CAPÍTULO V

EL ASALTO A SAN JUAN DE ULÚA

Tres horas después, cuando los filibusteros hastiados del saqueo, acampaban como mejor podían en los bastiones de la ciudad y en las plazas públicas, una pequeña barca tripulada por cuatro hombres se destacaba de la playa, avanzando rápidamente en el pequeño golfo. La noche estaba obscurísima, y un viento fuerte soplaba de la parte del golfo de México, lanzando sobre los diques grandes oleadas que rompían con largo mugido contra las naves ancladas a lo largo de los muelles y contra los lanchones.

Aquella chalupa estaba tripulada por el Corsario Negro y sus tres valientes marineros.

Todos llevaban su espada al costado y en la cintura un par de pistolas. Moko había añadido a las suyas un hacha, arma formidable en sus manos, y que manejaba mucho mejor que la espada, pues ignoraba la esgrima.

El Corsario llevaba el timón, y los otros tres remaban vigorosamente para vencer la violencia de las ondas.

En el puerto la obscuridad era completa; todos los barcos tenían las luces apagadas.

Tan sólo en el extremo del muelle parpadeaba a intervalos la luz verde y blanca del faro.

De cuando en cuando, sin embargo, un rápido relámpago iluminaba fugazmente el mar tempestuoso, seguido de un trueno lejano.

Cada vez que aquella luz lívida rasgaba las tinieblas, el Corsario levantaba vivamente

la cabeza y miraba la imponente masa del fuerte de San Juan de Ulúa, gigantesco con sus formidables bastiones y sus torres almenadas.

-Es una noche a propósito para las expediciones arriesgadas -dijo Carmaux-. ¿Qué opinas, hamburgués?

- Me dan miedo los relámpagos -repuso Stiller.

-¿Y por qué, viejo mío?

- Si a los españoles se les ocurriese tirarnos confetti en forma de balas de treinta y seis…

- No harían blanco, hamburgués mío. ¡Somos tan pequeñitos!

-Sí; pero los españoles tienen buenos artilleros. Y además, ¿quién te ‘ asegura que el soldado no nos ha hecho traición?

-Hamburgués, no creo que sea éste el momento más oportuno para decirme todas esas cosas.

- No me fío de ese español, Carmaux.

-Ni yo; pero saben que nuestros filibusteros son capaces de asaltar el fuerte y hacerles pagar cara una traición. Grammont sabe que vamos a una cita, y no nos dejará en manos de los españoles si tal desgracia nos sucediese.

-¡Atentos, camaradas! ¡Llegamos a lo difícil!

La chalupa se encontraba entonces frente a la boca del puerto, y tenía que hacer frente a las olas que con furor creciente rompían en los diques.

El Corsario se había puesto en pie y despojándose del tabardo.

-¡Cuidado a los golpes de remo! -dijo-. ¡Cuidado con las olas!

La chalupa se balanceaba desesperadamente a impulso de los incesantes golpes de mar, ora hundiéndose entre dos olas, ora reapareciendo en sus espumantes crestas. En algunos momentos recibía tales sacudidas, que los tres marinos corrían peligro de verse lanzados por encima de la borda.

Sin embargo, llevada por los poderosos golpes de remo, logró superar la boca del puerto y pronto quedó al amparo del muelle.

Llegada a su extremo, arribó a las escolleras del fuerte, precisamente en la base de la alta torre de Levante.

-¡Prontos a tomar tierra! -dijo el Corsario.

Con un último esfuerzo la chalupa embarrancó en una especie de caleta que se abría bajo el torreón.

Carmaux se lanzó a la escollera con la cuerda de amarre en la mano, y la ató sólidamente a un saliente de una roca.

El Corsario, Moko y el hamburgués le siguieron.

En aquel momento un relámpago rasgó las tinieblas iluminando el puerto.

-¡El soldado! -exclamó Carmaux, que había trepado a una especie de plataforma que se extendía en la base del torreón.

Un hombre se había levantado junto a una roca, dirigiéndose hacia los filibusteros.

-¿Sois las personas a quienes esperan en el puerto? -preguntó.

-Sí; somos nosotros -dijo el Corsario adelantándose-. ¿Has entregado el billete de la Marquesa de Bermejo a Diego Sandorf?

-Si, señor -repuso el soldado.

-¿Y qué te ha dicho?

-Que está a vuestra disposición

-¿Dónde nos espera?

-En la terraza del torreón.

-¿Por qué no ha venido aquí?

-No hubiera podido abandonar el fuerte sin que su ausencia fuera notada, y, siendo uno de los comandantes, no ha osado hacerlo.

- ¿Quién cree que somos?

-Españoles, amigos de la Marquesa de Bermejo.

- ¿No sospecha nada?

-No, señor; estoy seguro.

-Piensa que no tendrás tu recompensa hasta después de mi coloquio con Sandorf.

-Ya me lo habéis dicho, señor.

- Y que no te dejaremos ni un instante.

El soldado no contestó.

-¿Cómo subiremos al torreón? -preguntó el Corsario.

-Sandorf ha echado una escalera de cuerda.

- ¡Bien está; subamos!

De pronto pareció asaltarle una sospecha.

-¿Y si la cortasen? -se preguntó.

Se acercó al soldado, que había permanecido algo atrás, como si temiese algo.

-¿Has de hacer alguna señal a Sandorf para anunciarle nuestra llegada?

- Sí, señor.

-Apresúrate a hacerla, y subirás por la escala delante de nosotros.

El español se llevó los dedos a la boca, y lanzó un agudo silbido.

Un momento después oyó en la cima del torreón un silbido semejante, que se perdió

entre el retumbar del trueno.

- Nos espera -dijo el soldado.

-Marcha delante, y no olvides que no te perderé de vista un sólo instante, y que tengo la mano ligera -dijo con voz amenazadora el Corsario.

Atravesaron la pequeña explanada y llegaron a la base del torreón.

Allí percibieron una escala de cuerda que pendía a lo largo de la maciza muralla.

Carmaux levantó la cabeza para mirar a las almenas que se distinguían vagamente entre las tinieblas.

-¡Vaya una subida! -exclamó palideciendo-. ¡Lo menos hay cuarenta metros desde las almenas a la base!

Hasta el Corsario parecía impresionado por la altura de aquel gigantesco torreón.

-¡Muy alto tenemos que subir! -dijo.

Y volviéndose a Carmaux, que examinaba la escala como buen conocedor, le preguntó:

-¿Es sólida?

-Las cuerdas son nuevas y de notable grueso.

-¿Podrán soportarnos a todos? -Aunque fuésemos en mayor número. Con tal que.. .

- ¿Qué quieres decir, Carmaux?

- ¡Por Baco! -exclamó el filibustero rascándose la cabeza.

-Si esos señores que están ahí arriba la cortasen… ¿Habéis pensado en eso, capitán?

-El español me ha jurado que no ha dicho quiénes somos.

-¡Sí! ¡Fiaos de eso!

-Preferirá ganar las piastras que le he ofrecido.

- ¡Vamos, capitán! -dijo Carmaux con firmeza.

-Sube -ordenó el Corsario al soldado-. Si nos hacen dar una voltereta, también tú caerás al abismo.

-Sandorf ignora quién sois -repuso el soldado-. Me he cuidado muy bien de no decírselo, pues me iba en ello el pellejo.

Se agarró a la escala, y comenzó a subir sin dar muestras de vacilación.

El Corsario le seguía, y detrás iban Carmaux, Van Stiller y, por último, el negro.

La subida no era fácil. El viento, que soplaba con fuerza, movía vivamente la escala, empujando a los cinco hombres contra las paredes del torreón.

De cuando en cuando se veían obligados a detenerse y a apoyarse en la pared con el pie para refrenar las sacudidas.

A cada escalón que subían aumentaba la ansiedad de los filibusteros; el temor de dar

de un momento a otro una espantosa voltereta se había apoderado de sus corazones, sabiendo que estaban en manos de sus enemigos.

Carmaux sudaba; el hamburgués tenía escalofríos que no lograba contener; el negro estaba grisáceo de puro pálido.

Hasta el Corsario parecía intranquilo, y casi se arrepentía de haber emprendido tan audaz empresa.

A la mitad de la altura se habían detenido. La escala había sufrido una violentísima oscilación que parecía provenir de lo alto.

- ¿Será éste el momento del salto mortal? -se preguntó Carmaux agarrándose desesperadamente a una piedra que sobresalía en la muralla.

- Es el viento -dijo el Corsario enjugándose con la mano izquierda unas gotas de sudor frío-. ¡Adelante!

- ¡Esperad un momento, señor! -dijo el español, cuya voz temblaba-. ¡Me parece perder la cabeza!

-¡Aprieta fuertemente las cuerdas, si no quieres precipitarte al abismo!

-¡Concededme un momento de descanso, señor! ¡Yo no soy marinero!

- ¡Un solo minuto nada más! -dijo el Corsario-. ¡Tengo prisa por llegar a la plataforma de la torre!

- ¡Y yo, capitán- dijo Carmaux-, preferiría verme a horcajadas en un gallardete de masana durante un abordaje! ¡Mil ballenas! ¡Diríase que me tiemblan las piernas!

Se agarró fuertemente a las cuerdas y miró hacia abajo.

El abismo estaba a sus pies, pronto a engullirle, negro como el fondo de un pozo. Ya no se veía nada; tan sólo se oían los mugidos de las ondas, que parecían ser más espantosos.

Sobre su cabeza el viento silbaba siniestramente entre las almenas del torreón y las cuerdas de la escala.

- ¡Si escapo sano de esta terrible situación, mandaré un cirio a la catedral de Veracruz! -murmuró.

-¡Adelante! -dijo en aquel momento el Corsario.

El español reanudó la subida aferrándose fuertemente a las cuerdas.

-¡Adelante! le repetía-. ¡Ya sólo nos faltan algunos metros!

Por fin, con un último esfuerzo el soldado llegó al borde superior del torreón.

-¡Ayudadme! -dijo viendo aparecer entre las almenas un hombre, que extendió los brazos y le subió a la plataforma.

El Corsario, que no padecía del vértigo, se agarró al reborde de la almena próxima, y saltó ágilmente a la torre poniendo mano a la espada.

El hombre que había ayudado al soldado se le acercó diciéndole:

-¿Sois vos el amigo de la Marquesa de Bermejo?

-Sí -repuso el Corsario separándose para dejar puesto a sus hombres, ya llegados a las almenas.

Se miraron entrambos algunos instantes con cierta curiosidad.

Diego Sandorf, el confidente del Duque, era de baja estatura, anchas espaldas y brazos musculosos.

Representaba unos cincuenta años. Sus cabellos y su barba eran grises, sus líneas, duras, sus ojos pequeños y grises, como los de un gato con ciertos reflejos acerados.

Examinó al Corsario de pies a cabeza con una linterna que tenía en la mano, y dijo con cierto mal humor:

-No era necesario que os cubrieseis el rostro con un antifaz,{2} pues como veis, yo enseño el mío.

-Las precauciones nunca están de más -se limitó a responder el Corsario.

-¿Quiénes son esos hombres? -preguntó Sandorf señalando a Carmaux y a los otros.

-Marineros míos.

-¡Ah! ¿Sois, pues, un capitán de marina?

-Soy un amigo de la Marquesa de Bermejo -repuso secamente el Corsario.

-¿Qué deseáis saber de mí?

-Una cosa de inmensa importancia.

-Estoy a vuestras órdenes, señor.

-Sé que tenéis noticias de la hija del Duque Wan Guld, de la señorita Honorata.

Diego Sandorf hizo un gesto de estupor.

-Perdonad -dijo-; pero yo desearía antes saber qué títulos tenéis para interesaros por la hija del Duque.

-Por ahora, soy un amigo de la Marquesa de Bermejo; más tarde, en otro lugar, no aquí, os diré quién soy.

-¿Qué motivos os detienen para no decírmelo ahora?

-Ahora no puedo darme a conocer -dijo secamente el Corsario.

-¡Sea! Decidme, pues, qué deseáis saber.

-Quería aclarar si es cierto el rumor que corre de que la señorita Honorata vive aún.

-¿Y por qué causa?

-Tengo una nave y hombres resueltos, y podría lograr acaso mejor que otro recuperar a la joven Duquesa.

-Entonces, ¿sois un amigo del Duque para interesaros tanto por su hija?

El Corsario no contestó. Diego Sandorf interpretó su silencio como una aquiescencia,

y prosiguió:

-Entonces, escuchadme:

“Hace dos meses estaba yo en comisión en La Habana cuando un día vino a mí un marinero diciéndome que tenía importantes revelaciones que hacerme. Al principio creí que se trataba de alguna confidencia relacionada con los filibusteros de las Tortugas; pero no, se trataba de Honorata Wan Guld.

“Habiendo sabido que yo era confidente del Duque, se había decidido a buscarme para suministrarme preciosos detalles acerca de la joven Duquesa.

“Supe por él que la tormenta que estalló la noche en la cual el Corsario Negro la había abandonado en una chalupa para vengarse del Duque, la había respetado.

“La nave que tripulaba aquel marinero había encontrado a la joven Duquesa a sesenta millas de las costas de Maracaibo, y la había recogido, a pesar del furor de las aguas.

“La carabela iba con rumbo a La Florida, y se la llevó consigo, por haberse negado el capitán a cambiar de ruta.

“Desgraciadamente, era entonces la época de los huracanes. La carabela, frente a las costas meridionales de La Florida, naufragó en una escollera, y la tripulación fue asesinada por los salvajes, que acudieron en gran número y los devoraron.

“Tan sólo el marinero que fue a buscarme se había librado milagrosamente de la muerte permaneciendo oculto entre los maderos y despojos de la nave; pero no era él solo.

“También la joven Duquesa había sido perdonada.

“Aquellos salvajes, impresionados acaso por su admirable belleza, en vez de degollarla le hicieron manifiestos signos de respeto extraordinario.

“Desde su escondite el marinero vio a aquellos feroces antropófagos arrodillarse ante la joven Duquesa como si fuese alguna divinidad del mar, y por fin reclinarla en un palanquiín adornado con plumas y pieles de caimán, y llevársela consigo.

“El marinero vagó varias semanas por la inhospitalaria costa hasta encontrar una canoa abandonada entre la arena, en la que se hizo a la mar, siendo recogido por una nave que venía de San Agustín de La Florida.

“He aquí señor, cuanto he sabido.”

El Corsario Negro le había escuchado en silencio, con la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho.

Cuando Diego Sandorf terminó, levantó vivamente la cabeza, y le preguntó con un acento que revelaba inmensa ansiedad:

-¿Habéis creído esa historia?

-Sí, señor. El marinero no tenía ningún interés en inventarla.

-¿Y el Duque no mandó en seguida alguna nave en su busca?

-Estaba él entonces aquí, y no pude informarle hasta hace pocos días; es decir, después de mi llegada.

-Sin embargo, D. Pablo de Ribeira sabía también algo.

-¿Conocéis a D. Pablo? -preguntó asombrado Sandorf.

-Fui a buscarle hace pocas semanas.

-Le había puesto al corriente -dijo el flamenco-. Creyendo que el Duque se encontraba en sus posesiones de Puerto-Limón, fui allí antes, cuando él a su vez había ya partido para Veracruz.

-Me han dicho que el Duque se ha embarcado la otra noche con rumbo a La Florida.

-Es cierto, señor.

-¿No se detendrá en algún punto antes de llegar allí?

-Creo que en Cárdenas, en la isla de Cuba, donde tiene muchas posesiones e intereses por arreglar.

- ¿Me habéis dicho que la carabela naufragó en las costas meridionales de La Florida?

-Sí, señor -contestó Sandorf.

-¿En qué lugar?

-El marinero no pudo decírmelo con exactitud, porque desconoce aquellas costas.

El Corsario le estrechó la mano, diciéndole:

-¡Gracias! Si mañana bajáis a Veracruz, os diré mi nombre.

- Están los filibusteros en la ciudad.

- Mañana ya no estarán.

Y volviéndose hacia sus hombres, dijo:

-¡Vamos!

Carmaux, que había ya dado la vuelta por la plataforma para convencerse de que no había soldados ocultos, bajó el primero; luego, tras él, Van Stiller, el Corsario y, por último Moko.

Ya habían descendido diez o doce metros, cuando Carmaux lanzó un gritó:

-¡Rayos! -exclamó-. ¿Y el soldado?

-¡Se ha quedado en el torreón! -gritó Stiller.

-¡Si nos hace traición!…

El Corsario Negro se detuvo. Si el soldado, que debía recibir las piastras prometidas al pie del torreón no los había seguido, era de temer una traición.

El temor de que cortasen la escalera precipitándolos en el abismo que mugía bajo sus plantas, les heló la sangre en las venas.

- ¡Subamos! -gritó el Corsario-. ¡Pronto; nos va en ello la vida!

Se agarraron a la escala y la remontaron precipitadamente.

Moko, que era el primero, se aferró a la almena más próxima. Apenas había apoyado las manos en ella, cuando oyó una voz que decía:

-¡Aún estamos a tiempo para dejarlos caer!

De un salto se precipitó el negro en la plataforma y empuñó el hacha, dirigiéndose hacia donde estaba la escala amarrada.

Junto a aquel sitio había dos hombres.

Eran el soldado español y Diego Sandorf.

-¡Atrás, miserables! -gritó el negro levantando el hacha.

El español y el flamenco, sorprendidos por la inesperada aparición, se detuvieron.

Aquel momento bastó para dejar al Corsario y a sus dos marineros tiempo de alcanzar la cima del torreón.

Viendo una culebrina, de un solo golpe la hizo girar Carmaux apuntándola hacia las plataformas de las otras torres, y encendió rápidamente una mecha, mientras el Corsario se lanzaba hacia Sandorf espada en mano.

-¿Qué queréis? -preguntó el flamenco desenvainando la suya.

-Deciros que habéis llegado tarde para precipitarnos en el abismo -repuso el Corsario-. Si teníais esas intenciones, debíais haberlas hecho antes, cuando subíamos.

-¿Quién os ha dicho tal cosa? -preguntó Sandorf fingiéndose sorprendido.

-Os he oído, señor Sandorf, cuando decíais al español: “Estamos aún a tiempo de hacerlos caer.”

-Sois el Corsario Negro, ¿no es cierto? -repuso el flamenco con los dientes apretados.

-Sí; el enemigo mortal del Duque, vuestro señor -repuso el caballero arrancándose el antifaz.

-¡Entonces os mato! -gritó el flamenco atacándole furiosamente.

En el momento en que le atacaba, el soldado había salido de la plataforma, y saltó a un puente que comunicaba con un segundo torreón.

-¡A las armas! -gritó a toda voz-. ¡Los filibusteros!

-¡Ah, canalla! -gritó Van Stiller precipitándose tras él-. ¡A mí, Moko!

-¡Por vida de mil barcos! -exclamó Carmaux apuntando la pieza de artillería hacia el puente-. ¡Ya nos hemos metido en otro lío! ¡Aquí, dentro de poco, lloverá confetti!

El Corsario, a quien urgía desembarazarse de su adversario para organizar la defensa de la plataforma o intentar el descenso del torreón, si tenían tiempo, había atacado con gran ímpetu al flamenco, obligándole a retroceder hacia el puente.

El flamenco se defendía vigorosamente; pero no era de la talla del Corsario, aunque sí un hábil espadachín.

Llegado junto al primer escalón del puente, se vio obligado a volverse para no caer.

El Corsario, rápido como el rayo, le largó una estocada entre las costillas, haciéndole rodar por las escaleras.

-Hubiera podido atravesaros de parte a parte -le dijo-. Os he perdonado, porque me habéis dado preciosos detalles y porque sois amigo de la Marquesa.

Ya era tiempo de que se librase de aquel adversario. Moko y Stiller, que no habían podido alcanzar al soldado, volvían corriendo, mientras en todas las plataformas y bastiones se oía a los centinelas gritar:

-¡A las armas?… ¡A las armas!… ¡Los filibusteros!

El Corsario lanzó a su alrededor una rápida ojeada. En un ángulo de la plataforma vio una escalerilla de piedra que parecía llevar al interior del torreón.

-¡Busquemos un refugio! -dijo-. ¡Dentro de poco las piezas del fuerte ametrallarán este lugar!

-¿Y si huyésemos por la escala de cuerda? -preguntó Carmaux-. Acaso tendríamos tiempo.

-¡Ya es tarde! -repuso Van Stiller-. ¡Los españoles llegan!…

-¡Señor! -dijo Carmaux volviéndose al Corsario-. ¡Salvaos!

-¿Qué quieres decir? -preguntó éste.

-Podremos resistir algunos momentos. Esta culebrina está cargada, y cortará el puente.

-¿Y bien?… -preguntó el Corsario.

-No nos rendiremos hasta que hayáis llegado a la chalupa.

- ¡Abandonaros! -exclamó el Corsario-. ¡Nunca!

-¡Daos prisa, Capitán! -dijo Van Stiller-. ¡Aún estáis a tiempo de salvaros!.. .

-¡Nunca! -repitió con increíble franqueza el Corsario-. ¡Me quedo con vosotros!

¡Venid, y tendámonos como leones esperando el asalto de los filibusteros de Grammont!

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