CAPÍTULO IV

LA MARQUESA DE BERMEJO

Al oír aquel nombre el Corsario se dejó caer en una silla y escondió el rostro entre las manos. Un sordo gemido salió de sus labios como sofocado sollozo.

De repente se levantó. Estaba lívido: su rostro se había alterado espantosamente.

Miró durante algunos instantes como trastornado a la Marquesa, y haciendo un esfuerzo dijo con voz ronca:

-¿Queréis destrozarme el corazón señora? ¿Para que hablarme de esa joven? ¡Ha muerto y duerme en paz en los abismos del mar al lado de mis hermanos!

-Acaso os engañéis, caballero

- dijo la Marquesa.

-¿Queréis infundirme la esperanza de que la joven flamenca vive?

- dijo el Corsario acercándose bruscamente a la Marquesa, más pálido que nunca.

-Diego Sandorf está convencido de ello.

-¿Quién es ese hombre?

-Ya os lo he dicho: el confidente del Duque.

-¿Un español?

-No; un viejo flamenco que vino a América con el Duque.

- ¿Y fue él quien os habló de Honorata?

- Sí, caballero.

-¿Entonces, vos sabéis?

- Todo. Fue la vuestra una terrible venganza; pero…

-¡Callad, marquesa! -dijo el Corsario cayendo de nuevo en la silla y ocultando el rostro.

Permaneció en silencio algunos instantes hasta que, poniéndose en pie, dijo:

-¡No! ¡Honorata Wan Guld ha muerto!

-¿Quién os lo asegura, caballero? ¿Habéis acaso visto flotar su cadáver en el golfo?

Diego Sandorf me ha asegurado que la Duquesa fue recogida por una carabela española, que poco después naufragó en las playas de La Florida.

-Y a mí me contó D. Pablo de Ribeira, intendente del Duque en Puerto-Limón, que la chalupa tripulada por la Duquesa había sido hallada hacia las costas occidentales de Cuba

¿A quién creer ahora?

-A Diego Sandorf, caballero -dijo la Marquesa-. ¿Acaso habéis olvidado que el Duque ha partido para La Florida?

- ¿Y creéis?… -preguntó el Corsario impresionado por aquellas palabras.

-¡Que ha ido a buscar a su hija!

¡Viva! -exclamó-. ¡Honorata viva! ¿Habrá podido hacer Dios este milagro?

¡Marquesa, me es necesario ese Diego Sandorf! ¡Necesito interrogarle!

-Os he dicho que está en el fuerte de San Juan de Ulúa.

-¿Y qué hacer?

-Expugnar esa roca.

- ¡Es una locura que costaría inmensos sacrificios! ¡Los filibusteros no se atreverían a tanto!

-Diego Sandorf no saldrá, seguramente hasta la partida de vuestros hombres y de vuestros barcos.

-¡Iré a secuestrarle! –exclamó el Corsario como si hubiese tomado una rápida resolución.

-¿Dónde -preguntó la Marquesa estupefacta.

-¡A San Juan de Ulúa!

-¡Qué audacia! Pero ¿no sabéis que en el fuerte hay sesenta cañones y ochocientos hombres?

-¡Qué importa!

-Os matarán, caballero.

-Estoy acostumbrado a desafiar a la muerte.

-Es preciso vivir.

-¡Oh, sí, para vengar a mis hermanos! -dijo el Corsario con voz siniestra.

-¡Y para encontrar a Honorata!

-¡Adiós, señora! -dijo de repente.

-¿A dónde váis, caballero?

-A intentar la suerte.

-¿Seguís decidido?

-Sí, marquesa; iré a secuestrar a ese hombre.

-Esperad, caballero. Acaso…

-¿Qué más queréis decirme?

La española se había acercado a una escribanía con incrustaciones de coral, y habiendo trazado algunas líneas, tendió al Corsario la hoja que había escrito, diciéndole:

-Encontrad el medio de hacer llegar esto a manos de Diego Sandorf.

El Corsario se había apoderado vivamente del billete, que contenía las siguientes palabras:

“Un gentilhombre, amigo mío, desea hablaros. Os esperará esta noche bajo el último torreón de Levante, desde las doce al alba.

“Ha venido ‘con los filibusteros, y marchará con ellos. No faltéis a la cita.

Inés de Bermejo.”

-¡Gracias, marquesa! -dijo el Corsario-. Pero corréis peligro de comprometeros.

-¿Y por qué, caballero? ¿Acaso os doy medios para apoderaros del fuerte? Así evito a mis compatriotas ese peligro.

-Habéis favorecido a un filibustero.

-No: a un gentilhombre, caballero. Vos no sois un enemigo de mi patria.

-¡Jamás lo hubiera sido si mi destino no me hubiese puesto frente al Duque! ¡Adiós, señora! ¡Acaso volvamos a vernos antes de que yo zarpe para La Florida!

-¡Una palabra, caballero! -Hablad, señora.

-Si Honorata viviese, ¿qué haríais con el Duque, con su padre?

El Corsario la miró fijamente, y dijo:

-¿Creéis, señora que las almas de mis hermanos se han aplacado? Cuando el mar se

torna fosforescente, el Corsario Rojo y el Verde, las víctimas del Duque, suben a flote pidiendo venganza.

La Marquesa sintió un escalofrío. Tras breve pausa prosiguió el Corsario:

-Dentro de cinco días hará un año que el cuerpo del Corsario Rojo, arrancado por mí de la horca de Maracaibo, está sepultado en los negros abismos del mar. Si esta noche el mar fosforece, Wan Guld no tendrá perdón por mi parte.

-¿Y Honorata? -preguntó la Marquesa.

-¡Mi destino está escrito! -repuso tristemente el Corsario-, ¡pero estoy dispuesto a desafiarlo!

-¿Qué queréis decir, caballero?

En vez de responder, el Corsario le estrechó la mano, y salió rápidamente sin añadir palabra.

En el jardín le esperaban los filibusteros con Carmaux, Van Stiller y el negro.

-¡Que se vayan los hombres de El Rayo! -dijo-. ¡Quédense tan sólo los afectos a mí!

Iba a emprender el camino por la vereda, seguido por el hamburgués, Moko y Carmaux cuando se detuvo.

-¿Y Yara? -murmuró suspirando.

Volvió sobre sus pasos, y entró de nuevo en la sala baja del palacio.

La marquesa de Bermejo estaba allí todavía, apoyada en una silla, pensativa y triste.

-¿Dónde está? -dijo el Corsario con ligero temblor-. ¡Quiero verla por última vez!

-Seguidme, caballero -repuso la española, que había comprendido. Le guió a una estancia contigua y ricamente amueblada.

Acostada en un sofá de terciopelo verde, entre dos altos candelabros y cubierta por un lienzo de franela, yacía la pobre india.

Un hilo de sangre había corrido bajo el lienzo y se había coagulado en el tapiz.

El Corsario contempló con triste mirada aquel bello rostro, e inclinándose sobre la muerta imprimió en su frente un tierno beso, murmurando:

-¡También tú serás vengada, Yara! ¡El Corsario Negro sostendrá su juramento!

Y casi huyendo se reunió con sus hombres, como si hubiera querido ocultar a la Marquesa la profunda emoción que le embargaba.

-¡Venid! -dijo bruscamente a Carmaux y a sus compañeros.

Atravesó casi corriendo el jardín y se metió por las callejuelas de la ciudad dirigiéndose hacia la Plaza Mayor.

Aunque ya oscurecía, el saqueo continuaba por parte de los corsarios.

De cuantas casas entraban arrojaban a los habitantes, obligándolos con amenazas de muerte a dejar sus hogares y a abandonar la ciudad; así que las calles estaban llenas de

fugitivos.

El Corsario parecía no ver nada. Continuaba caminando rápidamente sumido en profundos pensamientos, y tratando solamente de abrirse paso por entre los fugitivos.

-¡Ya veremos dónde para! -decía Carmaux-. ¡El Capitán está borrascoso! ¡Por Baco!

¡Nunca le he visto de este modo!

-Habrá pasado algo grave, -decía el hamburgués-. Cuando el Capitán salió del palacio, parecía convulso.

- ¡Dios sabe lo que le bullirá dentro, amigo Stiller! ¡Aseguraría que no está precisamente encantado de haber perdido el rastro de ese condenado… Duque!

¡Teniéndole ya en la punta de la espada!

- ¡Es un verdadero demonio ese flamenco!

-Pero el Capitán le cogerá por los cuernos, Stiller. ¡No esquivará siempre la espada de un hombre semejante!

- ¿Y dónde encontrarle ahora? -¡Le encontrará, Stiller, te lo digo yo!

-Es la tercera vez que se nos escurre de entre las manos; primero en Maracaibo, luego en Gibraltar, y ahora aquí.

-Pero acabará por caer en nuestras manos -concluyó Carmaux.

Habían llegado entonces a la Plaza Mayor, donde los filibusteros tenían su cuartel general.

La vasta plaza estaba llena de prisioneros, armas, montones de mercancías robadas en los almacenes de aduanas, etc.

Doscientos filibusteros armados con fusiles habían ocupado la plazoleta del palacio del Gobierno para impedir cualquier rebelión de los prisioneros, y otros ciento habían circundado la catedral, en cuyo interior habían sido encerrados los personajes más notables de la ciudad, de los cuales se pensaba obtener pingües rescates.

A cada instante llegaban destacamentos de filibusteros con nuevos prisioneros, o llevando columnas de esclavos negros o mulatos cargados de objetos preciosos o de víveres, que pronto eran consumidos por los corsarios de guardia.

Por doquier se oían llantos de mujeres, gritos de niños, juramentos e imprecaciones; pero nadie osaba rebelarse.

Los cañones emplazados ante el palacio, y los barriles de pólvora dispuestos en torno de la catedral, tenían refrenados a los más audaces y calmaban a los más inquietos.

-¿Dónde está Grammont? -preguntó el Corsario a un filibustero que estaba sentado sobre un barril de pólvora con una mecha encendida en la mano.

-En el palacio del Gobernador, señor -contestó el centinela.

-¿Y Laurent?

-Sigue en el fuerte.

-¿Y Wan Horn?

-Vigila el fuerte de San Juan de Ulúa.

El Corsario atravesó la plaza y entró en el palacio del Gobernador, sólido edificio que parecía un fuerte y que sin embargo, capituló al primer asalto de los filibusteros, a pesar de su numerosa guarnición.

En una sala, ya casi llena de barras de oro, plata, piedras y joyas preciosas, fruto del saqueo, encontró al gentilhombre francés.

-El oro afluye como un río, caballero -dijo Grammont apenas vio al Corsario-.

Tenemos ya, lo menos, cuatro millones de piastras.

-¡Eso no me interesa! -repuso el Corsario-. ¡No he venido a Veracruz para contemplar riquezas!

-Ya lo sé -dijo riendo el francés-. Vos quizás las daríais todas con tal de tener en vuestro poder a ese condenado Duque. ¿No es cierto?

-¡Sí, Grammont!

-Siento decíroslo; pero vuestro enemigo no está entre los prisioneros.

-Lo sabía.

- Pero cuando haya terminado el saqueo le haré buscar por toda la ciudad. Le encontraremos en cualquier escondite, caballero.

-Sería perder el tiempo.

-¿Por qué?

-Está ya en alta mar.

- ¿Partió? -exclamó Grammont con estupor.

-Sí, a bordo de un barco que se llama “El Escorial”.

- ¿Cuándo?

-Ayer por la noche.

-¡Ira de Dios! ¿Quién os lo ha dicho?

-Una dama amiga suya.

-¿La que asistió al duelo?

-¿Cómo lo sabéis?

-Me lo ha narrado Carmaux.

-¡Me interesa vuestro caso, caballero!

-¿Y dónde va ese condenado Duque?

- A La Florida.

-¿Y vos?

-Me preparo a seguirle -repuso resueltamente el Corsario.

-¿Nos dejáis?

-No; ahora no. Debo hacer algo más en Veracruz, y venía a buscaros para que me aconsejarais.

-¿Qué pretendéis intentar? -Debo ir a San Juan de Ulúa.

- ¿Al fuerte? -exclamó el gentilhombre francés haciendo un gesto de asombro.

-Sí, Grammont.

-¿Qué locura váis a hacer?

-No es una locura: debo ir a tener una entrevista urgente.

- ¿Relativa al Duque?

-A él y… a Honorata.

- ¿La flamenca? ¿Será cierta la leyenda?

-Se dice que vive todavía.

-¿Lo creéis?

-Os lo diré cuando haya hablado con el hombre que está en el fuerte de San Juan.

-Hay españoles en la roca.

-Ya lo sé.

-Y no consentirán en rendirse; antes bien, parece que tienen la intención de saludar a nuestros barcos a cañonazos.

- Os digo que, de todos modos, iré al fuerte.

-Os prenderán.

-Acaso no.

-¿Tenéis algún talismán?

-Un simple billete que haré llegar al hombre a quien deseo interrogar.

-¿Por quién?

-Por cualquier soldado español.

-Tenemos muchos entre los prisioneros.

-¡Magnífico! Ahora escuchadme, Grammont. Si mañana al alba no volviese, tenedme por muerto, o a lo menos por prisionero.

-Caballero, ¿queréis un consejo?

-Hablad.

-¡Mandad al Diablo a ese hombre, y quedaos con nosotros!

-¡Es imposible; es necesario que le vea!

-Entonces, ya sé lo que debo hacer.

-Explicaos, Grammont.

-Preparar a mis filibusteros para asaltar el fuerte.

-No haréis tal.

-Ahora no; pero mañana por la mañana. Si con el alba no estáis aquí, yo, Laurent y Wan Horn escalaremos la roca, y, ¡vive Dios, la tomaremos, a pesar de la guarnición y de los sesenta cañones que la defienden!

-No quiero que se sacrifiquen inútilmente vuestros hombres. Si yo no he vuelto, advertiréis a Morgan que haga un crucero por alta mar con mi Rayo durante una semana entera, pasada la cual podrá ir donde quiera.

-¿Y vos creéis que nuestros filibusteros se marcharán, tranquilamente, sabiendo que quedáis en manos de los españoles? ¡No lo esperéis!

-Prohibidles que intenten tan ardua empresa.

-Se rebelarían, caballero. Sois muy querido de los filibusteros.

-Que hagan lo que quieran. Además, no seré tan tonto que me deje coger. Obraré con prudencia. ¡Dadme un prisionero!

El señor de Grammont salió, y poco después entraba con un joven soldado español.

El pobre hombre, creyendo acaso que querían fusilarle estaba pálido como la cera y miraba a los filibusteros con ojos aterrorizados.

-He aquí uno que puede serviros -dijo Grammont empujándole hacia el señor de Ventimiglia.

Éste le miró algunos instantes, y poniéndole una mano en el hombro, le dijo:

-Te concedo la libertad sin rescate y te regalo quinientas pistras si me prestas un servicio.

- ¡Hablad, señor! -dijo el español, animado por aquellas palabras.

-¿Conoces a la Marquesa de Bermejo?

-¿Quién no la conoce en Veracruz?

-¿Y a Diego Sandorf?

-¿El confidente del Duque flamenco?

- Sí.

-Le conozco, señor.

-Irás al instante al fuerte de San Juan de Ulúa, y entregarás al señor Sandorf este billete. Le dirás que se lo envía la Marquesa de Bermejo. Yo esperaré tu respuesta en la base del torreón de Levante, por la parte del golfo y recibirás las quinientas piastras. Ten presente que si tratas de hacerme traición expugnaremos el fuerte para darte muerte entre los más a troces tormentos.

-Prefiero la libertad y las quinientas piastras, señor.

-A media noche estarás en el lugar de la cita.

-Os prometo que estaré allí, señor.

-¡Vete!

-¿Me dejarán el paso libre los filibusteros?

Grammont llamó a un corsario que entraba llevando una cesta de barras de plata.

-¡Eh, amigo! - le dijo-. Acompaña a este prisionero hasta nuestras avanzadas. Le dices a Wan Horn que lleva órdenes del señor de Ventimiglia.

Y volviéndose al Corsario, que iba a salir tras el soldado, añadió:

-¡Sed prudente, caballero!

-Lo seré, Grammont.

-Espero volver a veros antes del alba.

-Si la suerte no dispone otra cosa.

-En tal caso, nosotros expugnaremos la roca y os libertaremos, u os vengaremos.

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