CAPÍTULO X

LA VENGANZA DE WAN GULD

Si la nave española se encontraba en mala situación bajo los tiros de la filibustera, tampoco los corsarios estaban precisamente sobre un lecho de rosas.

La corbeta podía detenerse, hacer frente al enemigo que la seguía, y acaso aguantar hasta la llegada de la fragata, que ya había señalado su presencia con algunos disparos.

Las olas, que engrosaban a cada momento y que cada vez eran más impetuosas, debían favorecerla haciendo difícil el abordaje.

Morgan comprendió en seguida el peligro, y adivinó el audaz proyecto del comandante español.

-¡No hay que vacilar! -dijo e! hamburgués. Si el huracán nos coge, debemos renunciar a la esperanza de salvar al Corsario y buscar un refugio! ¡Aquí nos encontramos en peligro de naufragar y entre dos fuegos!

Subió a la encapilladura del palo mayor.

Los fanales de la fragata lucían en el y tempestuoso horizonte; pero no se podía

juzgar con exactitud a qué distancia se encontraba la nave.

-Esperemos un relámpago -murmuró-, y tomaremos una decisión.

- Está, lo menos a ocho millas

- dijo-. Antes que llegue aquí, pasará una hora y en sesenta minutos pueden hacerse muchas cosas.

Bajó rápidamente, se lanzó al puente de órdenes, y empleando el portavoz para dominar el fragor de las aguas, gritó:

-¡Fuego de andanada!… ¡Prontos al abordaje!.. .

La corbeta estaba entonces a unos seis o setecientos metros de El Rayo, y se disponía a virar de bordo para huir de la isla del Pequeño Pino que se le presentaba a estribor.

De repente los dos grandes cañones de caza de la filibustera retumbaron simultáneamente, y cogiendo a la nave adversaria de costado, le arrancaron las amuras de babor y estribor.

- ¡Más alto, a la arboladura!

- gritó Morgan, que a la luz de un relámpago había podido ver los efectos de la primera descarga.

La corbeta, perjudicada sólo en la obra muerta, viró casi en redondo, y contestó con una andanada de sus cuatro piezas de estribor, tocando a la filibustera cerca de la flotación.

-¡Ah! ¡Contesta vigorosamente!

- exclamó Morgan-. ¡Mis artilleros! ¡Destrozad la arboladura, y la abordaremos!

¡El Corsario Negro está allí!

El cañoneo comenzó por ambas partes con igual vigor, no obstante las violentísimas sacudidas que sufrían ambas naves a causa de las crecientes oleadas.

Corsarios y españoles parecían no preocuparse gran cosa del huracán; sólo atendían a destrozar la nave enemiga, para luego aniquilarse mutuamente.

La corbeta, inferior por su artillería, se defendía desesperadamente; pero llevaba la peor parte; las piezas de caza de la filibustera, hábilmente manejadas, la cubrían de hierro, acribillando la cubierta y el castillo de proa y rompiendo gallardetes, velas y cabos en gran número. Los filibusteros, ansiosos por abordarla, no le dejaban un momento de tregua, y cada vez atacaban con mayor furia, resueltos a apoderarse de ella antes de que llegase la fragata del duque flamenco.

Diez minutos después, con una andanada troncharon el palo mayor y la detuvieron en mitad de su carrera la caída de aquel coloso, truncado casi por la base por una bala de treinta y seis, alteró gravemente su equilibrio y la inclinó a estribor.

Era el momento esperado por Morgan.

-¡Al abordaje! -gritó.

La corbeta, ya sin dirección, iba a través de las aguas, amenazando encallar en los bancos de la isla del Pequeño Pino. La tripulación no había renunciado aún a la defensa y

continuaba disparando cañonazos.

-¡Atención! -gritó Morgan, que llevaba el timón-. ¡Firmes!

El Rayo, aunque combatiendo por las aguas, se acercaba a la pobre corbeta, impotente ya para huir.

De repente sobrevino un choque espantoso. El Rayo había pasado un bauprés por entre las jarcias del trinquete de la nave enemiga y, empujado por las aguas, la había embestido con tal violencia, que le rompió varias cuerdas de babor.

Mientras los gavieros lanzabas los garfios de abordaje para unir las dos naves y evitar nuevos choques, Morgan, a la cabeza de los filibusteros, se había lanzado a la toldilla de

“La Alhambra”, gritando:

-¡Rendíos!

Los españoles subían entonces a cubierta de las baterías. A la intimación del filibustero contestaron con un grito de guerra:

-¡Viva España!

-¡Adelante! -gritó Morgan.

Los filibusteros llegaban por todas partes; salieron de cubierta, se lanzaron al castillo de proa, subieron por las jarcias y cayeron desde los gallardetes del trinquete y del mayor.

En medio de la lluvia que caía sobre las dos naves, se empeñó una lucha feroz.

El agua se mezclaba con la sangre y corría entre los pies de los combatientes, hasta por los agujeros de desagüe.

El choque de los filibusteros había sido tan impetuoso que obligó a los españoles, inferiores en número, a replegarse confusamente hacia el castillo de proa, en el que emplazaban un cañón.

Mientras sus hombres se preparaban a expugnar aquel puesto, Morgan, seguido del hamburgués y de algunos fieles, se lanzó al entrepuente desierto.

Con algunos hachazos derribó la puerta del cuadro, y se precipitó por la escalera abajo, gritando:

-¡Caballero!.. . ¡Señor de Ventimiglia.. .

Una voz conocida de él se oyó tras la puerta de un camarote.

-¡Por cien mil diablos! ¿Sois vos, señor Morgan?

-¡Carmaux! -exclamó el hamburgués lanzándose sobre la puerta con furia tal, que la arrancó de golpe.

-¡Despacio, amigos! -gritó Carmaux-. ¡No vayáis a hacerme pedazos! ¡Encended una luz!

-¿Dónde está el Capitán? -preguntó Morgan.

-¡En el camarote de al lado, con Moko!

-¿Libres?

-¡Atados, señor!

-¡Encended una luz!

Mientras algunos marineros libertaban a Carmaux, Morgan y los otros echaron abajo la puerta del camarote contiguo.

El Corsario y Moko yacían en el suelo estrechamente amarrados y sujetos a una gruesa argolla de hierro. El señor de Ventimiglia lanzó un grito:

-¡Mis hombres!

-¡Pronto, caballero! -exclamó Morgan-. ¡Vamos a ser atacados por una fragata!

-¿Y esta nave?

-Ya es nuestra.

-¿Y mi Rayo?

-Aún puede sostener otras luchas.

-¡Dadme una espada!

-¡He aquí la mía, señor! -dijo Morgan.

-¡Venid!

El señor de Ventimiglia se lanzó a la escalerilla y subió a cubierta.

-¡A mí, hombres del mar! -gritó.

Un alarido salido de cien pechos le respondió:

-¡Viva el Capitán!

La batalla había terminado a bordo de la corbeta. Los españoles impotentes para resistir el formidable asalto de los filibusteros, se habían rendido entregando las armas.

Si la nave había sido conquistada, no por eso había desaparecido el peligro para El Rayo.

La fragata del Duque se acercaba amenazadora en medio de las aguas que la asaltaban por todas partes. Con su inmensa arboladura, aquella masa enorme causaba espanto a la luz de los relámpagos.

Los más audaces filibusteros, viéndola doblar la punta extrema de la isla del Pino, no habían podido contener un grito de terror.

-¡Sangre y exterminio! -exclamó Morgan palideciendo-. ¡Creo que va a sonar nuestra última hora!

El Corsario no era hombre que dejara a los suyos tiempo de impresionarse.

-¡Abandonad la corbeta! -gritó.

- ¿Y los prisioneros? -preguntaron algunos.

- ¡Abandonadlos a su suerte! ¡La nave se estrellará en las escolleras!

-¡En retirada! -ordenó Morgan. Los filibusteros no vacilaron.

-¡A la maniobra! -gritó el Corsario-. ¡Pronto!

El Rayo se separó de la corbeta en el momento en que la popa de ésta iba a chocar contra una escollera.

-¡A vuestros puestos! ordenó el Corsario.

-¡Señor dijo Morgan, que estaba junto al Corsario-, es imposible escapar!

-Lo veo -repuso tranquilamente el señor de Ventimiglia-. ¿Quién manda esa nave?

-El Duque, señor.

-¿El asesino de mis hermanos?

-El mismo, caballero.

-¡Y yo iba a huir, cuando ese hombre viene a asaltarme! ¡Hombres de mar!

¡Venganza para el Corsario Rojo y para el Verde! ¡El hombre que les dio muerte está delante de vosotros! ¡Al abordaje!

-¡Sí, venganza o muerte! -gritaron todos.

-¡Pues sea! -dijo Morgan-. ¡Con estos hombres acaso se puede hacer un milagro!

El Corsario Negro empuñaba el timón, teniendo a su lado a Carmaux, Van Stiller y el negro.

Aquel enemigo, insecuestrable no podía escapársele, como en Maracaibo y en Veracruz.

El huracán le envolvía, y bajo sus pies estaban los abismos del golfo de México, prontos a tragárselo, como se habían tragado ya los cadáveres del Corsario Rojo y del Verde.

Parecía un genio infernal, o el holandés maldito del barco fantasma.{5}

Sus ojos, cada vez que un relámpago rasgaba la obscuridad, se dilataban y se clavaban en la cubierta de la nave adversaria, tratando de encontrar a su enemigo mortal.

Sentía por instinto que el viejo flamenco debía de hallarse allí junto al timón, y que también le buscaba.

Ya El Rayo había llegado a unos quinientos pasos de la fragata, sin que de una ni de otra parte se hubiera disparado un cañonazo, cuando entre las dos naves aparecieron dos inmensas olas luminosas.

Corrían la una contra la otra con las crestas chispeantes. Parecía como si entre ellas corriesen arroyos de plomo fundido o de azufre líquido.

Al verlas, un grito de terror estalló en la tripulación filibustera. Hasta Morgan había palidecido.

-¡Los dos Corsarios han subido a flote! -exclamó Carmaux santiguándose-. ¡Vienen para presenciar la muerte de su asesino!

-¡Y la nuestra! murmuró Morgan.

Las dos olas se habían encontrado precisamente junto a El Rayo, embistiéndose

confusamente con fragor de trueno; y se habían separado corriendo a lo largo de la nave como dos torrentes de fuego.

En el mismo instante un relámpago horrible desgarró las tinieblas, iluminando con siniestra luz a las dos naves enemigas.

El Corsario Negro y el duque flamenco se habían visto. Entrambos tenían la misma terrible mirada.

Aquella lívida luz sólo había durado unos segundos; pero fueron bastantes para que los dos formidables adversarios se viesen y se comprendieran.

Dos gritos partieron de ambos barcos.

-¡Fuego! -había gritado el Corsario.

-¡Fuego! -había gritado el flamenco.

Las dos naves dispararon simultáneamente.

La lucha había empezado entre el fragor de la tempestad; lucha tremenda y sin cuartel.

La fragata parecía un volcán. Sus baterías atestadas de cañones, vomitaban sin cesar torrentes de balas y de granadas lanzaban huracanes de metralla; pero los filibusteros no estaban inactivos.

Cada vez que una ola los elevaba sus cañones retumbaban con horrendo estrépito, y sus balas no eran todas perdidas.

El agua entraba por los tragaluces e invadía las baterías. Pero ¿qué importaba? Las dos naves no se detenían por eso; antes bien, corrían una contra otra, impacientes por destruirse y abandonar sus despojos al abismo.

El Corsario Negro y el viejo flamenco las guiaban, y aquellos dos hombres habían jurado echar a todos a pique con tal de desahogar su cólera.

Sus voces, igualmente poderosas, resonaban sin cesar entre los aullidos de la tormenta y el estampido de la artillería, gritando:

-¡Fuego!

-¡Fuego!

El viejo flamenco ya no quería huir de su rival; por el contrario, le buscaba. Se le veía siempre en el timón, con sus blancos cabellos sueltos al viento, con los ojos llameantes, rígido como el Corsario, con las manos agarrotadas en la rueda.

-¿Le ves? -preguntó Carmaux al hamburgués, mientras brillaba un relámpago.

-Si -respondió Van Stiller.

-¡Parece un genio infernal!

-¡Que destila la muerte por los ojos!

-¿Qué van a hacer estos dos hombres?

-¡Mandarnos a todos al infierno!

-¡Yo ya he recomendado mi alma!

-¡No abandonemos al Corsario!

-No, amigo Stiller, suceda lo que suceda, no le dejaremos; y si ese siniestro viejo llega hasta nosotros, le costará caro. ¡Moko!

-¿Qué quiere el compadre blanco? -preguntó el negro.

-Cuida al Capitán.

-No le abandonaré ni aun durante el abordaje.

-¡Cuida tú del Duque!

El negro levantó una pesada hacha, que manejaba como si fuera un fusil.

-¡Esta es para él! -dijo-. ¡Vengaré al Capitán!

Entretanto las dos naves continuaban su loca carrera cañoneándose furiosamente. Las balas caían por doquier destrozándolas sin piedad.

La fragata, más pesada y menos manejable, cabeceaba espantosamente y amenazaba sumergirse a cada instante. El Rayo a su vez saltaba por encima de las olas como un inmenso pájaro marino, siempre disparando con creciente furia.

Ya por dos veces había descargado sus cañones de babor, destrozando el puente de la fragata y haciendo cruel estrago entre los arcabuceros, que se habían reunido en la cubierta preparados para el abordaje. Había roto el bauprés de la fragata, derribando el castillo de proa y causando graves daños en la cubierta, no sufriendo en cambio más que ligeras averías.

A cien pasos ya las dos naves, elevadas a la vez por una ola gigantesca, se habían ametrallado mutuamente. El efecto fue desastroso para ambas. El trinquete de la filibustera, tronchado a la altura de la cofa, se había derrumbado sobre cubierta, arrastrando en su caída el pequeño mastelero y haciendo dar a la nave un espantoso bandazo.

Terribles alaridos respondieron a aquellas descargas.

-¡No nos queda más que morir en el puente del enemigo! -había dicho Carmaux-.

¡Aquí acaba el Corsario Negro!

Carmaux se engañaba; aún no se había terminado .El señor de Ventimiglia con un golpe de timón había levantado su nave, y aprovechando una ráfaga furiosa, la había lanzado contra la fragata, que ya no se podía gobernar.

Entre los gritos de terror de los españoles y los últimos disparos de la artillería resonó una voz potente:

-¡Hombres del mar! ¡Al abordaje!

Una ola levantó a El Rayo y lo lanzó contra la nave enemiga. La proa, afilada como un espolón y a prueba de choques, penetró en el costado izquierdo de la fragata, abriendo un inmenso boquete y quedando empotrada en él.

El Corsario había abandonado el timón y se lanzaba hacia proa gritando con la

espada en la mano:

- ¡A mí, hombres del mar!

Los filibusteros corrían por todas partes gritando como demonios.

Entre las olas que barrían los puentes mugiendo, entre los escombros que deshacían las filas de los combatientes, y los choques y golpes que sufrían ambas naves, se empeñó una lucha homérica.

Los esfuerzos del Corsario Negro se estrellaban contra aquel obstáculo. Su espada hería sin descanso; pero cada hombre que caía era sustituido por otro, que hacía frente con serena intrepidez.

-¡Adelante! -gritaban todos-. ¡Adelante!

A la cabeza de treinta o cuarenta hombres, atacó Morgan a los españoles de costado para llegar al entrepuente, donde pensaba hallar al Duque; pero también por allí encontró una resistencia tan tenaz, que tuvo que replegarse hacia El Rayo.

De repente, cuando el agua hacía irrupción con el fragor del trueno a través del inmenso boquete de la fragata, una voz estentórea gritó:

- ¡Morid todos!

Los combatientes se detuvieron un momento. Todos miraron a popa.

Allí, erguido cerca de la rueda del timón, con los cabellos enmarañados y la larga barba flotando al viento, estaba el Duque en espantosa actitud. Con una mano oprimía la culata de una pistola, y con la otra, una antorcha encendida y humeante.

-¡Morid todos! -repitió el viejo con voz terrible-. ¡La nave vuela!

El Corsario había hecho ademán de lanzarse sobre su mortal enemigo y clavarle la espada en el corazón; pero Moko le cogió entre sus robustos brazos y le levantó como una pluma.

-¡A mí, Carmaux! -gritó.

El terror clavó a los combatientes sobre las tablas que iban a abrirse bajo el estallido del polvorín. Moko saltó la borda y se precipitó al mar sin abandonar a su capitán.

Dos hombres cayeron al mar detrás de él: Carmaux y el hamburgués.

Mientras una ola enorme los empujaba entre espumas, una luz vivísima iluminó las tinieblas, seguida de un horrible estruendo que repercutió largamente en los ámbitos del mar.

Cuando el Corsario y sus compañeros volvieron a flote, la fragata, deshecha, desmenuzada, desaparecía en los abismos del canal de La Florida.

A una gran distancia El Rayo completamente desarbolado, corría a través de las olas, arrastrado hacia el Atlántico por la corriente del Gula-Stream.

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