11. EL CAPITÁN DE GUARDIAS

En la época en que se desarrolla esta historia, Yafnapatam era aún una de las ciudades más notables de la costa occidental de la opulenta isla de Ceilán.

No era muy populosa, aunque ocupaba una vasta superficie y contenía hermosos edificios, gran número de pagodas consagradas a Buda, el dios de los cingaleses, grandiosos palacios de mármol y robustos baluartes de mortero y piedra, defendidas por gruesas espingardas y protegidos por fosos llenos de agua.

Distinguíase sobre todo por su magnificencia el palacio del maharajá, colosal edificio con cúpulas, terrazas, galerías alminares y patios tan espaciosos, que podían maniobrar dentro algunos miles de soldados.

Juan Baret y Durga atravesaron uno de los puentes levadizos y penetraron en la ciudad sin hallar oposición, antes bien, fueron respetuosamente saludados por los guerreros y guardias de las puertas, porque en aquel tiempo el europeo ejercía un profundo prestigio en los isleños.

El segundo de Amali, que conocía la ciudad, condujo a su compañero por algunas calles poco frecuentadas, para no despertar la curiosidad de la población, y al cabo de media hora llegaban delante de un palazuelo de buen aspecto, todo de mármol blanco, con el techo piramidal y vastas galerías cubiertas por esteras pintadas.

—¿Vive ahí el capitán? —dijo a Durga.

—¿Queréis verle enseguida?

—Si no tienes ningún inconveniente.

—Muy pocos se ofrecen, y aparte de eso un hombre blanco siempre tiene acceso a todas las casas.

—Veamos antes a quiénes tenemos que dirigirnos.

—Cuando el centinela está delante de la puerta quiere decir que Binda ha vuelto del palacio del maharajá.

—Vamos, pues, a verle.

Durga asumió el aspecto de un personaje importante y ordenó al centinela que fuese a advertir a su amo que un europeo deseaba verle, teniendo que comunicarle noticias urgentes.

El soldado, dejando la lanza, entró en el palazuelo, y golpeó en una placa de cobre que estaba colgada de una pared.

—¿Nos recibirá? -—preguntó el francés, que se sentía un tanto inquieto.

—No se atreverá a inferir un desaire a un hombre blanco, y luego, bastará que le diga mi nombre al centinela. Binda no debe haberlo olvidado, creo yo.

Rabian transcurrido apenas dos minutos, cuando se presentaron cuatro criados en, la escalinata, rogando al europeo que les siguiese para presentarse ante su amo.

—Vamos —dijo Juan Baret.

Los criados le hicieron cruzar por un bellísimo corredor de mármol, lo introdujeron en una sala cubierta de alfombras y amueblada suntuosamente, con divanes y cortinajes de seda e inmensos jarrones indios historiados.

Un hombre, vestido con una larga camisa de seda azul, sin adornos, y llevando la cabeza ceñida con un pañuelo de raso color de rosa, estaba sentado sobre una sillita de bambú, teniendo entre las manos un rico estuche de laca en que estaban contenidos el betel y las nueces de areca. Tendría ya más de cincuenta años, ciertamente, de estatura baja, como suelen serlo en general los cingaleses, la piel de un moreno dorado, los ojos pequeños y astutos y la barba espesa y negra todavía.

Al ver entrar al francés se puso de pie, después retrocedió, haciendo un movimiento de estupor. Había visto aparecer a Durga detrás de Juan Baret.

Mandó con un gesto a los servidores que se alejaran, cerró la puerta y volviéndose hacia el francés le dijo:

—Dispensad, señor, la manera de saludaros que he tenido, pero vais seguido de un hombre que me ha turbado profundamente.

—Me lo figuraba —respondió Juan Baret, estrechando la mano que le tendía el capitán de guardias—. ¡No esperabais ciertamente a Durga!

—¿Quién te envía? preguntó con vivacidad Binda, acercándose al segundo de Amali.

—Mi amo.

—¿Dónde se encuentra?

—A no mucha distancia de aquí.

—¿Por qué?

Durga señaló al francés y dijo:

—A él corresponde responder, porque es su mejor y más fiel amigo.

—¡Vos, señor! —exclamó el capitán, volviéndose hacia Juan Baret.

—He recibido este encargo del rey de los pescadores de perlas.

—¿Qué deseáis? Hablad; soy como un hermano para Amali.

—Una cosa sencillísima, capitán —respondió Juan Baret—. Hemos venido para concertar con vos el rescate del niño Maduri.

—Me pedís una cosa imposible.

—Puede parecéroslo, pero yo no comparto vuestra opinión.

—Decidme, ante todo, dónde se encuentra Amali.

—Escondido en un pantano, o mejor, en una laguna, a bordo de su «Bangalore» y con buena escolta.

—¿Y si lo descubren? —exclamó Binda con terror.

—¿En la laguna de los cocodrilos? —dijo Durga—. Ya sabéis qué terror inspira a todos aquel lugar.

—¿Y dónde está Mysora, ya que se sabe que la raptó?

—Está en lugar seguro en el arrecife.

—¿Y qué quiere ahora Amali?

—Sustraer al maharajá también el niño —dijo Juan Baret—. Los pescadores de perlas están impacientes por invadir los estados de Yafnapatam y no esperan otra cosa sino que desaparezca ese obstáculo para romper las hostilidades.

—¡Robar al niño! —exclamó el capitán, asustado—. Y sin embargo, es absolutamente necesario, si Amali quiere vengar a su hermano y reconquistar el trono. El momento sería propicio también, porque he reclutado ya muchos parciales que tienen uno u otro motivo de queja del maharajá y estarían prontos a coger las armas.

—¿No veis posible el golpe?

—Si no es imposible, lo creo, cuando menos, extremadamente peligroso, porque desde que el maharajá sabe que Amali tiene en sus manos a su hermana Mysora ha redoblado la vigilancia en torno del niño. Creía que Amali la había raptado para proponerle un canje.

—Esta era, en efecto, su intención, y quería venir aquí él mismo en persona —dijo Juan Baret.

—No hubiera respondido yo de su vida.

—He hecho bien en hacerle desistir de sus propósitos, y me felicito por ello. Veamos, capitán, ¿no se puede intentar nada?

—Lo estoy pensando.

—Tengo que proponeros un plan.

—¿Vos?

—Sí, lo creo excelente.

—Hablad, señor.

—¿El maharajá es aficionado a la caza?

—Mucho.

—Pues entonces, si le aconsejarais dar una batida a los cocodrilos de la laguna, ¿os parece que aceptaría?

—-Puede ser.

—Eso es lo que conviene que alcancéis. Cuando sale de caza, ¿se lleva siempre al niño?

—Nunca lo deja, porque sabe que mientras lo tenga en sus manos, nada intentará Amali contra Yafnapatam.

—Perfectamente.

—¿Por qué decís eso?

—Amali y sus hombres están ocultos en, la laguna y por lo tanto puede intentarse una sorpresa, con feliz éxito.

-—¡Cómo os engañáis, señor! —dijo el capitán—. Cuando el maharajá sale de caza lleva a lo menos doscientos o trescientos hombres consigo.

—Aunque llevase mil, me tendría sin cuidado. Con un poco de astucia y de valor se puede, aprovechando una noche oscura, entrar en, la tienda del niño y llevárselo.

—¿Y los centinelas?

—¡Se matan!

—¿Qué clase de hombre sois?

—Soy quien ha jurado prestar algún gran servicio al rey de los pescadores de perlas y mantendrá su palabra. Acabemos: ¿podríais conseguir que el maharajá fuese de caza?

—Haré lo posible para ello.

—No os pido nada más por ahora. ¡Ah! Otra cosa.

—Decid.

—¿Podría yo, en mi calidad de europeo y de cazador, formar parte del cuartel general del maharajá?

—Me comprometo a obtener para vos esta concesión.

—Gracias, capitán.

—Decidme: ¿continuará prisionera Mysora?

—Por ahora no tiene Amali ninguna intención de dejarla huir, porque …

—La ama —dijo el capitán.

—¿Cómo lo sabéis?

—Lo sospechaba.

—Sí, la quiere mucho.

—¡Mal pecado! ¡Mejor hubiera sido que no pensara jamás en esa joven!

—¡Eh! ¡Idle con consejos a un enamorado! Por mi parte, creo sería lo mejor que las dos familias contrajesen parentesco, reuniendo bajo un solo cetro a los partidarios de una y otra dinastía. Sería buena política.

—De esta suerte el maharajá escaparía a su castigo —dijo el capitán con acento feroz

—. Pero yo no estoy enamorado.

—Vuestras palabras encierran una grave amenaza, y no quisiera yo encontrarme en el pellejo del maharajá.

El capitán de guardias hizo con, la cabeza un signo que parecía una afirmación, y levantándose dijo:

—Debo ir a ver al maharajá. Contad conmigo, y durante mi ausencia sois el dueño de esta casa.

—Pues nos aprovecharemos de ello, porque estamos cansados y hambrientos —

respondió Juan Baret—. ¿Cuándo nos veremos ahora?

—Antes de la tarde. Os recomiendo que no pronunciéis el nombre d Amali delante de mis criados. Sería peligroso para mí, y más aún para vosotros.

Apenas hubo salido cuando entraron los criados con una mesa rica mente puesta, que colocaron en medio de la sala.

Los cocineros del capitán de guardias debían de ser famosos. Habían preparado manjares exquisitos, pasteles de toda suerte y salsas de toda calidad.

Había mucha caza, asada entera, colocada sobre enormes fuentes de plata.

—Después de un viaje tan largo entre los bosques, esos manjares eran los que yo apetecía —dijo el francés—. Amigo Durga, hay que aprovecharnos de la ocasión y dejar en paz al rey de los pescadores, al maharajá y a todo bicho viviente.

Juan Baret, que no perdía jamás su inalterable buen humor, se sentó a la mesa, catándolo todo y saboreándolo, y haciendo las más extravagantes comparaciones entre la cocina cingalesa y la francesa.

Se había entusiasmado tanto con los pasteles, que estuvo en un tris de proclamar la superioridad de la primera sobre la segunda.

Cuando hubo saciado su apetito, encendió un cigarrillo y se echó pacíficamente sobre un diván, invitando a Durga a que hiciera lo mismo.

—Ya que somos los amos de casa, busquemos nuestra comodidad —dijo.

Estaba hablando aún. y ya dormía, convidado por la frescura que reinaba en aquella sala marmórea y el silencio que ningún rumor turbaba.

Cuatro o cinco horas después, fue despertado por una voz que le decía al oído:

—Señor, no tenéis un momento que perder y habéis hecho bien en dormir. No sé si tendréis tiempo para hacerlo después. Era el capitán de guardias el que hablaba así. Juan Baret se levantó en el acto.

—¡Ah! ¿Sois vos? —exclamó.

—Os traigo una buena noticia.

—¿Cuál?

—Marcharemos dentro de una hora.

—¿Para dónde?

—Para el bosque.

—¡Oh!

—Sí, señor. Apenas hice al maharajá la propuesta de emprender una batida por los bosques, dio las órdenes oportunas para la expedición. Ha aceptado sobre todo la idea de ir

a desinfectar el lago de los cocodrilos que lo invaden, y por lo tanto ha encontrado muy original la idea.

—¿Y partimos dentro de una hora?

—El maharajá desea vivaquear en el bosque. El príncipe es algo extraño, y luego, antes de llegar al lago, desea ensayar sus nuevos elefantes, recientemente amaestrados por los mahuts.

—¿Contra quién?

—Contra los tigres de la jungla.

—¡Así tendremos caza por partida doble! —exclamó Juan Baret con aire triunfante—-.

¿Le habéis dicho que deseo tomar parte en la expedición?

—Sí, y Su Alteza ha puesto a vuestra disposición un elefante, confiándome vuestra vigilancia. Desea poneros a prueba.

—Procuraré hacerme honor, capitán. Este maharajá es un príncipe gentilísimo.

—-Cuando no se muestra peligroso en extremo.

—¿Aun para conmigo?

—¡Oh, no! No se atrevería a tocar a un europeo. Sabe que detrás de vos están los ingleses.

—¿Sabéis, capitán, que hemos tenido mucha suerte? ¿Vendrá también el niño?

—Dormirá junto a la tienda del príncipe.

—¡Si se pudiese intentar el golpe esta noche!

—No penséis en ello —dijo el capitán—. Esperemos llegar a orillas de la laguna para contar con el apoyo de Amali y de su gente.

— Durga, anda; vamos a partir.

—¿Tan pronto? —preguntó el indio, incorporándose.

—Nuestro elefante nos espera delante de mi palacio —dijo el capitán—. Venid luego; asistiremos al desfile del cortejo; es un, espectáculo imponente que merece ser visto.

Juan Baret y Durga siguieron al capitán y encontraron delante del palacio un enorme margo, uno de los de más talla de la especie, con su torre sobre los lomos, puesta sobre una rica gualdrapa de seda roja fleco de plata, montado por su conductor o cornac, sentado en el cuello, entre las dos orejas.

Subieron por una escala de cuerda y se sentaron sobre los almohadones de la torrecilla.

El elefante, dócil a las órdenes de su conductor, emprendió la marcha, atravesando con pesado paso la ciudad, a todo lo largo, y se detuvo cerca de una explanada donde se hallaba reunida una multitud enorme, en espera del real cortejo.

Apenas llegó, cuando se oyeron sonar las trompas y los tam-tam y se presentaron numerosos soldados que agitaban banderas blancas en las cuales estaban pintadas de rojo, sendas figuras representando el sol, el elefante, el tigre, el dragón y otros animales.

Seguían tropas de músicos que tocaban triángulos de hierro, placas de bronce, tambores y tam-tam, y detrás soldados armados de látigos sin mango, formados por cuerdas de cáñamo entrelazadas, que agitaban sin descanso, haciéndolos restallar a los oídos de la muchedumbre.

Venía luego un rico palanquín, cargado de ornamentos de oro y plata, enriquecido con esculturas, llevado por ocho hombres pomposamente vestidos de seda de varios colores.

Sentado sobre un almohadón de terciopelo estaba el maharajá que vestía una especie de chupa de brocado y anchos calzones de seda blanca que le bajaban hasta los talones, y chapines rojos de punta encorvada.

Llevaba en la cabeza una gorra de terciopelo de cuatro picos, adornada con un plumero rojo, y al cinto una espada con puño de oro. En la mano llevaba una caña de varios colores, con mango de plata, cincelado e incrustado de piedras preciosas y de diamantes.

Era un hombre aun fuerte y robusto, de color casi blanco, con los ojos negros, y aun en sus facciones recordaba algo a la bella Mysora, en cambio, feroz y desdeñosa la expresión de su rostro.

—No me gusta nada esa cara —comentó Juan Baret.

—Que no os oigan, si apreciáis la vida —dijo el capitán de guardias— El maharajá es muy susceptible y no os salvaría vuestra condición de hombre blanco.

—¡Ah, es verdad! Se me olvidaba que ese hombre es un poderoso.

Detrás de la litera del maharajá venía otra en la cual se encontraba un hermoso niño de doce o trece años, desarrollado, con la piel morena, los ojos grandes y negrísimos, de expresión melancólica, y la cabellera larga y abundante.

Iba también vestido de seda blanca con guarniciones de oro y llevaba una rica faja de varios colores.

A su alrededor se hallaban ocho guerreros armados de lanzas y cimitarras, que no le perdían de vista.

—¿Es Maduri? —preguntó Juan Baret.

—Sí, es el sobrino de Amali —respondió el capitán en voz baja.

—¡Guapo muchacho, a fe mía! ¡El rey de los pescadores de perlas puede mostrarse orgulloso de él! ¡Oh, si pudiese devolvérselo!

—¿No veis cómo está vigilado?

—¿Qué son ocho hombres?

—Son escogidos entre los más fuertes del maharajá.

—Les mataremos —dijo el francés, que todo lo hallaba fácil.

—Cuatro vos, y cuatro yo —dijo Durga—. Nuestras pistolas reducirán pronto el número.

Detrás de las literas venían seis enormes elefantes de caza, montados por hombres armados de fusiles y después un crecido número de cazadores que tenían a su cargo la

traílla de los perros, y luego batidores, soldados y acémilas cargadas de provisiones, tiendas y arneses diversos.

El capitán dejó que desfilase el cortejo entero, y ordenó al conductor que siguiese a retaguardia.

—¿Dónde acampará esta gente? —preguntó Juan Baret.

—En la jungla —respondió el capitán.

—Espantarán á los tigres.

—Los encontrarán también, porque los batidores les impedirán la huida.

—Será una montería grandiosa. ¿Tomarán parte en ella todos?

—Desde el maharajá al último esclavo.

—¿Cuántos deberán ser?

—Cerca de cuatrocientos, señor.

—¡Qué batalla! ¡Compadezco a los pobres tigres!

Anochecía cuando el inmenso cortejo llegó al lindero de los bosques, para abrir paso fueron enviados delante seis elefantes, que se pusieron enseguida a la obra, derribando árboles y abriendo paso entre los céspedes que alfombraban el suelo.

¡Terribles trabajadores! Ningún árbol se resistía a sus trompas ni a sus colmillos.

Cuando algún tronco era demasiado grueso, lo atacaban dos o tres, y a los pocos minutos aquel coloso de la vegetación se derrumbaba con inmenso estrépito.

Los otros levantaban el tronco y lo apartaban a un lado, a fin de que la litera del maharajá pudiese avanzar libremente.

Entretanto, a una y otra mano, batidores, esclavos y guerreros armados de hoces, cortaban ramas, descuajaban raíces, derribaban plantas parásitas y apartaban follaje con rapidez fulmínea, y quedaba expedido el camino.

A las diez de la noche, cuando el cortejo llegó cerca de la jungla que el francés y Durga habían cruzado por la mañana, los tam-tam y los tambores y trompas dieron la señal de alto.

Cincuenta hombres se precipitaron en medio de las cañas espinosas, derribándolas en un espacio de cuatrocientos metros cuadrados y levantaron la tienda real, un pabellón en forma de cono de seda roja, adornado con banderas.

Alrededor levantaron otras para los ministros, los altos dignatarios y los parientes del príncipe, y en, seguida se encendieron inmensas hogueras para preparar la cena.

—Levantemos también nuestra tienda —dijo el capitán haciendo detener el elefante—.

La humedad que reina en la jungla es tal vez peligrosa, pero ésa produce fiebres increíbles.

Cuatro servidores se ocuparon en la faena, después prepararon la cena para su señor y los huéspedes, sirviéndola en platos de plata.

—¡Pardiez! —exclamó el francés, siempre alegre, sobre todo cuando acababa de comer

—. ¡Platos de plata en el reino de los tigres! ¡Es un lujo inaudito! ¿Qué dices tú, Durga?

—Hasta ahora, sí.

—¿Y nuestros proyectos?

—Y mejor irán, aún, te lo aseguro. ¿Has visto dónde han puesto al muchacho?

—Ocupa una tienda vecina a la del maharajá.

—¡Qué miedo tienen de que se le escape!

—De ese niño depende su corona, señor.

—Le arrebataremos el uno y la otra —respondió Juan Baret.

—Hay muchos guardias.

—Nos aprovecharemos de cualquier barullo pata intentar el golpe. Tengo cierto proyecto en la mollera. ¡Los elefantes son bravos animales cuando no se ponen furiosos!

—¿Y qué tienen que ver los elefantes con el niño, señor? —preguntó el capitán, que había escuchado el diálogo sin tomar parte en el.

—Ya os lo diré a su tiempo. ¡Excelente guiso de antílope el que nos habéis servido!

¡Famoso cocinero tenéis, capitán! ¡Y esta oca en salsa de plátanos! ¡Oh! ¡Exquisita! ¡Los elefantes! ¡Bravos animales, sí! ¡Bravísimos!

—¡Esta noche la emprendéis con los colosos! —dijo el capitán riendo.

—Estoy entusiasmado con. ellos.

—Me imagino que se trata, sin embargo, de otro. ¿Pensáis jugarle alguna mala pasada a aquellos animales?

—¡Silencio, capitán! No es aún el momento de hablar. Se me ha ocurrido una idea que dará resultados asombrosos y le hará reír mucho a Amali.

Finalizada la cena, el francés y Durga dieron una vuelta por el campamento, mientras el capitán esperaba órdenes de su señor.

Soldados, esclavos y batidores estaban todos en movimiento para preparar la caza que debía comenzar al rayar el alba.

Doscientos hombres, seguidos de los perros, habían partido ya para rodear la jungla a fin de impedir que los tigres, espantados por aquel estrépito y por tantas hogueras, se refugiasen en los vecinos bosques.

Algunos tiros indicaban que algunos de ellos habían intentado ya ponerse en salvo.

—Con tanta gente se va a armar una confusión terrible —dijo Baret a Durga—.

Prefiero cazar solo.

—Todos los maharajaes cazan de esta manera, señor —respondió el segundo de Amali.

—Así deben perderse muchos hombres.

—No hay expedición que regrese intacta. Los tigres, aprovechándose de la confusión, ocasionan siempre algunas víctimas.

—¡Si pudiésemos aprovecharnos de ella nosotros para raptar al niño! —El maharajá lo tendrá a su lado, sobre el elefante.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho un esclavo del capitán.

—No importa; pondremos en ejecución mi idea en cuanto hayamos llegado a la laguna.

—¿Tenéis, pues, un, proyecto?

—No te lo niego, Durga.

—¿Contra los elefantes?

—¡Lo has adivinado! ¡Quiero poner furiosos a esos animales!

—¿De qué manera?

—Dándoles un pinchazo.

—Ni siquiera lo sentirán, señor. Tienen la piel demasiado gruesa.

—Sin embargo, un día, en el Pengiab, vi uno de esos animales ponerse terrible a consecuencia de una gota de cierto líquido que un indio le inyectó, bajo la piel, y hubo que sacrificarle para impedir que hiciera una matanza.

—¿Y poseéis vos ese veneno?

—Sí; me lo regaló aquel indio, en pago de un favor que le hice.

—¿Y lo lleváis encima?

—Lo llevo en el bolsillo. Pensaba regalárselo a un maharajá de Coromandel que se volvía loco por los combates de elefantes y se dolía de que ninguno de los suyos llegase a ponerse nunca bastante exaltado. Y no habiendo tenido ocasión de volverle a ver, lo conservó aún.

—¿Y lo haréis servir para los elefantes del maharajá?

—Sí, y nos aprovecharemos del terror y de la confusión que sembrarán por el campamento para apoderarnos del niño.

—Un plan estupendo, aunque peligroso.

—¿Por qué aguardar a que nos hallemos a orillas de la laguna? Podríamos intentarlo esta misma noche.

—Estamos demasiado lejos de Amali. Los soldados del maharajá podrían perseguirnos y cogernos. En cambio, en la laguna tenemos el «Bangalore» y la fuga será más fácil y más segura, no teniendo a su disposición el maharajá ni siquiera una barca.

—Estáis en todo, señor. ¡Qué fortuna para Amali haberos hallado!

—Silencio, y volvamos a nuestra tienda.

Cuando llegaron encontraron al capitán de guardias.

—Al rayar el alba se abre la caza —dijo al francés—. Se han señalado ya cinco tigres y el maharajá me ha encargado que os confíe el puesto de honor.

—¿Corre prisa ver devorar a un europeo? —dijo Juan Baret, riendo.

—Me parece que su idea es poner a prueba vuestro valor.

—Trataré de complacerle, capitán. Conozco los tigres y alguno caerá bajo mis balas.

—¿Queréis otras carabinas? El maharajá está pronto a proporcionároslas.

—La mía me basta —respondió Juan Baret—. Me sirvo de ella hace diez años y no me ha fallado una sola vez. La prefiero a todas las que posee vuestro señor.

—Durmamos, porque con los tigres hay que tener bien descansados los músculos y el pulso firme.

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