CAPÍTULO XI

LOS NÁUFRAGOS

Pasado el primer momento de estupor, y digámoslo también, de terror, el negro y Carmaux se habían dedicado a buscar un madero para no ser envueltos por las ondas que los asaltaban por todas partes, ora levantándolos, ora precipitándolos locamente en los abismos.

Viendo pasar a breve distancia un trozo de cubierta capaz, no ya para cuatro, sino para veinte personas, el negro y Carmaux se asieron a él.

El Corsario y Van Stiller se debatían a poca distancia luchando fatigosamente contra las aguas.

-¡Tomad esta cuerda! -gritó Carmaux, lanzándoles un trozo de amarra todavía atada al leño-. ¡Tenéos firmes!

Diestramente lanzada, la cuerda cayó entre los dos nadadores. Aferrarla estrechamente y alcanzar la improvisada almadía, fue cuestión de pocos instantes para el Corsario y su compañero.

-¡Aquí, señor! -dijo Carmaux ayudando al caballero-. Sobre este madero acaso podremos resistir hasta que termine el huracán.

Apenas estuvo en salvo, el Corsario había mirado hacia el Este. Parecía tranquilo, pero sus ojos revelaban una viva inquietud que no podía disimular.

- Buscáis El Rayo, ¿verdad, capitán? -preguntó Carmaux, que se le había acercado.

-¡Sí! -repuso suspirando el señor de Ventimiglia-. ¿Qué habrá sido de mi nave?

-La he visto dirigirse hacia el Atlántico.

-Está desarbolada, ¿verdad?

-Sí, capitán; la explosión debe de haber arrancado hasta el palo mayor.

-¡Entonces está perdida! -dijo el señor de Ventimiglia con voz sorda.

-El fuego había también estallado a bordo.

- Si fuera así, lo veríamos.

-Creo, señor, que alguna isla o alguna escollera la oculta.

-¡No sé lo que daría porque se salvase! ¿Habéis visto a Morgan en el momento en que la fragata iba a volar?

-Había vuelto de nuevo a bordo de El Rayo -dijo Van Stiller.

- ¿Estás seguro de eso?

-Sí, capitán; le he visto en el castillo de proa, cuando alentaba a sus hombres a

intentar de nuevo el asalto.

-Si se ha librado de la explosión, acaso El Rayo pueda salvarse –dijo el Corsario-.

Morgan es un hombre que sabe encontrar mil recursos.

-Tal vez no haya otro marino más hábil que él.

-¡Si al menos pudiese volver a recogernos! -dijo Carmaux-. Debe de habernos visto tirarnos al mar.

-No contemos con él en estos momentos -dijo el señor de Ventimiglia.

-¿Cuál será, entonces, nuestra suerte? ¿Adonde iremos a parar?

-No me preocupa eso por ahora -dijo el Corsario-. Fiemos en el viento y en las aguas.

Además, las costas de La Florida no están lejos, y acaso podamos alcanzarlas.

-¿Tendremos más suerte que los otros?

El Corsario no contestó. Apoyado en Moko, se había puesto de rodillas y escrutaba atentamente el horizonte, clavando la mirada en el tenebroso Atlántico.

¿Buscaba entre sus ondas el cuerpo del Duque, o intentaba descubrir a su Rayo?

Probablemente ambas cosas.

A la vívida luz de los relámpagos veían las islas y las escolleras; pero El Rayo parecía haber desaparecido entre aquellas olas monstruosas que ya se habían tragado la gigantesca nave española con todos sus tripulantes.

-¡No se ve nada! -dijo Carmaux con un suspiro-. ¡Deben de haber muerto todos!

-¡El Duque ha vendido cara su vida! -dijo el hamburgués-. ¡Ese hombre debía ser fatal para los filibusteros!

-Pero, por fin, duerme en estas aguas donde se hallan sus víctimas, y yo te aseguro que no volverá a flote. Los hermanos del Capitán han logrado su venganza.

-¡Qué hombre tan terrible, Carmaux! ¡Me parece verle aún erguido sobre el puente, con los ojos rebosantes de odio, sus largos cabellos blancos flotando al viento y con la antorcha en la mano.

-¡Un momento que jamás olvidaré en mi vida, hamburgués! -¡Y qué horrible estruendo!…

¡Aún me suena en el cerebro! -¡Quién sabe cuántos de los nuestros habrán colado con los españoles! -¡Pobres españoles!

En aquel momento se oyó gritar al Corsario:

-¡Allí! … ¡Allí!… ¡Mirad!. .. ¡El Rayo!…

Carmaux y Van Stiller se pusieron en pie como movidos por un resorte.

En el tenebroso horizonte, a una gran distancia, se veía distintamente una gigantesca llamarada. Ora parecía tocar las nubes, ora bajar a los abismos del mar, más brillante que al principio y lanzando al aire nimbos de chispas y nubarrones de humo de sangriento reflejo.

-¡Mi nave!… ¡Mi Rayo!… -murmuraba con sollozante voz-. ¡Se pierde!… ¡Morgan!

… ¡Sálvala!…

El viento y las aguas la paseaban por el Atlántico, acaso para tragársela después.

-¡Truenos de Hamburgo! -exclamó Van Stiller enjugándose algunas gotas de sudor frío que corrían por su frente-. ¡Está perdida!

-¡Acaso logre salvarse! -dijo Carmaux.

-¡Irá a estrellarse contra las islas, o se la tragará el Atlántico.

-¡No desesperemos aún, hamburgués! Nuestros hombres no son de los que se desaniman, y no se dejarán sorber por las aguas sin sostener ruda lucha.

-Pero, con le fuego que los rodea, es imposible que puedan evitar el desastre.

-¡Calla!…

-¿Qué oyes?

En lontananza se oyeron algunas detonaciones. ¿Era El Rayo que pedía socorro, o estallidos de los barriles de pólvora?

-Señor -dijo Carmaux-, ¿qué ocurrirá a bordo de nuestra nave?

El Corsario no contestó. Se había echado sobre los maderos con la cabeza entre las manos, como si hubiese querido ocultar la emoción que le embargaba.

-¡Llora por su nave! -dijo Carmaux y Van Stiller.

-Sí -repuso el hamburgués.

-¡Qué desastre! ¡No podía ser más completo!

-¡Dejemos a los muertos y pensemos en nosotros, Carmaux! ¡Corremos un grave peligro!

-Ya lo sé, hamburgués.

-Si no salimos de estas escolleras, las olas estrellarán contra ella este madero y a nosotros.

-¿No podemos intentar nada?

-¿Has visto la costa?

-Sí; hace poco, a la luz de un relámpago.

-No debe de estar muy lejos, ¿verdad, Carmaux?

-Cinco a seis millas.

-¿Lograremos alcanzarla?

-Veo que las islas de los Pinos han desaparecido. Eso quiere decir que las olas y el viento nos llevan a tierra.

-¡Si pudiésemos desplegar un trozo de tela!

-Nos faltaría un remo para dirigir el madero. Dejemos que el viento y las aguas nos

lleven a su capricho.

-¿Y luego, Carmaux?

-¡Eso es lo que me espanta, hamburgués! Luego, ¿qué será de nosotros? ¡Ea; confiemos en Dios y en nuestra buena estrella!

Afortunadamente, había salido del laberinto de las islas; así que ya no corrían, al menos por el momento, el peligro de ser estrellados contra alguna punta de roca.

Pero hasta en aquel vasto canal formado por las costas meridionales de La Florida y las islas de los Pinos, Sombrero, Alligator y otras, el mar seguía tempestuosísimo.

Monstruosas olas coronadas de espuma corrían de Sur a Norte con furia increíble, atropellándose confusamente, rompiendo con estruendo tal, que simulaban disparos de varias docenas de piezas de artillería.

El madero, a pesar de sus continuas oscilaciones, seguía avanzando hacia la costa. A los primeros albores, Carmaux y Van Stiller vieron de nuevo aquella tierra, que para ellos representaba, al menos momentáneamente, la salvación.

Ya sólo distaba tres o cuatro millas, y siendo muy baja, parecía que no debía de presentar peligro alguno para los náufragos.

-Señor -dijo Carmaux, arrastrándose hacia el Corsario, que estaba echado al lado del gigantesco negro-, estamos cerca de la costa.

El señor de Ventimiglia se levantó y miró la costa que se delineaba a menos de ochocientos metros.

-No hay nada que hacer -dijo-. Dejemos que nos lleven las olas.

-El choque será tremendo.

-La playa es baja, Carmaux. Estad prontos a lanzaros al agua apenas este madero toque la arena.

-¿Será tierra firme, o alguna isla grande? -preguntó Van Stiller.

-Es La Florida -repuso el Corsario-. Las islas las hemos dejado al Sur.

-Entonces, tendremos que habérnoslas con los salvajes. Me han dicho que hay muchos y muy feroces en estas tierras -dijo Carmaux.

-He aquí los primeros bancos -dijo Moko, que, siendo el más alto, podía verlos mejor que los demás.

-No abandonéis esto hasta que yo os lo ordene -dijo el Corsario-. Cuando toquemos fondo de transportar por las olas.

- ¡Truenos de Hamburgo! -exclamó el hamburgués, que sentía ponérsele carne de gallina al ver romper las olas con furor contra la playa-. ¡Ya me parece sentirme despedazado en las escolleras!

-No tenemos dónde elegir, viejo mío -dijo Carmaux.

-O tentar la suerte, o dejarnos ahogar.

- ¡Atención! -gritó el Corsario-. ¡Teneos firmes!

Una ola que había cogido el madero, lo empujó hacia adelante. El madero, se inclinó casi hasta volcarse, crujió estruendosamente haciendo tambalear a los pobres náufragos, y descendió con rapidez prodigiosa.

Se oyó un crujido, y luego un choque tan violento, que los cuatro filibusteros se sintieron saltar en alto. Un trozo de cubierta se separó pero el resto siguió incólume.

Cogido por una nueva y más enorme oleada, fue de nuevo lanzado hacia tierra.

-¡Listos a saltar! -gritó el Corsario.

-¿Ya? preguntó Carmaux, a quien la espuma ahogaba.

-¡Fuera todos!

La ola que pasaba los llevó fuera, mientras la almadía se destrozaba con estrépito en un bajo o en una escollera.

Los cuatro filibusteros, revueltos entre la espuma, rodaron por la arena del fondo, y fueron con un último empujón lanzados a la playa.

-¡Huíd! -gritó el Corsario, viendo venir encima de ellos otra ola.

Carmaux y sus compañeros, aunque a tropezones, salieron corriendo, y fueron a caer ante algunos árboles, fuera del alcance de los golpes de mar.

-¡Por cien mil navíos! -exclamó Carmaux-. ¡Esto se llama tener suerte! ¡Veremos si en adelante continúa protegiéndonos la buena estrella!

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