CAPÍTULO XII

LAS COSTAS DE LA FLORIDA

La Florida, a cuyas orillas el viento y las aguas habían empujado a los cuatro filibusteros, es una gran península que se destaca del continente de América Septentrional, prolongándose unas trescientas ochenta millas entre el mar de las Antillas y el Atlántico.

Aún hoy día es una de las más notables y populosas de la Unión Americana. En aquella época era un país absolutamente salvaje que inspiraba terror a los navegantes, a pesar de que los españoles habían logrado fundar algunas ciudades a lo largo de las costas orientales y occidentales.

El Septentrión y al centro de La Florida hay todavía una inmensa floresta, interrumpida tan solo por pequeñas cadenas de montañas que se prolongan hacia el Noroeste.

El descubrimiento de aquellas tierras se debe a una extraña leyenda.

Ponce de León, uno de los más emprendedores exploradores españoles, había oído

contar a los indios de Santo Domingo, de Puerto Rico, que en una península situada al Septentrión de la Perla de las Antillas había una fuente maravillosa que tenía la increíble propiedad de rejuvenecer a las personas.

El explorador, ya muy entrado en años y lleno de achaques, prestó fe a tal leyenda, y decidió ir en busca de la fuente milagrosa.

Organizó una expedición en 1512, y zarpó con rumbo al misterioso país, decidido a conquistarlo. Las fabulosas riquezas descubiertas en México, en el Perú y en Venezuela no habían de faltar tampoco en aquella tierra.

El crédulo español navegó, pues, hacia el Septentrión y descubrió la región deseada, a la cual designó con el nombre de Florida por la maravillosa belleza de las flores que cubren sus márgenes.

Interrogó a los indios que encontró acampados en aquellas landas, y, comprobaba por las referencias de los naturales del país la existencia del manantial milagroso, se lanzó audazmente al interior, descubriendo así el continente americano; pero no el agua con la cual se prometía una eterna juventud.

Después de Ponce de León, más viejo y achacoso cada vez y quebrantado por las penalidades arribó a aquellas playas Velázquez de Aylen, en 1515; pero los indios degollaron a su tripulación, y le obligaron a embarcarse más que de prisa.

En 1517, Narváez, uno de los conquistadores de México, habiendo oído hablar de las prodigiosas riquezas de La Florida, existentes tan sólo en la exaltada imaginación de algunos aventureros invadió aquellas regiones al frente de seiscientos hombres, y cayó con todos los suyos, vencido por las flechas y las mazas de aquellos indios indomables. Tres solamente pudieron escapar del exterminio y, después de una marcha de las más extraordinarias, llegó a México atravesando sucesivamente el Mississippi, la Luisiana y Texas.

A este intento sucedió otro más.

Los españoles organizaron una nueva expedición al mando de Fernando de Soto, uno de los más intrépidos compañeros de Pizarro, el famoso conquistador del Perú.

Se componía de doce naves tripuladas por mil doscientos hombres con doscientos caballos, mucha artillería y veinte sacerdotes que debían encargarse de civilizar a los indios.

Aquella numerosa tropa, la más numerosa hasta entonces, penetró en el interior, recorrió luchando incesantemente la Georgia, la Carolina, la Alhabama y el Missouri, y volvió a La Florida sin capitán, muerto de fiebre en Arkansas, y reducida a sólo doscientos hombres extenuados de hambre y de fatiga.

Hasta 1565 no lograron los españoles establecerse definitivamente en La Florida, bajo la dirección de Méndez de Ávila, el fundador de San Agustín, que es aún hoy día una de las principales ciudades de aquella región, y someter a aquellos indios, cuyos descendientes debían más tarde dar tanto quehacer a los Estados Unidos.

El Corsario y sus compañeros se habían dejado caer ante un grupo de altísimos pinos.

Estaban tan rendidos por aquella última lucha de más de cuatro horas, que no podían tenerse en pie. Además, padecían hambre y sed.

- ¡Mil truenos! -exclamó Carmaux, que se tocaba los costados para asegurarse de que no se habían hundido sus costillas-. ¡Me parece imposible estar vivo! ¡Librarse primero del cañoneo, después de la explosión y, por último, de la tormenta, es demasiada fortuna para nosotros!

- ¡Con tal de que no estemos al principio de nuevas tribulaciones! -dijo Van Stiller.

-Lo importante por ahora es haber llegado aquí vivos sin ningún miembro roto, querido hamburgués.

-Y sin armas, ¿verdad?

-Yo tengo mi cuchillo, y el Capitán no ha perdido su puñal de “misericordia”.

-Nosotros tenemos también nuestros cuchillos -dijeron el hamburgués y Moko.

-Entonces, no hay nada que temer.

-Ya veremos lo que haces con tu cuchillo cuando encontremos a los indios -dijo el hamburgués-. ¿Sabes que estas tribus tienen una pasión loca por las chuletas humanas?

- ¿Lo dices por asustarme?

-No, Carmaux. Me han asegurado quien ha estado en estas playas que los indios se comieron al capitán Pluma-Blanca y a su tripulación. ¿Le conocías?

-¡Por Baco! ¡Un valiente que no temía ni al Diablo!

- Y que ha terminado asado a la parrilla como un beefteak.

-¡Me cuentas unas cosas que me ponen carne de gallina, viejo mío! ¡No me parece éste el momento más oportuno para lúgubres pronósticos!

-Lo he dicho para quitarte de la cabeza algunas ilusiones. Te anuncio, querido Carmaux, que aún no han acabado nuestras tribulaciones.

- El compadre blanco tiene razón -dijo Moko-. Los habitantes de estas tierras se comen a los hombres que el mar lanza a la playa.

-Entonces, hay que tener alejados a esos señores que no respetan la piel ni la carne de los blancos.

-Ni a los negros -dijo riendo el hamburgués.

-¡Bah- ¡Morir aquí o en otra parte es igual!

-No te digo que no; pero morir a la parrilla y tener por féretro el vientre de un salvaje, me parece un tanto fuerte. ¿Qué opina el compadre Saco de Carbón?

-Digo que ya es hora de dejar los estómagos indios y de pensar en los nuestros.

-¡He ahí un consejo de sabio! -dijo Carmaux-. Voy notando que el mío reclama, por lo menos, la cena que no tuvimos tiempo de hacer ayer noche.

-Yo no veo más que pinos por aquí -dijo Van Stiller.

-Bajo estos árboles acaso podremos encontrar algo aprovechable. Compadre Saco de Carbón, ¿quieres que vayamos a ver? Van Stiller se quedará de guardia con el Capitán.

-¡Vamos! -dijo el negro, armándose de una gruesa rama.

Mientras se preparaban a recorrer el bosque que ante ellos se extendía, el Corsario Negro había trepado a una roca de doce metros de altura.

Sin duda, trataba de descubrir su nave, que el huracán había empujado hacia el Atlántico.

-¡Cuida de él! -dijo Carmaux al hamburgués.

-¡Pobre Capitán! ¡Temo que no vuelva a ver su valiente nave!

-¡Como yo temo que no volveremos a ver más las Tortugas! -repuso tristemente el hamburgués.

-¡Oh! ¡Aún no hemos muerto, Van Stiller!

El filibustero, que no perdía nunca su buen humor, ni aun en las más graves circunstancias, se armó de un nudoso bastón y entró resueltamente en la floresta, seguido por el negro.

Los pinos, que son innumerables en las partes meridionales de La Florida, crecen generalmente en terrenos arcillosos, blancos, compactos, impenetrables al agua, resbaladizos y cubiertos de capas de frutos descompuestos acumulados durante siglos.

Carmaux y su compañero, después de haber recorrido unos trescientos metros, se detuvieron a escuchar.

-¿No ves nada, compadre Saco de Carbón? -preguntó Carmaux.

-No veo más que cinco voladores -dijo el gigante, que observaba atentamente el tronco de los pinos-. Están muy buenos; pero son difíciles de coger.

-¡Que en este país haya pájaros que vuelen -exclamó Carmaux-, no me asombra; pero que haya micos voladores, me parace demasiado!

-Pues puedes verlos, compadre. ¿Ves aquel pino que se eleva sobre los demás?

Carmaux miró a la planta señalada, y tuvo que confesar que el negro no inventaba absolutamente nada. Entre las ramas del gigantesco vegetal había en efecto, bastantes micos voladores que se divertían en dar carreras de un árbol a otro.

Tenían el tamaño del topo común, con la piel grisplateada por el lomo y blanca por debajo; las orejas, pequeñísimas y negras; el hocico, rosado, y la cola, muy larga. Aquellos ágiles animales tenían a los costados unas membranas que se unían a las patas posteriores, y que al abrirse les permitían dar saltos de cuarenta y cincuenta pies.

Más que volar, parecían deslizarse como peces.

-¡Nunca había visto nada parecido! -dijo Carmaux, que seguía con estupor sus movimientos-. ¡Lástima que no tengamos un fusil!

-Renunciemos a esa comida -dijo el negro-. No está a nuestro alcance.

-¿Has descubierto algo más? -¡Calla!

-¿Has oído algo?

-¡El graznido de un águila! -¡No serán nuestros bastones los que la cojan, compadre!

¡Vamos a buscar otra cosa!

-¡Es el graznido de un águila pescadora, compadre blanco!

-¿Y qué?

-Que en su nido encontraremos nuestra colación.

-¿Una fritada?

-Acaso, y de buenos peces. -¿Y no nos sacará los ojos tu águila?

-Se espera a que vaya a pescar. ¡Ven, compadre blanco; sé dónde hacen los nidos!

El negro, que miraba a lo alto espiando la cima de los pinos, comenzó a andar por entre las raíces que serpenteaban en todas direcciones, y fue a detenerse en una altísima planta de diversa especie que crecía casi aislada en medio de una plazoleta. Era un hickroys (o sea nogal negro), planta que alcanza dimensiones enormes, muy rica de hojarasca, y que produce un fruto de muy mediana calidad. Da una madera negra muy apreciada en construcción por los ebanistas.

En una de sus mayores ramas se veía una especie de nido de seis pies de largo por ocho de ancho, formado con ramas hábilmente entrelazadas, cuyos instersticios estaban cerrados con musgo y hojas secas.

En la base del árbol había despojos de peces corrompidos que exhalaban un pestilente olor, el cual hizo taparse las narices al buen Carmaux.

-¿Es ese el nido de tu águila? -le preguntó al negro.

-Sí -repuso el gigante.

-No veo a sus propietarios. -¡He aquí el macho que llega! Vuelve de la pesca.

Un ave de extraordinarias dimensiones revoloteaba por encima de los pinos describiendo amplios círculos, que poco a poco se reducían.

Era un águila que medía, lo menos, tres metros de largo, y cuyas alas desplegadas alcanzaban siete u ocho.

Tenía el dorso negro y la cabeza y la cola blancas. Las garras eran poderosas, y el pico llevaba un pez muy grande, todavía vivo, porque se le veía debatirse desesperadamente.

-¡Qué pajarraco!-exclamó Carmaux.

-Es muy peligroso -añadió el negro-. Las águilas pescadoras no temen a nadie, y asaltan al hombre intrépidamente.

-¡No quisiera entrar en relaciones con ese pico, compadre Saco de Carbón!

-Esperemos a que se vaya.

-¿Tendrá pequeñuelos en el nido?

-Sí -repuso el negro-. ¿No ves estas cáscaras de huevo color café?

-¡Y de buen tamaño!

-Pues indican que los pequeños han nacido.

-¡Los dejaremos a dieta, compadre!

Después de haber revoloteado algún tiempo sobre los pinos, como para asegurarse de que no había enemigos, el águila cayó sobre el nido.

El negro, que escuchaba atentamente, oyó en lo alto los gritos de los aguiluchos. El padre habíales abandonado su presa, y los pequeños festejaban a su progenitor.

-¡Preparate a trepar por el árbol! -dijo a Carmaux-. Si tardamos no hallaremos nada de ese pez!

El águila había vuelto a elevarse. Giró todavía algún tiempo sobre el árbol, y partió velozmente en dirección al mar.

Los dos filibusteros se agregaron de un salto a las ramas inferiores de la planta, y ayudándose el uno al otro, alcanzaron rápidamente el nido.

Era una plataforma construida con bastante solidez para sostener a un hombre sin hundirse; estaba llena de restos de peces y de plumas, y ocupada por dos aguiluchos del tamaño de dos capones. En medio de aquellos detritus, además del pez dejado por el padre, había otros dos de la especie de las palamides, de algunos kilogramos de peso.

Los dos pequeños, viendo aparecer al negro, se había lanzado violentamente contra él, piando y tratando de herirle en los ojos; pero Moko no se cuidaba de ellos.

Entregó a Carmaux los peces, diciéndole:

-¡Baja pronto! ¡Puede sorprendernos!

Iba a matar de un golpe a los dos aguiluchos, cuando vio una gran sombra proyectarse sobre el nido, y oyó un grito furioso.

Levantó la vista, y vio venir encima un águila de mayores dimensiones que la primera. Era la hembra que acaso vigilaba en la cima de algún pico mientras el macho pescaba.

-¡Compadre! -gritó sacando su cuchillo-. ¡Deja los peces, y sígueme.

Abandonó el nido, y se dejó resbalar hasta la bifurcación de las ramas, para apoyarse en el tronco y no correr peligro de ser lanzado a tierra de un aletazo.

Carmaux le había seguido, tirando los peces a tierra.

-¡Por Baco! -exclamó el filibustero-. ¿Está “hidrófoba” esta águila?

-¡Ten cuidado con los ojos!

-¡No temas; los defenderé; me hacen mucha falta!

El águila se había posado en el árbol, e intentaba pasar por entre las ramas para caer sobre los filibusteros. La desmesurada longitud de sus alas no se lo permitía fácilmente.

Gritaba, ahuecaba las plumas y picoteaba con furor.

Carmaux y Moko tiraban cuchilladas a ciegas, tratando de herirla en el pecho o en la ala.

Visto que no podía atacarlos al frente, el pajarraco giró alrededor del árbol, y encontrando un hueco entre las ramas, pasó por él, agarrándose desesperadamente al tronco.

De un picotazo destrozo la casaca de Carmaux y de un aletazo por poco tira al negro.

-¡Duro, compadre! -gritó Carmaux amparándose tras una rama.

Apoyado sólidamente en el tronco el negro con la mano izquierda asió al enfurecido volátil por un ala, y con la otra le dio una cuchillada en el pecho.

Iba a repetir el golpe, cuando el águila con una desesperada sacudida se libró de la mano del negro, elevándose hasta el nido.

Gotas de sangre caían a través de las hendiduras de la plataforma a lo largo del tronco del árbol.

-¡Huyamos! -gritó Moko-. ¡El macho está quizás para llegar!

-¡No tengo ningún deseo de encontrármelo! -dijo Carmaux.

Recogidos los peces, echaron a correr metiéndose por lo más tupido del pinar y escondiéndose entre un espeso follaje.

-¡Condenados pajarracos! -exclamó Carmaux secándose el sudor-. ¡Nunca hubiera creído que dos hombres como nosotros tuviesen que huir ante ellos!

-Yo he visto a más de un negro perder los ojos, y hasta la nariz -dijo Moko-. Una vez yo mismo recibí un picotazo que me destrozo un hombro hasta dejar al aire la clavícula.

-¡Y yo que contaba con estos pájaros como proveedores!

-No será la última vez que les robemos su presa -dijo Moko-. Si nos detenemos aquí, vendremos a menudo a visitar su nido.

-¿Crees que haya cesado el peligro?

-Ya no veo nada.

-Entonces, volvamos al campamento, compadre Saco de Carbón.

-Y daremos una vuelta por la playa para hacer previsiones de moluscos.

Apenas habían salido de la espesura, cuando el negro se detuvo, exclamando alegremente:

- ¡Compadre, tendremos hasta fruta!

-¡Pardiez! -exclamó Carmaux-. ¡Tienes la vista de águila!¡Si seguimos así, acabarás por descubrir bizcochos!

-Si no verdaderos bizcochos, podremos encontrar algo que los sustituya.

-¿Dónde está esa fruta?

Eran enormes grandiflores, que crecen en gran número en las húmedas tierras de La

Florida meridional, y cuya fruta, refrigerante y de agradable sabor, es apetecida por los indios.

-¿Es ésa la fruta prometida? -dijo Carmaux.

-Sí, compadre.

-¡Vamos a hacer la recolección!

Saquearon el arbusto y, hecho una abundante cosecha de aquellos limones salieron del bosque y avanzaron a lo largo del sendero.

Carmaux, que además de hambre tenía sed, chupaba ávidamente la fruta, confesando que, si bien era muy rica en agua, no sabía a nada.

Poco apoco se había calmado el mar; tan sólo de cuando en cuando una ola grande rompía con estrépito en la playa, salpicando de espuma hasta los primeros árboles de la floresta.

Entre aquel oleaje se veía aparecer y desaparecer variados restos de la mísera fragata volada por el Duque. Había trozos de gallardete, bordas, puntales y crucetas. No se veían ni barriles ni cajas.

-¡Todo leña inútil! -dijo Carmaux, que se había detenido a observarlo-. ¡Si hubiese algún barril de galletas o de carne salada!…

-¡Vamos, compadre! -dijo el negro-. Veo a Stiller y al Capitán en pie sobre el escollo, que esperan nuestra colación.

Se pusieron en marcha siguiendo la playa arenosa, cubierta de algas arrancadas del fondo del mar por la resaca. Ya no distaban más que un centenar de pasos del campamento, cuando vieron súbitamente moverse ante ellos la arena, e hincharse y, por último, abrirse, dejando paso a una horrible bestia que se lanzó contra ellos mugiendo espantosamente.

-¡Cuidado, compadre! ¡Es un diablo de mar!

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