CAPÍTULO XIV

EL BARIBAL

A quince pasos de ellos y parado junto a un enorme pino estaba uno de esos osos llamados baribales, de dimensiones enormes. Era uno de los más hermosos tipos de especie, con la pelambre corta y brillantísima, que sólo se obscurecía a los lados del hocico.

Medía más de dos metros de largo por uno de alto, de la pata al hombro, y era, además, robustísimo. Esos osos, aún hoy día, son bastante abundantes, no sólo en los bosques de La Florida, sino también en las regiones septentrionales de los Estados Unidos, en las que hacen grandes destrozos devastando los campos y diezmando hasta a los terneros, porque son a la vez herbívoros y carnívoros.

Percibiendo a aquel inesperado enemigo de quien nada bueno podía esperarse, Carmaux y Moko se habían retirado precipitadamente al tronco de la aristoloquia y le miraban con desconfianza.

-¡Compadre!

-¡Carmaux!

-¡He aquí una sorpresa que no esperaba!

-¡Y que nos hará sudar mucho, compadre! -dijo Moko.

- ¡Y estamos desprevenidos! ¡Si lo hubiéramos visto venir, hubiéramos huido!

-¡Oh no, Carmaux! Estos osos corren velozmente, y no hallan dificultades para alcanzar a un hombre.

-¿Qué hacemos?

-Esperemos, compadre.

-¿A que se vaya el oso?

-No veo otro medio mejor.

- Me parece que no tiene trazas de largarse.

-Quizás le divierta nuestra sorpresa.

-¡Di nuestro miedo, compadre Saco de carbón!

-¡Como quieras! -dijo el negro intentando sonreír!

El oso parecía realmente gozarse en el miedo de los filibusteros.

Por el momento no mostraba intenciones hostiles; antes bien, parecía no tener ningún interés en abandonar su puesto para acercarse a los filibusteros.

-¡Truenos! -exclamó Carmaux, que empezaba a impacientarse-. ¡Me parece que esto va para largo! ¿Qué opinas, compadre Saco de carbón?

-¡Que quisiera estar lejos de aquí! -dijo el negro.

-¡Y yo, más que tú! Pero hasta que no encontremos el medio de marcharnos, estaremos obligados a permanecer en este tronco. ¿Son realmente temibles esos osos?

-Tienen uñas de acero y una fuerza prodigiosa. Con los cuchillos, no haremos nada.

-¡Diablo! -exclamó Carmaux rascándose furiosamente la cabeza-.

¡El Capitán comenzará a inquietarse por nuestra tardanza! ¡Una idea!

-¡Echadla fuera, compadre! -dijo el negro.

-Si nos tirásemos al agua… Nadando podremos alcanzar la orilla opuesta.

-¿Y tú crees que el oso no nos seguirá? Además, no me fío de estas aguas negras; deben de ocultar serpientes y caimanes. ¿No recuerdas los huevos que hemos visto?

-¡Vayan al infierno los caimanes!

-¡Compadre, probemos a embarcarnos!

- ¡Embarcarnos! -exclamó Carmaux mirando al negro con estupor-. ¿Has descubierto alguna chalupa?

-No, compadre; pero digo yo que si cortásemos las raíces de esta planta, el trono nos servirá de barca.

- ¡Eres un genio, compadre Saco de carbón! A mí acaso nunca se me hubiera ocurrido tal idea. ¡Mi querido señor oso, por esta vez te burlamos!

-¡Manos a la obra, compadre!

- Cuando quieras, Moko.

La aristoloquia que les servía de refugio, tenía el tronco bastante grueso, sostenido por varias raíces plantadas en el fondo del pantano, y que emergían por doquier. Bastaba cortarlas para hacer caer la planta y servirse de ella como de una almadía, muy incómoda, es cierto, pero suficiente para sostener a dos hombres.

Carmaux y el negro resolvieron, pues, cortar las raíces con sus cuchillos, hábilmente manejados.

Ya habían cortado más de la mitad, cuando vieron al oso dejar su puesto y avanzar lentamente hacia la orilla.

-¡Eh, compadre; que viene! -exclamó Carmaux.

- ¿El oso?

-Parece que tiene curiosidad por saber lo que hacemos.

- ¿Tendrá intenciones de atacarnos?

El baribal, acaso vencido por la curiosidad, se abrió paso por entre las cañas que abundaban en la orilla, acercándose al sitio ocupado por los filibusteros.

Llegando a quince o veinte pasos de la orilla, se alzó sobre las patas traseras para ver mejor a qué clase de trabajo se habían dedicado los dos filibusteros, y, seguramente satisfecho, volviendo a su postura normal, continuó sus bostezos.

- Moko -dijo Carmaux, que recobraba su ánimo-, me asalta una duda.

-¿Cuál, compadre?

- ¿No tendrá el oso más miedo que nosotros?

- ¡No te fíes, compadre! ¡Son malas bestias!

-¡Si fuese más valiente, a estas horas ya nos hubiera atacado!

- Son muy pacientes, y rara vez atacan los primeros. Saben, que no podemos quedarnos eternamente aquí, y nos espera en la orilla.

-¿Se mueve el tronco?

-Quita todavía dos raíces, y caerá.

-¡Cuidado, no perdamos nuestra anguila! Me interesa la cena.

-Átala a una rama. ¡Atención, compadre! ¡El tronco va a caer al agua!

La aristoloquia, privada de casi todas sus raíces, se inclinaba lentamente hacia el agua. A una postrera sacudida del negro cayó del todo, yéndose casi a fondo; pero reapareció en seguida a flote.

El negro y Carmaux se habían puesto a horcajadas en el tronco, sosteniéndose agarrados a las ramas.

Al oír aquel ruido el oso se había alzado en dos pies; pero, en vez de precipitarse hacia la orilla, huyó hacia el bosque a toda velocidad.

-¡He, compadre! -gritó Carmaux-. ¡Ya te decía yo que tu feroz oso tenía más miedo que nosotros! ¡Ha huido villanamente como si le hubiésemos disparado una andanada!

-¿No será un ardid para esperarnos en tierra?

-Te digo que tu oso es un poltrón, y que, si le encuentro, le romperé los riñones a palos, -dijo Carmaux-. ¡Vamos a tierra, compadre, y volvamos al campamento a asar nuestra anguila!

Con algunos empujones llevaron el tronco hacia la orilla, y desembarcaron. Carmaux cogió su bastón, se echó a la espalda el pez tambor, y se dirigió hacia el bosque, seguido por el negro.

Debemos confesar que procedía con mucha cautela, mirando cautelosamente a su alrededor, y que, no obstante su fanfarronería, tenía bastante miedo y ningún deseo de volver a ver al oso.

Llegando al linde del bosque se detuvo para escuchar, y, no oyendo ningún rumor,

reanudó la marcha, diciendo:

-Se ha ido de veras.

-¡No nos fiemos, compadre! Acaso nos espía y se dispone a caer sobre nosotros -dijo Moko.

- Le apalearemos como merece.

Iba a entrar bajo los árboles, cuando un grito extraño le detuvo de nuevo.

Entre las plantas, una voz casi humana había gritado repentinamente:

-¡ “Dumkadu! … ¡Dumkadu”! .

-¡Compadre! -exclamó-. ¡Los indios! .. .

-¿Dónde los ves? -preguntó el negro.

-No los veo; los oigo. Escucha. “¡Dumkadu… Dumka!”… ¿Será el grito de guerra de los antropófagos?

- ¡Sí, del “botauromoko”! -repuso el negro riendo.

-¿Quién es ese señor?

-Un magnífico asado, preferible al pez tambor. ¡Ven, compadre; le cogeremos!

- ¿Pero a quién?

-Al “botauromoko”. ¡Calla y sígueme!

Aquel extraño grito había salido de un grupo de pontedeires.

El negro se echó a tierra y comenzó a culebrear como un reptil sin hacer el menor ruido, a pesar de que los gritos incesantes de los volátiles eran suficientes para apagar el crujir de las hojas secas.

Llegado a pocos pasos de los pontedeires se detuvo, miró atentamente entre la hojarasca, y alzando bruscamente el bastón, lo descargó con furia.

El “dumkadu” cayó de improviso.

-¿Cogido? -preguntó Carmaux.

-¡Helo aquí -repuso Moko, que se había lanzado a la maleza-. ¡Pesa más de lo que yo creía!

El volátil que tan hábilmente había cazado tenía más de dos pies de alto; sus plumas eran casi negras, el pico, amarillo y agudísimo, y los ojos, muy grandes.

-¡Buen pájaro! -exclamó Carmaux.

-Y sobre todo, exquisito -dijo Moko-, aunque se alimenta de peces.

-¿Es pescador?

-Y cazador, porque se nutre hasta de pajarillos que engulle enteros.

-Entonces…

-¿Qué decís, compadre?

En vez de responder, Carmaux había dado un salto atrás empuñando su nudoso palo.

-¿Qué tienes? -preguntó el negro.

-Me parece haber visto el oso.

-¿Dónde?

-¡Entre aquel grupo de árboles!

-¿Todavía ese animalucho? -¡Moko!

-¡Compadre!

-¡Vámonos!

-¿Y la paliza que querías darle?

-¡Otra vez será! -dijo Carmaux.

Recogieron el “botauromoko”, y dieron gusto a las piernas tratando como dos caballos espoleados.

Al cabo de un cuarto de hora, rendidos y jadeantes, llegaron al campamento.

-¿Os sigue?

-Parece haberse detenido.

-Entonces, tenemos tiempo de cenar -dijo tranquilamente el Capitán.

Había un buen fuego de brasas. Carmaux cortó el pez tambor, ensartó un pedazo de tres o cuatro kilos en una baqueta de madera verde, y lo puso al fuego, haciéndolo girar lentamente para asarlo por igual.

Veinte minutos después los cuatro corsarios asaltaban el asado, alabando su exquisita delicadeza.

-Ahora -dijo el señor de Ventimiglia- podemos atender al oso.

-Me parece, capitán, que ese poltrón se ha dado cuenta de que no tenemos miedo -

dijo Carmaux.

-Ya que no se le ve, durmamos -dijo el Corsario-. ¿Quién monta el primer cuarto de guardia?

-Carmaux -dijo Moko-, ya ha demostrado que no tiene miedo a los osos.

-Y volveré a demostrarlo, compadre Saco de carbón -repuso el filibustero picado-.

¡Deja que aparezca, y verás lo que soy capaz de hacer!

-Entonces, a ti te confiamos nuestra defensa -dijo el hamburgués-. ¡Buena guardia, camarada!

Mientras sus tres compañeros se tendían bajo la cabaña, Carmaux se sentó junto al fuego tendiendo a su lado el bastón del negro.

De cuando en cuando ranas y sapos improvisaban conciertos discordantes que

apagaban todos aquellos diversos rumores.

Carmaux escuchaba atentamente mirando a su alrededor. No temía a los lobos ni a los caimanes; los primeros, demasiado cobardes para atacar siendo pocos, y los segundos, demasiado lejanos, tan sólo tenía miedo a aquel oso maldito.

-¡Diríase que he perdido mi valor! -murmuraba-. Y, sin embargo, yo he despachado a buen número de enemigos más peligrosos que estas bestias.

Se había levantado para dar vuelta a la cabaña, cuando a breve distancia oyó un aullido que le heló la sangre en sus venas.

-¡El oso! -exclamó-. ¿Se le habrá metido en la cabeza la idea de comerme? ¡Somos cuatro, querido, y te haremos bailar rompiéndote los riñones a palos!

Entró en la cabaña y despertó a Moko y a Van Stiller.

-¡Vamos, camaradas -dijo-. ¡Viene el oso!

-¿Dónde está? -preguntó el hamburgués cogiendo un tronco medio escondido.

-No estará muy lejos -repuso Carmaux.

-¿Oís?

Un segundo aullido, más potente que el primero, rompió el silencio de la noche.

-Es el oso, ¿verdad, Moko? -dijo Carmaux.

-¡Vamos a deslomarle! -dijo Van Stiller.

-¡Mírale! -exclamó Moko.

Un oso, tal vez el mismo que se había mostrado en el pantano y que los había seguido acabada de salir de unas matas, y se dirigía hacia el campamento cabeceando cómicamente.

Los tres filibusteros se habían colocado detrás del fuego para defender la cabaña.

-¡La ha tomado con nosotros! -dijo Carmaux.

-Despertemos al Corsario -dijo el hamburgués.

-Es inútil -repuso el Corsario apareciendo.

-¿Le véis? -preguntó Carmaux.

-Sí; y me parece que es muy grande. Puede suministrarnos excelentes provisiones.

—¿Queréis darle caza? -Dejemos primero que se acerque, Carmaux.

Los cuatro filibusteros permanecían inmóviles, con la esperanza de decidirle a acercarse. Pero de repente el plantígrado hizo un brusco ademán, y, volviendo grupas, partió al galope, desapareciendo en dirección al pantano.

-¡Ya decía yo que era cobarde! -dijo Carmaux-. Se habrá persuadido al fin de que le conviene estar lejos de nosotros.

La noche transcurrió sin otra alarma, a pesar de la vecindad de dos o tres lobos que llegaron al campamento aullando lúgubremente.

Con el alba, los cuatro filibusteros emprendieron la marcha costeando el gran pantano, que se prolongaba hacia el Oeste.

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