CAPÍTULO VIII

LA CAZA DE “LA ALHAMBRA”

En aquella amplia estancia debía de haber ocurrido una lucha tremenda, desesperada.

El pavimento, y hasta las paredes, estaban salpicadas de sangre, y acá y acullá se veían espadas y alabardas destrozadas, yelmos despedazados, hachas melladas, barras de hierro torcidas, jirones de tela y plumas rotas.

En un ángulo yacían dos cadáveres con el cráneo deshecho; en otro vieron un sargento español con el pecho abierto de un formidable hachazo, y junto a la aspillera que daba al mar, otros dos muertos.

El amburgués y sus compañeros con una sola mirada se aseguraron de que entre aquellos cadáveres no estaba ninguno de los amigos que buscaban.

-¿Los habrán cogido vivos? -se preguntó Van Stiller.

-¿Qué opináis, señor Morgan?

- Yo creo que, si se han dejado hacer prisioneros, los encontraremos en alguna torre del castillo.

-¡Con tal que no los hayan matado! -dijo el señor de Grammont.

-Los habrían dejado aquí -repuso Morgan.

En aquel momento oyeron que una voz débil murmuraba:

- ¡Tengo sed!

Aquella voz había partido del ángulo más obscuro de la estancia… Morgan se lanzó hacia aquel sitio.

Otro soldado yacía detrás de algunos barriles: tenía el traje manchado de sangre, que manaba en abundancia de la herida que había recibido.

Era un joven imberbe, de facciones delicadas, casi un niño. Tenía un sablazo en el costado derecho.

Al acercarse Morgan, alargó la diestra para coger una espada que se encontraba al alcance de su mano.

-¡Deja esa arma, joven! -le dijo Morgan.

-No pensamos hacerte ningún daño.

-¿No son filibusteros? -pregunto el joven soldado con débil voz.

-Sí; pero no hemos venido a matarte.

-Creía que queríais vengar al Corsario Negro.

-Hemos venido a buscarle.

-Ya está lejos -murmuró el sargento.

- ¿Qué quieres decir? -le preguntó el señor de Grammont, que también se había acercado.

- Que ha sido llevado lejos.

-¿A dónde?

El soldado indicó con la diestra la aspillera que daba al mar.

-¿Quieres decir que ha sido embarcado? -preguntó Morgan palideciendo.

El español hizo un signo afirmativo con la cabeza.

¡Truenos de Hamburgo! ¡Explícate! -dijo el señor de Grammont con voz amenazadora.

El soldado trató de incorporarse, murmurando:

- ¡Dadme de beber! ¡Dadme de beber… antes!

Van Stiller cogió de su cinturón un frasquito casi lleno de agua abundantemente mezclada con ron de Jamaica, y se lo entregó al herido, el cual lo vació ávidamente, en tanto que Morgan con su faja de seda detenía la sangre que aún corría lentamente por la herida.

-¡Gracias! -murmuró el español.

-¿Puedes ahora hablar? -le preguntó Grammont.

-¡Ya me siento mejor!

-Explícate, pues, ¡Ardo en impaciencia!

-Como so he dicho, el Corsario Negro ya no está en San Juan de Ulúa -dijo el herido-. Está en el mar, a bordo de un navío español que se dirige a Cuba, para ser entregado al Duque Flamenco.

-¡A Wan Guld! -exclamaron los tres.

-Sí; a Wan Guld.

-¡Por Plutón y Vulcano! -gritó Morgan.

-¡Mientes! -dijo Grammont-. ¡Cuando yo dada el asalto al frente, el Corsario debía de estar aquí!

-No, señor -repuso el español-. Y además, ¿para qué mentir? ¿No estoy en vuestras manos? Engañándoos, no salvaría, ciertamente, la vida.

-Sin embargo, poco antes de que llegase El Rayo y abriese fuego contra el castillo, el Corsario Negro estaba en esta torre -dijo Van Stiller.

-Eso es cierto -repuso el español-. Se había encerrado en esta estancia en unión de un marinero llamado Carmaux y de un negro de gigantesca estatura. Nuestro primer asalto para apoderarnos de ellos fue inútil; pero cuando oímos los cañonazos de El Rayo renovamos las tentativas, resueltos a que cayesen en nuestro poder.

“Aprovechando un pasadizo que los filibusteros ignoraban, caímos sobre ellos, empeñando un desesperado combate.

“El Corsario Negro y sus dos compañeros se defendieron terriblemente y mataron a varios de los nuestros; pero al fin fueron vencidos por el número, desarmados y reducidos a la impotencia.

“El Rayo bombardeaba entonces el torreón, y vuestros hombres asaltaban el bastión de Poniente; pero nos quedaba libre la vía del Septentrión.

“El gobernador, adivinando el objeto del ataque, hizo embarcar a los prisioneros en una chalupa que estaba oculta en la escollera, bajo buena escolta los hizo conducir a las lagunas ante las cuales estaba en crucero un navío español en espera de órdenes.

-¿Cómo sabes eso? -preguntó Morgan.

-Todos conocían ese proyecto del Gobernador para arrebataros al Corsario Negro.

-¿El nombre de esa nave? -preguntó Morgan.

-“La Alhambra”.

-¿La conoces tú?

-He venido de España en ella. -¿Es una nave de guerra?

-Y muy velera.

- ¿Cuántos cañones tiene? -Una docena.

- ¡La alcanzaremos! -dijo Morgan volviéndose hacia el señor de Grammont.

-Confirmemos antes estas noticias, Morgan -dijo el gentilhombre-. Tenemos centenares de prisioneros; interroguemos a alguno. Acaso sepamos algo más.

Llamó a algunos filibusteros, a quienes confió el herido para que le curasen, y salió, seguido por Morgan y Van Stiller.

La noticia de que el Corsario Negro no había sido hallado en el castillo se había propagado por entre los filibusteros, enfureciéndolos hasta el punto de hacer temer que dieran muerte a los prisioneros españoles.

Fue necesaria toda la autoridad de Grammont y de Laurent para refrenar su cólera e impedir una general degollina.

Las noticias dadas por el joven español resultaron exactas. Interrogados por separado muchos oficiales, todos convinieron en afirmar que el Corsario Negro, tras una lucha encarnizada, había sido hecho prisionero en unión de sus dos compañeros y embarcado a bordo de una chalupa que le condujo a “La Alhambra”.

-No nos queda más que un recurso, querido Morgan -dijo el señor de Grammont, volviéndose al lugarteniente de El Rayo-: embarcarnos sin pérdida de tiempo y dar caza al navío español.

-Eso es lo que haré, señor -repuso el inglés-. ¡Aunque tuviese que combatir contra la escuadra entera de México, salvaré al caballero de Ventimiglia!

-Pongo a vuestra disposición hombres y cañones.

-No los necesito señor de Grammont. El Rayo está formidablemente armado y

tripulado por ciento veinte hombres que no temen a la muerte.

-¿Cuándo os haréis a la mar?

-Ahora mismo, señor. No quiero que esa nave gane demasiado camino. Si llegase ya habría muerto, porque el Duque no le perdonaría.

-El Rayo es un buen velero, señor de Grammont, y llegaremos a tiempo de evitarlo.

-¡Cuidáos de los malos encuentros!

-¡No les temo! ¿Cuándo partiréis vos, señor?

-Lo más tarde, mañana, que embarcamos todos para las Tortugas. Hemos sabido que un grueso ejército español avanza a marchas forzadas para sorprendernos en Veracruz, y no queremos esperarle.

-Parto, señor.

-¡Una palabra! Diréis al Corsario que el saqueo de la ciudad ha producido seis millones de piastras, más otros dos que pediremos por el rescate de los prisioneros. Yo le reservaré la parte que le corresponde.

-Ya sabéis que el Corsario Negro no tiene amor al dinero y que su parte la cede a su tripulación.

-Lo sé; a él le basta la venganza. ¡Adiós Morgan; espero volver a veros muy pronto!

Cuba no está lejos de las Tortugas.

Se estrecharon la mano, y el inglés dejó el fuerte en poder de los filibusteros que lo saqueaban, y volvió a la ciudad en unión de Van Stiller y de cincuenta hombres de El Rayo.

Cuatro embarcaciones le esperaban en el muelle.

Los filibusteros embarcaron, y, atravesado el puerto, alcanzaron a El Rayo, que estaba al pairo en el extremo del dique, en la proximidad del faro.

Apenas llegó a bordo, Morgan dirigió a la tripulación estas palabras.

-Nuestro capitán está en poder de los españoles, y navega a estas horas por el golfo de México para ser entregado a su mortal enemigo el Duque flamenco, el asesino del Corsario Rojo y del Corsario Verde. Deseo que me ayudéis en la difícil empresa que voy a intentar para salvarle de una muerte cierta. ¡Que cada cual cumpla con su deber como valiente!

Un grito inmenso de furor acogió aquel triste anuncio.

-¡Vamos a salvarle! -gritaron todos.

-Es lo que quiero intentar -repuso Morgan-. ¡Romped filas, y a la caza sin perder tiempo!

Pocos minutos después El Rayo levaba anclas.

Una vez fuera del puerto, Morgan puso la proa directamente al Este para llegar ante todo al Cabo Catoche, entre Yucatán y las costas.

El viento era favorable, y el mar estaba tranquilo. Había, pues, esperanza de alcanzar en breve tiempo las ‘costas de la isla llamada Perla de las Antillas, caer sobre Cárdenas antes de que llegase “La Alhambra” y prepararle una emboscada ante el puerto.

-Llegaremos a tiempo -dijo Morgan a Van Stiller, que le interrogaba-. La nave española no debe de llevarnos más de veinticuatro horas de ventaja; una verdadera miseria para nuestro Rayo.

-Me han dicho que “La Alhambra” es muy velera.

-No podrá nunca competir con El Rayo.

-¿Y si llegásemos después?

-¡Asaltaremos a Cárdenas, y la entregaremos a las llamas! ¡Si matasen al Corsario, ningún habitante eludirá nuestra venganza! Estoy seguro, sin embargo, de entrar en puerto antes que “La Alhambra”, o de capturarla en alta mar.

-¿Y ese condenado Duque?

-¡Esta vez no escapará, Van Stiller! ¡Aunque tuviese que entregar al hierro y al fuego todas las costas septentrionales de Cuba, libraré para siempre al caballero de Ventimiglia de su mortal enemigo.

-Tiene extraña suerte ese hombre. Ya es la tercera vez que el Capitán le tiene bajo la punta de su espada y, sin embargo, se le escapa. ¡Diríase que Belcebú le protege!

-También la fortuna se cansará de serle propicia -dijo Morgan-. ¡Ya es hora de que muera!

-¡Le colgaremos del más alto gallardete del palo mayor!

-¡Sí, Van Stiller!

Ojos y catalejos escrutaban atentamente el horizonte buscando en él un punto que indicase la presencia de “La Alhambra”. Pero fueron pesquisas inútiles, porque cayó la noche sin que ningún navío fuese descubierto en ninguna dirección.

Como hombre prudente, Morgan no encendió los fanales reglamentarios. La tripulación de “La Alhambra”, hubiera podido verlos, sospechando la presencia de alguna nave lanzada sobre su rastro, y cambiar de ruta.

El día siguiente pasó sin que ocurriera nada nuevo, como varios otros días más, no obstante la atenta vigilancia de los marineros. ¿Acaso la nave adversaria había derivado mucho hacia el Norte para engañar a sus perseguidores, o se había dirigido hacia el Sur manteniéndose cerca de la costa?

Fuera como fuese, El Rayo dobló el cabo Catoche sin haberla visto.

La travesía del estrecho de Yucatán se realizó sin malos encuentros, y veinte horas después, empujada por un fresco viento del Oeste, la nave corsaria daba vista al cabo San Antonio, que es el más occidental de la isla de Cuba.

Era aquel el momento en que debían comenzar los verdaderos peligros, que exigían redoblar la vigilancia a bordo de El Rayo. Las costas septentrionales de la isla estaban ya en aquella época muy frecuentadas por las naves españolas, por lo cual los gobernadores

de la Habana mantenían continuamente una escuadrilla en los contornos de la capital para impedir cualquier golpe de mano por parte de los filibusteros.

No era difícil en aquellas aguas encontrar naves de alto bordo poderosamente armadas y tripuladas por personal numerosísimo y aguerrido, y por eso Morgan, que no lo ignoraba y que no quería perder tiempo en inútiles combates, tomó sus medidas para evitarlo.

Fue una carrera espléndida, maravillosa, dirigida con suma pericia por aquel hábil lugarteniente, que más tarde debía conquistar tanta fama como marino y como bucanero.

El Rayo, cargado de velas hasta el juanete de contramesana, no obstante la violencia de los golpes de viento, peligrosos hasta para las naves mejor equilibradas, pasó casi inadvertido ante los barcos de guardia que hacían el crucero en la Habana, y huyó rápidamente de la caza que quiso darle una nave de alto bordo, a quien pronto dejó muy atrás.

Dos días después Morgan viró bruscamente hacia el Sur, y se puso al pairo a menos de tres millas de Cárdenas, casi a la entrada de la amplia bahía formada por los cabos Hicanos y Cruz del Padre.

-Ahora se trata de saber si “La Alhambra” ha entrado ya en puerto, o si aún está en el mar -dijo Morgan al hamburgués.

-Tengo buena vista, señor lugarteniente -repuso Van Stiller-; pero no me parece ver ninguna nave en la bahía.

-Estamos muy lejos, y la costa es tan sinuosa que es difícil poder descubrirlas, aunque las haya.

-¿Y cómo haremos para saber si “La Alhambra” está aquí?

-Se hace una visita a la ciudad

-contestó tranquilamente Morgan.

-¿Queréis bromear, señor?

-¿Por qué, valiente hamburgués?

-¿Y los españoles? Se dice que hay aquí fortines muy bien armados.

-Se evitan.

-¿De qué modo, señor?

-Son las siete -dijo Morgan mirando el Sol, próximo a ocultarse tras el faro de Matanzas, enorme cono rocoso que aparecía aislado al Oeste-. Dentro de una hora las tinieblas envolverán el mar, y todo estará negro. ¿Quién puede distinguir una chalupa?

-¿Iremos a Cárdenas en chalupa?

-Sí; y tú irás a tierra, valiente hamburgués.

-¿Y qué debo hacer? -Interrogar a cualquiera para saber si Wan Guld está aquí y ver si “La Alhambra” ha entrado en el puerto.

-Eso es sencillísimo, señor.

-Pero puede costarte el pellejo.

-¡Bah! Es aún muy duro; y, además, ya estarán dispuestos los cañones de El Rayo en caso de apuro.

-No faltarán para apoyarte, si hay peligro. Elige a tus hombres y prepárate a partir.

-¿Y si “La Alhambra” no hubiese llegado aún?

-Saldremos a su encuentro. -Voy a hacer mis preparativos, señor.

-¡Date prisa! La nave que buscamos puede llegar de un momento a otro.

-Dentro de dos o tres horas estaré de vuelta.

Mientras el hamburgués elegía a los hombres que debían acompañarle en aquella peligrosa expedición, el Sol desaparecía rápidamente tras el faro de Matanzas, y la noche comenzaba a cerrar.

Apenas había comenzado el reinado de las tinieblas, cuando el homburgués abandonó el puente de la nave, seguido por ocho hombres elegidos de entre los más valientes y más hábiles remeros que la tripulación.

Una ballenera, chalupa rapidísima, estrecha y muy ligera, había sido botada al agua a estribor de El Rayo.

-Os recogeré en el cabo de Hicanos -dijo Morgan, que se había inclinado por la borda-. ¡Sed prudentes, y cuidad de que no os cojan!

-Dejaré en paz a los españoles -repuso Stiller.

Se sentó a popa en la barra del timón e hizo seña a sus remeros de que bogasen con rapidez.

El Rayo entretanto había puesto Popa al viento y corría ya hacia el cabo Hicanos, pues por aquella parte había de entrar “La Alhambra”, a menos que estuviera en el puerto.

La bahía de Cárdenas es una de las más amplias que se encuentran en la isla de Cuba.

En la parte meridional se encuentra la ciudad de Cárdenas.

Servía, no obstante, de punto de escala a los navíos costeros porque estaba a poca distancia de La Habana y casi frente a La Florida, entonces colonia española.

La chalupa, protegida por las tinieblas, atravesó velozmente la bahía, a la sazón desierta, y atracó en el muelle sin que nadie la percibiese.

La primera cosa que vieron los filibusteros fue una gran nave de tres palos anclada frente a la ciudad, una kagala, a juzgar por su forma.

Tenía plegadas las velas, como si esperase la marea alta o viento favorable para tomar el mar.

-¡Truenos de Hamburgo! -exclamó al verla Van Stiller-. ¡Si El Rayo llega a entrar en puerto, hubiera hecho una buena presa! ¿Qué hace aquí esta nave?

-Querido hamburgués -le dijo un marinero-, me asalta una sospecha.

-¿Cuál, Martín?

-Que los españoles nos esperan aquí.

-¿Y es la presencia de esta nave lo que te hace suponer?

-Sí, Van Stiller.

-Pues bien, ¿quieres que te diga una cosa, Martín? Soy de tu parecer.

-En tal caso, alguien habrá dado noticia al Gobernador de La Habana de la captura del Corsario Negro -dijo otro marinero.

-Cierto -repuso Van Stiller.

-¿De qué modo?

-No lo sé. No han tenido más que un medio.

-¿Cuál?

-Que “La Alhambra” haya tocado en La Habana.

-¿Y que en vez de aquella nave, el Gobernador haya enviado este navío?

-Sí -repuso el amrburgués. -¡Mal negocio para nosotros! -dijo Martín.

-Sin embargo, veo en la orilla una barca de pescadores que se acerca.

-¿Iremos a abordarlos?

-Sí -dijo resuelto Stiller-. Pero cuidad de que no se os escape una palabra italiana, ni francesa, ni inglesa. Debemos hacernos pasar por españoles que vienen de La Habana o de Matanzas.

-¡Punto en boca nosotros! -dijo Martín. -Te dejaremos hablar a ti, que hablas el español como un verdadero castellano.

La barca de pesca, que debía de haber entrado en el puerto después de anochecer, ya sólo distaba cuatrocientos metros, y maniobraba con intento de pasar por entre el navío y la ballenera.

Era un pequeño esquife de un solo palo y con una vela latina, como las españolas, tripulada por media docena de pescadores. Van Stiller, que deseaba abordarla antes de que tocasen tierra, les cortó hábilmente el camino, intimidándolos a que se pusieran al pairo.

Viendo que la ballenera iba tripulada por hombres armados, los pescadores no vacilaron en obedecer, creyendo tal vez que pertenecían a la nave de alto bordo.

-¿Qué queréis, señor comandante? -preguntó el timonel lanzando un cabo a la ballenera.

-¿Venís de muy lejos? -preguntó el hamburgués, tratando de disimular su acento tudesco.

-Sí, comandante.

-¿Habéis visto alguna nave?

-Nos ha parecido ver un navío hacia el cabo Hicanos.

-¿Era de guerra?

-Al menos, lo parecía -repuso el pescador.

-¿De cuántos palos?

-De dos.

-¡Han visto El Rayo! -pensó el hamburgués contrariado.

Y añadió en alta voz:

-No debe de ser el que esperamos. ¿Conocéis a “la Alhambra”?

-¿La corbeta?

-Sí -dijo Van Stiller.

-¿No ha llegado aún?

-Nadie la ha visto.

-¿Y sigue aquí el Duque de Wan Guld?

- Está a bordo de esa fragata; pero ¿no pertenecéis a ese navío?

-Nosotros hemos llegado de Matanzas con órdenes de aquel gobernador para su Excelencia el Duque.

-A bordo le encontraréis.

- Creía que la fragata habría ya partido.

-Está completando sus provisiones, pues debe ir a La Florida, y además, se dice que espera a una nave ya señalada por el Gobernador de La Habana.

-¿Será “La Alhambra”?

-No lo puedo asegurar, señor; pero tal vez sea. Se dice que trae a un capitán filibustero muy famoso.

-¡Truenos de Hamburgo! -murmuró Van Stiller-. ¡Gracias! ¡Voy a abordar la fragata!

Cuando vio que los pescadores se alejaron volvió a virar de bordo y se dirigió hacia el cabo Hicanos, donde le esperaba El Rayo.

-¡Remad de prisa! -dijo a sus hombres-. ¡Vamos a jugarnos la última carta!

-Tus sospechas eran fundadas, hamburgués -dijo Martín-. “La Alhambra” ha tocado en La Habana.

-¡Sí, y ese bandido de Wan Guld sabe ya que el Corsario ha sido hecho prisionero y que se lo traen aquí! ¡Si no caemos sobre “La Alhambra”, el caballero corre peligro de seguir el mismo camino que sus hermanos!

-¡El Rayo se comerá a esa nave de un bocado!

-¿Y si nos ataca también la fragata? Haría falta abordar a “La Alhambra” en alta mar, o lo bastante lejos para que no se oyese el cañoneo.

-¡Morgan es hombre que no se deja coger en una trampa; vale tanto como el señor de

Ventimiglia!

-¡Basta, parlanchín, y duro al remo! Los minutos son preciosos.

La ballenera corría como un pez, saltando ágilmente sobre las ondas que entraban a través de los islotes desparramados por la embarcadura del puerto.

Aún no habían pasado tres cuartos de hora desde que el hamburgués interrogó a los marinos, cuando ya la ballenera llegaba junto a la extremidad de la península que forma el cabo Hicanos.

El Rayo estaba allí al pairo, vigilando la entrada del puerto y, con la proa vuelta hacia Poniente, como si se preparase a correr hacia su señor y abrirle su prisión con un terrible espolonazo.

- ¡Ohé! ¡Un cable! -gritó el hamburgués.

- ¿Buenas noticias? -grito Morgan inclinándose sobre la borda.

-¡Preparáos a partir, señor! -repuso el hamburgués-. ¡Vamos a ser cogidos entre dos fuegos!

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