CAPÍTULO XV

LOS ANTROPÓFAGOS DE LA FLORIDA

Durante tres días los filibusteros avanzaron a través de los bosques de pinos y cipreses, costeando vastos pantanos de aguas negras y fangosas abundantes en caimanes y serpientes aligatores, y al cuarto, completamente desprovistos de víveres, no habiendo encontrado ningún animal a quien dar muerte, se detuvieron a la orilla de un río que corría por entre el boscaje.

Hacía doce horas que sólo habían comido algunas tu pelas, especie de ciruelas grandes, en forma oblonga y de excelente sabor, pero no lo bastante nutritivas, especialmente para hombres que andaban desde el alba hasta el crepúsculo.

-Nos detendremos aquí todo el día -dijo el Corsario, viendo que sus hombres casi no podían tenerse en pie-. La bahía no debe ya de estar lejos.

-Y nosotros nos pondremos en acecho -dijo Carmaux al negro-. Este río no debe de estar desprovisto de peces.

-Y en las orillas encontraremos tortugas -repuso Moko.

-Entonces, vamos -dijo el filibustero-. ¡Tengo un hambre tal, que soy capaz de comerme una serpiente aligator!

-¡Y apuesto a que no desdeña los huevos de caimán!

-¡Esos, nunca, compadre Saco de carbón!

-No os alejéis demasiado -dijo el Corsario, el cual, ayudado por el hamburgués, construía una cabaña.

Cogieron sus bastones y sus puñales, para usarlos como lanzas, y empezaron a costear el río entre las hierbas y el césped, con la esperanza de hacer salir alguna tortuga.

La floresta que se extendía por las dos orillas, no estaba formada exclusivamente por pinos y cipreses. Acá y allá se veían también árboles de otras clases.

Multitud de pajarillos se levantaron por doquier al paso de los filibusteros, huyendo con tanta rapidez, que renunciaban a la idea de cogerlos.

Flamencos, tántalos, ibis, anitras y palomas revoloteaban entre las plantas, mientras a lo largo del río se veían los bellísimos gallos de collar, uno de los volátiles más buscados por su exquisita carne, y que se paga carísimo por los sibaritas americanos, y no pocas gallinas sultanas de pico y ojos rojos, garganta y pecho purpúreo, y alas y cola de color azul turquí.

Verdaderas paletas de pintor, como decía Carmaux, que seguía su pesado vuelo con ardientes miradas.

¡Lástima no tener un fusil, compadre! -dijo-. Se podía hacer aquí un magnífico exterminio.

-¡Y qué ricos asados, compadre! -repuso Moko-. ¡Mira aquellas gacelas que parecen dormir en la orilla del río, lo que hacen en esperar a los renacuajos!

-Parecen airones pequeños.

-Y aquellas gallinas -dijo el negro indicando varias aves parecidas a nuestras perdices, amarillas de plumas -son excelentes, compadre.

-¿Y ese pajarraco de ahí, todo patas, que tiene las plumas rojas y negras y la cabeza salpicada de blanco?

-Es un curlam, llamado también pico de lanceta.

-¿Por qué, compadre Saco de carbón?

-Porque su pico es tan duro y agudo, que parece una hoja de acero. El pájaro lo usa para hacer frente a los perros y a los cazadores.

-¿Y aquel otro que roza las aguas del río y que tiene las plumas verdedoradas por encima y blancas por debajo, y la cola medio negra y medio roja?

-¿Es un jacamar, especie de tordo marino exquisito.

- ¿Y aquella bestia acurrucada en la orilla del río? ¿Qué crees que sea, compadre?

-Un oso lavador.

-¡Truenos! ¡Otro oso! -exclamó Carmaux dando un salto.

-No es peligroso, compadre. Mírale bien.

Aquel animal que el negro había llamado oso lavador, no era mayor que un perro.

Tenía el hocico muy en punta, como el de los ratones, la cola, larga y abundante de pelo, como la de la zorra, y la pelambra, grisamarillenta con rayas negras.

Esos osos pertenecen a la familia de los plantígrados, a pesar de que no se parecen ni a los negros, ni a los grises, ni a los pardos; se llaman también procione, y son inofensivos.

Habitan en los bosques ricos en agua, y son por lo general nocturnos; pero no es raro encontrarlos de día. Su única ocupación es la pesca. Pasan largas horas en las orillas de los ríos y estanques buscando peces moluscos y larvas, que apartan a un lado, pues tienen la costumbre de no comer sus presas hasta que después de lavarlas muchas veces.

El animal descubierto por Carmaux estaba preparándose la comida.

Había amontonado varios pececillos, ranas y gambazos, y con las patas anteriores los manipulaba lavándoles en la corriente.

- ¿Y a ese animalillo le llamas un oso?

-Y lo es, compadre -repuso Moko.

-¿Es comestible?

-Los negros sienten verdadera debilidad por la carne de este animal.

- Entonces, tratemos de capturarle.

-Eso iba a proponerte.

El procione se encontraba a unos trescientos pasos y daba la espalda a los cazadores.

Habiendo alrededor muchos árboles y follaje, había probabilidades de acercarse a él sin que lo notase. Carmaux y el negro se dirigieron hacia allá, teniéndose a sotavento para que el oso no los oliera.

El animal estaba tan ocupado en lavar su comida, que no comprendió el grave peligro que corría.

Diez minutos después Carmaux y su compañero llegaban a quince pasos, escondiéndose entre un ramoso pontedeire.

-¿Tiras? -preguntó Carmaux.

-Y no marraré -repuso el negro alzando la lanza.

Iba a descargar el arma, cuando se oyó un ligero silbido. Una flecha había partido de un grupo de rododendros y había herido al pobre oso en la garganta, atravesándole de parte a parte.

Carmaux y Moko se pusieron en pie exclamando:

-¡Los indios!

Casi en el mismo instante cuatro pieles rojas de alta estatura, casi desnudos, con la cabeza adornada de plumas, y armados de arcos y mazas pesadísimas saltaron al césped y se detuvieron ante los dos filibusteros, atónitos por aquella aparición.

-¡Carmaux!

- ¡Moko!

-¡Huyamos!

-¡Piernas, compadre!

Iban a emprender la carrera, cuando otros cinco indios, armados como los primeros, aparecieron detrás de los filibusteros cortándoles la retirada.

-¡Que los hombres blancos se detengan! -dijo uno de ellos en mal español.

-¡Moko, estamos presos! -dijo Carmaux deteniéndose.

-¡Preparémonos a vender cara nuestra piel! -repuso el negro empuñando la lanza.

-Nos haremos matar inútilmente.

-Pueden ser antropófagos, compadre.

-¡Aún no nos han comido!

-¡Que los hombres blancos depongan sus armas! -dijo el indio que había hablado, y que debía de ser el jefe del destacamento, a juzgar por las tres plumas de águila que llevaba en el penacho-. ¡Si no obedecen, los mataremos!

En vez de entregar la lanza, Moko, con un impulso repentino, se lanzó contra el segundo destacamento, con la esperanza de abrirse paso y lanzarse al bosque. Los indios, que acaso esperaban aquel ademán, cerraron su línea, y cayéndole encima, le detuvieron y le quitaron la lanza.

Seis o siete mazas se elevaron sobre su cabeza, mientras el jefe indio decía con voz amenazadora:

-¡Rendíos, o sois muertos!

Toda resistencia hubiera sido inútil y peligrosa, porque los indios parecían decididos a cumplir su amenaza. El negro, que se preparaba a defenderse con los puños, se dejó atar sin resistencia para que no mataran a Carmaux, que se había rendido.

-Compadre -dijo éste al negro-, es mejor no dejarse matar por el momento; la esperanza de poder huir de estos bribones no la hemos perdido aún. Finjamos resignarnos a servirles de cena o de almuerzo.

-Me temo que nuestra sentencia está ya escrita -repuso el negro-. ¡Seremos comidos!

-No sabemos aún si estos indios son realmente antropófagos.

-No hagamos comprender a estos indios que tenemos otros compañeros, el Corsario y Van Stiller no podrían oponer mayor resistencia que nosotros.

Mientras cambiaban estas palabras, los pieles rojas, reunidos a la orilla del río, parecían celebrar consejo. Discutían animadamente, inclinándose hacia el suelo como si examinasen las huellas dejadas por los dos prisioneros en el terreno, giraban en torno de la maleza, y volvían a reunirse hablando en voz baja.

-Moko -dijo Carmaux, que no los perdía de vista-, me parece que sospechan que tenemos compañeros.

-Es cierto, compadre -dijo el negro.

-¿Lograrán sorprender al Capitán?

-Lo temo, compadre. Nuestros compañeros están acampados a breve distancia de aquí, y acaso hayan encendido fuego en espera de la colación; el humo los delatará.

-¡Mal negocio si los prenden a ellos también! -dijo Carmaux-. ¡Sería nuestra ruina!

En aquellos momentos el jefe indio se acercó a ellos, y les dijo en pésimo español.

-No estáis solos.

-Te engañas, jefe -dijo Carmaux-. No tenemos ningún compañero.

-El hombre blanco trata de evitar nuestras pesquisas; pero no lo logrará. Hemos visto elevarse humo entre los árboles.

-¡Truenos! -exclamó Carmaux palideciendo.

-Ya te había dicho yo que el humo los vendería -dijo Moko-. Dentro de poco, el Capitán y Van Stiller vendrán a hacernos compañía.

-¿Cuántos son tus compañeros? -preguntó el jefe a Carmaux.

-Te digo que no los tenemos.

-¿Y el humo?

-Será de algún indio que haya encendido fuego para hacerse la comida.

-Aquí no hay más que nuestra tribu -dijo el capitán-. Ese fuego ha sido encendido por tus compañeros.

-Entonces, ve a buscarlos.

-Eso haremos, hombre blanco. ¿Cuántos son?

-Muchos y tienen armas que truenan y que lanzan fuego.

-Los hombres rojos conocen ya las armas de los españoles, y no las temen -dijo el indio con fiereza-. Nuestros abuelos nos han enseñado a hacerles frente.

-Son potentes, y exterminarán a tus guerreros.

-¡Lo veremos!

Hizo atar a los prisioneros al tronco de un árbol, puso de guardia a dos de sus guerreros de gigantesca estatura y armados con mazas, y se metió entre los árboles, seguido por los demás indios.

-¡Truenos de Hamburgo! -exclamó Carmaux-. ¡También el Capitán está perdido!

-¡Ya sólo es cuestión de minutos -dijo Moko, que seguía con angustia los movimientos de los indios-. Los sorprenderán alrededor del fuego.

-Si se pudiese avisarles el peligro…

-¿De qué modo?

-Gritando.

-Están muy lejos para oírnos, y además, el fragor de la corriente ahogaría nuestra voz.

-¡Mil rayos! ¡No poder hacer nada para ponerlos en guardia!

-Y aunque les avisáremos no escaparían de los indios -dijo Moko-. Dentro de algunas horas caerían igualmente en su poder.

-¿Cómo acabará esto?

-Me temo, compadre, que nos quedan algunas horas de vida.

-La muerte no me asusta, compadre; pero quisiera saber de qué modo nos la darán.

Se dice que atormentan atrozmente a sus prisioneros antes de lanzarlos al otro mundo.

-También yo le he oído decir -repuso el negro-. Intentemos interrogar a esos dos indios, por si nos entienden.

-Decidme, hombres rojos: ¿qué quiere hacer con nosotros vuestro jefe? -preguntó Carmaux a los gigantes, que se habían sentado junto al árbol.

-Os comeremos -repuso ferozmente uno de ellos.

-¡Canallas! -gritó Carmaux, mientras un frío sudor le bañaba la frente-. ¡Si no encontramos un medio de huir, no hay recurso para nosotros!

El negro no contestó; se había inclinado cuanto se lo permitía sus ligaduras, y parecía escuchar con ansiedad.

-¿Has oído algún grito?

-Me parece.

-¿Habrán sorprendido ya al Capitán?

-¡Truenos!

Un clamoreo ensordecedor se había elevado entre los pinos y cipreses que se extendían a lo largo del río.

-¡Asaltan el campamento! -exclamó Carmaux con angustia.

Los gritos habían cesado. El asalto debía de haber sido imprevisto, para evitar cualquier resistencia por parte del Corsario y del hamburgués.

Los dos guardianes se habían puesto en pie y miraban por entre los árboles.

-¿Vienen? -les preguntó Carmaux.

-Vuestros compañeros están ya presos -repuso uno de los dos gigantes.

Decía la verdad, porque algunos minutos después vieron aparecer a los indios que arrastraban a los dos filibusteros.

-¡Capitán! -gritó Carmaux con voz desolada.

-¡También tú, Carmaux! -exclamó el Corsario-. ¡Ya me imaginaba yo que habíais sido hechos prisioneros!

-¡Estamos en manos de los antropófagos!

-¡Aún no estamos en la parrilla, pobre Carmaux! -dijo tranquilamente el Corsario.

-Pero nos pondrán en seguida. -¡Luego lo veremos!

Los dos filibusteros fueron ligados con fibras vegetales y echados ante el árbol en que estaban atados Carmaux y el negro.

El jefe indio fue hacia ellos, mientras sus hombres cortaban ramas para improvisar parihuelas.

-¿Eres tú el jefe de esos hombres? -preguntó volviéndose hacia el Corsario.

-Sí -repuso éste.

-¿Cómo estás aquí? Los hombres de piel blanca nunca han habitado estos bosques.

-Somos náufragos.

-¿Se ha roto una de esas grandes casas flotantes?

-Sí; se ha destrozado contra las escolleras.

Las miradas del jefe lanzaron un relámpago de codicia.

-¿Me dirás dónde se ha estrellado? Yo sé que esas grandes casas flotantes contienen siempre riquezas.

-Las olas lo han dispersado todo.

-¡Tratas de engañarme!

-¿Por qué causa?

-Para recoger tú esas riquezas; pero no las tendrás, porque te comeremos.

-¡Estaré algo duro! -dijo el Corsario con ironía.

-¡Vamos! -dijo el jefe poniéndose en pie.

Sus guerreros habían preparado unas parihuelas con ramas de pinos ligados con bejucos.

Cogieron a los prisioneros y los colocaron encima. El destacamento, precedido por los cuatro exploradores, se puso en marcha, dirigiéndose hacia el Oeste, o sea en dirección al mar.

-Capitán -dijo Carmaux-, ¿se habrá acabado todo para nosotros?

-No desesperemos aún, Carmaux -dijo el señor de Ventimiglia en inglés-. Cuando lleguemos al pueblo veremos lo que se hace.

-¿No nos comerán en seguida?

-Dejarán que descansemos algo.

-¡Ah, capitán!

-Todo está en las manos de Dios,

Carmaux. Si nuestra última hora ha llegado, moriremos como valientes.

-Hemos escapado de las explosiones y de las iras del mar, para acabar en el vientre de estos antropófagos. ¡Mejor hubiera sido que nos hubieran devorado los caimanes!

-Morir de un modo o de otro, igual da, Carmaux. También yo hubiera preferido caer sobre el puente de mi nave, entre el estruendo de la artillería y el grito de guerra de los combatientes. Pero, ¡bah!!… ¡Cúmplase mi destino!

A medio día el destacamento se detenía en la orilla de un lago formado por el río.

Asaron el oso, que no habían olvidado, añadiendo algunos cangrejos que habían matado en el camino, y ciruelas de trupetas. A los prisioneros se les sirvió una buena ración.

-Temen que adelgacemos -dijo Carmaux dando un suspiro-. ¡Ojalá nos quedemos como arenques!

-No ganaríamos mucho -dijo Van Stiller-. Estos indios te cebarían a la fuerza.

-¿Como a los pavos de mi país?

-Sí, Carmaux.

-¡Mala perspectiva!

-Preferible es que nos coman pronto.

-¡Calla, hamburgués; me estremeces de horror!

-Espero que no nos asarán vivos -dijo Moko.

-Antes nos degollarán como a corderos -dijo el hamburgués.

-¡Ah, Van Stiller! -exclamó Carmaux-. ¿Quieres matarme antes?

-Sería preferible.

-No -dijo el Corsario.

-¿Por qué, capitán?

-Aún no he perdido la esperanza de huir.

-¿Pensáis en libertarnos? -preguntó Van Stiller.

-Lo intentaremos.

-¿Cómo? Estos indios no me parecen dispuestos a dejarnos ir.

-Te digo que algo haremos.

-¿Tenéis algún plan, capitán?

-¡Acaso! -repuso el Corsario-. ¿Sabéis que tengo escondido mi puñal de

“misericordia”?

- ¿Cómo? ¿No se lo habéis dado a los indios? -preguntaron Carmaux y Van Stiller.

- ¡No; he tenido tiempo de esconderlo!

- ¿Qué se puede hacer con esa arma?

-Ante todo, cortar las ligaduras -dijo el Corsario.

-No vale lo que una pistola, capitán.

-Pero puede ser tan útil, Carmaux. Una mano robusta y que sepa manejarlo, no encontrará dificultades para matar a un centinela. ¡Amigos, no desesperemos aún! Esta noche sabremos si hay alguna probabilidad de huir.

La conversación fue interrumpida por los indios. Terminada la comida, volvieron a colocar a los prisioneros en las parihuelas.

El jefe parecía tener mucha prisa por llegar al pueblo, porque incitaba a los portadores de las parihuelas a alargar el paso.

Un poco antes del anochecer el destacamento llegaba a la orilla del mar. La costa en aquel lugar formaba una amplia dársena constituida por algunas filas de escolleras, y en la playa se veían muchas canoas, talladas en los troncos de pinos y con la proa adornada con cabezas de cocodrilo.

En la extremidad de la bahía los prisioneros vieron dos docenas de cabañas alineadas en doble fila, formadas por troncos de árboles y hojas secas.

-¿Es tu aldea? -preguntó el Corsario al jefe que iba a su lado.

-La de nuestros pescadores -repuso el indio-. El grueso de la tribu habita en la ladera de aquella montaña.

-¿Es numerosa tu tribu? -preguntó el Corsario.

-Numerosa y potente -dijo con orgullo el indio.

-¿Entonces tendrá un rey?

El jefe no contestó y se alejó para ponerse al frente del destacamento.

Media hora después los guerreros, varios indios casi enteramente desnudos, pues sólo llevaban un taparrabos atado a la cintura y plumas en la cabeza, se precipitaron sobre los prisioneros lanzando gritos amenazadores y agitando sus lanzas y mazas.

El jefe los contuvo con un gesto, e hizo conducir a los cuatro prisioneros a una gran jaula construida con sólidos barrotes de hickorys, y cubierta por la parte superior con esa hierba dura y amarga llamada olgokloa.

Los cuatro corsarios fueron empujados adentro haciéndoles pasar por una estrecha abertura que fue luego cerrada con fuertes traviesas.

-Por ahora, quedad aquí -dijo el jefe volviéndose al Corsario.

-¿Cuándo nos comeréis?

-Varias vidas dependen del “Genio del mar”.

- ¿Quién es el “Genio del mar”?

-¡No te importa! -repuso el jefe alejándose.

- Capitán -dijo Carmaux-, ¿quién será ese genio?

- No lo sé -repuso el señor de Ventimiglia-, pero supongo que será algún gran jefe, el comandante supremo de esta tribu, o algún agorero.

-¡Si tuviese un poco de compasión de nosotros!

- ¡No te forjes ilusiones, Carmaux!

-Entonces, sólo nos falta intentar la fuga.

-Lo haremos más tarde. No hay más que dos centinelas en la puerta.

-¡Con tal que luego no los refuercen!

-Ya lo veremos, Carmaux. ¡Ea, echémonos y finjamos dormir! Más tarde, cuando todos duerman, intentaremos algo. ¡Moko!

- ¡Señor!

-Tú, que tienes una fuerza prodigiosa, ¿serías capaz de romper estas barras?

- Muy fuertes son pero creo que lo lograría.

-¿Sin ruido?-Lo intentaré.

-Carmaux, tu debes intentar roer las cuerdas.

-Los dientes son buenos, con un poco de paciencia cortaré mis ligaduras, capitán.

Con algo de esfuerzo, puedo acercarme las manos a la boca.

-¡Muy bien!

¿Y los centinelas? -preguntó Stiller.

-Los sorprenderemos, y les daremos muerte.

-¿Y después? Tendremos detrás a todos los habitantes de la aldea.

-Las chalupas no están lejos, y huiremos al mar. Cerrad los ojos, y esperad una señal mía.

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