10. UNA CACERÍA DE TIGRES

Juan Baret y Durga, después de apagar su sed en un clarísimo arroyuelo que corría por la linde del claro, aunque muy disgustado por tener que abandonar aquella montaña de carne, pusiéronse en camino siguiendo el ancho sendero abierto por el elefante herido por los cazadores cingaleses. El enorme animal, en su desordenada fuga, había destrozado el bosque, derribando a su paso gran número de árboles más o menos gruesos. Parecía que un tren hubiese pasado a toda velocidad, trazando su surco enorme.

—¡Qué fuerza tienen esos animales! —dijo Juan Baret, mirando los árboles yacentes en tierra—. Parecen verdaderamente de hierro y no de carne. ¡Y pensar que reducidos a esclavitud son tan dóciles!

—Hasta demasiado —añadió Durga—, pues basta un niño para guiarlos. Y en realidad, niños son los que se encargan de hacerles ejecutar los trabajos más pesados, como el transporte de troncos de árboles y otros pesos enormes.

—He oído decir que quieren mucho a sus minúsculos conductores.

—Y los defienden contra los ataques de las fieras. He visto un día un tigre tratar de acercarse a algunos chiquillos conductores que jugaban al borde un torrente. Los dos elefantes que estaban con ellos acudieron, apenas advertidos del peligro, y se colocaron en medio, haciendo de sus corpachones escudo contra el asalto de la sangrienta fiera.

—¡Cuánto afecto, y sobre todo, cuánta inteligencia! Es un verdadero pecado matar a unos animales que prestan tan señalados servicios al hombre.

—En algunas regiones de la isla está prohibido matarlos.

—Quien ha dictado esta ley, ha obrado muy bien. Y Yafnapatam, ¿está muy lejos aún?

—Tres horas por lo menos, señor.

—Entonces llegaremos antes de la puesta del sol.

—Sí, si alargamos el paso.

—No estoy cansado.

Así diciendo habían abandonado el sendero trazado por los elefantes, pues conducía al centro de la isla, y tomaron otro abierto por los hombres.

No se veía aún ningún habitante, y al bosque sucedía la jungla, con sus cañas espinosas, altísimas, refugio de las fieras y sobre todo de las serpientes.

Habían visto ya alguna que otra fiera atravesar el sendero y huir en medio de aquel caos de árboles.

Durante dos horas estuvieron cruzando la jungla sin funestos encuentros; a la sazón encontrábanse los dos aventureros en medio de terrenos pajustres, en los que se veían retozar numerosos cocodrilos del género de los gaviales, reptiles algo más pequeños que los otros, pero no menos peligrosos, porque tienen las quijadas más largas y mejor armadas.

Durga se había detenido mirando aquellos terrenos casi sumergidos, erizados de junqueras que servían de asilo a multitud de aves acuáticas.

—¿Qué miras? —preguntó Juan Baret.

—Señor —contestó el indio—, no había visto nunca estos pantanos.

—¿Te habrás extraviado?

—No sé qué deciros.

—¿Hace muchos años que no recorres estos terrenos?

—Diez, no más.

—¿Y no recuerdas haber visto terrenos pantanosos cerca de Yafnapatam?

—No, señor.

—Puede haberse desbordado algún río inundando estos terrenos. Cuenta que en diez años las corrientes de agua pueden tener algún, capricho.

—¿Y si nos hubiésemos extraviado?

—Una noche pasada en estos lugares no será muy agradable, pero, en fin, los dos estamos curados de espanto. Tenemos armas y provisiones, y por lo tanto nada debemos temer.

—¿Y las fieras? Deben ser numerosas aquí.

—Las combatiremos —respondió Juan Baret, con su habitual indiferencia—. ¡Calla!

Estas tierras me recuerdan cierto lugar, donde por poco me devora un tigre.

—¿Dónde señor?

—En los pantanos del Ganges. Tratemos de seguir adelante; veremos si cambian los pantanos.

-—Como queráis, señor; pero el sol desciende rápidamente y si antes de una hora no vemos las pagodas de Yafnapatam, nos veremos obligados a detenernos.

—Acamparemos lo mejor que podamos —respondió el francés.

Volvieron a ponerse en camino siguiendo por unos diques naturales flanqueados de cañas y canales de agua pútrida, donde se oía cómo nadaban los cocodrilos.

Empezaron a reinar las tinieblas cuando se hallaron en el lindero de otra jungla, que parecía mucho más extensa que la primera.

—No veo las pagodas de la ciudad —dijo Durga—. Señor, nos hemos extraviado, y convendrá esperar hasta el alba.

—Es una noticia que trastorna nuestros planes, pero no hay más remedio que atemperarse a las circunstancias. Atravesar una jungla por la noche es harto peligroso.

Busquemos algún sitio donde acampar.

—Bajo aquel espesillo de plátanos, señor. Sus anchas hojas nos protegerán contra la humedad de la noche.

—Busca leña seca y prevendremos la cena. Debes tener un pedazo de ciervo asado.

—Y también galletas y café malabar.

—No pido más.

Mientras el francés cortaba algunas hojas para prepararse un lecho. Durga recogía cañas y bambúes secos para mantener durante la noche un buen fuego, a fin de alejar a las fieras que no debían, faltar en la vecina jungla.

El último rayo de sol había desaparecido ya cuando los dos se disponían a cenar delante del fuego.

Comieron con apetito, y después el francés encendió un cigarrillo mientras el indio se metía en la boca una pulgarada de betel.

Aun, cuando el fuego ardiese, ni uno, ni otro se atrevían a dormir, porque desde la jungla, comenzaban ya a llegar rumores poco tranquilizadores: rugidos roncos, aullidos agudos y silbidos de toda suerte.

—Dudo que pasemos tranquilamente la noche —dijo el francés después de un momento de silencio—. Tengamos preparados los fusiles y pistolas.

—No hay cuidado con vos —respondió Durga—, aunque los tigres me hielen la sangre.

—No son tan temibles como crees; te lo dice un hombre que ha hecho frente a muchos.

Una vez tan sólo me encontré delante de uno que realmente me espantó.

—¿Cuándo?

—El año pasado, en el Guzerate.

—Contad, señor. La noche pasará así más pronto y no nos dormiremos.

—¿Temes alguna sorpresa?

—Tenemos nuestros fusiles, y después, como arde el fuego, no se atreverá ninguna fiera a acercarse.

—No siempre consigue el fuego tenerlas a raya, pero ya que quieres que le refiera aquella emocionante cacería, lo haré con mucho gusto.

El francés encendió un segundo cigarrillo, miró hacia la jungla, para ver si aparecía alguna fiera y luego dijo:

—Me encontraba desde hacía algunas semanas en una aldea de Guzerate, región bastante rica en fieras, cuando un día un inglés, amigo mío, me envió a uno de sus criados para invitarme a cazar juntos un tigre que devoraba los rebaños de algunos pobres pastores.

»La fiera debía haber venido de muy lejos por cuanto se decía, que, de memoria de hombre, jamás los había albergado aquella jungla, por no ser suficiente para proporcionar la necesaria comida a un devorador tan poderoso.

»Respondí al amigo que aceptaba de buena gana su proposición, y al día siguiente le vi llegar con dos elefantes, una jauría de veintiocho perros robustísimos y un considerable número de criados y halconeros.

»Yo, a mi vez montaba un buen caballo que me había acompañado otras veces en mis cacerías.

»Señalada la presencia del tigre, nos pusimos todos en su persecución.

»Todos los habitantes de las plantaciones y los vecinos de la aldea, habían salido a vernos desfilar, deshaciéndose de toda suerte de augurios y lanzando las más furiosas imprecaciones contra la fiera, que, desde hacía dos meses, tenía atemorizados a aquellos indios.

»La jungla no era muy extensa, y se podía atravesar a pie en un par de horas pero era algo difícil penetrar en ella a causa de la enorme masa de las cañas.

»En medio se levantaba una antigua pagoda en ruinas, consagrada no sé a qué divinidad, en la cual los indios, siempre supersticiosos, aseguraban que penetraba el tigre para cambiar de forma y que en su lugar encontraríamos al dios, pronto a devorarnos a todos.

»Esta creencia estaba tan arraigada en aquellos hombres, que ni uno solo se había atrevido nunca a acercarse a aquel edificio. A mediodía todavía no habíamos descubierto nada. Las cañas eran tan altas, que los elefantes desaparecían en su espesor y las cimas azotaban a los cazadores encaramados en los troncos.

»Los ojeadores avanzaban en dos filas formando un semicírculo, precedidos por los perros, animales feísimos, pero de maravillosa bravura, y: que no temen atacar a las fieras.

—Los conozco —dijo Durga.

—A aquellos perros había asociado mi amigo dos estupendos bulldogs de pura raza, de elevada talla, según él, serían capaces de coger al tigre por las orejas y tenerle firme, como si se tratase de un toro.

»Había transcurrido otra hora cuando llegó hasta mí un grito lanzado por uno de los ojeadores. Distinguí la palabra vento, de lo cual deducimos que el tigre, advertido por nuestros movimientos, debía haber escapado.

»No podía hallarse muy lejos. La jungla estaba para acabar, y por lo tanto de un momento a otro debía mostrarse.

»Y en efecto, poco después apareció. Nunca olvidaré aquel momento. Había cazado otros tigres, pero nunca había visto uno tan soberbio. Era de gran talla, lleno de valor y ferocidad, y debía oponer una tenaz resistencia.

»Cuando apareció, le encerramos entre la jungla y las plantaciones de añil, en una especie de plazoleta desde donde podían divisarse varios pueblos.

»De haber querido, hubiera podido huir, pues nosotros no podíamos, sin causar graves perjuicios a los plantíos, lanzar los elefantes, los perros y a nuestros hombres entre el añil, llegando entonces a la madurez. Prefirió, por el contrario, hacernos cara.

»Fue un momento conmovedor para todos. La fiera-estaba tiesa delante de nosotros, azotándose los flancos con la cola, lanzándonos miradas terribles y rugiendo roncamente.

Luego, en el instante en que los elefantes se disponían a estrecharle presentando sus colmillos formidables y altas las trompas, se levantó, y de un prodigioso salto vino a caer

a treinta pasos de nuestra línea, poniendo- en fuga a los ojeadores, los cazadores y los perros.

»Mi caballo, espantado, había retrocedido, resoplando y estremeciéndose con todo su cuerpo.

»Me acordé de que estaba en peligro de dejar el pellejo en las fauces de la fiera, pero a causa de los sacudimientos desordenados de mi caballo me era imposible hacer uso del fusil.

»Mi amigo, comprendiendo el extremado peligro que corría, me gritó:

»—Juan, deja enseguida el caballo; el tigre te está mirando.

»Salté de la silla. El tigre en aquel momento, tomó carrera y pasando por encima de los perros fue a caer en la propia grupa de mi caballo. Había salvado el pellejo por milagro.

—¡Qué golpe! —exclamó Durga, estremeciéndose—. Yo no hubiera tenido tanta serenidad. Continuad, señor.

—El caballo, entonces, cedió bajo el peso, lanzando un relincho de dolor. Por fortuna, el tigre no quería habérselas con él.

»Sorprendido por no haberme encontrado, le dejó de repente, y volvió a ponerse entre los dos elefantes, como si el suelo estuviese cubierto de resortes.

»Yo me había aprovechado de aquel respiro para encaramarme sobre uno de los dos paquidermos, sin abandonar la carabina.

»Hicimos fuego contra la fiera, pero tanta era su movilidad que erramos los tiros.

»Más hete aquí que el tigre se encuentra frente a dos nuevos adversarios: los bulldogs de mi amigo.

»Los dos valerosos perros le atacaron con rabia, tratando, según su costumbre, de agarrarlo por las orejas.

»El tigre, al principio, no pareció hacer caso de sus ataques, pero cuando se sintió morder en las orejas dio un salto terrible, lanzando a los perros a derecha e izquierda, y enseguida, de dos zarpazos, les partió por la mitad. Volvimos a hacer fuego mientras empujábamos a los elefantes.

»Le vimos acurrucarse entre la hierba. Si bien había sido herido en un hombro, aun era peligroso.

»Los perros se le echaron encima, pero en un momento quedaron ocho o diez tendidos en el suelo, despanzurradas y moribundos.

»Una tercera descarga le hirió nuevamente en el hocico y en una pata.

»Más debilitado por la pérdida de sangre, le vimos arrastrarse por entre las hierbas, para salir a la jungla.

»Un elefante le cerró el paso, le cogió con la trompa y por fin le arrojó contra un árbol, conviniéndolo en un informe montón de carne y huesos.

—¿Y los ojeadores?

—Su miedo les salvó —respondió el francés.

—¿Y vuestro caballo se salvó también?

—¡Oh, no! Sus heridas eran tan graves que murió al día siguiente.

—-He ahí un tigre verdaderamente terrible, señor. No hubiera querido toparme con él.

El francés atizó el fuego y luego encendió un tercer cigarrillo, mientras Durga dirigía hacia la jungla miradas azoradas, creyendo ver salir a cada instante alguna fiera.

Oíanse siempre rumores en medio de los bambúes como si algunos animales se divirtiesen persiguiéndose. De vez en cuando se oían aullidos que cesaban casi de pronto.

Eran chacales que acechaban a los dos viajeros en el lindero de la jungla y se asustaban al ver fuego.

Pasaba alguna sombra a corta distancia del vivaque, se detenía un momento, y luego seguía su camino a toda prisa.

Durga aseguraba siempre que era algún tigre, mientras Juan Baret sostenía que se trataba de algún jabalí, de algún ciervo o de algún gamo.

Pero la noche transcurrió, sin que se hubiese mostrado ninguna fiera cerca del fuego.

Cesaron poco a poco los gritos, silbidos y rumores, y volvió a quedar todo sumido en silencio al salir el sol.

—Ahora podemos dormir un par de horas —dijo el francés—. De día las fieras no abandonan sus guaridas. ¿Sabrás encontrar el camino?

—Sí, orientándome con el sol, os llevaré a Yafnapatam.

—¿Debemos estar cerca, o lejos?

—Pocas millas deben faltar.

—¿Encontraremos al capitán de guardias?

—No deja nunca la corte.

—¿Habita en el palacio del maharajá? Esto nos perjudicaría.

—Vive en casa propia, vecina a la del príncipe —respondió Durga.

—Así podremos hablar con más libertad. ¡Si pudiese convencer al maharajá de que emprendiese alguna montería y llevarle a los pantanos! ¡Qué buen blanco haría yo! Ea, buenas noches, o mejor dicho, buenos días, Durga, y a dormir.

El francés se tendió sobre su yacija de hojas y Durga, que se caía de puro sueño, no tardó mucho en imitarle.

Cuando despertaron era mediodía, y el sol dejaba caer a plomo sus rayos ardentísimos; el silencio que reinaba era profundo. En las horas más cálidas todos los animales de la jungla permanecen agazapados en sus cuevas y duermen.

Juan Baret y el segundo de Amali devoraron los restos de la cena, y enseguida reanudaron, su camino bordeando la jungla.

Al cabo de dos horas volvían a entrar en los bosques, donde se veían senderos por los

cuales discurrían, hombres y bueyes.

—No debemos estar lejos de la ciudad —dijo Durga.

—La veo —respondió el francés, que se había subido sobre un árbol derribado en tierra

—. Está frente a nosotros. Mira las cúpulas de sus pagodas que brillan al sol.

—¡Sí, sí, Yafnapatam! —exclamó Durga, que se le había reunido.

Partieron a paso de carga y, atravesando el bosque, llegaron a una vasta llanura en medio de la cual se elevaba la ciudad.

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