CAPÍTULO VII

LA TOMA DE SAN JUAN DE ULÚA

Apenas llegó a la escollera, que se prolongaba en la base del torreón, Van Stiller no perdió el tiempo. Comprendiendo que el Corsario y sus dos compañeros no podrían oponer una larga resistencia al numeroso retén del fuerte, saltó a la chalupa, que había dejado en la cala, y empezó a remar con empuje dirigiéndose hacia la cala central de la ciudad.

Soplaba el viento de la parte del golfo, y la chalupa era arrastrada por las aguas que rompían en los diques y la repelían hacia tierra. Sin esa circunstancia, el hamburgués, a pesar de su robustez, hubiera tenido que luchar bastante tiempo antes de arribar al muelle.

Sin embargo, no avanzaba con la celeridad requerida por los acontecimientos, a pesar de que el bravo hamburgués ponía cuanto podía de su parte.

Ya había llegado al centro de la rada cuando, tendiendo la vista en rededor, vio una gran chalupa que seguía exactamente su misma ruta.

-¿Me habrán seguido los españoles? -Se preguntó.

Iba a lanzarse entre los navíos anclados en la rada, cuando oyó una voz que gritaba:

-¡Eh! ¡Alto o hacemos fuego! Al oír aquella voz el hamburgués soltó los remos.

-¡Lucerni! -exclamó-. ¡Ohé! ¿Sois de El Rayo?

- ¡Toma! -exclamó la misma voz-. ¡Que me despedace un tiburón si no es el hamburgués, ese hombre!

La chalupa que iba tripulada por doce hombres, se acercó a la embarcación del hamburgués, y un hombre saltó a proa, gritando con marcadísimo acento ligur:

-¿Eres tú, Van Stiller?

-¡Sí, maestro Lucerni!

-¿Y el capitán?

-¡Está a pique de que le prendan!

-¿Qué dices?

-¡Que si no tomamos el fuerte, el señor de Ventimiglia caerá en manos de los españoles!

- ¡Truenos y centellas! ¡El Capitán en peligro!…

En aquel momento un disparo de culebrina retumbó en la torre de Levante de San Juan de Ulúa.

-Es Carmaux que desbarata a los españoles -dijo Van Stiller.

-Pero son sólo tres, y no tienen más que una carga.

- ¡Dame dos de tus hombres, maestro, y tú corre a avisar a Morgan! ¡El capitán está encerrado en la torre de Levante!

- ¿Y tú, a dónde vas?

-A prevenir al señor de Grammont. Con el alba, los filibusteros darán el asalto al fuerte-. ¿Vienes del mar?

-Sí -repuso el ligur-. Me ha enviado el señor Morgan para recibir órdenes del Capitán.

- ¿Dónde está El Rayo?

-En crucero ante la rada.

-Di a Morgan que asalte el fuerte por la parte del mar, mientras el señor Grammont lo ataca por la parte de tierra. ¡Adiós, y no perder tiempo!

-¡Dos hombres con Van Stiller! -dijo el contramaestre-. ¡Pronto!

Un momento después la embarcación del hamburgués, reforzada con dos robustos remeros, corría hacia el muelle, mientras la chalupa grande tomaba de nuevo rumbo hacia El Rayo.

Apenas desembarcado, el hamburgués se volvió hacia los filibusteros, y les dijo:

-Llegaos en seguida al palacio del Gobernador, y advertid al señor de Grammont que el Corsario Negro está sitiado en la torre de Levante. Yo os alcanzaré en seguida.

Y partió corriendo tratando de orientarse entre las muchas calles de la ciudad, que apenas conocía. No le fue fácil encontrar el palacio de la Marquesa de Bermejo; pero, finalmente, logró dar con él. En el momento en que montaban dos bellísimos y vigorosos caballos se disponían a salir.

-¿Dónde está la Marquesa? -preguntó Stiller.

-Se ha marchado -contestó uno de ellos.

-¿Cuando?

-Hace tres horas.

-¡No tratéis de engañarme! -dijo el hamburgués con voz de amenaza-. He de hacerle una comunicación de la mayor importancia.

-Os repito que ha partido.

-¿A dónde ha ido?

-A Tampico, donde embarcará para España.

-¿Volveréis a verla?

-Ahora vamos a reunirnos con ella.

-Le diréis que todo se ha descubierto, que Sandorf ha sido gravemente herido, y que el señor de Ventimiglia está sitiado en la torre y espera al señor de Grammont.

-Soy su mayordomo -dijo el español que había hablado-. Vuestras palabras le serán fielmente transmitidas.

-Decidle que yo soy un enviado del señor de Ventimiglia para avisarle la traición y la necesidad de que se guarde.

-¡Esa Marquesa es una mujer astuta! ¡Ha tomado sus precauciones a tiempo!

Cuando llegó al palacio del Gobernador alboreada.

Una viva agitación reinaba en la vasta plaza. Bandadas de filibusteros llegaban de todas partes arrastrando cañones, rodando barriles de pólvora y llevando larguísimas escaleras cogidas en las iglesias.

-¡Grammont es hombre de palabra! -dijo Van Stiller-. ¡Se preparan al asalto del fuerte!

Se abrió paso por entre los filibusteros que entraban y salían del palacio y subió a la sala que daba a la plaza, en la que vio a Grammont discutir vivamente con Laurent y varios comandantes de naves.

Apenas le vio, el gentilhombre francés le salió al encuentro, exclamando:

-¡Por fin! ¿Qué le ha ocurrido al señor de Ventimiglia? Los dos marinos que me has enviado sabían lo mismo que yo.

-Cuando le he dejado, la guarnición del fuerte se preparaba a sitiarle, señor -dijo Van Stiller.

-¿Le han hecho prisionero? -Lo dudo, señor. Iba a atrincherarse en una estancia del torreón de Levante.

-¡Diablo de hombre! -exclamó el señor de Grammont con estupor-. ¿Se preparaba a resistir contra quinientos hombres?

-Y vigorosamente; os lo aseguro. Ya había dejado fuera de combate a uno de los comandantes del fuerte.

- ¿De algún sablazo?

-Sí, señor.

Iba a salir, cuando algunos cañonazos retumbaron hacia el puerto.

-¿Qué significa eso? -se preguntó deteniéndose-. ¿Habrán comenzado nuestros hombres al ataque sin esperarnos?

-Yo os lo diré, señor -dijo Van Stiller.

-Esos cañonazos son de El Rayo.

-¿También es de la partida la nave del Corsario Negro?

- Sí, señor; he enviado un aviso a Morgan.

-¡He ahí una potente ayuda, con la que no contaba!

Y volviéndose hacia los oficiales que llenaban la sala, gritó:

-¡Veamos, señores! ¡El ataque ha empezado!

Las bandadas de filibusteros se habían ya reunido en la península en cuya extremidad se erguía el fuerte de San Juan de Ulúa, y se habían preparado para dar el asalto a las torres de Poniente, las cuales aparentaban menor solidez que las que daban a la bahía de Veracruz.

Los españoles, apercibidos contra las intenciones de sus adversarios, habíanse reconcentrado en la plataforma.

Apenas había despuntado el día cuando los filibusteros, armados tan sólo de pistolas y sables de abordaje, comenzaban a avanzar bajo la dirección de Laurent y de Grammont.

Grammont y Laurent, de acuerdo con Wan Horn, que se había encargado de vigilar la ciudad para impedir una sublevación por parte de los habitantes, habían decidido asaltar el formidable castillo por dos partes a la vez, para dividir a la guarnición.

El primero, pues, debía dar vigorosamente el asalto, mientras el segundo, que tenía menos hombres, debía limitarse a distraer a los defensores y a amenazar a los torreones que daban hacia el mar.

Eran las siete cuando las fuerzas de Grammont llegaron a un tiro de fusil de los bastiones de Poniente.

Los españoles se habían agrupado en buen número detrás de los muros, decididos a oponer una desesperada resistencia y a dejarse matar antes que rendirse.

Por la parte del mar sólo dejaron algunas escuadrillas para hacer frente a El Rayo, cuyos cañones tronaban sin descanso, derribando las almenas y muros que servían de protección a las grandes piezas de artillería.

Al aparecer las primeras avanzadas de los filibusteros de Grammont, la artillería de gran calibre de los españoles había abierto un fuego infernal batiendo a la explanada que se extendía ante las torres de Poniente, y tronchado los árboles que daban refugio a la vanguardia.

En vez de responder los filibusteros se habían limitado a dispersarse entre las plantaciones; pero después de cada descarga se apresuraban a ganar diez o quince pasos, para volver a tenderse en el suelo.

Aquella maniobra, ideada por Grammont, evitaba muchas pérdidas porque era rara la bala de los artilleros españoles que hacía blanco.

Cuando los filibusteros llegaron a unos trescientos metros de los fosos de los bastiones, la cosa tomó un cariz bastante desfavorable para ellos.

La artillería ligera entró en escena tirando con metralla, y aquellas nubes de fragmentos metálicos limpiaban la llanura de filibusteros.

Grammont se puso en pie, gritando:

-¡Al asalto!… ¡El Corsario Negro nos espera!…

Un alarido inmenso, salvaje estalló entre los asaltantes:

-¡A la carga!

Los cuatrocientos hombres que constituían el ejército del gentilhombre francés se lanzaron adelante llevando los escaleras, y animándose con espantoso clamoreo.

No había más que trescientos metros que recorrer para llegar a los fosos; pero eran trescientos metros al descubierto.

El fuego de los españoles redoblaba. Por los bastiones, por las aspilleras, por las almenas de las torres, la artillería tronaba con ensordecedor “crescendo”.

Las balas, las granadas y la metralla caían por doquier, haciendo grandes destrozos entre los asaltantes. Descargas violentísimas de mosquetería se sucedían sin cesar.

A pesar de los gritos de sus jefes, los filibusteros vacilaban. Algunos, más audaces, habían llegado a los fosos y alzado las escaleras; pero no se atrevían a subir por ellas ni a afrontar el infernal tiroteo que sembraba la muerte por doquier.

-¡Adelante! -gritó Grammont poniéndose al frente de un destacamento de bucaneros-.

¡El Corsario Negro está allí!

Se lanzó con sin igual audacia, e hizo tender sobre el foso un puente volante. Una descarga de metralla cayó sobre los que le seguían, y el destacamento se diseminó como un castillo de naipes.

Los otros no le habían seguido. Se sentían impotentes para el asalto de aquellas inmensas torres coronadas de soldados resueltos a defenderse hasta el último momento y protegidos por formidable artillería.

San Juan de Ulúa parecía inexpugnable hasta a los más valientes.

En aquel momento una nueva tropa de filibusteros se precipitó en la explanada.

Eran los hombres de Laurent. Rechazados a su vez se apresuraron a reunirse con la banda de Grammont, con la esperanza de tener mejor éxito por aquel lado.

Aquel socorro infundió un valor desesperado en las tropas del gentilhombre francés.

Bajaron a los fosos, plantaron las escalas y se lanzaron al asalto, intentando alejar a los españoles a fuerza de bombas lanzadas a mano.

¡Vanos esfuerzos! Los defensores apartaron las escalas, que cayeron al foso, y lanzaron sobre los asaltantes calderas de agua hirviendo, mientras la artillería seguía barriendo la explanada.

La partida parecía perdida ya.

Los dos capitanes de la filibustería, con un destacamento de hombres elegidos, intentaron todavía un esfuerzo supremo; pero a su vez se vieron obligados a retroceder para no dejarse matar por aquella tempestad de hierro y fuego.

De repente, agudos gritos estallaron tras las últimas bandas. Eran alaridos de mujeres y clamores de hombres espantados, aterrorizados.

-¿Qué ocurre? -grito Grammont-. ¿Acaso la población ha huido y nos ataca por detrás?

Reuniendo cincuenta hombres aguerridos, se lanzó a la retaguardia, mientras Laurent intentaba reorganizar las bandas para rechazar a la guarnición del fuerte, caso de que intentaran una salida.

Un extraño e inesperado espectáculo se presentó a los ojos del gentilhombre francés.

Cuatro o cinco docenas de frailes y monjas avanzaban entre gritos y lamentos, llevando largas escalas. Detrás de ellos y a sus lados marchaba un centenar de filibusteros, armas al brazo, jurando y amenazando.

-¿Qué vienen a hacer aquí estos frailes y estas monjas? -preguntó Grammont estupefacto.

-Ha sido una idea de Morgan -¿De Morgan? ¿Ha desembarcado de El Rayo?

-Ha llegado ahora mismo. -¿Y qué piensa hacer con esos religiosos?

-Los envía para que pongan escaleras en las fosas.

-¿A los frailes?…

-Y confía en que los españoles suspenderán el fuego. Son demasiado religiosos para matarlos. {3}

-Yo creo que el Gobernador de San Juan de Ulúa no los respetará, y desde ahora compadezco a esos desgraciados.

Frailes y monjas, a pesar del espanto que los dominaba, avanzaron a través de la explanada llevando las escaleras. En vano pidieron gracia y trataron de enternecer a sus guardianes con lamentos y quejas desgarradoras. Viéndolos avanzar, los españoles suspendieron por un momento el fuego; vacilaban en exterminar a tanto infeliz.

-¡Perdonadnos! -gritaban las monjas levantando los brazos a los soldados del fuerte.

-Gracia!… ¡No hagáis fuego!… -añadían los frailes.

Aquel momento de vacilación duró poco.

El Gobernador del castillo comprendió el infernal proyecto de los filibusteros.

Decidido a defenderse y a economizar pérdidas a su guarnición mandó seguir haciendo fuego contra los religiosos y sus guardianes, causando grandes estragos en unos y otros.

Las bandas reorganizadas por Grammont y Laurent, aprovechando aquel descanso, se habían lanzado a la última explanada.

Una tremenda rabia los animaba. Sin cuidarse del horrendo fuego de los españoles, se precipitaron en los fosos con maravilloso empuje.

Los españoles arrojaban sobre ellos balas y piedras y hacían fuego con sus mosquetes, pues ya era inútil la artillería, y los acometieron con albardas y espadas. Pero nada detenía a los filibusteros, que llegaron al fin a los primeros bastiones.

La obstinada resistencia de la guarnición y las gravísimas pérdidas sufridas los habían enfurecido. Cuantos enemigos caían en sus manos eran despiadadamente degollados. Rechazados los españoles, huyeron hacia las últimas torres, tratando de contrarrestar el ímpetu de los filibusteros con las culebrinas emplazadas en las terrazas. La artillería de El Rayo los obligó por fin a huir a refugiarse en los patios interiores.

Grammont y Laurent asentaban sobre aquellos desgraciados toda la artillería de la fortaleza, y les intimaron la rendición.

De quinientos que eran habían quedado reducidos a doscientos, que en su mayoría estaban heridos. El Gobernador y los principales oficiales habían muerto heroicamente en las terrazas de las torres.

Intentar la lucha, hubiera sido inútil locura, y con la muerte en el corazón se rindieron y arriaron el gran estandarte de España que tan valientemente habían defendido.

Van Stiller, que había combatido siempre al lado de Grammont, se volvió hacia el gentilhombre, diciéndole:

-¡Vamos a buscar al Corsario Negro, señor! ¡Aquí ya no hay nada que hacer!

- ¿Crees que viva todavía?

-Y estoy convencido de que sigue atrincherado en el torreón de Levante.

- ¡Te sigo, bravo hamburgués! -dijo Grammont-. ¡Veremos si tu endiablado capitán ha podido resistir a la guarnición entera del fuerte!

- No dudo de ello, señor.

Mientras los filibusteros desarmaban a los prisioneros, el hamburgués y el gentilhombre francés se dirigieron hacia el torreón cuya almenadura había sido desmantelada por la artillería de El Rayo. En la base de la escalera y que conducía a la plataforma hallaron un cadáver.

-¡Yo conozco a este hombre! -dijo el amburgués inclinándose.

-¿Es acaso el que os trajo aquí? -preguntó Grammont.

- No, señor; es Diego Sandorf.

- ¿El flamenco que debía hacer preciosas revelaciones al Corsario?

-Sí, señor de Grammont. Ha recibido una estocada del Capitán.

-¡Tremendo acero el de Ventimiglia!

Bajaron la estrecha gradería, encaminándose al interior de la torre.

A los pocos escalones encontraron otro cadáver; era el de un sargento español.

- He aquí otro que ha recibido una estocada en mitad del pecho -dijo Van Stiller-.

El Capitán no ha respetado ni a este pobre diablo.

Llegados al final de la escalera se encontraron ante una puerta blindada.

-¿Estarán encerrados aquí? -se preguntó Van Stiller.

Alzó el fusil que llevaba en la mano y golpeó furiosamente la puerta. Ésta cedió pronto, pues no estaba cerrada por dentro.

-¡Truenos de Hamburgo! -Exclamó Stiller secándose algunas gotas de sudor-. ¡No hay nadie aquí!

-¿Le habéis encontrado? -preguntó en aquel momento una voz.

El señor de Grammont y el hamburgués se volvieron, y vieron a Morgan, que bajaba precipitadamente la escalera seguido de algunos marineros de El Rayo.

- ¡Parece que no está aquí el Corsario! -repuso el hamburgués con desaliento.

Amartilló el fusil y se lanzó resueltamente en la vasta cámara, seguido por el señor de Grammont y por Morgan.

- ¡Truenos y rayos! -exclamó-. ¡El Corsario ha desaparecido!

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