CAPÍTULO VI

ENTRE EL FUEGO Y EL ABISMO

El Corsario había puesto un pie en el primer escalón, cuando un súbito pensamiento le detuvo.

- ¡Iba a cometer una villanía! -exclamó volviéndose hacia sus hombres.

-¡Una villanía! -exclamó Carmaux mirándole atónito.

-Sí, Carmaux.

-Confieso que no os entiendo, capitán.

-Involuntariamente hemos comprometido a la marquesa de Bermejo. Suponed que los españoles logran prendernos.

-¡Bien! ¿Y qué?

-Y que los filibusteros de Grammont no logran conquistar el fuerte.

-¿Y qué?

-Los españoles, y Sandorf sobre todo, no perdonarían a la Marquesa de Bermejo el haber protegido a los filibusteros, y sobre todo a mí.

- ¡Diablo! -murmuró Carmaux tirándose rabiosamente de las barbas-. ¡Acaso tengáis razón, capitán!

-Y eso sería indigno del caballero de Ventimiglia.

-Luego…

-Es necesario que uno vaya a advertir lo que ha ocurrido, para que pueda librarse de la venganza de sus compatriotas.

-Razón de más para que os marchéis, capitán. Salvaréis a la Marquesa al mismo tiempo que os salváis vos.

-Mi puesto está aquí entre vosotros -dijo el Corsario-. Van Stiller, a ti te confío el encargo de advertir a la Marquesa y a Grammont nuestra situación. ¡Pronto; ahora que hay tiempo!

-Estoy dispuesto a obedeceros, capitán -repuso el hamburgués-. Si los españoles cortan la cuerda y me precipitan al abismo, no será culpa mía el no haber podido cumplir el encargo.

-Resistiremos hasta que estés en tierra. ¡Vete pronto, que el tiempo vuela! -dijo el Corsario.

- Cuando estés en la escollera, nos lo avisas con un pistoletazo -le dijo Carmaux.

-¡Preparémonos a la defensa! -dijo el Corsario-. ¡Tú, Carmaux, a la culebrina; y nosotros Moko, defendamos el puente!

-¡Los españoles vienen, capitán! -dijo Moko-. ¡Los veo bajar por los bastiones frente a nosotros!

-Afortunadamente, los españoles son pocos y la obscuridad nos protege.

Habiendo creído primero que los filibusteros intentaban un asalto por la parte de las torres y bastiones de Poniente, se habían precipitado confusamente hacia aquella parte, dejando así al Corsario y a sus compañeros algunos minutos de tregua.

Cincuenta hombres armados de fusiles y alabardas pasaron los bastiones y se precipitaron hacia el fuerte, mientras los artilleros apuntaban dos piezas en aquella dirección para sostener a la columna de asalto.

El Corsario y Moko se habían apostado en la extremidad del puente escondiéndose

tras el ángulo del parapeto, mientras Carmaux, que en su tiempo había sido un valiente artillero, había apuntado una culebrina de modo que impidiera el paso.

Viendo avanzar a los soldados, el Corsario con la derecha empuñó el sable y con la siniestra una pistola, gritando:

- ¿Quién vive?

- ¡Rendíos! -repuso el oficial que mandaba el destacamento.

- ¡A vos es a quien os intimo que os rindáis! -dijo audazmente el Corsario.

-¿Queréis bromear?

- No es mi costumbre.

En aquel momento se oyó una voz opaca que gritaba:

- ¡Adelante!… ¡Adelante!.. . ¡Es el Corsario Negro!…

Era Diego Sandorf, el cual, a pesar de no estar gravemente herido, aún no había logrado atravesar el puente.

-¡El terrible Corsario! -habían exclamado con espanto.

La fama del filibustero era popular en todas las colonias españolas del golfo de México, y todos conocían las audaces empresas de aquel hombre, como conocían el terrible odio que mediaba entre él y el Duque flamenco.

Los soldados del fuerte, sabiendo que tenían enfrente al formidable Corsario, se habían detenido y titubeaban entre avanzar o retroceder para pedir nuevos refuerzos.

El Corsario no les dejó tiempo de tomar una resolución, queriendo ante todo ganar tiempo.

-¡Adelante, mis valientes! -había gritado-. ¡Carmaux, lanza veinte hombres a través del puente! ¡Y tú, Moko, da el asalto a ese bastión con otros quince! ¡A la carga, hijos del mar!…

Y descargó su pistola lanzándose hacia el puente.

Al oír aquellas órdenes, creyendo realmente los españoles que tenían enfrente tantos hombres, retrocedieron a todo escape y subieron confusamente al bastión, a pesar de los gritos de Sandorf, que repetía:

-¡Adelante!… ¡Adelante!… ¡No son más que cuatro!.. .

Viéndolos escalar el bastión, y queriendo hacerles creer que estaban en buen número en el torreón, Carmaux descargó la culebrina, desmantelando una almena de la segunda cintura y haciendo llover los escombros sobre los fugitivos.

Un momento después dos pistoletazos resonaban en la escollera.

-¡Van Stiller está en salvo! -exclamó Moko.

- ¡Y nosotros hemos conseguido nuestro deseo! -dijo Carmaux riendo como loco.

-Capitán, mis hombres han conquistado valientemente el puente.

-Y los míos el bastión -añadió el negro.

-Pero se han desvanecido misteriosamente, y temo no verlos más -dijo Carmaux.

- Nos pasaremos sin ellos -dijo sonriendo el Corsario-. Ahora daos prisa, y busquemos mejor refugio.

De pronto dos disparos de cañón resonaron en la última torre de Poniente, y dos balas pasaron sobre la plataforma. Una derribó una almena a cinco pasos de Moko y la otra rompió una rueda de la culebrina, perdiéndose luego en el mar.

-¡Ya llegan los confettis! -exclamó Carmaux, que nunca perdía su buen humor-. Son demasiado dulces para nosotros, ¿verdad, Saco de carbón?

-¡Por poco me trago uno! -dijo el negro.

- ¡Te aseguro que te hubiera sentado mal!

- ¡Venid! -dijo el Corsario. Se lanzaron los tres hacia la escalera de piedra, mientras una bala de grueso calibre levantaba una piedra de la plataforma destrozándola.

Bajados cincuenta escalones, los filibusteros se encontraron en una estancia abovedada, con dos aspilleras defendidas por gruesos barrotes de hierro, y que daba la una hacia el mar y la otra a un patio del fuerte casi a su nivel.

Una puerta bastante fuerte y blindada de hierro cerraba la escalera.

-Ante todo pensemos en guardar las espaldas -dijo Carmaux.

Con ayuda de Moko cerraron con estrépito la puerta atrancada con dos cerrojos de hierro.

-Por aquí de seguro no entran -dijo-. ¡Es una puerta a prueba de hacha!

-Y los enrejados de las ventanas son sólidos -dijo Moko.

El Corsario había recorrido la estancia para ver si había alguna otra entrada: mas no la encontró.

-Quizás podamos resistir hasta la llegada de los filibusteros -dijo.

-Y hasta una semana, capitán -repuso Carmaux-. Las paredes tienen un espesor capaz de desafiar a los cañones.

-No tenemos ni un sorbo de agua ni un bizcocho.

-¡Anda! ¡Pues es verdad! -exclamó Carmaux haciendo un gesto de desconsuelo-. ¡Por qué no tendremos aquí la despensa de D. Pablo Ribeira, ni la de aquel desgraciado notario de Maracaibo! ¡Soy un verdadero animal, capitán! ¡Después de tantos asedios, debía estar habituado a llenarme siempre los bolsillos; pero la próxima vez lo haré!

-¿Piensas sostener otro asedio?

-De fijo no será éste el último, capitán. Parece que nuestro destino es hacernos bloquear en las casas o en los torreones.

-Consuélate, Carmaux; ya llegan los cantineros. Desgraciadamente, no nos ofrecerán más que almendras de hierro.

-¡No me gustan; son muy indigestas!

-Entonces, ten cuidado.

El Corsario Negro, que estaba apostado detrás de una de las aspilleras, había visto que un destacamento rodaba un cañón hacia el patio.

-Parece ser que somos caza mayor -dijo tranquilamente-; vienen a darnos caza a cañonazos.

-Y, en cambio, nosotros sólo podemos contestar con pistoletazos.

-¡Se hará lo que se pueda!

Iba a retirarse a un ángulo del muro, cuando se oyeron pasos en la escalera.

-Parece que quieren cogernos entre dos fuegos -dijo-. Afortunadamente, la puerta es maciza, en la escalera no se puede colocar un cañón, y…

Un golpe furioso dado contra la puerta, y que hizo retumbar toda la torre, le cortó la palabra.

-¡Abrid! -gritó un voz.

-¡Querido señor -dijo Carmaux-, bajad un poco la voz! ¡Debéis de estar muy mal educado!

-¡Abrid! -repitió la misma voz.

-¡Ohé! ¡Cuidado, que estamos en nuestra casa, y que tenemos derecho a no ser molestados por nadie, ni aun por el rey de España!

-¡Ah! ¿Estáis en vuestra casa?

-¡Por Baco! ¡Hemos pagado en concepto de alquiler al señor Sandorf dos pulgadas de acero de Toledo!

-No importa; ¡rendíos!

-¿A quién? -preguntó el Corsario.

-¡Al comandante del fuerte, D. Esteban de Toave!

-Decid al señor de Toave que el caballero de Ventimiglia no piensa por ahora rendirse.

-Pensad que somos quinientos -dijo el español.

-Y nosotros, tres; pero dispuestos a luchar hasta que se nos agoten las fuerzas.

-El Gobernador os promete la vida.

- Preferimos jugárnosla en un combate.

- La perderéis.

-¡Eso es cuenta nuestra! ¡Marchaos, y dejadnos tranquilos!

-¡Ah! ¿Queréis quedar tranquilos? Lo siento; pero no os concederemos ni un instante de tregua.

Se oyeron pasos y subir de escaleras, y luego, nada.

-Parece que han renunciado a forzar la puerta -dijo Carmaux respirando fuertemente.

-Pero no han renunciado a bombardearnos -repuso el Corsario-. ¡Mira!

Le llevó a la aspillera que daba al patio.

En la parte opuesta vio Carmaux a la luz de varias antorchas dos piezas de artillería apuntadas hacia la torre, y multitud de soldados.

-¿Ves? -preguntó el Corsario.

-¡Diablo! -exclamó Carmaux tirándose de una oreja-. ¡La cosa se pone seria!

-¡ ¡Atrás, Carmaux! ¡Soplan en las mechas!

-¡No me dejaré coger, capitán! -repuso el marinero dando un salto atrás.

Los tres filibusteros esperaron el disparo; pero los cañones, que parecían prontos a vomitar metralla contra la torre, permanecieron mudos.

-¿Qué pasa? -se preguntó Carmaux-. ¿Se arrepentirán los españoles de estropear el torreón o querrán cogernos vivos?

-Es probable -repuso el Corsario, que se había acercado a la aspillera, con riesgo de caer destrozado por una bala-. ¡Sí; parece que han renunciado a bombardearnos!

-¿Estarán dispuestos a dejarnos tranquilos?

-Los soldados están conferenciando entre sí. Hay varios oficiales también, y acaso hasta el comandante del puerto. Esperan hacernos capitular sin recurrir a la violencia y sin perder ni un hombre.

-Saben que carecemos de víveres.

-Pero no saben que al alba nuestros amigos vendrán a libertarnos.

-¡Poco a poco, Carmaux! –dijo el Corsario-. Aún faltan tres horas para el amanecer, y en este intervalo de tiempo pueden suceder mil cosas.

-¿Dudáis del señor Grammont?

-Al contrario, Carmaux. Lanzará a sus hombres al asalto; de eso no dudo; pero no puedo asegurarte que cuando llegue nos encuentre aquí atrincherados detrás de esas murallas.

- ¿Qué es lo que teméis, capitán?

-Que los españoles nos obliguen a capitular antes de la salida del sol.

- Soy de vuestro parecer, señor -dijo Moko, que hasta entonces había estado tras la puerta blindada-. Los españoles parecen ocupados en algún misterioso trabajo.

-¿Qué has oído? -preguntaron Carmaux y el Corsario con inquietud.

-Diríase que ruedan barriles.

-¿Encima de la escalera? -preguntó Carmaux palideciendo.

-Sí -repuso Moko.

-¡Barriles! -exclamó el marinero-. ¿Estarán llenos de pólvora?

-Seguramente, no contendrán Jerez ni Málaga -dijo con admirable tranquilidad el Corsario Negro.

-¡Truenos del infierno! ¿Querrán hacernos saltar por los aires en unión de la torre?

-Es probable, Carmaux.

-¡No lo consentiremos, capitán!

-¿Qué piensas hacer, valiente?

-¡Abrid la puerta y caer sobre los españoles antes de que puedan preparar una mina!

-La idea no me parece mala; pero la creo de poco resultado. En lo alto de la escalera se combate mejor que abajo.

-Haremos lo que podamos.

-¿Estás decidido?

-Sí, capitán.

-¿Y tú también Moko?

-Prefiero morir con las armas en la mano, a saltar por los aires como un saco de garbanzos.

-Entonces, venid, valientes -dijo el Corsario, cambiando de tono y desenvainando la espada.

Antes de dar orden de correr los férreos cerrojos, acercó un oído a la puerta y escuchó largo rato. Los españoles parecían entregados a un misterioso trabajo; se oía subir y bajar, golpear ligeramente las murallas, y murmullos apagados.

-¡Fuera la barra! -dijo a Moko en voz baja.

El negro la descorrió de un tirón y abrió violentamente la maciza puerta.

El Corsario se lanzó a los primeros escalones, gritando a voz en cuello:

-¡Adelante, hombres del mar!

A media escalera cuatro soldados al mando de un sargento rodaban un barril.

El Corsario cayó sobre ellos y con una estocada echó por tierra al más próximo; pero el sargento le cortó el paso atacándole vigorosamente con su espada, mientras sus otros compañeros subían precipitadamente gritando:

-¡Los filibusteros!… ¡A las armas!…

El barril, abandonado a sí mismo, había rodado por la escalera abajo con gran estrépito, tirando a Carmaux patas arriba.

-¡Aparta! -había gritado el Corsario al sargento-. ¡Aparta, o te mato!

-¡Sebastián Moldinado muere en su puesto, pero no huye, señor! -repuso el español

parando con gran habilidad una estocada que hubiera podido atravesarle de parte a parte.

-¡Entonces, toma ésta!

El sargento era un hábil espadachín y hacía vigorosamente frente al Corsario, el cual, encontrándose cuatro escalones más abajo, perdía gran parte de sus ventajas.

Moko y Carmaux se habían lanzado adelante; pero pronto tuvieron que detenerse a causa de la estrechez de la escalera y de la inesperada resistencia opuesta por el Teniente.

-¡Una pistola vale algunas veces mas que una espada! -dijo Carmaux empuñando la que llevaba a la cintura.

Iba a disparar sobre el valiente español, cuando éste cayó dando un grito.

El Corsario le había herido en mitad del pecho.

-¡Adelante! -grito.

En aquel momento aparecieron los españoles en lo alto de la escalera. Acudían en buen número para cazar a los filibusteros.

Sonaron dos tiros. Una bala cortó de raíz la larga pluma negra del Corsario, mientras la segunda rozaba la mejilla derecha de Moko trazando en ella un ligero surco sanguíneo.

-¡En retirada! -gritó el Corsario descargando su pistola contra los arcabuceros.

Los tres filibusteros bajaron de dos saltos la escalera y se encerraron de nuevo en la estancia, saludados por otros dos tiros, cuyas balas rebotaron en las placas de hierro de la puerta.

En el mismo instante algunos cañonazos retumbaron por la parte del mar, Un grito de alegría se escapó de sus labios.

-¿Qué tenéis, capitán? -preguntó Carmaux.

-¡Mira, Carmaux!… ¡Mira!…

-¡Truenos! -exclamó el valiente marinero-. ¡Nuestros filibusteros! El Rayo entraba en aquel momento en la rada y descargaba su artillería contra las torres y bastiones del fuerte de San Juan de Ulúa.

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