CAPÍTULO XIII

ENTRE LOS BOSQUES

Aquel monstruo, que estaba en acecho entre la arena, y que Moko había llamado diablo de mar, nombre dado por los habitantes de la costa de México y conservado aún hoy día por los colonos de La Florida, era un animal de la clase de los cepalópodos, de forma aplanada como la de las rayas, largo y ancho como la vela de una nave, de peso de un millar de kilos y con repugnante aspecto. Su piel estaba erizada de puntas aceradas bastante fuertes; su cabeza, armada con un par de cuernos parecidos a los del toro; y su cola, muy larga, y según dicen, venenosa, era cortante como la hoja de una lanza.

Este monstruo, afortunadamente raro hoy día, se oculta entre la arena, con la boca,

grande como un horno, a flor de tierra y siempre abierta, dispuesta a tragarse cuanto se le presente.

Aunque sintió helársele la sangre en las venas ante tan súbita aparición, Carmaux no había perdido la cabeza. Viendo a pocos pasos la boca del monstruo, se había apartado rodando dos metros más allá, yendo a parar a los pies del negro.

Furioso el monstruo al ver escapársele su presa, empezó a agitar la cola, lanzando a diestro y siniestro verdaderas trombas de arena.

-¡Huyamos, compadre! -gritó Moko.

En aquel momento el Corsario y Van Stiller, atraídos por sus gritos, llegaron corriendo. El primero empuñaba su puñal de “misericordia”, y el segundo, el cuchillo.

Viendo al monstruo, el Corsario se detuvo gritando:

-¡No os acerquéis! ¡Es venenoso! .. .

-¡Pongámosle al menos en fuga! -dijo Van Stiller, cogiendo un pedrusco y arrojándoselo.

-¡O tratemos de cogerlo! -dijo Carmaux.

Los cuatro filibusteros, viendo otros restos dispersos en la playa, los cogieron para apedrear a la tormenta, trataba de huir hacia el mar.

Mugía como un toro bravo, agitaba los cuernos y batía la cola, lanzando sobre sus perseguidores montones de fango.

Finalmente, con un último esfuerzo pudo alcanzar el mar y desaparecer, dejando en la superficie una mancha de sangre.

-¡Ve a encontrar a tu compadre Belcebú! -gritó Carmaux-. ¡Me ha hecho pasar tal emoción que por poco pierdo el apetito!

Volvieron a su campamento, cerca de la escollera que había servido de observatorio al Corsario, y se sentaron a la sombra de algunos pinos altísimos que crecían entre espléndidos grupos de coreopsidis amarillos con disco purpurina, anémonas de varios colores y grupos de violetas silvestres.

Recogieron leña muerta, y, habiendo conservado los eslabones, con musgo bien seco encendieron un buen fuego, sobre el cual pusieron a asar los peces robados a las águilas pescadoras.

Un cuarto de hora después los cuatro filibusteros asaltaban el asado, del que no quedaron más que las espinas.

-Y ahora,, meditemos -dijo Carmaux volviéndose hacia el Capitán-. Supongo que no pensaremos inmovilizarnos eternamente entre estas arenas, en espera del paso problemático de alguna nave. ¿Qué opináis, señor?

-Que permaneciendo aquí no tendremos ninguna probabilidad de salvarnos -repuso el Corsario.

-¿Tenéis alguna idea?

-Sé que la bahía de Ponce de León suele estar frecuentada por pescadores cubanos que van a cazar lamantinos. Iremos allá a esperarles.

-Dudo yo, capitán, que tomen a bordo de sus barcos a náufragos filibusteros. Si lo hicieren, seria para entregarnos a las autoridades de La Habana o de Matanzas.

-¿Quién podrá reconocer en nosotros a unos filibusteros? Hablad todos bien español, y podemos fingirnos náufragos españoles.

-Es cierto, capitán -dijo Carmaux-. ¡No se me había ocurrido!

-¿Y si se construyese una almadía con los restos que las olas arrojan a las playas, y fuésemos en busca de El Rayo? -preguntó Van Stiller-. Acaso haya encallado en las islas de los Pinos.

-¡No pensemos en mi nave! -dijo el Corsario suspirando-. El huracán debe de haberla llevado al Atlántico, y las ondas se la habrán tragado.

Mi enemigo ha muerto; pero ¡qué pérdida para mí! Morgan y todos mis marinos valían más que la vida de ese hombre. ¡En fin, no habléis nunca más de mi nave; dejad que se cierren las heridas!

-¿Está alejada la bahía? -preguntó Carmaux.

-A una docena de jornadas. -¿Y los indios? ¿No caeremos en sus garras?

-¡Acaso quisiera encontrarlos, aunque dicen que son feroces! -dijo siniestramente el Corsario.

-¡Encontrar a esos hombres! -exclamó Van Stiller con espanto-. ¡Guardémonos de ello, capitán!

-¿Has olvidado acaso la noche en que di muerte a Sandorf? -preguntó el Corsario.

-No -dijo Carmaux-. El flamenco había dicho que Honorata Wan Guld había naufragado en estas playas. ¡Diríase que el Destino nos ha guiado a propósito aquí!

-Ya confirmaremos lo dicho por Sandorf -dijo el Corsario-. No nos alejaremos de estos parajes sin alcanzar la caza.

-¿Qué os dice el corazón, capitán?

-¡Que Honorata ha muerto! -repuso el caballero con voz triste.

-¡Pobre Capitán! -dijo Carmaux conmovido.

-¡Aún la ama!

El Corsario había vuelto, diciendo brevemente:

-¡Partamos!

Los tres marineros se levantaron, y recogieron sus bastones y alguna fruta que había guardado para apagar la sed, en el caso de no encontrar agua dulce.

El Corsario sacó de su faja una brújula de oro que llevaba en una cadena, y consultó la dirección.

-Atravesaremos la península de las Arenas -dijo-. Así evitaremos un largo e inútil

rodeo.

La inmensa floresta estaba ante ellos, formada por pinos inmensos. No queriendo atravesarla en seguida, se pusieron a bordearla, para estar en lo posible cerca del mar.

El mar se había calmado casi por completo. Tan sólo de tarde en tarde una ola de la marea se rompía con fragor en la playa.

Multitud de aves marinas revoloteaban sobre las dunas, sin manifestar temor por la presencia de los filibusteros.

Se veían bandadas de rincopios, desgraciados volátiles que por la construcción especial de su pico están obligados a volar a flor de agua esperando pacientemente que los pececillos vayan por sí mismos a meterse en su boca, siempre abierta.

Carmaux los miraba con ávidos ojos, pensando en los suculentos asados que hubiera hecho con tanto pájaro, y a falta de fusil, intentaba derribar alguno a pedradas, en lo que perdía el tiempo en vano.

-¡Ah! ¡La cena será difícil de conquistar! -decía suspirando-. ¡Con estos bastones no haremos nada!

Después de una hora de marcha los náufragos llegaron a un playa cubierta de un estrato de helechos.

Viendo aquel amasijo de algas, Carmaux se detuvo recordando el diablo de mar.

-¿Se esconden debajo estos horribles monstruos? -dijo.

-No son tan comunes como crees -repuso el Corsario-. Es más probable que encontremos ostras.

-Y alguna fritada, señor -dijo Moko-. Veo nubes de golondrinas de mar revolotear por aquellas escolleras, y espero encontrar algunos nidos.

-Me han dicho que los huevos de esos pájaros son excelentes -dijo Van Stiller.

-Como los de la gallina -repuso el negro.

- ¡Adelante a la conquista de la tortilla! -gritó alegremente Carmaux.

Los cuatro filibusteros se lanzaron por aquella confusión de algas y fucus, oyendo bajo sus pies varias detonaciones.

-¿Qué sucede? -preguntó Carmaux-. Diríase que en medio de estas algas hay escondidas castañuelas. ¡Tac!… ¡Tif!… ¡Tum!.. . ¡Qué bonita música!…

-Son vejigas de mar- dijo el Corsario-. ¡No te inquietes, Carmaux!

El Capitán no se había engañado. Esas vejigas son verdaderos moluscos de la especie de las fisalias y de las discolabis, pertenecientes al orden de los acéfalos (sin cabeza), que la marea lanza en gran número a las playas en unión de las algas flotantes en la superficie del mar.

Descomponiéndose, se llenan de aire, y bajo la presión estallan ruidosamente.

Si se las toca con la mano, parecen formadas por materias ardientes, y dejan en los

dedos quemaduras muy dolorosas.

Atravesando aquel amplio estrato de fucus sin haber encontrado ningún diablo, llegaron a donde revoloteaban las golondrinas de mar.

Con gran estupor de Carmaux, aquellos animales, en vez de huir, cayeron sobre los filibusteros, ensordeciéndolos con agudos gritos y revoloteando en todas direcciones sin manifestar ningún temor.

Estas aves son muy audaces, y no se las espanta ni a tiros. Todo lo más, se elevan a los primeros disparos, y vuelven a volar en torno de los cazadores como si tal cosa.

Carmaux se había empeñado en derribarlas a palos; pero todos los daba al aire, porque si las golondrinas son imprudentes, tienen en cambio, un vuelo tan rápido, que es difícil alcanzarlas.

-¡Te asustarás inútilmente, compadre! -dijo Moko, que reía viendo al filibustero manejar el bastón como un endemoniado.

-Es cierto -dijo Carmaux-. ¡Parece imposible que no logre coger ni una!

-Y me parece que se burla de ti -dijo Stiller.

-¡Sí, bribonas! ¡Me vengaré en sus nidos!

-¡Mira, compadre, la playa está llena de huevos!

- ¡Con tal que no estén muy adelantados!

-Ahora, lo veremos, compadre.

En un inmenso espacio se veían pequeños nidos en forma de copa, excavados en la arena, y conteniendo cada uno de ellos dos o tres huevos amarilloverdosos con puntos obscuros, y de tamaño casi igual a los de las gallinas. Había bastantes para dos o trescientas personas.

A pesar de las protestas de los volátiles, los filibusteros se dedicaron a saquear los nidos, vaciando los huevos frescos y tirando al mar los pasados. Carmaux, sobre todo, hizo tal consumo, que afirmaba poder prescindir de la cena. Como era hombre prudente, se llenó los bolsillos, invitando a los demás, a hacer lo propio.

-¡Nos fortificarán! -decía.

-¡Lástima! -dijo Carmaux-. ¡Por lo menos la playa produce huevos!

-¡Pero ni un vaso de agua! -repuso Van Stiller.

-Tienes razón, camarada -replicó Carmaux.

-Y añado que me bebería un buen trago.

-En el bosque habrá -dijo Moko.

Orientándose con la brújula marcharon hacia la floresta a buen paso.

Aquella selva era de una belleza maravillosa.

En medio de aquellas plantas cantaban algunos papagayos. Palomas de blanca cabeza.

Con gran sentimiento de Carmaux, faltaba la caza mayor.

-¿Estaremos condenados a vivir de huevos? -preguntó a Moko-. ¡La cosa acabará por ser aburrida! ¿Qué opinas, compadre Saco de carbón?

-Ya encontraremos algo más sólido -repuso el negro-. Por estas regiones hay también animales grandes.

-¿Cuáles?

-Osos, por ejemplo.

-¡Bonita figura haríamos con nuestros palos! ¡Prefiero que estén lejos!

-No faltan lobos.

-¡Antes como carne de perro, compadre!

-¡Eres descontentadizo! -dijo riendo el negro-. También hay serpientes de cascabel venenosísimas, aligatores negros, caimanes que te comerían en dos bocados…

-¿Y el compadre Belcebú, no vive también aquí?

-¡Sí; disfrazado de indio -dijo el negro-. ¡Guárdate de él, Carmaux, porque, como te digo, gusta de comer hombres blancos!

-¡Vete al Diablo, compadre Saco de carbón!

Mientras charlaban, el Corsario elegía el camino, orientándose con la brújula.

-¡Magnífico! -había exclamado el incorregible parlanchín Carmaux-. ¡Nunca había visto una flor tan bella!

-¡Pero sin agua! -dijo el hamburgués.

-Ya la encontraremos en abundancia dentro de poco -dijo el Corsario-. Toda La Florida meridional es un pantano. Espera a que atravesemos esta zona de bosques, y no te lamentarás más de la falta de agua.

-¡Vamos adelante, pues! ¡Acaso en los pantanos encontraremos algo más sólido que los huevos de ave!

Como el Corsario había predicho, tres horas después llegaban en medio de los terrenos pantanosos, cortados por estanques de agua negra y pútrida, en la que se veían serpientes aligatores, negras como el ébano, bastante gruesas y de cabeza plana.

Aunque el terreno estaba impregnado de agua crecían en él grupos de pinos de gigantescas dimensiones que daban lúgubre aspecto a aquellos parajes.

Aquellos estanques eran el principio de los inmensos pantanos que ocupaban, por lo menos, la tercera parte de tan vasta península, llegando hasta el tétrico lago de Okeechobee; siniestra soledad poblada por melancólicos pinos y cipreses, con aguas negras y estancadas, focos de fiebres palúdicas, antesalas de la muerte.

-¡Qué feo país! -exclamó Carmaux, que se había detenido-. ¡Parece que vamos a atravesar un inmenso cementerio!

-Estas son las bellezas de La Florida -dijo el Corsario.

-No se las envidio a los dueños de estas tierras.

-¡Ni yo! -dijo Van Stiller.

-¿Acampamos aquí, señor? -preguntó Moko-. El sol va a ocultarse, y más adelante veo un gran pantano..

-Detengámonos -dijo el Corsario-. Mientras tengamos luz, iréis en busca de la cena.

A poca distancia corría un arroyuelo de agua clara. Apaciguaron la sed, y con ramas de pino improvisaron una choza donde poder guarecerse contra la humedad de la noche, funesta en aquellas regiones.

Mientras Van Stiller encendía el fuego para alejar a las serpientes, que por aquellos lugares debían de abundar, Carmaux y el negro fueron hacia el pantano que se veía a través de los pinos.

Las tinieblas comenzaban a caer, mientras sobre aquella tierra saturada de agua se alzaba una neblina impregnada de mortíferos mismas.

Después de haber bordeado algunos estanques los dos filibusteros, llegaron a la orilla del pantano, o mejor del lago y se detuvieron ante algunos montículos de fango de un pie de alto alineados en medio de las cañas.

-¿Qué es eso? -preguntó asombrado Carmaux-. ¿Nidos de pájaros?

-¿No lo adivinas, compadre? -preguntó Moko mirando a su alrededor con aprensión.

- ¡De veras que no, Saco de carbón!

-¡Rayos!

-Ven a verlos mientras los caimanes están lejos.

Carmaux y el negro se acercaron y los miraron curiosamente. Eran, como se ha dicho; montículos de un tercio de metro de altura, formados por ramitas y musgos entrelazados y aglutinados con fango.

Aquellas pequeñas construcciones parecían llenas de tierra batida y apisonada.

Moko puso al aire uno de ellos, y descubrió una docena de huevos blanquísimos, del tamaño de los de la oca, pero más alargados y rugosos.

- ¿Y de estos huevos nacen esas bestias? -exclamó estupefacto Carmaux-.

¿Cuántos hay en cada nido?

-Generalmente, treinta.

- ¿Y no los empollan los caimanes?

- Se encarga de hacerlo el calor del Sol.

-¡Tirémoslos al estanque!

-Te advierto que son comestibles.

- ¡Puah!.. .

-Todos los negros los comen, y a mí no me parecen malos, aunque tienen cierto sabor

a almizcle.

-¿Son como los de gallina?

-No, compadre. La yema es muy pequeña, descolorida y casi insípida; pero la albúmina es dulzaina, y una vez cocida, se pone tan dura, que hay que emplear el cuchillo para cortarla.

-¡Te los regalo! ¡Yo no comeré nunca tales huevos!

-Ya encontraremos algo mejor. -¡Eh!… ¡Suena un tambor!… ¿Los indios acaso?

Hacia el pantano se oía un redoble muy fuerte, que parecía de un tambor. De tiempo en tiempo cesaba, reemplazándole un mugido semejante al del toro.

-¿Qué ocurre? -preguntó Carmaux mirando a su alrededor con inquietud.

-Escucha bien, compadre -dijo tranquilamente el negro-. ¿De dónde crees que viene ese ruido?

-¡Por mi muerte! ¡Diríase que el tambor está debajo de ese pantano!

-Sí compadre, porque suena precisamente debajo del agua.

-Entonces, es un pez.

-Tambor -dijo Moko-. ¡Ven compadre, vamos a cogerle!

-¿Y ese silbido? ¿Le oyes?

-Sí, compadre. Es un pez bomba que se hincha.

-¿Le cogeremos también?

- Es venenoso.

- ¡Largo, entonces!

-Calla y sígueme.

El negro había cogido del suelo una rama larga de pino perfectamente recta, la despojó de sus hojas, y atando a su extremidad su afilado cuchillo, formó una especie de lanza que, bien o mal, podía servir de arpón.

Se metió por entre las cañas que cubrían las orillas del pantano, y se inclinó sobre el agua.

A pocos pasos crecía una aristoloquia, planta acuática de hojas ovaladas, con flores lívidas en forma de sifón, y el tronco de bastante grueso, sostenido por gran número de raíces.

Era precisamente junto a aquella planta donde se oía el tambor.

-Está escondido aquí debajo -dijo el negro a Carmaux, que le seguía.

-¿Esperas cogerle?

-¡No escapará!

El negro, con una agilidad y destreza extraordinarias en un hombre de su estatura,

saltó al tronco de la aristoloquia y escuchó atentamente.

Parecía que junto a las raíces se libraba alguna lucha bajo el agua. Las largas hojas se torcían, las ramas oscilaban violentamente, y borbotones de espuma que subían del fondo se rompían en la superficie.

-¿Habrá sido atacado el pez tambor? -murmuró el negro-. Cojámosle antes de que el otro se lo coma.

Viendo agitarse el agua, sumergió rápidamente la lanza. Una pequeña ola rompió en la aristoloquia, y una especie de cilindro surgió de pronto del fondo de las aguas.

Listo como un gato, el negro había agarrado aquel cuerpo cogiéndole con ambas manos. Intentó tirar; pero, no obstante sus prodigiosas fuerzas, no lo logró; el cilindro era completamente liso.

-¡Ayúdame, Carmaux! -gritó.

El filibustero ya se había lanzado entre las raíces de la planta con una cuerda en la mano.

En un instante hizo un nudo corredizo, con el cual ciñó aquella especie de anguila.

-¡Ohé! ¡Iza! -gritó.

Los dos hombres empezaron a tirar con cuanta fuerza podían. A pesar de sus contorsiones el pez subía; pero parecía ser extremadamente pesado, o remolcar alguna cosa.

Era una anguila enorme, de veinticinco o treinta kilos de peso, con la quijada inferior adornada con diez o doce pelos que le daban aspecto extraño.

Y no iba sola. Aferrado fuertemente, arrastraba tras de sí a otro habitante de las aguas, mucho mayor y más pesado, cubierto por una coraza ósea erizada de espinas.

-¿Qué hemos pescado? -preguntó Carmaux, empuñando con la mano izquierda el cuchillo.

-Déjalo marchar, Carmaux -dijo Moko.

-Es un pez tabaquera.

-¿Qué ha mordido al tambor?

-Sí, compadre.

-¡Icémosle!

-¡No vale la pena!

Con un golpe bien dirigido obligó al extraño crustáceo a soltar a la anguila, que había sido izada ya entre las raíces.

-¡Qué feo es! -dijo Carmaux.

-Es incomestible, compadre -dijo el negro-. Esos peces no tienen más que un poco de carne filamentosa y un hígado enorme y oleoso.

-¡Contentémonos con el tambor!

Iban a saltar hacia la orilla, cuando lanzaron ambos un grito de terror:

-¡Mil diablos! -exclamó Carmaux palideciendo-. ¡Somos muertos!

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