te atreves a descubrirte.

—Y tú tienes miedo.

—¡Yo que he desafiado al tiburón para salvarte!

Amali, impaciente por terminar con su rival, atacaba siempre; veía con terror acercarse cada vez más el crucero inglés y temía ser cañoneado. Sus hombres, afortunadamente, habían cobrado de pronto ventaja sobre los del príncipe y estaban ya para arrojarse a la chalupa después de haber herido a más de la mitad.

—¡Acabemos! —gritó Amali.

De un tremendo golpe hizo saltar de manos del príncipe la cimitarra, y luego tiró una cuchillada.

La hoja hirió al joven en el costado derecho, tumbándolo ensangrentado sobre cubierta.

—¡Huyamos! —gritó Amali—. ¡Los ingleses están ahí! Y sus marineros, que habían arrojado ya a su nave a los guerreros de Manaar, volcaron con un vigoroso empuje la barca de los adversarios, cayendo al agua todos, vivos, muertos y heridos, después de lo cual cazaron rápidamente las velas, mientras el rey de los pescadores levantaba al joven, príncipe desvanecido y lo entregaba a Durga.

—¿Lo arrojo al agua? —preguntó el segundo.

—No, es un valiente —respondió Amali—. Véndale la herida y llévalo a tu camarote.

La herida no debe ser grave.

—Está bien, patrón.

En aquel momento partió un cañonazo del crucero inglés y la bala agujereó una vela del

«Bangalore».

—¡Al Sur! —gritó Amali cogiendo la barra del timón—. Es inútil usar las espingardas.

La nave se puso al viento para poder cogerlo en popa y se deslizó sobre las olas, alejándose.

También el crucero inglés desplegó todo el velamen suplementario y aumentó su velocidad, imitando la maniobra del «Bangalore».

Sin embargo, era demasiado pesado para poder competir con el ligerísimo velero del rey de los pescadores de perlas, que apenas parecía rozar el agua.

Dos veces más tronó su cañón, pero los disparos resultaron cortos.

—Ya estamos fuera de alcance —murmuró Amali, con una sonrisa de satisfacción.

Durga salía en aquel momento.

—¿Has curado al príncipe? —le preguntó el rey de los pescadores.

—Sí, patrón.

—¿Es grave su herida?

—Más dolorosa que de peligro. Tu cimitarra ha resbalado sobre las costillas y no le ha producido más que un corte superficial. Dentro de algunas semanas podrá tenerse en pie.

—¿Y Mysora?

—La he encerrado en tu cámara.

—¿Has quitado mis armas?

—Todas, Amali.

—¿Llora?

—Sí, pero creo que de rabia.

—Ya se calmará —respondió el rey de los pescadores—-. Si teme que la he robado para matarla, se equivoca: Amali es generoso, y además la ama demasiado.

—¿Y los ingleses?

—Nos siguen.

—¿Nos persiguen hasta nuestro refugio? —preguntó Durga, inquieto.

—No lo verán; mira allá abajo. ¿No ves romperse las olas?

—Sí; son los bajos de Bitor.

—Y nosotros vamos a correr por ellos.

—No te fíes, patrón; son traidores.

—No les temo, y desde luego, debemos desembarazarnos de esos molestos ingleses.

¡Que rabien! ¡Que vayan cañoneando! Pronto se les acabará la pólvora.

El crucero, viendo que no lograba dar alcance a «Bangalore», continuaba disparando con sus cañones más gruesos y siempre con resultado negativo, porque la distancia aumentaba cada vez más.

Sólo alguna bala, lanzada por el cañón de proa, que debía tener un alcance superior a los demás, caía cerca del barco, levantando un enorme surtido de agua, pero caía muerta y en caso de tocar en la madera poco daño habría podido cansar.

—¡Ah! —exclamó Amali—; si yo dispusiese de artillería gruesa, no huiría así de vosotros y os demostraría que el rey de los pescadores de perlas también sabe batirse. No importa; vuestra pérdida será igualmente segura.

Tenía fijas las miradas en el mar, donde las olas continuaban, estrellándose, levantándose a gran altura y mugiendo sordamente.

Hubiérase dicho que buscaba entre la espuma un paso de él sólo conocido.

Deseando tener cercanos a los ingleses para que no advirtiesen a tiempo el engaño, comenzó a dar bordadas, ora a levante, ora a poniente, como si se mostrase irresoluto sobre el camino que emprendería.

Los ingleses, creyendo que quería aceptar el combate que había renunciado a continuar

la fuga, se adelantaban sin disparar. O deseaban cogerlos a todos vivos o exterminarlos de una sola vez con una andanada de metralla.

Amali, que no perdía de vista el crucero, le dejaba hacer, se mantenía cerca en la proximidad de los peligrosos bancos que las olas impedían advertir. Viendo una nube que corría hacia la luna, Amali la indicó a Durga.

—Cuando haya cubierto la luna y la oscuridad sea mayor, nos lanzaremos sobre los bajos —le dijo.

—¿No seguirán los ingleses?

—Tal vez ignoren su existencia. Déjame hacer, y verás cómo ese barco se estrella contra las rocas de coral.

A un cuarto de milla el crucero volvió a disparar. La bala pasó sobre el «Bangalore»

rompiéndole algunas cuerdas y agujereando su gallardete.

Casi en el mismo instante la nube cubría la luna, interceptando su luz.

—¡Estad atentos! —gritó Amali—. Pasados sobre los bancos.

Habían alzado, para ver mejor, los obstáculos que se levantaban ante la nave.

El momento era terrible, porque bastaba un falso golpe del timón o una maniobra mal ejecutada para que todo se perdiese.

Amali aparecía tranquilo, como si estuviese seguro del éxito. Su mirada de águila había descubierto ya el sitio por donde debían pasar.

El «Bangalore», al que la brisa, ahora muy fuerte, impulsaba velozmente, cruzó por en medio de las olas que rugían en torno de los bancos, sin desviarse una sola línea.

—Patrón —dijo Durga, que se había puesto palidísimo; —corremos a la muerte.

—¡Silencio! —gritó Amali—. ¡Ay del que hable!

Las olas rodeaban por todas partes el «Bangalore;», sacudiéndolo fuertemente y azotando las bordas. Se oían ciertos golpes como si la quilla rascase alguna vez el fondo o las puntas de los arrecifes la arañasen.

La nave inglesa seguía avanzando sin ninguna sospecha, y de vez en cuando disparaba algún cañonazo.

—¿Pasamos? —gritó Amali.

—Sí, patrón —respondieron a una voz los hombres—. Este es el último banco.

—Disparad las espingardas. Finjamos que aceptamos el combate.

Durga y otros dos marineros hicieron tronar las armas, desde cubierta, mientras Amali lanzaba resueltamente el «Bangalore», salvando el último banco.

El comandante del crucero, engañado, creyendo que había aún bastante fondo, no había evitado el gravísimo peligro. Corría ciegamente hacia él, esperando caer sobre el

«Bangalore» y echarlo a pique con algunos cañonazos.

—¡Ya están sobre los arrecifes! —gritó Amali.

Oyóse un horrible crujido y el crucero se detuvo de pronto, cayéndose bruscamente hacia un lado.

Rasgaron los aires aullidos de espanto, maldiciones, voces de mando afanosas, y luego un segundo crujido.

El crucero se había despanzurrado sobre los escollos de coral y el agua entraba por cien boquetes, invadiendo la cala y haciéndolo sumergir rápidamente.

Alzóse un grito de triunfo de la tripulación del «Bangalore».

Ya el crucero había quedado fuera de combate y Amali podía llegar a su refugio sin temor de verse perseguido.

Entretanto, los ingleses se precipitaban en las embarcaciones en medio de la mayor confusión, disputándose encarnizadamente los botes.

En vano los jefes blasfemaban y amenazaban. El pánico los había enloquecido a todos, marinos y oficiales.

La nave se inclinaba siempre, pronto a tumbarse. Los palos se balanceaban en el aire, amenazando con caer sobre las chalupas, que aun no habían podido zarpar.

—Patrón —dijo Durga—, ametrallémosles, ya que están indefensos.

—Será una crueldad inútil —respondió el rey de los pescadores de perlas—-. Pensemos mejor en huir, antes de que aparezca otro barco.

—¿Dejaremos el crucero sin saquearlo?

—Quedará varado, y podremos más tarde venir a apoderarnos de la artillería. Los ingleses tienen por ahora otra cosa que hacer, que pensar en sus cañones.

Mientras la tripulación del crucero náufrago se ponía a salvo, el «Bangalore» había continuado su ruta, alejándose de aquellos parajes.

El crucero, después de haberse sumergido hasta la amura, se había detenido en su descenso. Sobre el agua no quedaban más que la cubierta y la arboladura; podíase considerar como enteramente perdido.

—Vayamos a nuestro refugio y dejémosles que se las arreglen como puedan —dijo Amali—. Durga, anda a ver al príncipe de Manaar, por sí necesita tus cuidados. Acuérdate que he dicho que no quiero que muera.

—¿Qué vas a hacer con él?

—No lo sé aún, pero se me antoja que quizá puede serme útil algún día.

—Y con toda certeza, ayudará a escapar a nuestra prisionera, patrón —respondió el segundo—. No olvides que la ama.

Una nube obscureció la frente del rey de los pescadores.

—Les vigilaremos con, cuidado —dijo.

Confió la barra del timón a uno de los marineros y descendió bajo cubierta, deteniéndose ante la puerta de su cámara.

«Mysora estará furiosa», pensó.

Permaneció un momento escuchando y como no oyera ningún rumor, abrió la puerta y entró.

La cámara del rey de los pescadores de una elegantísima estancia de dos metros cuadrados, iluminada por una lámpara chinesca de flores amarillas y azules; cubierto el suelo de alfombras y adornada con dos divanes de seda con flecos de oro.

Las paredes estaban tapizadas de pesadas estofas, maravillosamente recamadas, con trofeos de narguiles, aparejos marinos, plumas de pavo real y enormes conchas de género tridacne, centelleantes de nácar y con los bordes carmesíes.

Mysora se hallaba echada sobre un diván, con el rostro oculto entre las manos.

Al oír entrar a su raptor se levantó dando un salto felino, mirándole en el rostro con sus ojos negrísimos y profundos, animados por la cólera.

—¿Eres tú el rey de los pescadores de perlas? —preguntó con voz desdeñosa.

—Sí, Mysora —respondió Amali con acento casi respetuoso.

—¿Tú sabes quién soy yo?

—La hermana del maharajá de Yafnapatam.

—¿Y has osado atacarme?

—Tu hermano no me da miedo.

—Es poderoso.

—Sí, en. su tierra, pero yo soy poderoso en el mar —respondió Amali con orgullo—.

¿Quieres una prueba de ello? He vencido a tu gente, que era dos veces más numerosa que la mía; he echado a pique la chalupa del príncipe de Manaar que acudía en tu socorro y he hecho que se tragara el mar al crucero inglés que te seguía a distancia. ¿Crees que tu hermano hubiera sido capaz de hacer otro tanto?

—¡El príncipe de Manaar! —exclamó Mysora con acento de ironía.

—Más de lo que te crees, señora —respondió Amali, indignado—. Esta mañana he salvado al príncipe de las fauces de un tiburón que estaba a punto de devorarlo y esta noche le he conservado otra vez la vida, pudiendo partirle el cráneo. Como ves, no soy el bandido que te han pintado.

—Un hombre valeroso no debe robar a las mujeres —dijo Mysora, algo suavizada.

—¿Sabes que odio terrible existe entre tu hermano y yo?

—Sé que eres su enemigo, y me basta.

—Cuando estemos en mi roca, te contaré una historia terrible que tu hermano te ha ocultado siempre —dijo Amali con voz sorda.

—¿Y qué quieres hacer conmigo?

—Ya lo sabrás más adelante.

—¿Matarme? —preguntó Mysora, retadora, mirándole con ojos centelleantes.

—El rey de los pescadores de perlas mata a los enemigos que le hacen la guerra, pero respeta a las mujeres.

—Si verdaderamente eres leal y generoso, devuélveme a mi hermano.

—Ahora es imposible.

—Porque tienes miedo de acercarte a las playas de Yafnapatam.

—¿Yo? —exclamó Amali—. Te demostraré lo contrario mucho antes de lo que imaginas.

—¿Te atreverías a intentar algo contra mi hermano el maharajá?

—Vengarme de él.

—Te harías matar.

Los labios de Amali se contrajeron con una sonrisa despectiva.

—El rey de los pescadores de perlas es demasiado orgulloso y demasiado astuto para tenerle miedo y para dejarse matar. No soy tan necio.

—Pero, ¿por qué quieres vengarte de mi hermano? —exclamó Mysora.

—Porque hay sangre entre él y yo —respondió Amali.

Mysora, al oír aquellas palabras se estremeció y le miró con espanto.

—¿Quieres acaso engañarme? —dijo después.

—Pronto te daré a prueba y verás que he dicho a verdad. Después tú misma podrás juzgar si puedo perdonar a tu hermano la ofensa hecha a los míos.

—¿Y confundes en tu odio al príncipe de Manaar? —preguntó Mysora

—A ése no le conocía hasta hoy, ni he tenido motivo nunca para quejarme de él.

Enseguida, mirándola con atención, le preguntó con brusquedad:

—¿Le amas?

Había en la voz del rey de los pescadores una misteriosa vibración que afectó vivamente a Mysora.

—¿Por qué me lo preguntas? —exclamó.

—Sé que el príncipe; de Manaar buscaba en los bancos perlas azules para hacerte un regalo.

—¿A mí? —exclamó la princesa, sorprendida.

—¿Ignorabas que te ama?

—Jamás lo supe.

—Pues ya lo sabes ahora -—dijo Amali con profunda amargura.

—Diríase que lo lamentas.

—Ya hablaremos de eso otra -vez; entretanto, el príncipe de Manaar es mi cautivo, y no le será tan fácil ir en busca de perlas azules.

—Mi hermano le querrá libertad.

—¿En la caverna de los tiburones? —preguntó el rey de los pescadores con una sonrisa irónica—. No conoces tú aún mi guarida. Adiós, Mysora, y no pienses mucho en el príncipe de Manaar. Entre tú y él, estoy yo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Es pronto aún para decírtelo todo —respondió Amali—. Mi cámara está a tu entera disposición, señora, y si necesitas algo, no tienes más que llamar sobre esta placa de metal, y acudiré.

—Prefiero no molestarte —dijo la joven princesa.

—¿Tanto me aborreces, pues?

—Yo no sé, pero el corazón me dice que has de serle fatal a mi familia.

Amali permaneció un momento inmóvil, mirando a la hermosa doncella con ojos cual si quisiera adivinar si aquellas palabras eran verdaderas o eran dichas tan sólo con los labios, después de lo cual salió rápidamente, cerrando la puerta con despecho.

—Sí —murmuró cuando estuvo solo—; seré fatal a tu hermano, y tú a mí. Ahora al otro.

Cruzó lentamente la crujía y entró en el camarote de Durga, que se encontraba a un lado del palo mayor. También estaba bien arreglado, aunque con menos lujo. Sin embargo, había alfombras, un muelle diván y panoplias de diversas armas que el segundo no se había tomado el trabajo de quitar.

El joven príncipe de Manaar, que se hallaba tendido sobre el diván, había vuelto ya en sí. Durga estaba en aquel momento cambiándole el vendaje, después de haber aplicado sobre la herida un emplasto de hierbas, sólo de él conocida. Al ver entrar a Amali, subió al rostro del príncipe una llamarada de ira. Sin pensar en el dolor, se levantó del diván gritando:

—¿Qué has hecho de Mysora, pirata?

—¿Así me recibes? —exclamó el rey de los pescadores—. No eres generoso, príncipe de Manaar.

—Te pregunto dónde está Mysora.

—Está en mí poder.

—Vuélvela a su país, o, palabra de príncipe, vas a pagar cara la infamia que has cometido.

Amali cruzó los brazos sobre el pecho, y dijo con voz grave:

—Cuida de que no me arrepienta de haberme mostrado sobrado generoso contigo, príncipe de Manaar. El mar es aquí muy profundo, y una vez arrojado al agua, un hombre no vuelve tan fácilmente a la superficie.

—¿Es una amenaza para asustarme?

—Es lo que haré, si me apuras la paciencia.

—Pudiste matarme cuando tu cimitarra me hizo caer al suelo.

—Pues ya ves que te he perdonado la vida para demostrarte que el rey de los pescadores de perlas no es un vulgar bandido.

—¿Me tendrás prisionero?

—Hasta que me parezca.

—Mis hombres vendrán a libertarme y harán trizas de ti y de todos tus secuaces.

—Hay quince mil pescadores de perlas y todos me obedecen; cingaleses, malabares o travancoreanos. ¿Puede oponerme otros tantos el príncipe de Manaar? Como ves soy más poderoso de lo que crees.

—A los míos se unirán los de Yafnapatam.

—Que traten de atacarme y verán quien obtendrá la victoria. Durga, vigila a ese hombre, y sí es menester, átalo.

—No le perderé de vista ni un momento, patrón.

Amali salió sin mirar al príncipe y subió a cubierta.

—He ahí otro que me odia y puede ser peligroso -—dijo—. Tal vez sea un peligro mostrarse generoso.

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