Capítulo 10

El inmenso cortejo continuaba su marcha a través de las principales calles de la ciudad acompañado por un estrépito creciente.

Toby Rahdall y sus compañeros se habían puesto

en movimiento para no ser aplastados por el populacho, que se esparcía por las callejuelas laterales, arrastrando sin hacer caso a mujeres y niños.

— Se diría que todos estos hombres se han vuelto locos -dijo el inglés.

— Y por poco no me enloquezco también yo -contestó Indri sonriendo-. Es esta música estrepitosa e incesante la que produce tamaña excitación.

— ¿Y los colgados permanecerán mucho tiempo en sus ganchos?

— Hasta que los carros hayan dado cuatro vueltas en derredor a la pagoda…

— ¿Lo hacen por fanatismo?

— A veces sí, pero no siempre. También la ganancia tiene algo que ver con el asunto.

— No te comprendo, Indri.

— Expían los pecados de los ricos… Por ejemplo, un hombre hace una promesa, como ser, hacerse colgar en la primera fiesta del tirunal que haya… A último momento le falta el

valor, pero no osa quebrantar la promesa por temor a la cólera del dios…

— ¿Qué hace entonces?

— Paga a un desdichado para que ocupe su puesto…

— ¿Y los encuentra fácilmente?

— Hay tantos pretendientes que todo cuanto debe hacer es escoger al que prefiere…

Entre tanto el cortejo llegaba a la pagoda, dando vuelta en derredor. Los faquires, exhaustos por la pérdida de sangre y el insoportable tormento, habían terminado de agitarse y pendían inertes de sus garfios. Tan sólo Sitama se movía de tanto en tanto, haciendo horribles gestos en su pálido rostro.

Toby y su amigo no lo perdían de vista, así como Dhundia, que parecía impresionado.

Cuando vieron los carros deteniéndose frente al templo, y los cables fueron bajados para liberar a los torturados, los tres hombres trataron de abrirse paso entre la multitud, pero recién media hora después les fue posible llegar hasta allí. El dios y los colgados ya habían desaparecido. Los fieles les habían conducido al interior del templo.

— Entremos también nosotros -dijo Toby-. Tal vez lo encontraremos allá dentro.

— Tú no puedes seguirnos -observó Indri-. Olvidas que eres europeo… La multitud te destrozaría… Dejemos que Bhandara proceda.

— Entonces volvamos al bungalow para hacer nuestros preparativos y comer un bocado.

Se abrieron paso entre los millares de hindúes que se arremolinaban en torno al templo, y cuando se encontraron fuera,, advirtieron que estaban solos. Dhundia había desaparecido.

— ¿Dónde habrá ido? -inquirió Toby con cierta inquietud.

— Tal vez se perdió entre tanta gente…

Mientras regresaban hacia su alojamiento, contentos de no escuchar más aquel horrendo ruido, Dhundia se introducía en la pagoda.

El sikh estaba visiblemente inquieto; había oído la orden dada a Bhandara de seguir al faquir, y conocía la maravillosa habilidad del cornac y su afecto perruno hacia Indri, por lo que quería poner en guardia a Sitama.

— Tal vez Bhandara no ha llegado junto a Sitama -pensó-. Si le gano de mano, perderá inútilmente su tiempo.

Haciendo esfuerzos prodigiosos consiguió llegar hasta la escalinata de la pagoda, de la que salían aullidos agudos.

Dhundia, habituado a aquellos espectáculos atroces, pasó sin hacer ningún gesto de horror frente a los torturados. Sin dudar un instante se encaminó hacia un ángulo donde varios sacerdotes se habían reunido frente a una monstruosa estatua que representaba a Kalí, la diosa de la muerte y los estragos.

Los faquires descolgados de los garfios, pálidos, extenuados, con el rostro cubierto de un sudor frío, estaban sentados sobre una escalinata, mientras algunos sacerdotes trataban

de curar sus espaldas, horrendamente laceradas por los ganchos.

Sitama estaba entre ellos y parecía ser el que menos sufría de todos. Aquel bribón debía poseer una voluntad extraordinaria y una increíble resistencia, para mostrarse tan tranquilo tras el atroz suplicio.

Advirtiendo la llegada de Dhundia, el dacoita se incorporó lentamente, mirándolo en los ojos. Había comprendido que algo muy serio sucedía para que el sikh le fuera a buscar allí.

Por lo tanto se abrió paso entre la multitud, y desapareció tras las enormes columnas del templo.

Dhundia lo había seguido, avanzando cautelosamente entre la turba, pronto a ocultarse en caso de ver al cornac. Sitama a su vez, seguro de ser seguido, aguardó inmóvil tras la columnata, para dirigirse luego hacia una de las salidas, confundido entre el populacho.

Paso a paso llegaron al bazar de Pannah, donde centenares de juglares hacían toda suerte de juegos de manos, tragaban espadas, manejaban enormes pesas o irritaban serpientes que hacían salir de sus cestas con el sonido de las flautas, haciéndolas bailar frente a los curiosos.

Sitama se detuvo entre uno de estos últimos grupos, observando a un encantador que hacía danzar a media docena de cobras y un par de serpientes gulabi.

Quien lo hubiera visto en aquel momento, no habría imaginado que era el faquir que media hora antes estaba colgado de cuatro garfios metálicos, con las carnes atravesadas y sangrantes. Parecía un insignificante hindú de clase media que gozaba con el espectáculo del bazar.

Dhundia, tras haberse asegurado que ninguno de los curiosos era Bhandara, se acercó a Sitama, murmurándole al oído:

— Cuidado: te han puesto un espía en los talones…, el cornac de Indri…

El faquir se sobresaltó.

— ¿Ya me ha descubierto? -inquirió con voz imperceptible.

— No lo sé, pero Bhandara te encontrará con toda certeza, y mientras estés aquí no te dejará.

— Ven y juntos engañaremos a Bhandara.

Salió del círculo de curiosos, atravesó parte del bazar, y se detuvo frente a una tienda.

Dhundia comprendió, por una señal hecha, que debía aguardar en aquel sitio, y se mezcló con los espectadores que se afanaban frente al espectáculo.

Habían transcurrido diez minutos cuando el sikh sintió que le tocaban la espalda. Se volvió, para encontrarse frente a un hindú de larga barba negra, con el rostro lleno de cicatrices, que llevaba sobre las espaldas una gran cesta formada con sutiles fibras de bambú, en la que estaba clavada una espada.

Lo acompañaba un muchachito de siete años aproximadamente, totalmente desnudo, delgado como un clavo, con ojos negrísimos y muy inteligentes. Algo más atrás había

cuatro hombres que llevaban instrumentos musicales.

— ¿Qué quieres? -le preguntó Dhundia.

— ¿No me reconoces? -inquirió sonriendo el hindú.

— ¡Sitama! -exclamó incrédulo Dhundia.

— Si tú no me has reconocido, quiere decir que puedo engañar al cazador y sus compañeros…

— Tu transformación es completa.

— Entonces, vamos al palacio real.

— ¿Y tus heridas?

— Hice colocarles un emplasto que conocemos nosotros, y que no solamente las oculta, sino que ayudará a hacerlas cicatrizar…

— Eres de hierro, Sitama.

— De acero… -le corrigió sonriendo. Luego cam- bió de tono-. Vamos…, quiero que Indri y el cazador vean el juego de la cesta. Si no me reconocen, puedo seguir adelante y reírme del mismo Bhandara…

— ¿Quién es este niño?

— Uno de los nuestros.

— ¿Y estos hombres?

— Dacoitas.

Sitama hizo un gesto a los músicos y se puso en marcha.

Si bien la procesión había concluido, la fiesta estaba en su apogeo.

Cuando Sitama y sus compañeros llegaron a la plaza principal, la encontraron llena de gente, de ciudadanos, soldados y campesinos, allí reunidos para ver pasar a los grandes dignatarios de la corte que regresaban del templo.

Sitama se abrió pasó entre la multitud, dirigiéndose al bungalow habitado por Indri y Toby Randall, y haciendo señas a sus compañeros para que se dispusieran en tornó suyo, comenzando la música.

Dhundia a su vez entró con paso inquieto en el bungalow, fingiendo hallarse preocupado.

— ¿Dónde está, el cazador? -inquirió a los criados que acudieron a abrirle.

— Aquí, sahib -exclamó el mayordomo-. Hace una hora que te espera, y como se sentía inquieto por tu ausencia, envió a dos de sus hombres para que te buscaran.

— ¿Dónde estuviste hasta ahora? -inquirió Indri viéndolo entrar.

— Os estuve buscando…

— ¿Por dónde? -preguntó Toby con acento levemente irónico, pues no creía en lo más mínimo que el hindú se hubiera perdido realmente.

— Por los alrededores del templó. Suponía que estaríais allí tratando de ver al faquir de cerca.

— ¿Lo encontraste? -quiso saber Indri.

— No. Cuando entré ya no estaba en la pagoda. Me dijeron que lo habían retirado casi moribundo. -¿Morirá realmente? -exclamó Toby-. Estoy convencido que era un espía.

— ¿De quién? -preguntóle Dhundia.

— De alguien que tiene interés en perder a. Indri -contestó Toby mirándolo fijamente.

— Puede ser -contestó Dhundia con toda tranquilidad.

— ¿Viste a Bhandara? -inquirió a su vez Indri.

— No.

— Habrá seguido al faquir -agregó Toby-. Así sabremos si morirá o vivirá.

— Aunque viva, tardará varias semanas en estar bien -exclamó el sikh-. Ese hombre, admitiendo que sea un espía, no nos dará ningún trabajo…

En aquel momento entró el mayordomo, diciendo:

— Sahib, un pobre hindú quiere mostrar al gran cazador el juego de la cesta, uno de los espectáculos más impresionantes que pueden verse en Pannah…

— ¡Que se vaya al demonio!

— Es un pobre hombre, sahib …

— No conviene que un europeo lo rechace -agregó Dhundia-. Se murmuraría que el gran cazador es un avaro…

Toby, que no quería enemistarse con los habitantes de la ciudad, suspiró, incorporándose y abriendo una ventana del bungalow.

Sentados en los peldaños del bungalow, tres hindúes ejecutaban un terceto monótono con suranaë, mientras un cuarto los acompañaban con urni.

Sitama, irreconocible, había depositado en tierra la gran cesta, sobre la que estaba sentado un muchachito con aire lleno de angustia. Fingía estar lleno de cólera y agitaba la espada por encima de la cabeza del niño, profiriendo amenazas.

— ¿Qué hace ese hombre? -inquirió Toby-. ¿Quiere acaso matar al pequeño?

— Presta atención -contestóle Indri, que como su amigo no había reconocido al faquir-.

Ese hombre te. mostrará un juego asombroso que nunca has visto con anterioridad …

Sitama había comenzado a correr en torno de la gran cesta, amenazando siempre al niño con la afilada hoja de su espada, mientras los músicos precipitaban los sones de sus instrumentos.

Repentinamente el chico alzó la tapa de la cesta y desapareció en el interior de la misma; los cuatro músicos soltaron sus instrumentos y corriendo hacia la cesta, la acribillaron a puñaladas con sus largos machetes. Por algunos instantes se oyeron lamentos lanzados por el niño, que parecía haber sido acribillado. Luego, nada.

— ¿Pero dónde ha huído ese niño? -inquirió asom brado el inglés-. Seguramente no está en la cesta …

— Te engañas -contestó Indri-. Está allí dentro…

— ¡Imposible! La cesta apenas podía contenerlo y ahora está toda destrozada.

— Mira y te persuadirás…

Los músicos retomaron sus instrumentos, iniciando una marcha salvaje. Un instante después se oyó una voz que parecía llegar desde muy lejos. Era la del niño.

Y cada vez se tornaba más clara, como si se acercase, en tanto que la cesta retomaba su tamaño y forma original. De pronto se abrió y el chico salió de un salto, totalmente ileso.

— ¿Estuvo o no en el interior del cesto? -inquirió Indri riendo ante el estupor de su amigo.

— ¡Este juego es maravilloso! -exclamó Toby, arrojando un puñado de rupias al niño-.

¿Cómo se puede explicar?

— El único que podría decirlo es el juglar, pero no lo revelará a ningún precio; es un secreto que no se vende.

Sitama recogió las rupias y tras hacer una nueva reverencia, se alejó con sus hombres y el niño. Ya estaba seguro de no haber sido reconocido y confiaba en engañar al mismo Bhandara.

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